7

CUANDO se hubo recuperado, Sandy se descubrió acurrucada contra el respaldo del sofá y sumergida bajo el cuerpo de Zeke. La habitación estaba impregnada de olor a sexo. Estaba sin aliento y no sabía si se debía a la intensidad del orgasmo o al peso de su compañero, que estaba aplastándola, así que empujó un poco hacia arriba y Zeke se levantó de inmediato.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Creo que sí —una serie de temblores le recorrieron el vientre—. Ayúdame a levantarme.

Él la tomó por los brazos y la atrajo hacia sí.

—Tengo que ir al baño —se excusó sin mirarlo.

—Espera —le pidió mientras la retenía cogiéndola de la mano.

Sandy logró escabullirse y, una vez en el lavabo, cerró la puerta y se sentó en la taza del váter. Se desabrochó el cinturón, que dejó tirado en la encimera más próxima, y se quitó el vestido. ¿Qué acababa de hacer? ¡Acababa de acostarse con un desconocido! ¡Madre mía! Un toc toc en la puerta interrumpió sus pensamientos.

—¿Estás bien?

—Sí, sí…, estoy bien. Ahora… ahora salgo —y tiró de la cadena para que su promesa pareciera verosímil.

De repente se abrió la puerta del baño y Zeke se plantó delante de ella.

—¿Qué haces? —gritó Sandy al tiempo que se esforzaba por cubrirse el pecho y el vello del pubis—. ¡Sal de aquí!

—De eso nada —respondió él.

Dio un par de pasos más, ya dentro del alargado cuarto de baño, con el pene aún fuera de los pantalones. Sin hacer caso a Sandy, se dirigió al lavabo, cogió una toalla y la humedeció en el grifo para lavarse el miembro.

—¡Que te largues! —le repitió ella, con la mirada fija en el albornoz que había colgado de la puerta.

Tendría que pasar al lado de Zeke si quería ponérselo. Él levantó la vista y se quedó mirándola en el espejo.

—No pienso irme de aquí. No vamos a repetir lo de la primera vez.

—Pero ¿qué dices?

—¡Qué mala memoria tienes, encanto! ¿Te acuerdas de la noche en que tuvimos sexo por teléfono? Pues aquello no va a repetirse —alargó el brazo para alcanzar el albornoz—. Toma, cógelo.

Aliviada, se puso de pie y le dio la espalda mientras se cubría con la prenda y se anudaba el cinturón con energía. Zeke se secó con otra toalla.

—¿Ya estás contenta?

—Gracias —respondió Sandy con sequedad.

—¿De quién es esa voz que oyes? —le preguntó sin mirarla, concentrado en volver a meterse el pene en los pantalones.

—¿Qué? —contestó Sandy sin comprender a qué se refería.

—Sí, cuando todo empieza a darte vergüenza. ¿De quién es la voz que te habla?

—De nadie… —se interrumpió un segundo para repensarlo y reconoció—: La de mi madre.

—¿Es ella la que hace que te avergüences de tu cuerpo?

Sandy ni siquiera trató de fingir que no sabía de qué hablaba.

—Sí. Se queja todo el rato de lo gorda que estoy. Y tiene razón.

Zeke dejó la toalla en la encimera y se acercó a ella, que reaccionó mirándose los pies, avergonzada. Él le colocó un dedo bajo la barbilla y le levantó la cara.

—Tu madre no tiene ni idea de lo que dice. Tienes un cuerpo precioso, con unas curvas de lujuria maravillosas. Podría pasarme semanas explorando tu preciosa piel blanca y me encanta cómo reaccionas cuando te toco.

—Lo dices para ser amable.

Él sonrió.

—No soy una persona amable precisamente, nena; digo lo que pienso —y posó las manos sobre el cinturón del albornoz—. Llevo tiempo soñando con tus pechos y quiero verlos al natural.

A Sandy se le encogió el estómago al tiempo que se acaloraba. ¡Seguía sintiéndose atraído por ella! Temblorosa por los nervios y la excitación, lo observó mientras le desanudaba el cinturón.

Al abrir el albornoz por completo, su sonrisa se hizo más amplia.

—¡Dios! ¡Son preciosos!

Le retiró el albornoz de los hombros y le colocó ambas manos bajo los pechos. Sandy se relajó y disfrutó del tacto de aquella presión sobre su cuerpo. Zeke le frotó los pezones con los pulgares.

—¡Qué gusto! —exclamó ella.

—Quiero chupártelos —en un movimiento repentino, le puso las manos en la cintura y la levantó.

—¡Zeke! —gritó ella asustada.

Él giró sobre sus talones y sentó a Sandy sobre la encimera.

—Tranquila, cielo. Sólo quería ponerte en un sitio en el que pudiera llegar a tus maravillosos pechos.

Entonces bajó la cabeza y le lamió un pezón. A Sandy se le tensaron los músculos y se sintió atravesada por un chispazo que viajó desde el pecho hasta el pubis. Habría podido jurar que era capaz de escuchar la energía que la abrasaba por dentro.

Zeke envolvió la areola de Sandy con los labios y, con mucho cuidado, se introdujo el pecho en la boca. La calidez de su aliento hizo que ella experimentara un escalofrío y que se le endurecieran los pezones. Luego él le acarició la cadera con suavidad. Sus manos templadas la tranquilizaron, y mientras él continuaba chupando, ella le tomó la cabeza y se la colocó sobre su pecho de modo que pudo apoyar su barbilla en aquella cabellera oscura.

Aquella boca era un exquisito instrumento de tortura que hacía que Sandy deseara más y empezara a mecerse con los nervios a flor de piel. Era plenamente consciente de todo, del olor a jabón y a sándalo que desprendía Zeke, de la enorme mano que él mantenía posada sobre su rodilla, la aspereza de los vaqueros que le rozaban los muslos abiertos y la frialdad de las baldosas sobre las que permanecía sentada.

Acababa de inclinarse hacia delante en un acto de rendición cuando, de pronto, Zeke le mordió el pecho. Aquella ligera presión en el pezón, ya estimulado, hizo que Sandy se sobresaltara y se separara de su amante.

—Lo siento, cielo, ¿te he hecho daño? —preguntó él mirándola a los ojos.

—No —respondió en un grito ahogado—, es un dolor agradable… Es que me ha pillado desprevenida, eso es todo.

Zeke la besó en los labios y luego se agachó para continuar en la curva turgente del seno.

—Anoche te pregunté si alguna vez te habías corrido sólo con que alguien te chupara los pechos, ¿te acuerdas?

Sandy se ruborizó.

—Sí.

—¿Me dejas intentarlo?

Incapaz de contestar, ella asintió y Zeke respondió con una amplia sonrisa.

—Recuéstate, nena, y disfruta.

Zeke se centró en el pecho izquierdo y repitió la misma operación que había realizado en el derecho: lamerle y succionarle el botón de la areola. Esta vez, en cambio, empleó la mano para estrujarle al mismo tiempo el pezón derecho. Se entretuvo alternando entre uno y otro, proporcionándole un placer que se confundía con una sensación de dolor, forzándola a tensar los muslos y el sexo, cada vez más hambriento de su polla endurecida.

—Zeke, por favor… —gimoteó.

—Eso es lo que te hago, cielo, un favor…

Sandy tenía los pechos tan sensibles ya que tuvo que morderse el labio inferior para evitar gritar mientras él continuaba empleando las manos y los dientes para proporcionarle aquel dulce tormento.

El orgasmo llegó con tanta fuerza que los dejó a ambos sorprendidos. Ella se levantó de la encimera estirándose hacia delante y, al alcanzar el clímax, experimentó una sacudida.

—¡Zeke! —gritó al fin.

Sobresaltado, él liberó el pecho que tenía aún atrapado en la boca y al levantar la cabeza se golpeó con la barbilla de Sandy. Enseguida se irguió para sujetarla por los hombros mientras ella disfrutaba de los espasmos al tiempo que el sexo derramaba todos sus flujos. Como si no tuviera esqueleto que la sostuviera, Sandy acabó desplomándose sobre Zeke, con la mejilla apoyada en su hombro. Él la sostuvo con ternura y le acarició el cabello una y otra vez con la enormidad de su mano. Sandy se acurrucó en él, antes de susurrarle:

—Gracias.

—Gracias a ti —respondió él—, es un placer proporcionarte placer.

Sandy se rió, adormecida.

—¡Qué educados somos! —Levantó la cabeza y le dijo al oído—: Ha sido fantástico, pero me siento un poco culpable porque tú no te hayas corrido.

—Aún hay tiempo —se echó hacia atrás para mirarla a la cara—. Salvo que quieras que me vaya ya.

Sandy negó con la cabeza.

—No. Aunque creo que necesito un descanso; me gustaría ducharme y, quizá, tomar algo.

A pesar de haber pronunciado estas palabras, Sandy no hizo ni siquiera el gesto de desprenderse de aquel abrazo y se dedicó, en cambio, a acariciar su mejilla contra el hombro de Zeke. Él deslizó una mano entre sus cuerpos y empezó a frotarle a Sandy el muslo izquierdo. Los dedos subían cada vez más… hasta que ella lo apartó.

—Ese descanso…

Él sonrió burlón.

—Está bien. ¿Por qué no te das una ducha mientras yo preparo algo de beber? ¿Qué te apetece tomar?

—Vodka con naranja, con mucho hielo. Hay un carrito con bebidas en el cuarto de estar.

—Voy volando —respondió él antes de darle un beso y salir del baño.

Esta vez Sandy corrió el pestillo de la puerta. Además de ducharse, le apetecía disfrutar de algo de privacidad. Habían pasado tantas cosas, y tan deprisa, que necesitaba tiempo para evaluarlo todo, para acostumbrarse a lo de tener un amante y a lo de que la desearan. Le costaba hacerse a la idea.

* * *

Zeke puso algo de hielo en un vaso y vertió en él un chorro de vodka. Luego preparó una segunda copa con whisky y sin hielo, y se dirigió a la cocina. Al ver las llaves y el bolso de Sandy tirados en el suelo no pudo evitar sonreír. Se había excitado tanto como él y se había mostrado de lo más receptiva en todo momento. Si pudiera acabar con aquella vergüenza poscoital…

De repente escuchó el sonido de su móvil. Dejó las copas en la encimera y rebuscó en los bolsillos de su chaqueta hasta dar con él.

—¿Sí?

—Prada, ¿qué coño está haciendo? —le gritó Jenkins, el supervisor del equipo de vigilancia.

A Zeke le dio un vuelco el corazón. Sus compañeros debían de haber informado ya sobre el incidente del Jerry’s con Cabrini.

—Buenas, teniente, ¿qué tal está? —saludó en un intento de procurarse algo de tiempo.

—Pues aquí, sentado y preguntándome por qué uno de mis hombres en esta operación se dedica a socializar con el maldito sospechoso, así es como estoy. ¿En qué coño estaba pensando? —contestó elevando la voz.

—Eso no es lo que ocurrió exactamente, teniente —protestó Zeke—. Me fui con mi novia a tomar algo al Jerry’s y al salir de allí Cabrini… se quedó mirándola.

Hubo un rato de silencio mientras Jenkins digería lo que su agente acababa de contarle. Todo el mundo en la operación sabía lo pervertido que era Cabrini, de modo que la explicación de Zeke encajaba.

—¿Y eso fue todo? —quiso asegurarse el teniente en un tono algo más suave.

—Sí, señor. Estoy convencido de que el equipo lo habrá informado de que saqué a Sandy de allí lo más rápido que pude y que nos alejamos caminando calle abajo.

—Está bien. Supongo que eso es algo inevitable —concluyó Jenkins—. Ahora procure mantener a su novia lejos de Cabrini. No quiero que ese cerdo alegue incitación por agentes de la ley y tampoco quiero que el fiscal federal me arranque los huevos.

—Sí, señor. Entendido, señor.

Jenkins colgó sin despedirse. Zeke cogió la copa de whisky y se la bebió de un trago.

Sandy se lavó el pecho y luego pasó a la entrepierna; al frotarse los labios con la mano enjabonada suspiró por el placer y el leve dolor que le proporcionaba el roce. Tenía el cuerpo hecho un manojo de nervios, y cualquier presión volvía a llevarla al orgasmo. Aunque tuvo la tentación de acariciarse para alcanzarlo, para cuando había encontrado el punto exacto con el dedo índice, escuchó la voz de Zeke al otro lado de la puerta.

—Se te está derritiendo el hielo —la informó mientras trataba de girar el picaporte.

—Ya salgo —respondió Sandy.

Enseguida volvió a concentrarse en la ducha. Luego cerró el grifo, salió de la bañera y se cubrió con una enorme y suave toalla. Abrió la puerta y se encontró a Zeke delante de ella, que la estaba esperando y le tendía su copa mientras él daba un sorbo a la suya.

—Mmm —murmuró Sandy tras beber un trago de vodka con zumo.

Caminaron juntos hasta el cuarto de estar. El aire frío que notó por el cuerpo le produjo un escalofrío. Zeke había abierto la ventana del balcón, aunque había dejado las cortinas corridas. Movida por un impulso, Sandy retiró una de las telas y, descalza y envuelta en la toalla, salió al exterior. Entre la sólida pared y las sombras oscuras que se producían en ella, su cuerpo quedaba casi totalmente oculto a la vista. Zeke la siguió y juntos, con las copas en la mano, apoyaron los antebrazos en el murete de ladrillos para mirar hacia abajo.

A pesar de que era ya algo más de media noche, seis pisos más abajo, en la avenida McKinney, aún había movimiento. La brisa suave transportaba el sonido de las risas y de la música hasta la casa de Sandy y, aunque el tranvía de la línea M dejaba de funcionar a las diez, todavía se veían hileras de coches en dirección al Hard Rock Café, que permanecía abierto hasta las dos de la madrugada.

La luz de la calle contrastaba con la oscuridad del balcón, que quedaba envuelto en una penumbra aterciopelada, mientras el suave sonido de las hojas del ficus ofrecía un agradable contraste con el bullicio de abajo. El frío de la noche hizo que a Sandy se le pusiera la carne de gallina. Al recorrerle un escalofrío, Zeke le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia él. Ambos se acurrucaron juntos.

La mirada de Sandy se quedó clavada en el ático en el que vivía el dominador, situado en el edificio de enfrente. Aunque se veía luz en el cuarto de estar, no se percibía ningún movimiento.

—¿Qué es lo que pensaste la primera vez que viste a Cabrini azotar a una mujer? —la serenidad de la voz de Zeke dejó a Sandy perpleja y enseguida quedo invadida por el recuerdo de aquella noche.

La primera vez se había quedado aterrorizada. Las marcas rojas que el dominador había dejado en la espalda de la mujer sometida la habían horrorizado hasta tal punto que había salido de su propio piso y había corrido escaleras abajo hasta una cabina desde la que había llamado a la policía. Se había hecho pasar por una vecina que telefoneaba para alertar de unos chillidos que se oían desde su apartamento y había colgado sin dar su nombre.

Para cuando había llegado la policía, Sandy ya estaba de vuelta en su balcón. Desde allí había visto a Cabrini abrir la puerta e invitar a pasar a dos policías mientras la sometida, una rubia alta y delgada, se apresuraba a recoger la ropa esparcida por el suelo. Los agentes habían insistido en interrogar a la chica que, aunque parecía algo avergonzada, admitió, claro, haber participado en aquel juego sexual por voluntad propia. Los policías habían señalado las paredes, les habían advertido que no molestaran a los vecinos y habían abandonado el lugar.

Desde entonces, el dominador había probado varios sistemas para que las mujeres no gritaran mientras las azotaba. A Sandy siempre le había asustado el instrumento con que finalmente había dado: una especie de capucha de tela y una bola de goma de color rojo.

El dominador guardaba el artilugio en un cajón. Antes de empezar a azotar a su compañera de juegos, le metía la pelota de goma en la boca y le colocaba la capucha de modo que la cabeza quedaba cubierta hasta el cuello, donde acababa haciendo un nudo. De verlo tantas veces, Sandy había deducido que aquello volvía muda y ciega a la sometida, pero no sorda, de modo que aún podía escuchar las órdenes que Cabrini le daba. Así, éste podía emplear su vara sin miedo a molestar a los vecinos.

Después de que Sandy acabara de relatarle la historia a Zeke, él la abrazó con más fuerza.

—¿Te excita verlo con sus mujeres?

—No lo sé —respondió ella, pensativa—. Quiero decir, los picantones que viven dos pisos más abajo también se dan cachetes de vez en cuando y eso sí me excita, pero ellos comparten algo, se lo pasan bien juntos. Lo que el dominador, bueno, lo que Cabrini hace… no tiene nada que ver con una pareja o con compartir. A esas chicas debe de ocurrirles algo tremendo para que le permitan hacer lo que hace.

Como su copa ya no contenía más que hielo, Sandy no protestó cuando Zeke se la retiró y la depositó, junto a la suya, en la cornisa. Luego la abrazó con ambos brazos y ella se acurrucó contra él apoyando la cabeza sobre su hombro.

—Sospecho que la mayoría de esas pobres son profesionales del sexo.

—¿Tú crees? Parecen tan jóvenes —dijo ella mirándolo.

Zeke se rió sin que aquello le hiciera gracia.

—Las prostitutas viejas no tienen demasiados clientes, ¿sabes?

Sandy dudo un momento antes de decidirse a preguntarle lo que estaba pensando:

—¿Has estado alguna vez con una prostituta?

Él negó con la cabeza.

—No, no me excita pagar por sexo. Y he visto lo que ese negocio hace con las niñas.

—Como poli, quieres decir… —dijo ella tratando de mostrarse tranquila.

Zeke asintió. En un susurro continuó:

—Siempre he trabajado en la Brigada Anticorrupción. Seis meses contemplando todo eso bastan para acabar con la ilusión de cualquiera —entonces la miró—. Me han pasado temporalmente a la Brigada de Crimen Organizado, a un equipo que vigila a Cabrini, así es como te encontré.

—¿Ah, sí? —lo invitó a continuar.

—Estaba comprobando que nuestro puesto de vigilancia no podía verse desde el ático de Cabrini. Miré hacia abajo y te vi en el balcón… con el telescopio.

A Sandy le entró miedo.

—¿Se lo dijiste a alguien?

—No, a nadie.

—¡Menos mal! —replicó ella, aliviada, a la vez que bajaba los hombros.

—De todas formas, ya sabes que no puedes volver a espiar a tus vecinos, ¿verdad?

—Claro, Zeke. No volveré a hacerlo nunca más, te lo prometo.

Él le acarició el cabello.

—Bien, entonces ya está. Ya no hace falta que volvamos a hablar de ello —sentenció.

Luego bajó la mano acariciándole los hombros hasta que se topó con la toalla y empezó a tirar del borde que la sujetaba.

Sandy le dio un manotazo.

—¿Qué haces?

—Oye, que sólo quiero ver lo que hay debajo —respondió él con la voz nítida y guasona.

Sandy se alejó, pero de repente se le ocurrió algo que la hizo detenerse. Con los ojos fijos en los de Zeke, se arrodilló delante de él.

—¿Y ahora qué haces tú?

Por debajo del murete, fuera de la vista de los pisos cercanos, Sandy se descubrió despojándose lentamente de la toalla.