4
EL sábado por la mañana, Sandy se despertó a las nueve y media, mucho más relajada que en las últimas semanas. Tumbada cómodamente entre almohadas, dedicó un rato a pensar en la noche anterior.
Siempre había sido una persona cuidadosa, organizada y disciplinada; nada que ver con la mujer que hacía unas horas se había desnudado para masturbarse con un consolador, mientras se excitaba manteniendo una sexual conversación telefónica con un desconocido. Y, sin embargo, no recordaba haber estado así de encendida antes, ni siquiera cuando se había acostado con Josh.
Después de salir con Josh Shaw durante cuatro meses, él la había dejado, justo antes de que ella cumpliera los treinta. Tres semanas después, Josh había empezado a salir con Tricia, su hermana pequeña. Y ahora iban a casarse, otro pequeño notición que le había costado aumentar otros siete kilos a Sandy, quien, desde entonces, no había vuelto a acostarse con nadie. No es que hubiera estado enamorada de Josh. En realidad, estaba bastante segura de que no lo había estado, pero lo de dejarla y empezar justo entonces a salir con su hermana pequeña la había destrozado. Sandy no podía dejar de preguntarse si lo de su sobrepeso habría sido una de las razones por las que a Josh se le habían quitado las ganas de estar con ella. Después de aquello, la idea de desvestirse delante de un amante potencial le resultaba insoportable.
Puede que aquello explicara lo fantástica que había resultado la noche anterior. Había sido capaz de disfrutar al máximo sin sentirse en absoluto avergonzada. Bueno, por lo menos no hasta que todo hubo terminado.
Ansiosa por olvidar todo lo que había ocurrido, se levantó de la cama de un salto y fue directa a la ducha. Tenía recados que hacer y había quedado para comer con sus amigas Dora y Leah a las doce. Puede que, si tenía tiempo, se pasara por el Museo de Arte y se diera una vuelta por la exposición barroca.
Sandy ya esperaba sentada en la terraza del D’Maggio’s de cara a la entrada cuando Leah Reece entró como una exhalación. El maître y los camareros acudieron pronto para atender a Leah; nada que ver con el rato que Sandy había tenido que esperar para que alguien se percatara siquiera de su presencia.
En fin, Leah no era precisamente de las que seguía de modo pasivo al maître, sino, más bien, de las que atravesaba el restaurante a grandes zancadas con el jefe de camareros tras su estela, como si se tratara de un remolcador a la zaga de un ligero velero surcando los océanos. Leah, una rubia estupenda y segura de sí misma, solía llamar la atención del resto de comensales, especialmente la de los varones.
Siempre había sido así. Sandy y Leah se habían conocido en el instituto cuando a esta última la habían cambiado de centro a mitad de curso. Hija del millonario Tex Reece, un empresario dueño de una revista, Leah era un marimacho desgarbado que pasaba de todo lo que interesaba a las chicas de su edad. En lugar de escuchar rock, prefería el jazz, y en vez de convertirse en animadora, decidió participar en el periódico escolar. En unos días, se había convertido en el objetivo preferido para la pequeña camarilla de adolescentes que controlaban la vida social de la gente de dieciséis años. Lo único que Leah consiguió con su indiferencia ante el ostracismo al que la sometían fue motivar a las abejas reinas para que la atormentaran aún más.
Al final de la primera semana en el instituto, las otras chicas también le hacían el vacío bajo estricto mandato del grupillo de las populares. Indolente ante los comentarios desagradables y las miradas maliciosas que le lanzaban a su paso en el comedor, Leah se había sentado con su bandeja en la mesa en la que se encontraba Sandy, sola, enfrascada en la lectura de una novela.
—¿Te importa si me siento? —le había preguntado.
Eran amigas desde entonces.
—Buenas, mejor amiga —saludó Leah—, ¿llevas mucho rato esperando?
—No, no, ¿qué tal estás?
Leah se sentó en el asiento que le ofrecían y aceptó también el menú.
—Liada, como siempre, ¿y tú?
De camino al restaurante, Sandy había estado debatiéndose entre contarles a Leah y a Dora lo de Justice o no. Si había alguien que supiera escuchar sin juzgar, ésa era Leah. Por otro lado, a Sandy le daba vergüenza pensar en describirle a alguien sus actividades de espionaje. Dora apareció antes de que Sandy hubiera llegado a una decisión sobre si revelar su secreto o no.
Teodora Perkins era la alegre agente inmobiliaria de pelo rojizo que había ayudado a Sandy a encontrar su piso y con la que había entablado una amistad durante sus excursiones en busca de casa.
Las chicas pidieron su comida; Sandy siguió el consejo de Leah y de Dora y optó por el pollo asado con ensalada en lugar del sándwich Monte Cristo —de jamón, pavo, queso caliente y rebanadas de pan tostado bañadas en huevo— que le había llamado la atención en el menú.
—Bueno, cuéntanos, ¿qué tal va todo con Heat? —preguntó Sandy cuando el camarero se hubo marchado con los pedidos.
Heat era el bebé de Leah, aquello en lo que destacaba. Se trataba de una conocida revista online dirigida a un público de la llamada generación Y, de gente nacida alrededor de la década de 1980, es decir, jóvenes de entre veinte y treinta y cinco años. La publicación incluía artículos de vanguardia y chats en los que los socios podían colgar fotos y disfrutar de encuentros virtuales. En contra del consejo de su padre, Leah había invertido el dinero de la herencia de su abuela en lanzar la revista y ahora era su editora y directora.
—Va todo genial. Kadeem Brickman acaba de aceptar mi oferta para convertirse en mi director artístico invitado para el mes de abril.
—Kadeem… ¿te refieres a ese negro que es director de cine? —quiso saber Dora, que no salía de su asombro.
Leah asintió al tiempo que esbozaba una sonrisa.
—Sí. Lo he contratado para una grabación de cinco días centrada en el tema «sexo y poder». Slate, revista electrónica enemiga, prepárate para morir —auguró mientras se hacía con un bastoncillo.
—¿«Sexo y poder»? —se interesó Sandy con el ceño fruncido—, ¿de qué va eso?
Leah puso los ojos en blanco y explicó:
—Ya sabes: dominación y sumisión; sometimiento y disciplina.
A Sandy casi se le cae el vaso que tenía en la mano. Los labios parecieron moverse en silencio mientras trataba de pensar en algo que decir.
—¡Dios mío! ¡Leah! ¿De verdad vas a dedicar un número entero al sometimiento y la disciplina? ¡Pero si estamos en Dallas, el corazón de la región más animada por el más conservador de los protestantismos!
—No te engañes, cielo —respondió Leah—. El rollito sadomaso y de dominación está vivito y coleando en la gran Dallas —aseguró antes de romper en dos el palito de pan.
Sandy se descubrió pensando en la noche anterior y en el dominador y la muñequita. Era la forma perfecta de empezar a hablar de su espionaje y de Justice.
Leah continuaba hablando:
—Heat va de cultura popular, y la dominación es parte de esa cultura. Además —se llevó un trozo del bastoncillo a la boca y se lo pasó de modo muy sensual por el labio inferior—, es la primera vez que Kadeem se presta a participar con una revista. Con la combinación de su nombre y el tema, voy a machacar a la competencia —esbozó una sonrisa de carmín—, ¿te imaginas cómo se lo va a tomar mi padre?
Sandy hizo una mueca de desaprobación. Tex Reece era el prototipo de empresario texano experimentado y conservador en términos políticos. Era fácil imaginarse su reacción al enterarse.
—¡Ah! Y tengo que deciros —añadió mientras bajaba el palito— que tengo muchísimas ganas de conocer a este tío. Hacía años que no veía uno tan cañón. Está para chuparse los dedos. En fin, ya basta de hablar de mí —dijo con la mirada puesta en Dora—, ¿ya te has tirado a ese jefe guapísimo que tienes?
Dora se encogió de hombros y a Sandy le dio pena por ella. Su amiga llevaba un año trabajando para un agente inmobiliario llamado Greg Stanford. Cuando ella le había propuesto que se vieran fuera de la oficina, Greg le había dejado claro que no creía en lo de ir de colega con el personal, y aunque Dora había fingido reírse del tema, Sandy sospechaba que el planchazo había sido mayor de lo que su amiga estaba dispuesta a admitir.
Dora habló con suavidad.
—Pues no, y no parece que vaya a hacerlo nunca —respondió. Con unas ganas evidentes de cambiar de tema se dirigió a Sandy—, ¿y tú qué tal?
De nuevo, Sandy se debatió entre hablar o callar. Aunque quería contarles lo de Justice, ¿qué ocurriría si les entraba miedo? Conocía bien a sus amigas; si Leah creía que ella podía estar en peligro, haría lo que fuera, incluso llamar a la policía, para protegerla.
Con todo, en ese mismo instante, Sandy tuvo que admitir para sí lo mucho que le apetecía volver a hablar con Justice. No haría nada que pudiera obstaculizar una nueva llamada. Además, Leah y Dora siempre estaban animándola a que volviera a intentarlo con alguien, pues bien, eso es lo que iba a hacer aquella noche.
* * *
Zeke volvió a la galería principal del Museo de Arte de Dallas por segunda vez en diez minutos. Había seguido a Sandy hasta el D’Maggio’s a la hora de comer y había ocupado una mesa retirada en uno de los lados del restaurante desde donde no podía ser visto. Ya había visto a Sandy con esas dos mismas amigas durante las tres semanas en que había estado siguiéndola. Siempre se habían mostrado divertidas y bromistas entre ellas, era obvio que se encontraban a gusto cuando estaban juntas. Esta vez, sin embargo, Sandy parecía callada y pensativa. Zeke se preguntó si sería porque se estaba planteando contarles a sus amigas lo de la noche anterior. En cualquier caso, aunque hubiera barajado la posibilidad de hacerlo, él no creía que lo hubiera hecho. No había reconocido ninguna expresión de sorpresa, ni susurros nerviosos. La conversación no había dado la sensación de ir más allá de una charla banal.
Mientras Leah atraía todas las miradas de la sala, era el rostro de Sandy el que captaba la atención de Zeke. No era la primera vez que su visión lo hacía pensar en la estatua de la Virgen que adornaba la parte izquierda del púlpito de la iglesia católica en cuyas celebraciones había participado de niño como monaguillo: aquella tez perfecta y blanquecina, aquella cara en forma de corazón, aquellos ojos inmensos conformaban la viva imagen de la inocencia.
«Puede que sea eso. Puede que sea precisamente conocer ese lado oscuro que se oculta bajo toda esa candidez lo que me enloquece así».
Fuera lo que fuera, Zeke no podía dejar de mirarla mientras Sandy almorzaba, y revivir las conversaciones telefónicas en su mente hizo que se empalmara. La comida había durado casi una hora. Después, Zeke había seguido a Sandy mientras ésta hacía algunos recados. Eran más de las tres cuando ella por fin se dirigió al aparcamiento subterráneo del Museo de Arte de la ciudad.
Como Zeke sabía bien adónde se dirigía ella, se había detenido en los lavabos de caballeros antes de acercarse a la sala principal a paso lento. La primera vez que había echado un vistazo había encontrado aquello lleno de gente mayor que sin duda formaba parte de algún grupo que disfrutaba de una visita guiada, así que, después de comprobar que Sandy no estaba allí, se había dado otra vuelta por el museo. Sin embargo, esta vez los ancianos amantes del arte habían avanzado y Sandy se encontraba observando un óleo de Rubens. Zeke se quedó en el arco de entrada con ganas de poder mirarla más de cerca, así que enseguida dio dos pasos hacia donde ella se encontraba.
Cuando Sandy se volvió hacia la derecha para contemplar la obra siguiente, Zeke rápidamente fingió estar estudiando el folleto que había recogido en la entrada mientras ella se movía por la sala hasta pararse frente al lienzo más grande de la exposición. Era el preferido de Zeke: el de Betsabé, cuya figura dominaba el centro del cuadro. Aparecía desnuda con la piel rosada y brillante. Había dos doncellas arrodilladas ante ella: una portaba un aguamanil con agua y la otra le ofrecía una toalla. En segundo plano, estaba representado el rey David, que observaba desde el tejado de su casa.
Rubens había plasmado a Betsabé con detallismo. La mujer llevaba el pelo recogido con una horquilla que dejaba escapar unos mechones que le caían sobre los hombros. Una hilera de gotas le rodeaba la cabeza a modo de tiara de perlas. Los pechos eran exquisitos. A Zeke se le secó la boca mientras que su mirada se trasladaba de la piel de porcelana de Sandy hasta los suntuosos pechos de la mujer representada.
La ironía del rey David al observar desde el tejado aquel cuerpo femenino desnudo no pasó desapercibida para Zeke: le recordaba la primera vez que había visto a Sandy desde el otro lado de la calle. Desde entonces, todas sus actuaciones parecían ser de alguna manera fruto del destino. Zeke se preguntó si David habría sentido el mismo impulso que lo invadía a él en aquel momento. «Claro que sí, no pudo ser de otro modo. Había sido entonces cuando había tramado acabar con la vida del esposo de Betsabé, ¿no?».
Sandy, a quien se le habían sonrosado los pómulos, permanecía embelesada. Zeke se preguntaba si ella también estaría pensando sobre cómo miraba David a Betsabé. Sandy se aproximó al cuadro y Zeke vio a un vigilante del museo acercarse a ella. Sandy no había tocado la tela, sólo se había inclinado sobre ella, fascinada. Zeke sentía la presión del pene erecto contra los pantalones, de modo que cruzó los brazos sobre su estómago y el folleto quedó colgando para camuflarle el bulto de sus vaqueros.
Después de lo que pareció una eternidad, Sandy sacudió la cabeza como si se despertara de un sueño. Miró a su alrededor con expresión de culpabilidad y se dirigió al siguiente cuadro.
«Tranquilo, Prada —se dijo Zeke—, nadie se corre por algo así. Sal de aquí ahora mismo y deja de soñar con ella. No vas a llamarla esta noche. Si esto saliera mal, podrías quedarte sin trabajo, tirar por la borda tu carrera profesional e incluso acabar en la cárcel. Y ya sabes lo que les pasa a los polis en el trullo».
Sandy se sentó en un banco ubicado frente a un par de obras gemelas. Por primera vez pudo verle los pezones a través del tejido de la blusa.
«¡Mierda! ¡Está tan caliente como yo!».
Zeke apretó los dientes para contrarrestar el impulso de echarse a andar hacia ella y susurrarle algo al oído.
«¿Y qué coño crees que hará si apareces detrás de ella así, de repente? Pegará un grito aterrorizado y saldrás en las noticias de las seis bajo un titular que rece “Policía, acosador sexual”. Sal de aquí ahora mismo».
A regañadientes, Zeke caminó hasta la puerta principal después de lanzar una mirada de enojo a la mujer que le daba la espalda.
* * *
Sandy se paseaba por su apartamento pisando fuerte y con ganas de arrojar algo al suelo. Eran las ocho y diez de la noche, y aunque Justice le había prometido que la llamaría a las siete y media, aún no lo había hecho. Tendría que habérselo imaginado. Ni siquiera aquel chantajeador sexual la encontraba lo suficientemente atractiva. De pronto, la rabia hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas, así que fue hasta la cocina en busca del medio litro de Ricky Road, el helado de chocolate, cacahuetes y nubes rosa de chuchería que guardaba en el congelador.
El sonido del teléfono interrumpió aquel homenaje calórico a la autocompasión. Sandy salió disparada a cogerlo.
—¿Sí?
—¿Sandy? —preguntó la voz de Justice.
—¿Dónde has estado? —espetó sin poder contenerse—. Dijiste que llamarías a las siete y media —reprochó. Acto seguido se avergonzó de la actitud quejosa que había adoptado.
—Ya lo sé, nena; lo siento.
—¿Dónde estabas? —Pero ¿qué le estaba ocurriendo? Hablaba como una chica a la que hubieran dejado plantada, y este tipo era su chantajeador, no su amante.
—Aquí, tratando de decidir si llamarte o no.
—¿Por?
Zeke dudó antes de continuar.
—Pregúntamelo otro día. Ahora cuéntame qué has hecho hoy.
Sandy suspiró contenta sólo por el hecho de volver a hablar con él. Se negó a permitirse reflexionar sobre lo importante que se había convertido ese desconocido para ella en menos de veinticuatro horas.
—He ido de compras y luego he comido con unas amigas.
—¿Has ido al museo?
—Sí. —Se armó de valor—. Esos cuadros… ¿es así como me ves de verdad?
—Dime qué es lo que has visto tú en ellos.
—Había un cuadro de Betsabé desnuda. Es preciosa. Quiero decir, todas las mujeres que pinta Rubens tienen la cintura y el vientre anchos, pero parecen tan sensuales…
—Lo que quieres decir es que tienen muchas curvas y unos cuerpos brillantes, como tú.
El corazón de Sandy se estremeció con aquellas palabras. ¿Lo creería realmente o estaría tomándole el pelo?
—¿De verdad te parece que… son atractivas las mujeres gordas?
—Me parece que eres sexy tú. ¿Has mirado esta tarde lo que había en la segunda caja?
—Sí, y no puedo creerme algunas de las cosas que he visto.
—¿Ha habido algo que te excitara? —había bajado la voz y el tono parecía más profundo.
—El body. Nunca había visto algo así. No sabía que los hacían…
—Sandy —la interrumpió él—, vamos a colocar la cámara y luego te lo pones y me lo enseñas.
Ella no se lo pensó dos veces. Filmarse no implicaba tener que entregarle la grabación, de modo que apretó con fuerza el botón del altavoz y solicitó instrucciones:
—Dime qué tengo que hacer.
Justice le hizo sacar la cámara de la caja y enchufar el alargador. Luego le sugirió que fuera a buscar un taburete y un destornillador. Cuando Sandy hubo vuelto a la sala de estar, él le dijo que desatornillara la rejilla del conducto de aire acondicionado que había en el techo.
Sandy se subió al taburete.
—No entiendo nada, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí arriba? —protestó.
—Enseguida lo verás —respondió Justice.
Con ayuda de la herramienta, Sandy retiró la rejilla y acto seguido apareció un cable eléctrico de color negro que le golpeó el hombro.
—Aquí hay un cable —comentó sorprendida.
—Claro, cielo. En cuanto lo enchufes a la cámara, tendremos conexión directa entre nosotros.
—¿Directa? ¿Como en un sistema de circuito cerrado de televisión?
—Eso es. Así te veré desde aquí.
—¿Y dónde es aquí? —quiso saber—. ¿Estás en mi edificio?
—Deja de hacer tantas preguntas, anda, y enchufa la cámara de una vez.
Sandy descendió del taburete. No había previsto nada como aquello. Hasta ahora, había contado con que podía grabarse sin tener que entregarle a Justice la filmación. Un circuito cerrado significaba que él tenía una pantalla y, seguramente, una grabadora instalada en algún sitio no muy lejano.
—No sé si esto me convence —acabó confesando.
—Vamos, nena. Me muero de ganas de verte. Y tú también quieres que yo te vea, ¿a que sí?
—Yo no soy Paris Hilton, ¿sabes? No quiero que haya vídeos míos rulando por ahí.
—No voy a grabarte, preciosa. Sólo quiero ver cómo te das placer.
—Perdona, pero no me lo creo —contestó ella con brusquedad.
Justice no replicó.
—Sandy, cuando estabas mirando lo que había en la caja esta mañana, ¿encontraste la máscara?
—Sí —contestó. Le había extrañado dar con aquella elaborada pieza de arte engalanada con plumas y lentejuelas. Inspirada en las caretas de carnaval, le cubriría la parte superior del rostro sin lugar a dudas.
—Póntela si no me crees cuando te digo que no voy a grabarte. Con ella puesta, nadie podrá reconocerte en el caso de que hubiera una cinta.
Aunque la razón le indicaba que debía negarse, su intuición la animaba a arriesgarse por una vez. Durante un rato, la noche anterior, se había convertido en una mujer diferente: atrevida, sensual, excitante. Quería experimentar esa sensación de nuevo, le apetecía fiarse de Justice. Y también le gustaba la idea de conseguir que le rogara, de oírlo gemir, primero para suplicar y luego al dejarse llevar.
Sandy se acercó al lugar donde estaba la caja y rebuscó hasta que encontró la máscara. Justice tenía razón: podía ocultar su identidad con aquello.
—Si cambio de idea, no te enfades conmigo, ¿eh?
—Claro que no. Si lo intentas y ves que no puedes, pasamos de la cámara.
Sandy no tenía aún muy claro si creer a Justice o si le importaba siquiera si le estaba diciendo la verdad. Su verdad era que hacía meses, años, que no se sentía tan viva. La sangre parecía circularle a toda velocidad y el cuerpo se le estremecía excitado al imaginar lo que estaba por venir. No quería perder aquella sensación.
La torpeza de los dedos nerviosos de Sandy hizo que le llevara varios minutos preparar la cámara. Se le caían las cosas y se veía obligada a descender del taburete para recuperar la herramienta o los tornillos. Justice se mostró paciente, ni levantó la voz ni le metió prisa.
—Te habrá costado un montón montar el cableado hasta mi piso —comentó Sandy—, ¿cómo lo has hecho?
—Soy un hombre muy apañado.
—¿Por qué no dejas que lo grabe yo?
—Porque entonces sería imposible que tuviéramos los orgasmos al mismo tiempo, y quiero correrme cuando lo hagas tú.
El estómago se le encogió con aquellas palabras; había vuelto a poner voz a su fantasía más secreta. Esto era surrealista. Junto los muslos y los apretó para disfrutar de la sensación que le proporcionaba el tejido sedoso en el sexo. Los labios de la vagina se le humedecieron, expectantes, como el resto del cuerpo, al imaginar lo que iba a suceder.
Sandy tomó la máscara, se la colocó y luego se situó enfrente de la cámara, que conectó después de emitir un profundo suspiro.
—¿Me ves ahora? —comprobó.
—Te veo perfectamente. Desnúdate para que pueda mirarte, Sandy.
La tensión le produjo un escalofrío. Sandy miraba a la cámara como si fuera un conejo al que han enfocado con una luz.
—Vamos, nena, sin miedo. Desnúdate.
Sandy se llevó las manos al primer botón de la camisa y lo desabrochó muy lentamente. Después pasó al segundo…, luego al tercero…
—Cielo, si no te das prisa en quitarte esa maldita blusa, voy a bajar ahí a quitártela yo mismo.
Sandy esbozó una sonrisa, encantada de ver que, con todo, ejercía algún poder sobre él.
Cuando se hubo abierto la blusa completamente, le dio la espalda a la cámara sin quitarse la camiseta y empezó, en cambio, a bajarse la cremallera de los pantalones.
—¡Sandy! ¡Date la vuelta y mírame! —ordenó Justice.
—Éste es mi show, Justice. Si no te gusta lo que ves, cambia de canal —Sandy se sorprendió de su propia brusquedad. Nunca se había puesto al mando de una situación de tipo sexual como lo estaba haciendo ahora.
—Aún no te has quitado la maldita camisa —protestó él.
—Ten paciencia —respondió ella con una sonrisa maliciosa.
Después de haberse bajado la cremallera de los pantalones, los dejó caer hasta los tobillos. La blusa le llegaba justo por debajo de las nalgas.
—¿Sigues ahí, Justice? —preguntó.
—Esto es un martirio. Así no es como me había imaginado este momento.
—Las cosas no pueden salir siempre como tú quieres —respondió ella.
Sandy se quitó la horquilla que le sujetaba el pelo en un moño y los rizos quedaron sueltos en mechones que le llegaban a la altura del hombro.
—¡Oh, nena! —gimió Justice.
Ella fue volviéndose lentamente hacia la cámara y con la camisa agarrada para cubrirse el cuerpo.
—¿Qué estás haciendo, vaquero? —preguntó.
—Aguantando la respiración, preciosa. Déjame ver esa maravilla de tetas, por favor.
Sandy agradeció en silencio haber seguido el impulso que la había llevado a ponerse el body de Justice un rato antes. Se abrió la camisa, y aunque dejó que se viera un trozo del encaje negro, no retiró las manos que le cubrían los pechos.
—Lo llevas puesto… —gimió—. Estoy empalmándome sólo de ver ese encaje.
—Eso está bien —lo animó—, eso es lo que queremos.
Luego se dio la vuelta y dejó que la camisa le resbalara por los hombros.
—Mierda, Sandy, date la vuelta. Quiero verte.
Ella sonrió antes de que la prenda cayera al suelo. Acto seguido, se volvió para situarse de cara a la cámara. Aparecía tapándose los pezones con los dedos.
La primera reacción de Sandy al ver el body había sido de sorpresa al comprobar que no había tejido en la parte del pecho, salvo un refuerzo de seda debajo de los dos amplios agujeros en los que encajar los senos que quedarían, así, realzados. Sin embargo, cuando se vio con la prenda puesta, encontró que los pechos le quedaban completamente rodeados de tiras de encaje y sostenidos por los tirantes del conjunto. Había quedado fascinada con la visión de su propio cuerpo con aquella prenda calada y los pechos proyectados hacia fuera. Se veía seductora y sexy.
—Dios, Sandy…, eres preciosa —respiró Justice—. Déjame verte los pezones. Llevo un rato tratando de imaginar de qué color son.
—¿De qué color crees que son? —preguntó ella con tono pícaro.
—He visto mujeres que los tenían marrones o rojos, pero los tuyos creo que serán claros, rosados y claros.
Extasiada, Sandy retiró las manos para dejar al descubierto sus pezones rosados y claros.
—¡Dios! ¡Lo sabía! —se felicitó Justice en un susurro—. Son preciosos, me muero de ganas de chupártelos.
Sandy paseó los dedos alrededor de las areolas y los apretó y pellizcó hasta que quedaron erectos.
—Cielo, siéntate delante de la cámara para que te vea —rogó él.
Ella arrastró por el parquet una silla muy mullida hasta ubicarla en el campo de visión de Justice. Se sentó en el borde y esperó.
—Eso es. Ahora recuéstate. Sandy siguió sus instrucciones y se acomodó en el respaldo de color verde caza.
—Ahora extiende las piernas y colócalas por encima de los brazos de la silla.
Sandy ya notaba las palpitaciones de su propio sexo. Exhibirse así para Justice era lo más atrevido que había hecho jamás.
—El body tiene unos botones en la parte inferior para que puedas abrírtelo por abajo —dijo él con voz temblorosa.
—Ya lo sé. Quieres que me lo abra.
—Dios, sí…, por favor… —pidió en un murmullo.
—A condición de que te desabroches los pantalones tú también —exigió Sandy.
—Hace rato que los tengo desabrochados, preciosa. Tengo los vaqueros por los tobillos. Tengo la polla tan dura que podría romper la puerta con ella.
Sandy soltó una carcajada. Le encantaba excitarlo como él lo hacía con ella.
—¿Estás seguro de que quieres ver esto?
—Sí, joder. Ábrete el body de una vez.
Sandy se introdujo la mano derecha entre las piernas y se desabrochó la prenda. El fino tejido de seda ya estaba mojado.
—Estoy empapada —explicó.
—¡Dios! Sandy, tócate para que yo te vea.
—¿Estás tocándote tú?
—Me la estoy machacando como un loco, nena.
A ella le entró la risa. Se separó los labios inferiores para buscarse el clítoris y, con un movimiento circular, empezó a mimar su punto de placer que fue endureciéndose e hinchándose bajo sus caricias. Y tuvo que echar las caderas hacia delante.
—Tócate los pechos, Sandy. Apriétate esos preciosos pezones rosa.
Con la mano izquierda, que tenía apoyada sobre la zona del ombligo, empezó a restregarse los senos.
—Eso es, cielo. Eres deliciosa.
Vencida por la tentación, Sandy retiró la mano derecha del clítoris y levantó los dedos. Los flujos los habían empapado y dejado resbaladizos. Sandy los mostró ante la cámara durante un rato y luego, muy lentamente, se los acercó a la boca y, sin decir nada, empezó a lamérselos.
A pesar del olor a sexo que desprendían, a Sandy le supieron a especias. Continuaba acariciándose el pecho y pellizcándose los pezones con la mano izquierda.
—¡Dios, cielo! —se oyó jadear a Justice.
Sandy giró la mano, se la introdujo entera en la boca y empezó a chuparse los dedos. La respiración contenida de Justice le hizo saber que contaba con toda su atención. Inclinó la cabeza hacia atrás y levantó la mano para simular que chupaba el pene de un hombre. En aquella postura, Justice tenía un primer plano de los músculos del cuello de Sandy moviéndose mientras ella fingía estar tragando su semen.
—Sandy… —gimió él—, voy a explotar.
—Todavía no —masculló ella con los dedos aún en la boca.
Luego se sacó la mano, se levantó y continuó:
—No hasta que hayamos jugado con algunos de los regalitos que me ha traído Papá Noel.