Capítulo primero
Estoy en la costa más occidental de Lesbos. A una milla y media del puerto de pesca de Sigri. Sidusa es el nombre de la pequeña península cuya parte sur está llena de rocas que llegan hasta la orilla. El mar ha vaciado profundamente las raíces, se ha introducido cortando una cala. He descubierto una choza abandonada, protegida de las miradas por una alta cima, que la supera cerca de sesenta metros. Dos espigones naturales avanzan y se hunden en el mar, al que abrazan, dejando una estrecha rada con el espacio justo para una bar— quita.
¡Al fin, la soledad tal como la había soñado! Después de ásperas discusiones con mi familia, acabé escapando. Pasábamos el verano en Mithymna. Una antigua casa de campo ancestral más que centenaria. En vez de venirse abajo y desaparecer, logró con el tiempo nuevas raíces en la tierra, hasta confundirse con ella, hundirse y convertirse a su vez en un elemento imperecedero. Una pobre viña marchita la rodea con sus cepas envejecidas de las que en otoño cuelgan racimos marchitos, despojados de su jugo por las avispas.
Pero no es el momento de hablar de asuntos familiares ni de explicar cómo se me atravesaron en el estómago. Mis padres me atormentaban con la carrera que había de decidirme a escoger, y con la hacienda. Según ellos tenía que preocuparme seriamente de mi porvenir ya que aquel verano me las había arreglado para dejar mis estudios. Kumi, en su camión, cargaba las mercancías de Mithymna, para los pueblos de Telonia, Sigri y Ereso. Principalmente plomo con mucho cromo que una sociedad extraía de las montañas, cerca de Vafio. Así, pues, una mañana me metí en el camión. También cargué mis cosas Si me faltaba algo, ya lo encontraría en Sigri. Me llevaba conmigo una lámpara de petróleo, una cajita con material de pesca, una caja de hojalata llena de galletas, conservas de carne. Pero, ante todo, había preparado mi fusil un Griner de calibre 12, con unos cincuenta cartuchos del número 11. Además, me procuré una decena del 6. Buenos para cazar conejos de veda o zorros. En el momento en que yo me iba, la nuez de mi padre temblaba como una escobilla que sacara el polvo del aire. Mi madre me besó en la frente, me dio su bendición y me empujó con una palmada afectuosa en el hombro. Yo comprendía bien que el equivocado era yo; pero con mi testarudez no quena renunciar.
En Sigri no me quedé ni dos días. Lucas el borrachín bebía en la taberna de Sklepa. Allí nos conocimos. Debía de tener de cuarenta a cuarenta y cinco años. Un famoso bebedor. La taberna de Sklepa estaba en el muelle del puerto de pesca.
—¡Mucho ojo! —me dijo cuando le hube explicado mi deseo de aislarme en un rincón rocoso de Sidusa. Se secó el bigote con el dorso de la mano. Yo le pregunté por qué me decía aquello. Movió la cabeza. Me habló de Tomás, el pescador de pulpos. «Un asqueroso infeliz» —dijo—. Chiflado, dominaba toda la pesca desde Nissiopi hasta Faneromeni. Nissiopi es el nombre de la isla que hay frente a Sigri. Pero también la llamaban Megalonissi. La gran Isla. Aquel rincón representaba una milla y media de ancho. Nadie se atrevía a aventurarse ni a arriesgarse a encontrarlo. Tomás reinaba en aquella isla, de la que conocía uno por uno todos los rincones oscuros de las hondonadas. Fondeaba a tiro hecho y arponaba el pulpo en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Mucho ojo, mi joven amo! ¡Asqueroso infeliz! Tendrás problemas con él, aunque sea tuya la razón. Y su hija es una sirena. Así es.
Embarcamos en una vieja barquita y enfilamos hacia el rincón rocoso de Sidusa. Al sur del Mavro Cavo. A través de las juntas podridas, el agua se filtraba en pequeños surtidores.
—Tendría que calafatearla de vez en cuando —le dije yo al ver que mis pies ya estaban empapados por el agua del fondo de la barca.
—No tengo otra cosa en la cabeza, pero no consigo encontrar estopa de Marsella. Y sólo ésa sirve para algo. Sólo la estopa de Marsella.
Tenía que dejar de remar continuamente para vaciar el agua con un cubo.
En cuanto me dejó en las rocas, se apresuró a marcharse, mirando por todas partes con el temor de encontrar a Tomás. Tomás, el pescador de pulpos, le daba auténtico miedo. Entré en la choza abandonada. Sobre los enmohecidos muelles del viejo sofá, extendí una estera de paja comprada al guarnicionero de Sigri. Puse la lámpara sobre una vieja caja. Apoyé el Griner y el cinturón de cartuchos en el muro, a la cabeza del sofá. Abrí el cuaderno que tenía conmigo y escribí la fecha. Porque había decidido llevar un diario. Hay que decir que me había procurado un cuaderno grueso y dos lápices Faber núm. 2. Les sacaría punta con el mismo cuchillo que me sirviera para quitar la escama de los peces y para despegar los mariscos de las rocas. Me quité la camisa y el pantalón. Salí desnudo al sol. Caminaba por la arena de la pequeña playa. Me sumergía en el agua, dejándome flotar en su tibia suavidad. Después me tendí en las rocas, boca arriba, para secarme. Sentía cómo se asaba mi piel.
Distinguí una barca de pesca. Me dije: «Es Tomás, el pescador de pulpos.;Mucho ojo!» Era lo que había dicho Lucas el borrachín. Extrañas palabras de las que no hice caso. Distinguí una segunda silueta en la barca. Aparentemente, una mujer. Debía de ser su hija. Veía el cuerpo hasta la cintura. El resto quedaba oculto. La cola con sus escamas, sin duda. Era lo que había dicho Lucas el borrachín. Había dicho: es una sirena. Con tal que no se acercasen... No tenía ninguna gana de vestirme. La barca se movía hacia el norte. Hacia Faneromeni. Era allí donde tenían su morada. También me lo había dicho Lucas el borrachín.
Me estiro y bostezo. Lleno de aire mis pulmones. Mi cuerpo acumula sol, gavillas y gavillas. Ardo y sudo. Mis axilas empiezan a oler. Todo mi cuerpo toma el olor de la sal; me lamo el brazo, mi saliva tiene un gusto salobre. Estoy completamente solo. «Se está bien así —me digo—. ¡Si Dios hubiera creado un solo hombre! Sólo uno. Único señor y rey del mundo. A la vez amo y servidor. Servidor de las necesidades de su vida y amo de sus placeres. Para gozar. Hubiera tenido que crear un solo hombre. Que no envejeciera. Inmortal. Creo que sería justo. También yo, ahora, soy un hombre solo. Me convierto en esclavo de mi cuerpo ya que he de alimentarlo. Pero también me siento su amo cuando pienso que trabaja para mí.»
Oigo un ruido de remos en el aire tranquilo. Vuelvo la cabeza y veo la barca bogando hacia Faneromeni. Hay dos seres en el interior. Tomás el pescador de pulpos. Y su hija, la sirena. No estoy solo como había creído. El mundo se ha poblado súbitamente...
El sol que cierra mis párpados es como de miel. Tras su pantalla se deshilacha la sombra, la tiñe de rosa, suaviza mi somnolencia. Me sacio de esta soledad salida de mí mismo. El mundo ha vuelto a su primera soledad. Los otros dos estaban de más. Hubiéramos tenido que repartirnos el mundo.
Ha llegado la tarde. Me he despertado. Ante mí, una cara arrugada, fumosa. La contemplo. Pocos cabellos y grises, plantados sobre un cráneo brillante y curtido. Espesas cejas sombreando la cuenca de los ojos, desvanecidos por el agua y el sol. Debía de hacer mucho rato que el viejo estaba sentado allí. «¡Ten cuidado, es un asqueroso infeliz!» No me importa mi desnudez. Digo:
—Vivo en la cabaña abandonada. Pienso quedarme hasta el otoño.
El mueve la cabeza. Yo creía que se enfadaría.
—¡Sé bien venido, amo! Y buenos días.
Mostraba bondad su voz ronca. Aún dijo:
—Quédate aquí tanto tiempo como desees.
Se adivinaba en sus palabras al amo que recibe al extraño y lo acoge en sus dominios; también se adivinaba al subordinado sometido al corsario que llega a atropellar su territorio.
Yo seguía tendido. Sus párpados se abrían y se cerraban, descubriendo el cristal empañado de sus ojos. Me miraba. Miraba el mar. Bajaba los párpados. Se miraba a sí mismo. Me levanté de un salto. Me desperecé para desentumecerme. Mis huesos sonaban mientras yo desplegaba mi cuerpo, mientras éste recuperaba y consolidaba su flexibilidad.
—Si necesitas algo, te lo traeré. Algo para arreglar la casa, para la colada o la costura. Yo tengo a Ángela. No teme al trabajo. Tan capaz y activa en la casa como en el mar. Es mi hija.
La cola con sus escamas vuelve a surgir en mi mente. Me pregunto si está enroscada en espiral para sostener en el aire su final hendido, como he visto en los dibujos de sirenas y tritones, o si, estirada como la serpiente que se calienta sobre las piedras al sol, la cola se aduja sobre la arena, mientras su cabeza se contonea, con los cabellos revueltos, enmarañados por las corrientes marinas.
—Yo soy Tomás —continuó el hombre—. Tomás el pescador de pulpos. Habrás oído hablar de mí.
—Lo sé. Eres un asqueroso infeliz.
Me escucha con indiferencia y sólo dice:
—Lucas el borrachín habla mucho. Todo el mundo lo sabe. No tienes más que informarte. No es franco. El mar lo engullirá el día que no vaya lo bastante rápido para vaciar su barca. Entonces beberá agua por primera y última vez.
No pensaba en vestirme. Ni siquiera que estaba desnudo. Había nacido así. Salía del agua. Y la piel era mi ropa.
La proa de la barca de Tomás, el pescador de pulpos, estaba hundida en la arena. La popa flotaba. Danzaba en el agua. Hija de pescador sólidamente construida, de anchos costados. El viejo dio una última chupada a su cigarrillo, tiró la colilla y la aplastó sobre la roca.
—¿Por qué no la has tirado al mar?
—Para no ensuciarlo. El mar es limpio. Yo ni escupo dentro. Y cuando voy a nadar, me lavo antes en la fuente.
El viejo era aseado. Con una camisa limpia. Remando con seguridad, atravesó la estrecha entrada entre los dos brazos del espigón y se dirigió a la costa de Faneromeni.
Me quedé en las rocas hasta el crepúsculo. La brisa levantaba el espeso vello de mi pecho. El anochecer me sorprendió allí, cogido a la roca como una planta parásita. Después me metí en el agua, hasta el cuello. Y me dejé deslizar más lejos. El agua se extendía, pesada, inmóvil. Mi cuerpo la rasgaba. Yo devoraba al mar. Después me dejé rodar por la arena. Mis miembros, aligerados, parecían desprenderse de mi cuerpo. No pesaba. Imponíase la oscuridad y muy pronto se convirtió en noche profunda, sin luna. El agua llevaba a mi oído un sonido ligero. Después dejó de parecer el murmullo del mar. Adoptaba otro sonido. Se convertía en una especie de golpeteo rítmico. Se oía claramente en la calma inmensa. Levanté la cabeza. El oleaje era tranquilo y suave. Me incorporé sobre las rocas para mirar. Pero todo estaba oscuro. El ruido se alejaba. Al mismo ritmo. Hízose a la mar. Se apagó. Supuse que se trataba de un gran pez que salía del agua. Un atún, quizás un delfín.
Yo tenía el mar en la sangre, mezclado con el gusto por la aventura. Desde mi infancia. Sentía vivir en mí al pequeño aventurero que se escondía bajo la misma piel que yo, al acecho. Robinson trotaba en mi imaginación desde los primeros años de escolar. Lo escondía bajo mi almohada. Después fueron los viejos tomos de La educación de los niños que pertenecían a mi padre. Allí descubrí Dos años de vacaciones, de Julio Verne, con Gordon, Donifan y Weelkox. Leí la maravillosa Roca de las gaviotas con el capitán Kupia, Pipilulu y Kuikuino. Más tarde, fue El niño de la jungla el que llegó a mis manos, ese libro extraordinario de Elia Berthet, lleno de bosques, de chozas y de fieras en la jungla de Sumatra, con las aventuras del pequeño Pedro, que vivió entre orangutanes. Y cuando llegué a la adolescencia, Petro Kasas de Kontoglu me abrió la puerta hacia el mundo auténtico de las leyendas que convenían a mi naturaleza. Más tarde admiré Pan, de Knut Hamsun, hasta el punto de perder la cabeza.
Por la noche, en la choza, enciendo la luz, dispuesto a escribir mi diario. No encuentro nada importante que decir. Mi mano sólo traza estas líneas: «Pienso en Elisa. Ha entrado en mí vida sin que la comprenda. Me basta reflexionar para acusarme a mí mismo.»