14

EL martes por la tarde, Sandy se encontraba a la entrada de un piso al sur de la ciudad hablando con una anciana.

—Gracias, señora Prudie. La veré, entonces, el catorce de noviembre.

—Gracias a ti, Sandy. Aquí estaré esperándote.

Prudie Collins, negra, alta y delgada, llevaba dibujados en la cara los años de trabajo duro en puestos de salario mínimo. Era una de las personas favoritas de Sandy: una mujer que había sobrevivido a dos maridos y que había logrado sacar adelante, si bien con mano dura, a cinco hijos. Ahora, matriarca de una enorme familia, contaba con trece nietos, cuarenta y dos biznietos y dos tataranietos. A pesar de cargar a sus espaldas ochenta años ya y aunque el cáncer estuviera devorándole lentamente los órganos, la anciana continuaba cuidando de su familia. Había asumido la tutela de tres de sus biznietos cuando la madre de éstos había muerto asesinada en un atraco a mano armada en la tienda de ultramarinos en la que trabajaba.

Ocupada como estaba en organizarlo todo para que las tres criaturas quedaran protegidas cuando ella ya no estuviera allí, Prudie Williams no tenía tiempo para lamentarse de los dolores que sufría o de la mala suerte que había tenido. El cáncer no había conseguido que se doblegara ni robarle aquella discreta dignidad que tanto admiraba Sandy.

Las dos mujeres se despidieron en medio de los edificios de protección oficial situados en la calle Hatcher. Se trataba de bloques de ladrillos, de dos y tres pisos, alineados a ambos lados del bulevar que se extendía al este del recinto ferial del estado de Texas.

La primera vez que Sandy había visitado la calle Hatcher, hacía unos tres años, se había detenido en la comisaría que había por allí. El agente con quien había estado charlando le había sugerido que se acostumbrara a pasar siempre por allí antes de acceder a los pisos de protección para que la policía pudiera estar al tanto mientras ella trabajaba. Y aunque al principio había seguido aquella recomendación, Sandy había tardado poco en aprender a oler los problemas y a arreglárselas para no acabar siendo víctima de algún delito. Nunca llevaba bolso ni lucía joyas cuando visitaba aquellos edificios. Siempre iba con el móvil a mano y dejaba programada la marcación rápida del número de la comisaría por si acaso.

Tras despedirse de Prudie, echó a andar hacia su Buick, que había dejado aparcado en Park Avenue. No había avanzado siquiera unos pasos cuando se dio cuenta de que algo iba mal. Los niños pequeños que al llegar había visto jugar en los parterres situados entre la acera y la pared de ladrillo de la casa habían desaparecido. Más aún, no había niños a la vista, algo bastante inusual en una cálida y preciosa tarde del mes de octubre. Los chicos de los pisos de protección contaban con un sexto sentido para el peligro y desaparecían en cuanto ocurría cualquier cosa.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Algo iba mal, muy mal. Se contuvo ante la tentación de echar a correr hacia su coche y observó cuidadosamente la calle y los edificios de su alrededor. Allí mismo, estacionado en la concurrida calle, detrás de su Buick, divisó un Cadillac negro de un modelo antiguo. El coche estaba impoluto y llevaba las ventanas tintadas. Aunque desde donde Sandy estaba le resultaba imposible saber si había alguien dentro del vehículo, estaba claro que aquel Cadillac no era del barrio. Cabrini.

Sandy se dio la vuelta girando sobre sus tacones y se dirigió de inmediato hacia el piso de Prudie. Llamaría a la policía desde allí. No había dado ni dos pasos cuando dos hombres la tomaron por los brazos —uno por cada lado—. A Sandy se le cayó al suelo la carpeta.

—Vamos, preciosa. Hay alguien que quiere hablar contigo —los dos tiarrones la forzaron a ir hacia el coche negro.

Sandy gritó tan alto como pudo. Una mano rolliza le tapó la boca y los dos hombres la llevaron hasta el Cadillac a empujones.

—Oye, pero ¿qué hacéis ahí? —la voz de ultratumba parecía proceder de ninguna parte.

Los hombres que sostenían a Sandy dudaron un momento. El más alto la empujó hacia el otro, que la tomó por los hombros y la introdujo en el coche. Ella estiró las piernas de modo que los pies quedaron ejerciendo presión contra el lateral del asiento de al lado del conductor y apretó las rodillas. El hombre que trataba de meterla en el coche maldijo en alto, a pesar de lo cual no logró hacer palanca para mover a Sandy. Le colocó la mano izquierda en el hombro mientras intentaba colocarla para que entrara en el vehículo.

Sandy volvió la cabeza para morderle la mano. Los dientes perforaron la piel y se llevaron un trozo de carne al tirar. El hombre gritó de dolor y dejó caer a Sandy, que se desplomó contra el bordillo y se golpeó en la rabadilla. Se puso de rodillas con esfuerzo y probó a caminar a gatas. El sabor de la sangre le llenaba la boca.

Aún agarrándose la muñeca, el hombre bloqueó el paso de Sandy con las piernas.

—Zorra, te mataré por esto.

Ella cerró un puño y lo lanzó hacia delante tan fuerte como pudo. El golpe que le propinó en sus partes fue contundente: el hombre gritó y se echó hacia delante para agarrarse los genitales y aguantar las arcadas. Sandy consiguió ponerse en pie y se quedó perpleja sin poder dar crédito a la escena que presenciaba.

El otro matón se enfrentaba a un grupo de unos siete chicos afroamericanos. Sandy reconoció los rostros de uno o dos de ellos; pertenecían a familias de la calle Hatcher que ella solía visitar.

Los chicos iban vestidos con los pantalones caídos y sudaderas con capucha tan comunes en aquel barrio. Algunos de ellos llevaban también gorras de propaganda, mientras que otros llevaban pañuelos que se anudaban ajustados a la cabeza. Sandy calculó que la edad de los chicos oscilaría entre los trece y los dieciséis años.

El que lideraba el grupo, claramente el cabecilla, dio unos pasos hacia el matón. Llevaba una sudadera de Nike forrada de lana que le cubría ligeramente la cabellera organizada en hileras de trenzas.

—¿Por qué molesta a la trabajadora social? A usted no le ha hecho nada.

Sandy se acercó al grupo de chicos y buscó el móvil en el bolsillo.

El matón, que tenía pinta de ex marine e iba enfundado en un traje marrón que le iba pequeño, dirigió una mirada a Sandy y luego otra a los chicos.

—Oíd, chavales, no os metáis en esto y no os pasará nada.

Los chicos se rieron al unísono y se dieron codazos unos a otros.

—¿Habéis escuchado eso? ¿Habéis oído a este tío? Que no nos hace nada si no nos metemos en esto.

Sandy no veía ninguna expresión de miedo en aquellas caras adolescentes. Abrió la pestaña del móvil y apretó el botón de marcación rápida para contactar con la comisaría.

El tipo al que había golpeado estaba ahora vomitando en la acera.

Uno de los chicos, de unos catorce años y con la cabeza completamente rapada, se adelantó para situarse junto al cabecilla.

—Esta trabajadora social cuidó de mi abuela cuando los de la cartilla de alimentación se estaban portando como unos cabrones. Así que tú no te la llevas a ninguna parte.

El ex marine se introdujo una mano en la chaqueta en un movimiento claramente amenazador.

—Venga, niños, ya os estáis largando si no queréis que convierta a alguno de vosotros en un colador.

Al otro lado de la línea comunicaba. «¡Dios santo! No permitas que les pase nada a estos chicos por mi culpa». Sandy colgó y volvió a marcar.

—¿A quién llamas tú «niño»? —el líder cerró los puños—. Ya has oído a mi colega Binks —indicó al chico de la cabeza rapada—, saca tu culo de aquí y llévatelo al sitio del que haya salido si no quieres que seamos nosotros los que te hagamos daño a ti.

En la comisaría seguían con el teléfono ocupado. Sandy sintió ganas de echarse a llorar por la frustración. De nuevo colgó y volvió a marcar al tiempo que se aproximaba aún más a los chicos dispuesta a situarse entre ellos y el arma del matón. Allí no moriría ningún niño por su culpa.

El ex marine hizo ademán de sacarse el arma de la chaqueta, pero antes de que pudiera hacerlo ya tenía cuatro automáticas apuntándolo a la cabeza. El silencio lo invadió todo. Sandy observó a aquellos adolescentes blandiendo las armas. Ya no había risas.

De pronto, todos estaban muy serios.

—Oye, tío —el cabecilla empezó a hablar con dureza—, coge a tu amigo y sal de la calle Hatcher de una puta vez, porque si no lo haces no vas a ver ningún otro sitio nunca más.

El matón se quedó estupefacto. Una calma insoportable se apoderó de la zona hasta que una voz familiar rompió el silencio.

—Oiga, caballero, ya he llamado a la policía, de modo que será mejor que se largue antes de que llegue.

Gracias a Dios. Era Prudie, que había salido al porche de su casa.

Fue entonces cuando Sandy se dio cuenta de que había otra media docena de mujeres en las puertas de sus casas.

Otra de ellas gritó:

—He apuntado el número de matrícula de su coche, señor. Más le vale hacer caso a la señora Prudie y largarse de aquí antes de que me dé por enseñarles este número a los agentes cuando lleguen.

El ex marine levantó la mano izquierda para mostrar, con el gesto, que se rendía. Sacó la mano de la chaqueta y se alejó de los chicos. Al marcharse, acribilló con la mirada a Sandy, que se quedó helada al comprobar la maldad que había en aquellos ojos.

El hombre fue hacia donde se encontraba su amigo, que continuaba con las arcadas. Lo tomó por el brazo y lo llevó hasta el coche, que seguía abierto. Colocó a su compañero en el asiento de delante, cerró la puerta y enseguida apareció en el lado del conductor.

Antes de subirse al vehículo, el ex marine lanzó una última mirada a Sandy.

—Ya te cogeremos luego, encanto —prometió con una sonrisita maliciosa.

A ella le temblaron las piernas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer al suelo desvanecida mientras el matón la miraba. El portazo había quedado silenciado por el sonido atropellado de sus propias pulsaciones.

El Cadillac se alejaba y el ruido distante de las sirenas la sacó de su estupor. No quería explicarle a la policía por qué aquellos hombres habían intentado secuestrarla. Al agacharse para recoger la carpeta que se le había caído, perdió el equilibrio y casi acaba en el suelo. Unas manos la agarraron con fuerza.

—Trabajadora, ¿está usted bien? —era el chico de la cabeza rapada.

—Sí, gracias. Tengo que irme de aquí antes de que…

—… de que llegue la policía. Ya, sé a qué se refiere. Venga, la acompaño hasta su coche.

El chico la guió hasta la puerta del Buick y esperó mientras ella manejaba las llaves con torpeza para abrirlo. Finalmente, se le cayeron. Entonces el muchacho las recogió, abrió la puerta y ayudó a Sandy a sentarse en el asiento del conductor.

—No sé cómo daros las gracias, a ti… y a tus amigos —le dijo ella mientras el chico le devolvía las llaves.

—No tiene que darme las gracias por nada. Ayudó a mi abuela, con eso basta. Y ahora lárguese de aquí, corra. —Cerró la puerta y dio un golpe en el capó del coche, apremiándola para que se marchara.

Sandy miró los pisos. Los otros chicos y las mujeres habían desaparecido ya. La calle Hatcher parecía vacía. Era el momento que ella también se fuera de allí.

Después de arrancar, levantó la mano para despedirse de su nuevo amigo, pero el chaval ya había desaparecido.

Arrancó y por el espejo retrovisor vio aparecer el coche de policía al final de la calle de Prudie. Giró en la primera perpendicular con que se topó y pisó el acelerador para poner más distancia entre ella y las autoridades.