20
A Zeke le dolían los músculos, que la adrenalina había recorrido durante horas como preparación para la acción. Sentado en el coche, no había podido descargar toda la epinefrina al torrente sanguíneo. Podía sentir los latidos del corazón y empezaba a dolerle mucho la cabeza.
La capitana Torres iba acomodada en la parte de atrás y hablaba por el móvil con Winston Parnell, el sheriff del condado de Eldon. Ya se había repetido varias veces, lo que hacía pensar que el sheriff Parnell no tenía muchas luces. Zeke quería quitarle el teléfono y chillar: «¡Maldita sea! Vamos hacia su insignificante ciudad para hacer nuestro trabajo. Apártese de nuestro camino y nadie saldrá herido».
Notó que Ben lo miraba de soslayo con una expresión de preocupación y trató de relajar las extremidades, pero las tenía agarrotadas y le dolían por todo el azúcar acumulado en el sistema nervioso a causa del estrés. Y aunque sonrió a su compañero para tranquilizarlo, pudo leerle en la cara que su sonrisa había sido más bien una mueca.
Torres colgó el móvil con un clic sonoro.
—Confiaba en resolver esto por la vía más sencilla, pero el sheriff insiste, en que pasemos por su oficina de Travis para hablar con él.
—¡A la mierda! —gruñó Zeke—. No tenemos tiempo que perder jugando a ser amables con un melón de pueblo. Sandy está en peligro.
—Prada… —empezó a hablar el teniente Jenkins, pero Torres lo cortó.
—Sé que está nervioso, detective, pero necesitamos la ayuda del sheriff. Él conoce bien la zona y nosotros no. Él conoce bien a la gente que vive allí y nosotros no. Él conoce los pinares y nosotros no.
—Le he dejado unirse a esta operación a sabiendas de que está usted implicado personalmente… —intervino Jenkins con la voz dura.
—Teniente, yo no… —explicó Zeke.
—Pare —lo interrumpió su jefe—. Usted tiene algo que ver con la mujer secuestrada, y ésa es una implicación personal. Así que, si no quiere que le dejemos aquí mismo, mantenga el pico cerrado y obedezca las órdenes, ¿me ha entendido?
Su formación militar prevaleció y Zeke se tragó su rabia.
—Sí, señor. Gracias, señor.
La mirada del teniente se suavizó.
—La traeremos de vuelta, hijo. No debe perder la confianza.
—Sí, señor.
En lugar de añadir algo que pudiera dejarlo fuera de aquel coche, Zeke se calló y apretó las mandíbulas con tanta fuerza que acabaron doliéndole los dientes. Miró por la ventana el paisaje que iban dejando a su paso. Había torres de perforación y extracción petrolífera en medio del ganado o junto a casas tipo rancho o en pequeñas plantaciones de trigo o maíz.
Aunque mantenía la mirada fija en el exterior, con la mente seguía visualizando a Sandy, tal y como la recordaba en la cena de la noche anterior. Apenas doce horas antes, le había prometido que la protegería. Y ahora ella se encontraba en manos de un pervertido sexual. Su amable y divertida Sandy, tan llena de sorpresas y contradicciones, estaba ahora con Víctor Cabrini. «Si le toca un pelo de la cabeza, lo mataré. No me importa si me paso en la cárcel el resto de mi vida. Habrá valido la pena. Aguanta, nena, enseguida estaré contigo».
Sandy estaba sentada en un taburete alto situado en el centro de lo que el constructor debía de haber imaginado como sala de cine: una habitación amplia y cuadrada sin ventanas y pintada en gris oscuro. Y ahí es donde acababa todo parecido con una casa normal. Cabrini la había llamado su «sala de juegos». De las paredes colgaban tiras de sujeción para muñecas y tobillos, y un aparador de caoba y cristal servía de mostrador para los látigos y las fustas. A la izquierda de Sandy se extendía una estrecha camilla llena de estribos, y a su derecha, había una especie de instrumento de madera con cadenas y poleas.
Había algo muy dramático a la vez que teatral en aquel lugar, como si se tratara de un decorado para una obra de teatro. Si Sandy no hubiera visto actuar a Cabrini con sus sumisas, habría creído que la habitación estaba hecha para asustar a sus invitadas. No obstante, con todo lo que sabía acerca de él y de sus perversas inclinaciones, no le cabía duda de que aquel lugar era exactamente lo que parecía: una sala de tortura. El suelo, también gris, estaba recubierto de pizarra; la sangre se limpiaba mejor en la piedra que en una moqueta.
Estaba a punto de desmayarse del miedo que aquel sitio le producía. El cuerpo, sacudido por una repentina oleada de terror, parecía habérsele cerrado. Los temblores y el castañeteo de los dientes de hacía veinte minutos habían desaparecido y había dado paso a una suerte de reposo atenazador. Por contra, el cerebro se mantenía en alerta máxima y procesaba con nitidez todo lo que ocurría al tiempo que le proporcionaba instantáneas sugerencias. «Zeke está buscándome. Sabrá que Cabrini me ha secuestrado. Él y la policía me encontrarán. Sólo tengo que aguantar hasta que aparezcan».
Víctor Cabrini paseaba por la habitación mientras escogía juguetes sexuales y acariciaba los artilugios que colgaban de la pared. Se había quitado el abrigo y la corbata, y ahora llevaba las mangas de la camisa remangadas.
Gordon y Turner hacían guardia uno al lado del otro delante de la única puerta, ahora cerrada, de la sala.
Sandy pensó en todo lo que había aprendido sobre Cabrini en los últimos meses en que había estado espiándolo. «Es un sociópata y un sádico que usa la dominación y el sadomasoquismo para satisfacer su necesidad de provocar dolor a las mujeres y controlarlas. Quiere hacerme temblar y conseguir que llore y acabe rogando. Eso es lo que le produce placer, mucho más que el acto sexual en sí mismo. Lo mejor que puedo hacer es seguir resistiendo sin dejar que vaya minándome poco a poco hasta romperme en pedazos. Si no se sale con la suya, irá a más. Podría matarme aunque no tenga intención de hacerlo y sólo por su empeño en ganar. Eso no será muy difícil —oyó una voz en su interior—. Estás muerta de miedo. Cabrini acabará contigo de todas formas. Y le encantará hacerlo».
Él cogió algo que parecía un gato de nueve colas. Acarició las tiras de cuero en un gesto repulsivo que a Sandy le costó mirar.
«Está todo pensado para ir asustándome cada vez más. Genial, pues está funcionando, aunque, como la habitación, todo es puro teatro».
Cabrini se volvió y dio unos pasos hacia ella.
—Bien, Alexandra, ¿estás lista para decirme quién te dio mi nombre?
—Fue el conserje —mintió—. Le dije que le había visto asomado al balcón y que nos habíamos saludado. Le pregunté si usted estaba casado.
—¿Porque estabas interesada en mí…? —quiso saber. Se inclinó hacia ella y le pasó el mango del látigo a lo largo del cuello.
Sandy no necesitó fingir que inspiraba profundamente.
—Porque sentía curiosidad. Nunca había visto a nadie hacer lo que usted hacía —por lo menos aquello era cierto.
—¿Y te excitaba? —el brillo de los ojos de Cabrini era malévolo, aunque no tanto como su evidente erección.
Sandy trató de encogerse.
—Sí —susurró—, me excitaba.
—¿Y quién era ese conserje tan amable? ¿Cómo se llamaba?
—No recuerdo el nombre. Era un vigilante de seguridad de mediana edad.
—Bien, eso es una mentira —parecía encantado de haberla pillado. Hizo un gesto a sus matones—. Desnudadla.
Sandy saltó del taburete.
—Un momento. ¡Usted no puede hacer eso!
En lugar de responder, Cabrini se dio la vuelta para abrir el mueble mostrador. Pasó la mano por la gran variedad de látigos, fustas y varas que poseía.
Ella se alejó de Gordon y Turner hasta que se topó con la camilla.
—No os acerquéis a mí.
Uno de ellos la agarró y la sujetó mientras el otro le arrancó la ropa. Fue rápido y brutal, y, de algún modo, peor aún por lo impersonal del ataque. Ninguno de ellos parecía sentir ni placer ni lujuria. Aquello no era más que su trabajo. La blusa, el sujetador, la falda y las bragas formaron enseguida un montón de tela rasgada a sus pies. Sandy se había quedado desnuda y descalza.
Una semana antes, se habría visto reducida a un charco acobardado de lágrimas en el suelo. Sin embargo, en los últimos días, desde que había conocido a Zeke, habían pasado muchas cosas. La admiración sin tapujos que él sentía hacia su cuerpo la había llenado de orgullo por su aspecto. Además, su intuición le decía que no debía permitir que Cabrini notara su miedo; si lo hacía, él se convertiría en un tiburón que ha olido la sangre en el agua.
Cuando fue evidente que Sandy no iba a salir corriendo, los esbirros de Cabrini la soltaron, aunque no dejaron de flanquearla.
Ella se obligó a quedarse con las manos a los lados en lugar de intentar taparse los pechos y el sexo. Se congratuló por la fugaz expresión de confusión que se plasmó en el rostro de Cabrini.
—Me sorprendes, Alexandra —confesó mientras se acercaba a ella y se golpeaba la palma de la mano con una vara de caña—. Pensé que caerías al suelo y que me implorarías piedad entre lloriqueos.
Sandy se mantuvo inmóvil, sin prestar atención a la vara, con la mirada clavada en la de él.
—Yo no soy una de sus pobres sumisas.
El momento en que acabó de pronunciar aquellas palabras, Sandy se dio cuenta de que había cometido un error táctico. Los ojos de Cabrini se engrandecieron y la línea de la boca dibujó una leve sonrisa.
—Eso sí que es interesante, Alexandra. Te crees superior a mujeres sumisas como Lena. Y, aun así, dices que te excita verme con ellas. ¿Es que me estás mintiendo? ¿Es que hay alguna otra razón para que me espíes?
Para evitar empeorar las cosas, Sandy no respondió.
Cabrini se acercó a ella y le clavó el mango de la vara en la barbilla para obligarla a levantar la cabeza.
—¿Quién es Zeke Prada y por qué atacó a Farr?
—No sé de qué me habla —se excusó con frialdad.
—Esa es otra mentira. —Cabrini la miró reflexivo antes de indicar a sus hombres—: Cogedla.
Gordon y Turner la agarraron. Ella movida por el pánico, luchó con energía contra ellos, golpeándolos y pateándolos.
Aunque con los pies descalzos y aquellos débiles puños no lograba herir a aquellos hombretones, se las arregló para morder el brazo de Gordon, que reaccionó cruzándole la cara con un bofetón que la dejó aturdida.
Oyó apenas la voz de Cabrini que les ordenaba:
—Inclinadla sobre aquella camilla, chicos.