Capítulo diecisiete
Desde entonces hasta ahora que llego al fin de mi historia, han pasado muchos años. Muchos años, si se dice que en ese tiempo terminé mis estudios, me especialicé en cuestiones mineras y me sumí con pasión en aquellas ciencias. Después me casé. Me casé con la que había pensado cada vez que sentía la necesidad de crear una familia. Tomé a Elisa por esposa. Todo ocurrió con naturalidad, ya que ella también, cuando se casó con el señor Tsuma, había tenido la impresión de hacerlo por despecho.
Elisa es una persona encantadora. A veces hablamos del pasado y llegamos hasta el punto en que ninguno de los dos se atreve a dar un paso más. Ella reconoce que se enamoró locamente de mí desde nuestro primer encuentro, en aquella velada, la noche en que yo manché de vino su zapatito. Yo tengo que hacer esfuerzos para recordar cuándo empecé a enamorarme de ella.
—Sin embargo, jamás hemos hablado de amor los dos —le dije una noche. Ella estaba entonces en su quinto mes de embarazo.
—¡Estúpida criatura! —me contestó—. ¿Y qué significan todos estos años pasados? ¿Qué significaba, pues, tu rincón aislado y tu cabaña en Sigri? ¿Y mi boda con Tsuma? ¿No era todo eso nuestro amor, del que no hemos hablado jamás?
Tuve que admitirlo, ya que no encontraba ningún medio lógico de no aceptarlo.
Después llegó el día del nacimiento de nuestra hija. La llamamos Lilanda, llegando casi a olvidar su auténtico nombre de bautismo, Aspasia, el nombre de mi madre, que Elisa había querido darle.
También debo decir que mi suegro, un hombre muy realista, me echó el guante y me confió las minas de Mithymna. Así, cada año vamos a Mitilene, donde pasamos todo el verano. Entretanto, Lilanda ha crecido como un joven ramo. Me he olvidado de decir por qué nos acostumbramos a llamarla Lilanda, lo que en realidad no tenía nada que ver con Aspasia. Este nombre fue mi hija quien un buen día lo descubrió.
Sucedió en el primer verano que pasamos en Mithymna. La noche brillaba, llena de estrellas. Yo la había sentado en mis rodillas y le contaba el milagro del cielo. Le decía que las estrellas eran clavitos de plata y que eran sus cabecitas lo que brillaba. Y cuando por azar una de ellas caía, desgarrando la noche en su reguero de fuego, ella me preguntaba:
—¿Adonde va?
—Al mar —le contesté.
—¿Y no se ahoga? —preguntó preocupada.
—Cae en una gran caracola que está en el fondo del mar, bajo un inmenso árbol petrificado que hay en el fondo.
La pequeña palmoteaba. La historia le gustaba tanto, que me la pedía incansablemente. Y yo, cosa extraña, cada vez que se la contaba, sentía el mismo placer, como si pagara una deuda hablándole de las estrellas que parecían clavitos en el cielo, de la caracola y del gran árbol petrificado. Entonces empezábamos a contar las estrellas: una, dos, tres..., quince..., veinte..., treinta...
—¡Lilanda! —gritó, al oír el número treinta [10]. De todos los números era éste el que le gustaba más, y no quería que siguiéramos contando. Los astros eran lilanda. Y no hacía más que repetir: lilanda... lilanda...
Así la llamamos Lilanda. El nombre que había encontrado ella sola.
—¿Por qué le cuentas siempre esa historia de las estrellas? —me preguntó Elisa un día que Lilanda dormía en su habitación.
Todo estaba tranquilo. No había luna en el cielo. Estábamos tendidos en dos tumbonas, en el balcón de la casa que habíamos alquilado en Molyvos, sobre el mar. Estaba construida sobre gruesas estacas sólidamente hundidas en la orilla. Las olas rodaban por debajo.
—Bueno, no me has contestado. ¿Cómo te has imaginado que las estrellas caen en una caracola? Y además, esa historia del árbol... Es un cuento bastante bonito. Sin embargo, no engañemos demasiado a la criatura con leyendas. Es mejor decirle desde ahora las cosas como son.
Contesté que yo no estaba de acuerdo. La leyenda es necesaria, ya que la vida es fea. Una bella mentira es más auténtica que la más resplandeciente de las verdades. La vida auténtica no es la que conocemos, sino la que intentamos conocer. Finalmente, Elisa me aprobó. Y ella también se acostumbró a contemplar a los astros.
—Naturalmente, parece más lógico que sean clavitos de plata en el cielo, y no enormes masas de hierro y de piedras errando sin sujeción, a la ventura, en un viaje sin fin.
Elisa estuvo pensativa durante algunos días. Después, al fin, me dijo que, por el lado de Sigri, volvían a buscar el bosque petrificado. Que, aparte de los troncos esparcidos sobre la tierra firme, los expertos habían descubierto otros iguales, petrificados, en las profundidades del mar. Cerca de Nissiopi.
Y hasta en alta mar.
—Son los pescadores de Sigri —dijo— quienes hablan de un inmenso árbol petrificado que gime en alta mar, en el fondo, y nadie se atreve a navegar por allí, ya que dicen que está embrujado. ¡Es extraño! Se parece a tu cuento. Lo he estado pensando todo el día.
Las palabras de Elisa entraron de lleno en mí y despertaron todo un mundo.
Los diarios de aquella época hicieron una gran encuesta. Llegaron a la región científicos de Atenas para observar el bosque petrificado. Hablaron de su origen, que se remontaba a millones de años, y explicaron el proceso del fenómeno. También dijeron que un fenómeno así era único. La gente leía aquello y se sorprendía. Los de la región se enteraron de que aquellos extraños troncos petrificados eran árboles, réplica exacta de árboles viejos de millones de años, pero que su madera se había metamorfoseado en piedra. Sus padres y los padres de sus padres los encontraban en el campo, diariamente, durante sus trabajos, y descansaban sentados sobre aquellos mármoles caídos que parecían antiguas columnas rotas. Allí hablaban de sus historias, encendiendo en ellos fuego para su pipa. Era conocido y formaba parte de las leyendas del país transmitidas por sus antepasados. Se contaba de boca en boca la historia de los árboles que se habían petrificado. Se maravillaban y decían que era una buena señal para su país que tales árboles petrificados aún vivieran y que su alma vibrara y respirase.
—Es un fenómeno de transmutación de la materia —le dije a Elisa.
—Ese es el aspecto científico. Pero el milagro es que existe en el mar un gran árbol embrujado...
Me miró. Como si quisiera penetrar hasta lo más profundo de mí ser. Yo volví los ojos. Aquélla era la frontera que detenía nuestras palabras. Y ninguno de nosotros la franqueaba.