Capítulo noveno

Me eché en mi cama sin encender la lámpara de petróleo. Chupaba el extremo de mi pipa apagada y mordía nerviosa— mente la madera.

Los acontecimientos de aquella noche no dejaban de dar vueltas en mis pensamientos: el gran delfín en alta mar, que nos perdió, que intentaba volvemos a encontrar, el temor de Ángela de volver a cruzarse con él y lo que siguió... ¡Ah! pierdo la cabeza pensando que ella había vuelto a alta mar con la barca. Y cuando vuelvo a pensar en aquella voz misteriosa que llamaba y que ya no tenía nada de voz humana, no puedo calmarme. No hay la menor duda, aquello no tenía nada de voz humana, parecía hecha de agua y de espuma, como la de un espíritu de la soledad... Quiero tirar ese peso que me aplasta, liberarme, y vuelvo a dejar que mi imaginación vagabundee hada las estrellas que caen y se apilan en la gran caracola, bajo el inmenso árbol petrificado tendido en las profundidades, y que se convierten en piedrecitas blancas como granos de arroz que habrán llenado la caracola el día que el délo se quede sin estrellas.

Me desperté con la cabeza pesada. Era completamente de día cuando me senté en la cama. Notaba ya el calor sofocante. Ardía por conocer la suerte de Ángela, pero no la vi por ninguna parte y, cuando pregunté a los niños, me miraron con un aire que demostraba que habían sido avisados para no hablar de ella con nadie. Vagué todo el día, hasta la noche, sin encontrarla. A media noche, despertado por una ligera brisa que hada zumbar las cañas de la cabaña, vi la luz de una barca, lejos, en alta mar, a más de una milla. Quizá fuera Lucas el borrachín, aunque era poco probable; su podrida barca no podría soportar una revuelta así. Entonces me dije que era Ángela. Estaba seguro de que cogiendo mi barca, la alcanzaría. Pero me faltó el valor una vez más.

El día siguiente pasó sin que yo saliera para verla, pensando que ella vendría. Por la noche, la vi en su casa. Limpiaba, arreglaba y fingía no verme.

Tomás volvió tres días después, como había dicho. Había hecho sus compras. Había traído mucho plomo para las redes.

—No lo he pagado. Me lo ha dado Vassili el hojalatero. También trata con cobre y cañerías de plomo. Me da cada vez que necesito. Es pariente de mi mujer. Y esto son los desperdicios de las cañerías de agua que él cambia. Y van bien para las redes.

Un poco apartada, Ángela extendía la red y le sacaba las hierbas. Yo la abordé, lo que no pareció gustarle.

—La otra noche, cuando nos separamos, volviste a alta mar, ¿verdad? —lancé en tono áspero—. ¿No es verdad? ¿No volviste a alta mar?

Su mirada, contrariada, se clavó en mí.

—¡Sí, volví al mar! ¡Así es!

Sus manos trabajaban febrilmente sobre la red para quitar las algas, sacudir las hierbas. Una raíz se había enredado en las mallas, una raíz imposible de separar, y Ángela estaba rabiosa. Con su cuchillo partió la raíz en dos. Los nudos se deshicieron. Pero cuando desplegó la red apareció un profundo rasgón. El pequeño Theodoris, que miraba con los ojos desencajados, exclamó:

—¡El delfín la ha roto! ¡El delfín!

Tomás lo había oído y llegó corriendo. Ángela tuvo tiempo de disimular el rasgón más grande doblando la red.

—¿Dónde está el agujero? —dijo él cuando estuvo muy cerca.

Su hija levantó la cabeza.

—No hagas caso de este ignorante. A la red no le pasa nada. Son las hierbas que se han enganchado.

—¡No, vuelve a ser esa porquería de delfín! Va a romper todas mis redes. —Dijo Tomás entre dientes:— ¡Déjame ver! ¿Por qué lo escondes? ¡Te digo que me lo dejes ver!

Sin embargo, Ángela no desplegó la red. Su voz se había hecho ronca. Un auténtico gruñido.

—Te digo que son las hierbas. La arreglaré.

Extraña escena. Se hubiera dicho una pequeña tragedia. Tomás sacudió la cabeza. Murmuró:

—¡Pobre hija mía! Han hecho bien en poner sus cabezas a cincuenta dracmas. ¡Que las pongan a ciento y hasta a doscientas!

Hablaba de los delfines, de lo que pagaba el ministerio: cincuenta dracmas por cabeza, porque diezmaban los bancos de peces y destrozaban las redes.

Cuando Tomás se alejaba, Ángela dio un salto, corrió tras Theodoris, que huía para esconderse detrás de una roca medio sumergida en las aguas bajas de la orilla, y le administró tal paliza que el niño se puso a gritar. Después ella volvió, calmada, cogió del reborde de la ventana un huso tallado en caña, enrolló alrededor cordel teñido con corteza de pino y arregló el rasgón de la red. Una vez que hubo acabado, admiró su obra. Entonces pareció recordar que, durante todo aquel tiempo, yo había estado allí, de pie, a su lado.

—Todo el mundo acusa a los delfines. Ellos no rompen las redes. Somos nosotros quienes las arrojamos en su camino. Ellos son orgullosos. Los obstáculos no los molestan. ¡El delfín es el más orgulloso de los peces!

Pronunció estas palabras con gran obstinación.

—El delfín no es un pez —le hice notar yo.

Mis palabras eran estúpidas, ya que no era el momento para saber si el delfín era o no un pez.

—Pertenece al mar... Por lo tanto, ¿a qué viene lo que estás diciendo? No sale del agua. No puede vivir sin agua...

—Sí, pero respira. Pare como el ser humano. Amamanta a su pequeño como la mujer al suyo...

—¿Y qué tiene eso que ver? Su destino es el mar.

Pronunció estas palabras con voz ronca, como si hablara de su propio destino. Como si el rumor del mar zumbara en ella. Como si sus manos se convirtieran en aletas.

— ¿ Por qué me miras así?

Hizo esta pregunta a quemarropa y yo me sobresalté como si me hubiera traicionado.

—No me cuentes mentiras —insistió ella—. Me miras, e interiormente piensas que estoy diciendo estupideces. Me enfado cuando acusan a los delfines, y odio a todos los hombres. ¿Has oído? El ha dicho: cincuenta dracmas por cada delfín muerto. ¡Pues bien! El que toque a mi delfín, podrá despedirse de la lista de los vivos.

Sus firmes senos, libres de toda traba, se enderezaron bajo su vestido, olas hinchadas por una ráfaga repentina. Tenía un aspecto bravío. Sus cabellos flotaban al viento como algas agitadas por las corrientes de las profundidades marinas. Poco a poco se tranquilizó, pero su alma se había revelado, completamente desnuda, más desnuda que su cuerpo, del que yo había disfrutado aquella noche, en alta mar.

Bajando la mirada, murmuró:

—Mi alma está mezclada a las olas y a las caracolas, a las algas y al mundo del mar...

Callose. Hizo un gesto para alejarse. Yo la retuve.

—Tus palabras son extrañas... —le dije, y sentí en su brazo el mismo frescor que si saliera del agua. Tenía frente a mí una muchacha extraña a la naturaleza humana, un ser misterioso escapado de un palacio submarino construido en las rocas y en los precipicios de los abismos, rodeado de un círculo de corales, de esponjas y de peces que adornaban las aguas con sus destellos.

—¿Qué estás pensando? —me preguntó, y yo notaba que su espíritu penetraba en mis pensamientos más secretos, los adivinaba—. ¿Piensas que soy una criatura de otro mundo, venida a la tierra para volverte loco?

—¿Por qué ese pensamiento, Ángela?

Se alejó sin contestar.

—¿A dónde vas, Ángela?

—Ya conoces el lugar. A Glyconeri. Allí voy. Pero sólo yo puedo llegar. Hace mucho tiempo un hombre se mató queriendo ir. Se precipitó buscando un lugar para bajar.

Se fue. Lentamente. Volvió a detenerse. Me lanzó:

—Entérate de que el paso es difícil, hasta para las cabras... Pero quien tiene el corazón fuerte, puede conseguirlo... Ese encuentra siempre el medio...

La perdí de vista.

Se acercaba el mediodía. Los niños jugaban, completamente desnudos, levantando casitas en la arena. Hacían agujeros profundos, abrían canales y se maravillaban de ver el agua del mar filtrándose por debajo y llenarlos. Ángela ya no les ponía pantalones.

«Qué curioso juego de arena», me dije mirándolos ocupados en su trabajo, llenos de ilusión. Aquello era una imagen del mundo limitado, en aquel rincón de costa ignorado, anónimo. Es la imagen del trabajo del hombre, de su obra. De lo que puede hacer. Es la nada. La arena. De improviso, rompe y destruye la obra construida en la arena.

Pedí noticias de Ángela. Theodoris, el mayor, me indicó a lo lejos la dirección de Glyconeri. Y mientras seguía allí de pie, con su manita tendida, su vientre se dilataba.

Fui hacia Glyconeri y trepé por las rocas. De lo alto brotaba la fuente cuya agua vertía en el mar. Decíase que salía gota a gota del Ordymnos, que era una vena de la montaña.

Alrededor se levantaban jóvenes pinos frondosos de la medida de un hombre, curvados hacia el mismo lado por el viento del norte. Los había torcido durante años y años, a fuerza de desencadenar sobre ellos su furia. La falda de la montaña, hasta abajo, estaba cubierta de guijarros puntiagudos, apretados, entre los que surgían plantas espinosas. El aire olía a tomillo, a salvia. Abajo, infinito, el mar se extendía en sábana hasta el horizonte. Un agua inagotable que pesaba sobre las cisternas de la tierra. Completamente desnudo, disfrutaba de la fresca brisa que acariciaba mi cuerpo. El mar zumbaba, aspirado por las grutas donde el agua hervía en su prisión de rocas. Me dije que aquel ruido de olas quizá fuera el ronquido erótico de la tierra y del agua, que se abrazan estrechamente y luchan y se sublevan por no poder unirse realmente y disfrutar de toda la dulzura del amor.

Alrededor, las alondras rayan el espacio con su vuelo refrenado, pían extrañamente y vuelan en desorden bajando cada vez más hasta posarse en un arrecife o en la punta de una roca.

En el momento en que escribo, pensando en todo lo que me pasaba por la cabeza a veces, durante aquellos días de soledad medito en el misterio de la vida y sobre lo que sabemos. Echo una mirada a toda la inmensidad. Me digo que la tierra es un astro. Y que en este mismo momento puedo contemplar un fragmento de este astro. Y yo soy un punto sobre este astro, que debe de brillar desde lejos como todos los demás centelleos argénteos brillan en el cielo. Hasta puede convertirse en estrella fugaz y huir a aquella caracola, como dice Ángela, convertirse en un pequeño guijarro blanco, no más grande que la grava. ¿Quién puede, en realidad, discernir lo que hay de auténtico en lo que nosotros llamamos grande o pequeño...? ¿Quién puede saber lo que es cierto? Sin embargo, en este instante soy una migaja de cielo. Soy un nada, un nada microscópico, insignificante, admirando esa migaja, sintiendo vértigo ante esa gota de agua que llamo mar, océano... Así, sobre este astro infinitesimal, simple partícula en el polvo de los astros, hay otra partícula, mi señorío, abismado en profundos pensamientos sobre cosas que no puedo comprender.

Busco un paso, «difícil para una cabra», como ha dicho Ángela. «Pero quien tiene el corazón fuerte, puede conseguirlo.» También eran palabras de Ángela. Tendría uno que ser un imbécil para no comprender la llamada que se escondía bajo aquellas palabras singulares. Empecé, pues, el descenso. Y sólo Dios sabe cómo mi corazón tembloroso latía a cada paso, en cada resbalón. Mis manos se agarraban a la roca, y tenía que soportar todo mi peso hasta que mis pies encontrasen un lugar para posarse. Muchas veces me desollaba, teniendo que sujetarme difícilmente a troncos para no caer. Porque en ese caso hubiera llegado abajo destrozado.

El agua chapoteaba a mis pies. Llenaba el agujero hecho por Ángela y resurgía entre los guijarros, un poco más lejos, en la orilla. Todo estaba desierto. La camisa que yo le había dado a lavar, se hallaba colgada en unas ramas, para secarse. Acababa de ser lavada, pues estaba mojada aún. Yo miraba el mar. También estaba desierto. A lo lejos, dos gaviotas trazaban círculos bajando hasta el agua, después volvían a subir. Siempre en el mismo sitio. Entonces conseguí distinguir, a más de una milla, una olita ribeteada de espuma. Allí donde estabas las gaviotas. Calculé mis fuerzas y mi resistencia física, y con decisión, me lancé al agua. Nadaba a un ritmo rápido. Me acerqué a la espuma que rompía la calma de las aguas. Ángela nadaba lentamente, hacia mí. Yo me volví, miré hacia la tierra. Nunca había estado tan alejado en alta mar.

—Ven a descansar —me dijo volviéndose y llevándome hacia ella. Su cuerpo se hundió ligeramente en el agua, pero me soportó tranquilamente. Y blandamente. Pude de nuevo ver el costurón que cruzaba su cuerpo.

—Hoy me encuentro solitaria —murmuró ella-...Estoy sola...

—Siempre estás solitaria, Ángela, ya que todos los días escoges lugares desiertos para errar...

—No siempre es así... no siempre está desierto... Hay días en que...

Su frase quedó inacabada. Sin embargo, añadió: «Quizá no hubieras debido venir. Anda, vamos. Volvamos a la orilla...»

Había cambiado de idea bruscamente. Comprendí que observaba los alrededores con inquietud.

—Apresúrate. Vamos. No hubiera tenido que decirte que vinieras.

—No me lo has dicho. He venido solo.

—Es culpa mía. Te dije: estaré en Glyconeri... Vamos, salgamos ahora... Ponte en mi espalda y te arrastraré... Vamos, tiéndete sobre mí... Cógeme con tus brazos, cógete a mis senos... cógete bien... y no hables.

Su cuerpo me llevaba fácilmente. Me aferré a sus senos. Sus caderas se movían cadenciosamente a cada movimiento rápido de su cuerpo.

—¿Por qué tienes miedo?

—Yo no tengo miedo. Temo por ti —contestó.

—¿Por mí?

—No puedes saberlo. No sabes lo que pasa...

Yo ignoraba el miedo. Tenía la convicción de haber nacido valiente. Orgulloso. Sin embargo, en aquel instante las palabras de Ángela me hicieron calcular con angustia que aún estábamos en alta mar y que necesitaríamos más de media hora pora llegar a la costa. La noche en que habíamos estado pescando con la lámpara y nuestro encuentro inesperado con el delfín pasaron por mi imaginación.

—¿De qué tienes miedo por mí, Ángela?

—Te repito que no hables. Que no se oiga una voz de hombre por aquí.

Durante aquella famosa noche me había dicho lo mismo. Las dos gaviotas nos seguían, bajaban para volver a subir a diez o a quince brazas.

—Mientras ellas estén con nosotros, no tengo miedo. Las gaviotas ven a los peces grandes y los siguen. Saben que hay caza para ellas donde hay un pez grande... Nos han tomado por un gran pez. Lo que quiere decir que no hay otro por estos parajes.

Así que teníamos por escolta a las gaviotas, que nos habían tomado por un gran pez, cuyas sobras esperaban. Pero la idea de que aún no distinguían ningún otro pez grande por aquellos parajes no me tranquilizaba en absoluto.

—Tienes que aprender las costumbres del mar, de su vida. Cuando las hayas aprendido, verás qué bonito te parecerá todo en el mar. Ya no podrás vivir en tierra.

De pronto las gaviotas volaron hacia las alturas. Como para abandonamos. Se elevaron hacia el oeste y desde allí se lanzaron una media milla, tocando casi el espejo del agua.

—Han visto otra cosa —murmuré al oído de Ángela.

Me deslicé de su espalda para permitirle descansar e, instintivamente, me puse a nadar con todas mis fuerzas, directo hada la tierra, que veía cerca.

Ángela observó a las gaviotas.

—Vete de prisa —me dijo.

Yo la obedecí y nadé rápidamente, con los brazos, con las piernas, con todo mi cuerpo.

—Yo voy a quedarme. No te preocupes por mí. —Desconcertado, la vi dirigirse hada alta mar, por donde volaban las gaviotas. Distinguí claramente la espuma del mar. Como bajo los saltos de un pez. A pesar de que estaba lejos, yo podía ver claramente el lomo negro que emergía y volvía a zambullirse... Ángela nadaba directamente hacia aquel sitio.

Yo no podía más. Extenuado, me agarré a las rocas y me levanté fuera del agua. Mi respiración me quemaba la garganta. Mis entrañas parecían de fuego. Ya no veía nada en el mar. Todo se había confundido ante mí. Tan sólo veía a las gaviotas, hasta que también ellas se borraron. Me sentía mal. La noche del delfín volvió a mis pensamientos, el salto del animal, y su negra sombra que había atravesado el haz luminoso de la barca. Y he aquí que ahora... Estuve a punto de perder el conocimiento. No comprendía nada.