13
A las nueve, después de haberse tomado un par de copas de whisky para calmarse, Sandy recobraba, si bien aún algo nerviosa, la capacidad de pensar. Saltaba atemorizada al menor ruido, por bajito que fuera.
Zeke estaba a punto de llegar, pero todavía no había decidido si debía contarle lo de Cabrini. Aunque se moría por compartir con él el horroroso suceso del supermercado, su parte racional le aconsejaba que lo guardara en secreto.
Era cierto que se conocían desde hacía solamente cuatro días; sin embargo, estaba segura de que si se lo contaba, Zeke querría tomar partido para mantenerla a salvo, y aquello acarrearía unas consecuencias desastrosas para ambos. Por un lado, si él le plantaba cara a Cabrini, los guardaespaldas del mafioso podrían hacerle daño. Por otro, si la animaba a presentar una denuncia por acoso contra Cabrini por haberla cogido y amenazado, seguro que éste alegaría que estaba defendiéndose de la persona que había estado espiándolo. Aquello sería el fin para la carrera profesional de Sandy.
Y para la de Zeke. El teniente ya estaba enfadado por el encuentro accidental en el Jerry’s, así que si hacían cualquier cosa que pusiera en peligro la operación de vigilancia, su enojo aumentaría. O peor aún, si llegara a enterarse de que Zeke había descubierto, sin haber informado de ello, que Sandy espiaba a Cabrini, su trabajo podría peligrar de verdad. Y Sandy no quería hacer nada que pudiera perjudicarlo profesionalmente.
Una voz interior le preguntaba: «¿Y si Cabrini iba en serio sobre lo de hacerme daño?».
Sandy se dijo a sí misma que, si bien era cierto que ese tipo disfrutaba con aquellos juegos psicológicos y de dominación, también lo era que sería lo suficientemente listo como para restringirlos a sus encuentros con prostitutas. Ella era una profesional respetable y muy trabajadora. No creía que Cabrini fuera a arriesgarlo todo sólo para vengarse.
Unos toques en la puerta interrumpieron aquellos tristes pensamientos y la dejaron sorprendida, porque esperaba que el conserje la hubiera llamado para avisarla de que Zeke había llegado. Sin embargo, claro, Zeke ya se encontraba en el interior del edificio, en su puesto de vigilancia. En cualquier caso, Sandy echó un vistazo por la mirilla de la puerta para cerciorarse de que se trataba de él. Al ver la sonrisa de su amante, todas las reflexiones en torno a Cabrini se desvanecieron. Abrió la puerta y se lanzó sobre él.
Zeke la abrazó.
—¡Vaya! Si vas a recibirme así todos los días, no vuelvo a irme a tomar una caña con los colegas al salir del trabajo nunca más —bromeó.
—Me alegro tanto de verte —respondió Sandy, apretándose contra su pecho. Era la primera vez en horas que se sentía protegida.
—¿Estás bien? —Zeke la apartó ligeramente para liberarse del abrazo—. ¿Qué pasa, cariño? —preguntó mirándola a la cara con preocupación.
Si iba a decírselo, éste era el momento. Se fijó en su mirada cansada y en las líneas de fatiga que se le perfilaban alrededor de la boca. Acababa de terminar un turno de doce horas.
—Nada —contestó—, sólo es que te he echado de menos.
La mirada de preocupación de Zeke desapareció para dejar paso a una estupenda sonrisa.
—Yo también te he echado de menos, preciosa —correspondió antes de darle un beso en la boca.
Sandy se regodeó en el beso con un suspiro. Zeke era tan cálido, tan familiar y hacía que se sintiera tan segura… Él cerró los ojos y Sandy decidió apartar los horribles recuerdos de la tarde y relegarlos al fondo de su conciencia. Por esta noche, se olvidaría de lo de Cabrini.
Zeke la tomó por las caderas sujetándolas con las enormes manos.
—¿Qué hay de cena? —quiso saber.
—¿Que qué hay de cena? —repitió Sandy mirándolo, después de haberse dado unos segundos para reaccionar.
—Sandy, el niño de Ben se ha puesto enfermo y su mujer no podía salir del trabajo para ir a buscarlo al colegio, de modo que le he cubierto el puesto y me he quedado solo mientras él llevaba al crío al médico. He tenido que hacer pis en una botella de fanta y lo único que he tomado en todo el día ha sido una bolsa de cacahuetes. Llevo diez horas sin comer algo consistente. Me muero de hambre y no tengo fuerzas para nada más.
—¿En serio? —retó Sandy al tiempo que bajaba la mano para toquetearle el paquete. El miembro de Zeke se endureció de inmediato—. Yo creo que aquí tu amigo no opina lo mismo.
—Va en serio, Sandy. No sabe lo que dice. Danos algo de comer a los dos y te prometo que luego nos ocuparemos de ti.
—Hombres —se conformó entre risas—. ¿Qué tal suena un cóctel de gambas, un buen filete, una ensalada y pan de ajo?
—Suena de cine. Si tienes una plancha, yo me encargo de preparar la carne.
—Estupendo, ya la tengo adobada —luego dudó un instante. Tenía una parrilla de gas en el armario del balcón, pero no quería que Cabrini pudiera verlos desde su ático—. Hay una barbacoa de carbón en la terraza del edificio. Uno de los vecinos la compró para que la usáramos todos. También hay una mesa y unas sillas.
—Fenomenal, ¿tienes carbón?
—Sí, está en la despensa, al lado del líquido para encender el fuego —indicó de camino a la cocina.
Zeke la cogió de la cintura e hizo que Sandy se volviera para mirarlo.
—¿Me haces un favor?
—Depende de qué se trate —respondió ella antes de esbozar una pequeña sonrisa.
—No lleves puesta ropa interior.
—¡Eres un pervertido! —Sandy protestó con un gesto exagerado—. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, pero soy tu pervertido —respondió él después de darle un beso en la frente. Luego añadió—: Voy encendiendo el fuego.
Sandy continuaba mirándolo fijamente cuando, de repente, se dio cuenta de que seguía sonriendo. Meneó la cabeza y salió de la cocina. En el dormitorio, se desnudó para quitarse el body que Zeke le había regalado. Se miró al espejo y se sorprendió de lo diferente que se veía desde hacía unos días. El cuerpo que observaba era el mismo que, redondeado y carnoso, había visto en el reflejo hacía cuatro días, sí, y, sin embargo, segura ahora de su atractivo, Sandy sentía que aquellos kilos de más no le importaban tanto. «Bueno, sí me molestan, pero no como antes. Puedo estar rellenita y ser sexy al mismo tiempo». Se guiñó un ojo.
Durante la hora siguiente, Sandy y Zeke hicieron juntos la cena. Mientras esperaba a que él llegara del trabajo, ya había preparado el cóctel de gambas y la ensalada César, de modo que se limitó a organizar una cesta con el mantel, la comida, los platos, los vasos y los cubiertos. La subió a la terraza, donde Zeke ya había encendido el fuego y se ocupaba de los filetes. Cuando por fin se sentaron a cenar, eran más de las diez.
—Vino —Zeke levantó la copa y señaló las luces que brillaban en el centro de Dallas—, unas vistas preciosas y —brindó para ella— una mujer hermosa. ¿Hay algo más que se pueda pedir?
—Gracias —Sandy miró a su alrededor—. Es una noche muy bonita, ¿verdad?
La temperatura rondaba los veinte grados y el cielo estaba despejado. La luna llena iluminaba la terraza y se oía la música que provenía de la calle.
—¿Qué tal el día? —se interesó Sandy al tiempo que pinchaba una hoja de lechuga.
—Frustrante. El equipo que sigue a Cabrini lo ha perdido de vista esta tarde —Zeke ignoró el cóctel de gambas y la ensalada para concentrarse en el filete.
—¿Y cómo lo han perdido? —a Sandy le latía con fuerza el corazón.
—Por vagos. Yo vi que Cabrini se preparaba para salir de casa y avisé por radio al equipo que estaba abajo. Mis dos compañeros esperaban que lo hiciera por el garaje, pero empleó la entrada principal. —Zeke dudó antes de llevarse el tenedor a la boca—. Ha sido un error de principiantes. Tenemos instrucciones de cubrir todas las entradas del edificio. Les entró pereza a los de seguimiento —concluyó antes de, ahora sí, meterse el tenedor en la boca.
—¿Tú crees que Cabrini sabe que estáis vigilándolo? —Sandy hizo esfuerzos por mantener una actitud calmada y no alterar el ritmo de la respiración.
Él negó con la cabeza y acabó de masticar.
—No, creemos que no. Se les ha escapado a los de abajo, eso es todo. El conserje les dijo luego que lo había recogido un coche en la puerta.
Por temor a cruzar la mirada con él, Sandy continuó observando la ensalada.
—¿Lo encontrasteis después?
Sí, aproximadamente una hora más tarde el coche lo dejó de nuevo en su casa. No sabemos adónde ha ido, aunque no puede haber sido muy lejos. —Zeke cortó un trozo de grasa del filete—. «Cierto, sólo pasó por el supermercado para asustarme». Incapaz de pensar en algo que responderle a Zeke, Sandy rezó para que dejara el tema y se dedicó a masticar con ganas un trozo de gamba.
—Estás preciosa, nena.
—¿Eh? —Sandy levantó los ojos para mirarlo.
—He dicho que estás preciosa.
—Y tú estás como una cabra —respondió meneando la cabeza.
—Sí, estoy loco, loco por ti. No tienes ni idea de lo caliente que me pone ese jersey que llevas.
Ella se miró el jersey negro y frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Porque era lo que llevabas el día en que te vi por primera vez. Sola en medio de la oscuridad, espiando.
—¿Te ponía verme así? —se extrañó. Luego dejó el tenedor en la mesa.
—Mucho. Me moría de ganas de tocarte.
A Sandy se le quitó el apetito. Se echó hacia atrás sobre el respaldo y se agarró los pechos con las manos.
—¿Tocarme así?
Zeke dejó sus cubiertos.
—Así exactamente.
Con los pechos aún en las manos, ella los levantó para frotarse los pezones con los pulgares.
—¿Te gusta ver cómo me toco?
Zeke movió la silla para colocarse justo enfrente de Sandy, a unos centímetros de distancia.
—Quítate el jersey.
Sandy miró alrededor. El edificio en el que estaban era el más alto de todos los que había por la zona y el centro de Dallas quedaba a varios kilómetros de distancia. Desde allí no podía saber, ni le importaba, si algún miembro del personal de limpieza de algún lejano rascacielos o alguien que se hubiera quedado trabajando hasta tarde en el despacho podía verlos. Se humedeció los labios.
—Asegúrate de que la puerta de la terraza está cerrada con llave.
—Vamos, nena, no te preocupes por eso —rogó Zeke mientras se pasaba las palmas de las manos por los vaqueros, como si estuviera secándoselas.
«Está sudando. Sí que lo he excitado, sí». Sandy cayó en la cuenta de que lo de no cerrar la puerta aumentaba las posibilidades de que los pillaran y aquel lio hacía que aumentara su excitación.
—Voy a quedarme helada —argumentó, más por prolongar la espera que por discutir.
—Yo te calentaré, cielo, te lo prometo.
Sandy tomó el jersey por la parte de abajo y tiró él hasta sacárselo.
—¡Dios! —rugió Zeke al ver sus pechos desnudos, al tiempo que estiraba las piernas.
Sandy se fijó en los músculos que se tensaban bajo los pantalones. Estaba cada vez más empalmado y la polla presionaba contra la tela.
—Te toca, vaquero. Bájate la cremallera —exigió, al dejar el jersey encima de la mesa.
El viento fresco de la noche le endureció los pezones, cada vez más arrugados.
Él trató de bajarse la cremallera con torpeza mientras Sandy se desabrochaba los primeros botones de los pantalones.
—Dime qué es lo que sientes ahora, Zeke.
—Siento que lo que tienes que hacer es abrir las piernas, nena.
—No, eso es lo que estás pensando —corrigió—. Dime lo que sientes —y para animarlo, separó los muslos.
—Siento que me gustaría ver cómo te tocas —rectificó él mientras elevaba las caderas para liberarse la polla, aún prisionera en la bragueta. El miembro apareció como un mástil, apuntando hacia Sandy, que se rió.
—No, Zeke. Piensas que quieres ver cómo me toco. ¿Qué es lo que sientes?
—Joder, Sandy. Deja ya de hacer ejercicios de sociología y frótate el coño para mí —bramó excitado.
Aquel tono de ofensa le resultó divertido a Sandy, que se metió la mano por la abertura de los pantalones. Se acarició el pubis y enseguida se sintió correspondida por una oleada de calor que la recorrió del vientre a la vagina. Aunque ya había oído a Zeke masturbándose durante las conversaciones sexuales por teléfono, era la primera vez que lo veía empuñarse la polla y sacudírsela a ritmo lento. Verlo con la mano alrededor del miembro hizo que se excitara más.
—¿Qué es lo que sientes tú, Sandy? —preguntó Zeke ahora.
—Me siento caliente, y sexy, y encantada de haber metido el bote de nata montada en la cesta —respondió. Se encontró el clítoris con los dedos: el pequeño órgano ya estaba tenso.
—¿Nata montada? —a Zeke le brillaron los ojos—. Eres una chica mala —la regañó, mientras empezaba a mover la mano a un ritmo más rápido.
—Sí, pero soy tu chica mala.
Zeke se humedeció los labios con la lengua.
—Me gustaría verte las tetas cubiertas de nata montada.
—Sólo si me las limpias a lametazos.
—Te lo juro. ¿Estás frotándote el clítoris?
—Ajá —respondió extasiada—. Esto es un gustazo.
—¿Puedes correrte mientras te miro?
—No lo sé. A lo mejor.
Ver a Zeke mirarla con los ojos ardientes aumentó su excitación y empezó a mover los dedos más rápido.
Ambos se provocaron el mismo deseo, las mismas ganas. Sandy no sabía qué era lo que tenía Zeke, pero aquel hombre, aquel poli, le llegaba muy hondo. Cerró los ojos y se dejó llevar por las sensaciones.
—Eso es, cielo —la animó Zeke—. Córrete para mí, quiero ver cómo te corres para mí. Y —así de fácil— Sandy alcanzó su orgasmo.