22
CUANDO Sandy oyó los ruidos de Turner al aporrear la puerta de la habitación, sacó el brazo del agujero, agarró la portezuela de la trampilla y la bajó hasta encajarla de nuevo con la punta de los dedos.
Justo a tiempo. Acto seguido escuchó el sonido de la madera astillándose y los pasos apresurados del matón.
—¡Maldita sea! ¡Se ha escapado por la ventana! —gritó Turner.
—Bueno, ¿pues a qué esperas? ¡Ve a buscar a esa zorra! —la voz de Cabrini sonaba rabiosa.
A Sandy se le encogió el estómago. El suelo vibró por encima de su cabeza. Alguien había entrado en el cuarto de baño. Sandy había dejado el armario abierto con la esperanza de que nadie lo examinara con detenimiento.
Oyó que abrían el armario de debajo del lavabo. Quienquiera que fuese se encontraba a unos centímetros de su escondite. ¿Olería el hedor que había salido de aquel pasadizo? ¿Oiría los frenéticos latidos de su corazón? «Por favor, Señor, no dejes que me encuentren. Si lo hacen, Cabrini me arrancará la piel como si fuera una uva».
La persona que había entrado en el baño se alejó. Sandy trató de escucharlo moverse. Nada.
¿Cuánto tiempo pasarían fuera buscándola? ¿Volverían enseguida? ¿Debería ella quedarse allí o huir? ¿Estaría mejor si esperaba allí a que ellos volvieran a Dallas? ¿Y si les llevaba días?
El miedo la tenía paralizada. Era incapaz de decidir qué hacer. Luego escuchó un ruido de hojarasca a su derecha. Volvió lentamente la cabeza y visualizó un par de ojos color naranja que la miraban fijamente en la oscuridad. «¡Dios santo! ¡Una rata!». La decisión estaba tomada. Abrió la portezuela y salió del agujero; al hacerlo se arañó con una astilla. «Genial, ahora necesitaré una inyección antitetánica». Arrojó la sábana por el agujero y volvió a cerrar la portezuela de la trampilla antes de abandonar el baño. Fue de puntillas hasta la puerta del dormitorio y escuchó. Nada.
Todavía desnuda, caminó hasta la entrada de la casa. Aunque fuera se oían las voces de los hombres que se gritaban unos a otros, todo estaba en silencio en el interior. Lo primero que tenía que hacer era encontrar un teléfono. Luego debería ponerse algo d ropa y calzado. Y quizá debería hacerse con un arma. O incluso con las llaves de la limusina.
Agachada para que no la viera nadie desde el exterior, recorrió el cuarto de estar en busca de un teléfono. Al no ver ninguno, se dirigió entonces a la cocina. Allí, en la pared, había un teléfono. Justo cuando se disponía a descolgar el auricular, oyó un ruido detrás de ella. Al darse la vuelta se encontró a Lena. La chica la observaba con unos ojos muy abiertos y asustados que oscilaban entre el salón y ella. Ambas se miraron fijamente durante un rato.
—Por favor —rogó Sandy—, déjame avisar a la policía. ¡Te lo suplico!
Lena asintió parsimoniosa y se dirigió al salón pasando al lado de Sandy, que contuvo el aliento mientras la chica se dirigía hacia la puerta principal de la casa, la que daba al porche. No llamó a nadie. Sólo trataba de poner el máximo espacio posible entre las dos. Después de saber cómo era Cabrini, Sandy no podía culparla.
Ahora sí, descolgó el auricular, que cayó y casi le da en la cabeza. Lo recogió y esperó hasta escuchar el tono para marcar el teléfono de emergencias.
No había tono. Se figuró que tendría que colgar y volver a descolgar, de modo que se incorporó ligeramente, apretó el botón para reactivar el teléfono y volvió a colocarse el auricular en la oreja. Nada.
Empezó a marcar números. El cero para hablar con algún operador, el de emergencias de nuevo. Nada.
—Alexandra.
Sandy se volvió y vio a Cabrini en el salón. Agarraba a Lena por el brazo y la apuntaba a la cabeza con un arma.
Dejó caer el teléfono.
—Ya te dije que tenía instinto —empezó—. Como no te veía yo a ti corriendo por los bosques tal y como viniste al mundo, mandé a Gordon, a Turner y a Augie a buscarte y yo me quedé en el porche esperando. —Cabrini acarició la mejilla de Lena con la punta del arma presionándola contra la piel de la chica. El roce le produjo un arañazo tremendo en el rostro—. Imagina mi sorpresa cuando te vi a ti llegar a la cocina agachada y luego a mi dulce Lena salir de allí sin avisar a nadie —entonces sacó la lengua y lamió la sangre que resbalaba por la mejilla de la chica—. Me has decepcionado tanto, Lena.
Aunque permaneció en silencio, la mirada desesperada que transmitían sus ojos fue como un jarro de agua fría para Sandy.
—Ella no ha hecho nada. Ni me ha visto. Yo estaba escondida.
—Mala, mala, mala, Alexandra. Vuelves a mentir. Tendré que castigarte a ti y a ella, a las dos.
A Lena le recorrió un escalofrío y Sandy se quedó sin voz. «¡Dios mío! ¿Qué va a hacernos?».
La hilera de vehículos policiales y el par de ambulancias viajó sin sirenas hacia el extremo este de la propiedad de Cabrini y aparcó a lo largo de la carretera.
Zeke iba sentado en el asiento delantero del coche patrulla que conducía el sheriff. La capitana Torres y el teniente Jenkins iban en la parte de atrás. Ben, por su parte, viajaba con el ayudante del sheriff en el coche que los seguía.
Lo único que hacía pensar que había alguien al final de aquel camino era el buzón de madera y la alambrada que circundaba el terreno. Un reguero de pinos flanqueaba la carretera hasta donde Zeke alcanzaba a ver.
—Allá vamos —animó el sheriff—. La casa queda a unos seis o siete kilómetros por aquel camino embarrado, en un claro que se abre detrás de aquellos pinos.
—Entonces, ¿nos verán llegar? —quiso saber Jenkins.
—Si vamos en coche, seguro —confirmó el sheriff—. Por eso he pensado que nos acerquemos a pie sigilosamente y sin hacer un ruido.
—No me convence la idea de aparecer a escondidas cuando no contamos con una orden de registro —intervino Torres.
—Bueno, respecto a eso, en cuanto acabé de hablar con ustedes, llamé al juez Burton y le pedí que preparara una. Al viejo no le preocupa demasiado lo de las situaciones probables y ha dictado una orden en blanco que tengo aquí conmigo. Sólo tengo que rellenar el nombre y la dirección —acto seguido mostró un papel blanco que llevaba en el bolsillo de atrás y se lo entregó a Lucy.
Ella se quedó mirándolo en silencio hasta contar tres mentalmente y luego reaccionó.
—Sheriff Parnell, ¿quiere usted casarse conmigo?
Él, que le sacaba al menos veinte años, le dedicó una sonrisa.
—Bueno, si mi Cora me echa de casa alguna vez, esté segura de que iré a buscarla a usted, capitana.
Impaciente por empezar a caminar, Zeke interrumpió la bromita.
—Entonces, ¿qué hacemos? Caminar por este sendero y confiar en que no nos vean.
El sheriff se tiró del lóbulo de la oreja derecha como si estuviera ordeñando una vaca.
—La verdad es que sería una pena no usar a los hombres del Equipo de Armas y Ataques Especiales, ya que han venido con ustedes desde Dallas —luego miró al teniente Jenkins y continuó—: Este camino es el único por el que pueden salir en coche de la casa. La salida por la zona norte está bloqueada por un lago de unas cinco hectáreas. Se me ocurre que podemos dividir su equipo en dos grupos y mandar la mitad con uno de mis ayudantes para que se dirijan a la casa por el sur y la otra mitad con otro para que acceda por el oeste. Cuando todo el mundo esté en su sitio, yo me acercaré en coche por la carretera —sonrió—, como en uno de esos movimientos en pinza que solía emplearse durante la guerra.
Los tres agentes de Dallas intercambiaron miradas. Zeke fue el primero en hablar:
—Yo quiero ir con usted, sheriff.
—¡No! —respondieron Torres y Jenkins al unísono.
La capitana intervino en primer lugar:
—Detective, Cabrini ya ha visto su cara. Si usted se presenta allí con el sheriff, perderemos el factor sorpresa.
—Bueno —interrumpió el sheriff antes de que Jenkins pudiera decir algo—, si la chica de este detective es la que está encerrada en aquel sitio, me parece a mí que se ha ganado el derecho a aparecer por la puerta principal —dijo con la mirada puesta en Zeke—. Usted se quedará agazapado en la parte delantera dentro del coche hasta que veamos cómo va la cosa.
—Sí, señor —aceptó él.
—Permitan al detective venir conmigo. Yo ya estoy algo mayor y los reflejos no me funcionan tan bien como antes. Me gustará tener compañía.
Así, salieron del coche patrulla y el sheriff extendió sobre el capó un mapa de la zona. El sargento Gómez, a la cabeza del Equipo de Especiales, escuchó las instrucciones de Parnell.
—A mí me parece bien —dijo Gómez.
—Dejaremos a un ayudante con las ambulancias al principio de la carretera por si algo sale mal y Cable, o Cabrini o como se llame, logra escapar en la limusina.
Todos activaron el vibrador de los móviles y sincronizaron los relojes. Zeke y el sheriff esperarían a que ambos equipos se situaran en sus puestos antes de avanzar por la carretera.
Los equipos partieron y se adentraron en el bosque mientras el sheriff se recostaba en el asiento del conductor del coche patrulla.
—Dentro de nada, detective, tendrá aquí a su chica.
—Espero que tenga razón, señor. Rezo para que la tenga. —Zeke caminaba de un lado a otro frente al vehículo.
—¿Ya le ha dicho que la quiere? —preguntó el sheriff.
Él se quedó mirándolo.
—¿Cómo? No, no se lo he dicho.
—Puede que ésa sea la razón por la que está usted tan nervioso. Aún no ha compartido con ella lo que siente.
—Sólo quiero que esté a salvo —afirmó Zeke—. Nada de esto habría ocurrido si no fuera por mi culpa.
—¡Bobadas! —respondió el sheriff mientras doblaba el mapa—. Usted quiere que esté a salvo porque la quiere. Sea usted un hombre y admítalo. La quiere y está sufriendo al saber que ella está en peligro. Créame, sé lo que digo. —La voz de sheriff adquirió el tono de alguien que narra una historia—: Cuando Cora y yo estábamos saliendo, ella trabajaba de enfermera en la cárcel de Hunstiville, donde yo estaba de vigilante. Un día se produjo un asalto y cuatro de los internos la cogieron junto a otros dos miembros del personal —movió la cabeza al recordarlo—. Quise morirme al enterarme de que Cora era una de las personas que habían tomado como rehenes.
El sheriff se frotó la nuca y continuó:
—Aquel día le hice una promesa a Dios. Le dije que si me devolvía a mi Cora, me casaría con ella y la protegería durante el resto de mi vida —y sonrió a Zeke con los ojos chispeantes—. Y aún sigo cumpliendo esa cadena perpetua, después de cincuenta años.
Zeke se rió porque el sheriff esperaba que lo hiciera. Parnell suspiró y abrió la puerta del vehículo.
—Aún tenemos algo de tiempo de espera. Si no le importa, voy a echarme una pequeña siesta en el coche patrulla. Si pasa algo, me avisa, ¿de acuerdo?
El sheriff no tardó en quedarse dormido en el asiento del conductor. Zeke continuó caminando: de un lado a otro, arriba y abajo. La mente no dejaba de funcionarle. Repensó la historia de Parnell y aunque no rezaba desde que era pequeño, se descubrió repitiendo la misma plegaria una y otra vez: «Dios mío, sé que Sandy y yo no nos hemos conocido en la parroquia precisamente, pero si la mantienes viva, te juro que me comportaré como esperas. Le pediré que se case conmigo y, si acepta, la protegeré durante el resto de mi vida, pero cuídala tú esta vez por mí. No dejes que muera, déjame recuperarla. Déjame recuperarla».
En cuanto notó la vibración del móvil, casi se le salió el corazón del susto. Era el equipo de Torres que avisaba de que ya había tomado posición. A los diez minutos llamó el equipo de Jenkins. Cuando Zeke abrió la puerta del coche patrulla, el sheriff abrió los ojos.
—¿Estás listo, hijo?
Zeke se humedeció los labios secos antes de responder:
—Listo, señor.
Luego se agachó delante de su asiento para permanecer escondido. Parnell arrancó y el coche empezó a moverse lentamente por el abrupto camino embarrado. El trayecto duró lo que a Zeke le pareció una eternidad.
—Bien, ya vemos el lago —informó el sheriff—. Voy a aparcar y luego me acercaré a llamar a la puerta. Dejaré el coche en un lugar que no les permita verle cuando salga usted. Salga y espere. Están acostumbrados a que pase por aquí de vez en cuando. Les explicaré que ha habido varios casos de vandalismo en las casas de recreo y que estoy visitándolas una a una. Deme dos minutos. Luego dígales a Torres y a Jenkins que entren en la casa por la parte de atrás y por el garaje. Cabrini estará mirándome mientras me voy y le llevará unos segundos volver a centrarse en lo que estaba haciendo. Mientras tanto, usted salga del coche y venga a la puerta de entrada para echarme a mí una mano, ¿está claro?
—Correrá un riesgo enorme exponiéndose así mientras Jenkins y Torres entran por detrás.
—¡Qué va! Seguro que Cabrini nunca ha estado en un tiroteo. No sabrá cómo reaccionar. Usted sólo vaya allí y ayúdeme.
El sheriff aparcó y abrió la puerta del vehículo.
—Allá vamos.