11

LAS vibraciones que notaba en el clítoris le nublaron el resto de pensamientos, y sólo era vagamente consciente de la conversación de ascensor que Zeke mantenía con sus vecinos porque las maravillosas sensaciones que estaba experimentando captaban toda su atención. Apretó las nalgas para atrapar con más fuerza el vibrador. En apenas unos segundos ya tenía el sexo palpitante y húmedo.

Cuando el ascensor llegó a la planta baja, los señores Guzmán salieron tirando de sus caniches. Zeke, por su parte, tomó a Sandy por el codo para sacarla de allí.

—Ha sido un placer conocerte, Zeke —se despidió la anciana.

—Lo mismo digo, Lois. Espero volver a verlos.

Sandy balbució algún tipo de despedida mientras Zeke la guiaba por el portal hacia la salida.

Hacía un día estupendo: cálido y soleado. El tranvía traqueteó al pasar a su lado.

—¿Qué tal? —le susurró él al oído.

—Eres un cabrón. Ya te la devolveré —amenazó—. Apágalo antes de que me vuelva loca aquí en la acera.

El vibrador se detuvo de inmediato. Sandy no sabía si alegrarse o lamentar que aquel aparatito hubiera dejado de funcionar.

—¿Mejor así? —se interesó Zeke.

—Sí, pero no gracias a ti.

—Venga, cuéntame cómo ha sido.

—Una auténtica pasada.

—¡Esa es mi chica! —se alegró. Luego la besó en la frente—. Ahora, venga, vamos a comer. Te invito.

Cruzaron la calle y caminaron en dirección sur las dos manzanas que los separaban del Gemima’s. Sandy fue tranquilizándose con la charla banal de Zeke sobre las tiendas que iban viendo. Cuando llegaron a la esquina del restaurante, él cruzó la terraza y abrió la puerta para invitar a Sandy a entrar. Enseguida los recibió una camarera que les preguntó dónde preferían sentarse. Sandy escogió el patio interior y la mujer los condujo hasta allí a través de la sala.

El patio tenía un suelo compuesto por hileras desordenadas de ladrillos rojos. Las mesas y sillas, de hierro forjado, estaban rodeadas de árboles y plantas exuberantes que emergían de enormes macetas de barro. Como ya era bastante tarde, no quedaban comensales.

Con un gesto, la camarera los animó a elegir entre todas las posibilidades. Zeke señaló una esquina donde había una mesa medio tapada por una planta de la familia de los dragos. Luego se acercó a la mujer para indicarle algo en voz baja, le dio un billete y retiró una silla para ofrecérsela a Sandy. Él se sentó frente a ella. La camarera les repartió el menú y se marchó.

—¿Qué es lo que le has dicho? —quiso saber Sandy.

—Le he dicho que quería una camarera que fuera muy discreta, nada de estar interrumpiéndonos cada cinco minutos. He venido aquí para hablar contigo y no con el personal del restaurante.

Sandy sonrió y colocó la mano sobre la de Zeke, que estaba posada en la mesa.

—¿Qué haremos después de comer?

—Bueno, tenemos que pasar por mi apartamento para recoger algo de ropa. Tengo una reunión en la comisaría mañana a las nueve de la mañana. Si quieres que me quede esta noche, tendré que prepararme una maleta.

Zeke movió la mano y apretó la de Sandy, que en un intento de actuar como si nada para disimular su emoción, preguntó:

—Has dicho que tu apartamento estaba al este del lago White Rock, pero ¿dónde, exactamente?

—En Garland Road, cerca del Jardín Botánico. Vivo allí desde que dejé el ejército. No queda lejos de la comisaría.

—Me encanta el Jardín Botánico. Mi padre era un jardinero estupendo y solía formar parte del consejo de administración.

Zeke se encogió de hombros.

—La verdad es que no lo conozco muy bien. He estado allí un par de veces, en alguna boda, y una vez llevé a mis sobrinos el día de Pascua para buscar los huevos de chocolate, pero nada más.

A Sandy se le ocurrió algo, aunque antes de que pudiera dedicar un momento a pensarlo apareció la camarera con una bandeja en la que traía agua y una cesta de pan.

Pidieron la comida: unos huevos a la benedictina para él y una ensalada marinera para ella. Zeke pidió que les trajeran las bebidas con la comida. En cuanto la camarera se hubo marchado, se metió la mano en el bolsillo y encendió de nuevo el vibrador.

Sentada con el cilindro metálico encajado en la vagina, Sandy notaba cómo las vibraciones se extendían por todo su cuerpo. Los pezones se le endurecieron, el vientre empezó a tensársele y comenzó a sudar.

—¿Te gusta? —preguntó Zeke.

—Sí —respondió Sandy en un gemido antes de humedecerse los labios con la lengua.

Zeke le tomó la mano y empezó a lamerle la parte interior de la muñeca. Sandy reaccionó presionando los muslos, lo que le provocó la habitual oleada de calor que la recorrió de arriba abajo.

—¡No puedo! ¡Estamos en un restaurante!

—Claro que puedes, preciosa. Estamos solos, así que no hay nadie que esté mirándote. —Zeke movió la silla ligeramente hacia la izquierda—. Con la planta y conmigo no pueden verte desde la entrada.

Le mordisqueó los dedos de la mano derecha y sonrió con una expresión tremendamente sexy mientras, con la otra mano en el mando, subía la intensidad de las vibraciones.

—¡Dios mío! —gimió Sandy al notar el cambio.

—Déjate llevar, cielo. No te resistas.

Sandy retiró la mano que tenía encima de la de Zeke y se apoyó con ambas palmas en la mesa. Se inclinó hacia delante para apretarse más contra el vibrador y dejarse invadir totalmente por las sensaciones. Se mordió el labio inferior y empezó a jadear.

—Eso es, vamos —la animó él al tiempo que aumentaba de nuevo la intensidad.

A ella le resbalaban las lágrimas por las mejillas mientras trataba de mantener la compostura.

—Zeke, por favor —le rogó en un susurro.

Había empezado a dolerle el estómago del esfuerzo por contenerse. De pronto, no pudo aguantar más: se inclinó hacia delante y luego se combó hacia atrás recostándose en la silla, totalmente desencajada por el orgasmo. Durante unos segundos no dejó de temblar. Oleada a oleada, el éxtasis la agitó de la cabeza a los pies. Tuvo que controlarse para no caerse de la silla y acabar desparramada en el suelo de ladrillos como si fuera un charco de agua. El patio, Zeke, todo lo que la rodeaba fue difuminándose al electrizársele todas las terminaciones nerviosas.

Poco a poco fue recuperando el control. Tenía la frente empapada y las gotas de sudor le resbalaban entre los pechos. El vibrador seguía activado y aún le frotaba el clítoris, ya muy sensible. El intenso placer de hacía unos segundos se convertía ahora en un dolor insoportable.

Sandy chasqueó los dedos y ordenó:

—Apaga eso.

Zeke obedeció al instante.

—¿Estás bien, cariño? —quiso saber, algo nervioso.

Ella cogió una servilleta de lino y se secó con ella la cara y el cuello, aunque no respondió.

—Sandy, esta mañana me has dicho que te gustaría saber qué se sentía cuando un hombre tomaba el control de tu cuerpo.

Y tenía razón. Lo había dicho. Y él había hecho exactamente lo que ella había pedido: le había preparado una experiencia de dominación y la había hecho perder el control de su propio cuerpo. Los orgasmos habían sido increíbles. A Sandy se le dibujó una media sonrisa.

Con aquella reacción, Zeke se quedó visiblemente más relajado.

—Vaya, menos mal. Me habías asustado.

La sonrisa de Sandy se tornó burlona.

—Que no se te olvide que he confiado en ti todo el rato. Así que cuando yo te lo pida, tendrás que hacer lo mismo.

Él levantó las manos en actitud de defensa.

—Por supuesto. Cuando quieras.

Justo en ese momento apareció la camarera con las bebidas y los platos. Sandy y Zeke se pasaron el resto de la comida charlando sobre todo y sobre nada en particular.

Hacia las tres y cuarto, ella esperaba ya, de pie, en el cuarto de estar de Zeke y aprovechaba para explorar el pequeño apartamento mientras él, en el dormitorio, se preparaba una pequeña maleta. El lugar era típicamente masculino y los muebles eran sin lugar a dudas de segunda mano, salvo los aparatos electrónicos: la enorme televisión de pantalla plana, el lector de DVD, el vídeo y un aparato de música estéreo último modelo. También había una fotografía encima de la mesa situada al lado de Sandy que llamó su atención. La cogió y comprobó que se trataba de una toma profesional de cinco personas: Zeke vestido con el uniforme militar y unas personas que serían seguramente sus padres y sus dos hermanas.

—¿De cuándo es esta foto de tu familia?

Él se asomó a la puerta con la bolsa ya preparada.

—De justo antes de que se casara mi hermana, hace unos ocho años o así. Yo estaba en casa de permiso y mi madre insistió en que un fotógrafo nos hiciera una foto.

—Sois todos muy guapos.

—Gracias —respondió él antes de tirar la bolsa encima del sofá y colocarse detrás de Sandy. La rodeó con los brazos por la cintura y le mordisqueó el cuello por un lado—. ¿Qué quieres que hagamos ahora?

Ella notó enseguida que el pene se iba endureciendo contra sus nalgas. Era el momento de llevar a cabo su plan. Se dio la vuelta y lo abrazó por el cuello.

—¿Sabes lo que de verdad me apetece? Ir a dar un paseo por el Jardín Botánico. Cierran a las cinco, así que tendrá que ser cortito.

Sandy se percató de la cara de desilusión de Zeke, que preguntó, sin poder creérselo:

—¿Quieres que vayamos a ver flores?

Ella bajó la mirada con timidez, de modo que él no pudiera verle los ojos.

—La verdad es que estoy un poco dolorida después de todo lo que hemos hecho estos dos días. Creo que mi cuerpo necesita un descanso.

—Vaya —Zeke procuró esbozar una sonrisa sexy—, pues acabo de coger más preservativos.

Ella levantó los párpados para mirarlo y se mantuvo en silencio.

—En fin, claro, lo entiendo. Seguro que disfrutamos mucho del paseo —continuó él tratando claramente de disimular su decepción.

Sandy se emocionó con el triunfo.

—Soy socia, así que no tenemos que pagar entrada —añadió encantada.

Siguió charlando mientras salían del apartamento, depositaban la bolsa de Zeke en el maletero del coche y conducían unas diez manzanas hasta la entrada del Jardín Botánico. Una vez allí, Sandy mostró su carnet y les recordaron que el recinto cerraría en una hora y media.

El jardín, llamado Arboretum Dallas, ocupaba unas veinticinco hectáreas y estaba situado en la ribera sudeste del lago White Rock. Las enormes y exuberantes zonas de césped, los majestuosos árboles y la fragancia dispersada por los parterres de flores convertían el lugar en un espacio impresionante desde el que observar las cuatrocientas hectáreas de agua que se extendían desde la orilla.

—Vamos al jardín «Jonsson Color» —sugirió Sandy.

Le encantó que Zeke no pareciera estar molesto por aquel sorprendente cambio de planes que consistía en ir a pasear por un jardín; no como Josh, su ex, que tenía la desagradable costumbre de poner mala cara siempre que le pedía que hiciera algo que a él no le apetecía demasiado.

Tal y como había supuesto, no había prácticamente nadie en aquella zona. Aunque se cruzaron con un par de parejas de ancianos con zapatillas de deporte que disfrutaban de su caminata diaria, cuanto más se adentraban en el jardín, menos gente encontraban. En el lago, que quedaba a unos noventa metros a su izquierda, se veía navegar, apenas rozando el agua en calma, a una media docena de barquitos. El sol de la tarde reverberaba y creaba así un espejo sobre la acuosa superficie.

—¿Sabías que en el Jonsson Color hay más de doscientas especies de azaleas? —preguntó.

—Pues no, la verdad es que no tenía ni idea.

—¿Qué lista soy, eh? —Sandy le golpeó el hombro con el suyo.

El camino que recorrían empezó a serpentear. Ella había escogido el jardín de las azaleas porque tenía forma de meandro y acababa girando hacia fuera. Aunque en él se entrecruzaban unos diez caminos en distintos puntos, Sandy sabía que si se colocaban en el extremo sur quedarían en una elevación que les permitiría ver si alguien se acercaba por cualquiera de las rutas.

—¡Anda, mira! ¡Los crisantemos y las azaleas están en flor!

Enseguida se vieron rodeados de los colores dorados y violáceos del otoño que contrastaban con los tonos rojizos de los caladios y las astromelias.

—Es precioso —coincidió Zeke.

Se encontraban ya en la pequeña colina que Sandy recordaba. Había un banco de madera y hierro forjado desde el que se divisaban el lago y el resto del jardín. Se dio un paseo con la intención de inspeccionar la zona. Aunque se veían algunas personas a lo lejos, no había nadie cerca.

—Este es el sitio perfecto —afirmó.

—¿Perfecto para qué? —quiso saber él, que estaba acariciando el pétalo de una flor violeta.

—Para hacer realidad tu fantasía.

Zeke volvió con rapidez la cabeza para mirarla.

—¿Cómo dices?

Sandy le señaló el banco y le ordenó:

—Bájate la cremallera de los vaqueros y siéntate.

Zeke la miró, sin poder dar crédito.

—¿Estás loca? Aquí puede vernos todo el mundo.

Sandy se rió.

—No antes de que los hayamos visto nosotros. Los arbustos que hay al otro lado del camino nos tapan la parte de abajo del cuerpo y desde donde tú estás puedes ver a cualquier persona que se acerque.

Zeke se mojó los labios. Sandy dedujo enseguida que la idea lo excitaba: ya se le notaba el bulto en los pantalones.

—¿Tendrán prismáticos en aquellos barcos? —se preguntó mirando hacia el lago.

—Seguramente —asintió ella—, pero ¿qué más da? Están demasiado lejos como para poder hacer algo más que disfrutar mirándonos.

Aquellas palabras y la actitud de Sandy lo convencieron. Se dispuso a desabrocharse el cinturón y bajarse la cremallera de los pantalones.

—Habrá que hacerlo rápido.

—¿Por qué no te los bajas hasta las rodillas? —Indicó al tiempo que le señalaba los pantalones—. Así no estorbarán ni los mancharemos.

Absolutamente dispuesto, él se bajó los vaqueros por las caderas, se sentó en el banco y se sacó la polla de los calzoncillos. Luego extrajo un preservativo del bolsillo.

Sandy se había quitado la mariposa azul en el apartamento de Zeke y se la había guardado en el bolso. Libre de nuevo, el sexo volvía a hinchársele por el deseo. Se subió a horcajadas sobre Zeke y colocó las rodillas a la altura de sus caderas. Bajó la mano hasta los muslos y le ayudó a dirigir el pene hacia la hendidura hasta que la penetró deslizándose en la humedad y encajando en su cavidad como si se tratara de una llave en un candado. Ambos gimieron de placer. Para poder disfrutar de todas las sensaciones, Sandy se inclinó sobre el regazo de Zeke, que la agarró de la cintura.

—Vamos, cielo, móntame. Soy tu semental, móntame fuerte y ligera.

Ella se hizo enseguida con el ritmo, cabalgando a velocidad creciente mientras se mantenía agarrada a sus hombros para no perder el equilibrio.

—¿Estás vigilando el camino? —quiso asegurarse.

—Sí —la tranquilizó, con la barbilla clavada en su hombro.

Sin sujetador, los pechos se movían arriba y abajo desacompasados. Se bajó la camisa para sacarse el seno izquierdo.

—Muérdemelo —le pidió a Zeke.

En el siguiente movimiento de Sandy hacia arriba, él le cazó el pezón al vuelo. No había sido precisamente delicado al hacerlo, pero a ella no le importó, lo que quería era follar salvaje y descontroladamente. Cuando se le escapó el pecho de la boca, Zeke volvió a mirar el camino.

Estaban tan excitados que él sólo tardó un par de minutos en preguntar:

—¿Estás lista?

—Sí —respondió Sandy sin aliento.

Él rugió y murmuró y empezó a mover las caderas con fuerza para penetrarla profundamente hasta estallar en un grito de placer mientras se corría.

Sandy tuvo un segundo para pensar: «Van a oírnos». Sin embargo, el orgasmo la invadió y se olvidó de todo lo demás, hasta de su nombre. La fuerza de las convulsiones hizo que el banco chirriara. Una vez que hubieron acabado, ambos se desplomaron uno sobre el cuerpo del otro como si fueran un par de muñecos de trapo.

Sandy se descubrió preguntándose, por primera vez, si sería posible que a alguien le estallara el corazón al follar. A ella le latía como una locomotora y la pregunta le resultó más que apropiada.

De repente Zeke le susurró apremiante:

—Viene alguien.

Ella se incorporó tan rápido que se tambaleó y estuvo a punto de caerse sobre las azaleas. Barrió los alrededores con la mirada hasta localizar a una pareja de ancianos que atravesaban pausadamente el jardín. Cuando se dio la vuelta para mirar a Zeke, vio que él ya estaba subiéndose los pantalones.

—Vamos, date prisa y ponte de pie, yo te tapo —dijo acercándose a él.

Zeke se subió la cremallera mientras ella lo cubría. Cuando la pareja de ancianos alcanzó la cima de la colina, ambos estaban ya disfrutando inocentemente de las vistas. La única prueba del polvo que acababan de echar era el penetrante olor a sexo que aún se respiraba en el lugar. Ni siquiera la fragancia de las flores podía solapar aquel inconfundible aroma. Sandy rezó para que la pareja no lo notara o, al menos, no lo reconociera.

Los paseantes iban ataviados con sus ropas de domingo: él llevaba un traje negro y un abrigo a juego, y ella lucía un jersey rosa y una falda de punto de alpaca.

—Buenas tardes —saludó el hombre.

—Buenas tardes —respondieron los dos al unísono.

La pareja pasó renqueante. Sandy ya había empezado a relajarse, cuando la señora se volvió para guiñarles un ojo. Perpleja y preocupada, Sandy se quedó un rato mirando a los ancianos. Al darse, por fin, la vuelta para mirar a Zeke, se lo encontró sonriendo de oreja a oreja. Aquella estampa hizo que le entrara la risa y antes de que pudieran ponerle remedio estaban los dos riéndose a carcajadas.

Cuando se calmaron, Zeke se inclinó para besarle los labios con ternura.

—Gracias —le dijo.

—Gracias a ti —respondió ella.

—No, va en serio —insistió él—. Es uno de los mejores regalos que me han hecho en la vida. Tenía que decírtelo —volvió a besarla—. Nunca lo olvidaré.

Sandy se sintió colmada por la felicidad.

—Vámonos a casa —propuso él tomándola del brazo.

Y juntos, agarrados, caminaron hacia la salida del Jardín Botánico.