17

EL miércoles por la mañana, Sandy se despertó a las cinco y media, unos minutos antes de que sonara la alarma. Permaneció acostada para disfrutar de la calidez del cuerpo de Zeke, que estaba a su lado. Se dio la vuelta con cuidado para no molestarlo y se quedó mirándolo; aún dormía y tenía la boca abierta unos centímetros. Zeke se había acostado muy cansado la noche anterior; no le extrañaba que continuara dormido. Al volver del restaurante, habían tardado apenas unos segundos en irse a la cama y quedarse dormidos.

Con el pelo revuelto y aquella barba incipiente ofrecía un aspecto casi peligroso, aunque, ahora que lo conocía, ya no le resultaba temible.

Zeke no necesitaba levantarse temprano como ella, que salió de la cama despacio, cerró la puerta del dormitorio y se dirigió al baño del vestíbulo. Mientras se duchaba, recordó lo sucedido el día anterior. Tanto Leah como Ben se habían portado de maravilla. Leah era amiga suya de toda la vida; sin embargo, la sensatez de Ben había sido una sorpresa para ella. Ya le había preguntado a Zeke si había algún modo de agradecerle aquella amabilidad y la respuesta había sido una risotada y un «¿es que no sabes que a los polis nos encantan los donuts? A Ben le gustan los que tienen virutas de colores por encima».

Al recordar ese comentario, Sandy visualizó la panadería alemana que había a un par de manzanas al norte de su casa. Abría a las seis de la mañana. Podía bajar, comprar una docena de donuts y regresar antes de que Zeke se levantara. Así él podría llevárselos recién hechos al trabajo. Se lo pensó un instante. A Zeke no le gustaría que saliera sola, pero Cabrini iba a estar en Luisiana hasta el jueves por la noche y dudaba que el ex marine y su compañero estuvieran esperándola en la puerta de su casa a las cinco y media de la mañana. Así que, encantada con su plan, acabó de ducharse y se coló de nuevo en el dormitorio para vestirse.

Veinte minutos después, ya caminaba por las calles desiertas de vuelta de la panadería Naugle’s, con una bolsa de papel llena de donuts calientes, la mitad de los cuales estaban cubiertos de virutas. Era una mañana fresca, aunque aún no hacía demasiado frío: una señal de que faltaban apenas unas semanas para que comenzara el otoño. Con el aroma de la mantequilla se le hizo la boca agua. Sandy deseó haberse comprado un donut para ella.

Una limusina negra y con los cristales tintados se acercaba por la calle McKinney en dirección norte. «Mira estos marchosos. Vuelven a casa después de una noche de juerga, justo a tiempo para ir a trabajar». El vehículo fue reduciendo la velocidad a medida que se aproximaba a ella, hasta que alguien bajó la ventana del asiento de atrás. Sandy observó el coche con curiosidad convencida de que iban a preguntarle por alguna calle. Sin embargo, de pronto se topó con el rostro de Cabrini y se quedó mirándolo, paralizada.

Él sonreía.

—¡Qué agradable sorpresa, Alexandra! Justamente estaba pensando en ti. ¡Qué casualidad que nos encontremos!

«¡Corre!». Sandy tardó en reaccionar y en enviar un mensaje a sus piernas, que seguían sin responder. «¡Lárgate de ahí!». Escuchó que se abría una puerta y, con el rabillo del ojo, vio al ex marine y al señor de los vómitos corriendo hacia ella. Sandy se tropezó y aquellos tipos se le echaron encima. Abrió la boca para chillar, pero el del mareo estaba preparado ya y le cruzó la cara con la mano cubierta por un guante de piel.

—Intenta morderme ahora, zorra —gruñó.

Los dos hombres la sujetaron por los brazos y la obligaron a entrar en el coche. El ex marine entró primero en el asiento de atrás para ayudar al otro a introducirla en el vehículo. Ahora se encontraba atrapada entre los dos. Cerraron las puertas de golpe y la limusina aceleró para marcharse de allí.

Sandy trató de liberarse. Cabrini estaba sentado en el asiento de enfrente con la muñequita a su lado. Hizo un gesto al mareado para que soltara a Sandy y el tipo obedeció al instante.

—Pare el coche ahora mismo —exigió ella chillando.

Cabrini hizo un gesto con la mano y el ex marine cogió la bolsa blanca de papel con los donuts que Sandy agarraba aún y se la dio a su jefe, que la abrió para ver qué contenía y acabó eligiendo un donut, uno de los de virutas.

—Así que habías salido a comprar el desayuno, ¿eh? —preguntó mientras rompía un pedazo y se lo ofrecía a Sandy—. ¿Quieres? Aún está calentito.

—Esto es un secuestro. Dé la vuelta y lléveme a casa ahora mismo. Le prometo que no presentaré más denuncias.

Cabrini hizo caso omiso de su propuesta y le dio un mordisco al donut glaseado.

—No está mal —opinó después de masticarlo—; aunque, claro, si te zampas unos cuantos donuts de más con esas enormes caderas que tienes, acabas pantagruélica enseguida.

«Está intentando intimidarme. Tengo que mantenerme tranquila. En realidad no quiere hacerme daño. No puedes secuestrar a alguien en una calle de Dallas así sin más. Tranquila. Tranquila. Tranquila», se dijo Sandy.

Tomó aire y comenzó.

—Señor Cabrini, está usted cometiendo un terrible error —Sandy temblaba tanto que le castañeteaban los dientes de modo que la frase no sonó tan firme como a ella le habría gustado.

—Así que ahora sí estás dispuesta a hablar conmigo, ¿eh? —Cabrini arqueó una ceja—. Bueno, bueno, entonces vamos a necesitar un lugar tranquilo en el que conversar. Augie —el conductor volvió la cabeza—, vamos a la cabaña de pesca.

—Sí, señor —respondió el chófer, que era uno de los grandullones que habían acompañado a Cabrini al supermercado.

—No haga usted esto —Sandy se percató de que estaba rogando y cerró la boca de golpe. «Eso es precisamente lo que quiere».

—Veamos qué es lo que llevas en ese bolso —Cabrini señaló con la barbilla el bolso que Sandy llevaba colgado del brazo.

El del mareo se lo quitó y se lo dio a su jefe.

El mafioso tarareaba una melodía mientras hurgaba entre las cosas de Sandy, que reconoció en las notas la melodía de la serie Gilligan’s Island.

«Debo de estar soñando —se dijo—. Dentro de un minuto me despertaré y todo esto no habrá sido más que una pesadilla».

La limusina adquirió velocidad con un brusco acelerón. Sandy miró por la ventana. Estaban entrando en la 75, una autovía nacional que recorría el eje norte-sur. Era todavía demasiado pronto para la hora punta. El enorme vehículo salió disparado hacia el sur.

«No hay nadie a quien pedir ayuda. ¡Piensa, Sandy, piensa!».

Cabrini empezó a reírse. Extrajo algo del bolso y lo sostuvo en alto. Había dado con el vibrador azul en forma de mariposa.

A pesar del peligro en el que se encontraba, Sandy, muerta de la vergüenza, quiso encogerse debajo del asiento. Ruborizada, enseguida se le sonrojaron el cuello y las mejillas.

—Vaya, vaya, mira qué interesante —Cabrini se acercó la mariposa a la nariz—. Mmm, huele a líquido de coño, qué rico —sonrió a Sandy con gesto antipático—. Puede que dentro de un rato disfrute de este aroma directamente.

A Sandy se le encogió el estómago y pudo notar el sabor del ácido que le ascendió hasta la boca. «¡Dios mío! Ahora sí que estoy en un lío. ¿Qué hago?».

Zeke se despertó y se encontró solo en la cama. Estiró los brazos por encima de la cabeza y miró el despertador. Las seis de la mañana. «Tengo un montón de tiempo», pensó.

Luego se acordó de que Sandy tenía que estar en el trabajo a las ocho. «Levanta el culo de la cama y ve a desayunar con ella, melón», se dijo.

Se sentó y miró a su alrededor. Nada parecía indicar que Sandy estuviera por allí. No podía oírla. «A lo mejor está en la cocina preparando el café». Sonriente, se levantó de la cama y fue al cuarto de baño de la habitación. Después se enfundó los vaqueros y se acercó sin prisas al salón mientras echaba un vistazo en el baño de la entrada. Tampoco estaba allí, sin embargo, había una toalla húmeda colgada de la barra de la ducha. Aún podía respirarse el olor al gel de baño de Sandy. Tampoco la encontró en el comedor, ni en la cocina. Zeke la buscó a su alrededor, sorprendido. «Son las seis de la mañana. ¿Dónde se ha metido?».

Acababa de empezar a buscar pistas que pudieran indicarle adónde había ido cuando se topó con una nota escrita en papel amarillo que Sandy había dejado sobre la pequeña mesa del comedor. «He bajado un segundo a la panadería alemana a por unos donuts con virutas. Vuelvo dentro de diez minutos», leyó.

Zeke frunció el ceño. «¡Mierda! ¿Por qué no me ha hecho caso por una vez?».

No había tiempo para regodearse en aquella idea. Sandy. Tenía que encontrarla. Sacó el móvil de la chaqueta, lo abrió y marcó su número. Después de cuatro tonos, saltó el contestador. «Mierda. Mierda. Mierda». Apagó el teléfono sin dejar mensaje alguno y se dirigió corriendo al dormitorio. Recorrería el mismo camino que ella hasta la panadería y la encontraría por el camino.

Se puso la camisa a toda velocidad. Ya se la abrocharía en el ascensor. La pistola estaba, junto a la funda, en la mesilla de noche, donde él la había dejado para tenerla a mano.

Se metió los calcetines en los bolsillos y, al lado de la cama, se calzó los zapatos en los pies desnudos. Miró la hora de nuevo. Las seis y cuarto. Ella había dicho que volvería en diez minutos y él ya llevaba quince despierto. Sandy. Sandy. ¡Sandy!

Cuando empezó a sonar el móvil, Cabrini volvió a coger el bolso de Sandy del suelo. Lo abrió y rebuscó dentro hasta que dio con el aparato plateado. Miró con interés la pantalla y leyó en alto.

—Zeke Prada.

A Sandy le dio un vuelco el corazón y se llenó de esperanza. Zeke estaba buscándola. La encontraría. No pararía hasta dar con ella.

—¿Quién es Zeke Prada? —preguntó Cabrini.

Se cruzaron las miradas. Ella se mantuvo en silencio.

—¿Es el tipo con el que estabas el sábado por la noche? ¿Es tu amante, Alexandra?

Ella continuó sin hablar.

—Lo de llamar antes de las siete de la mañana me dice que debe de tratarse de tu amante. ¿Consigue que te corras, Sandy? ¿Chillas cuando te corres? Vas a gritar para mí —Cabrini se llevó la mano al bolsillo y sacó un pañuelo con el que limpió el móvil.

Sandy se esforzó por permanecer tranquila, a pesar del terror que la atenazaba. «Quiere asustarme. Esto no es más que un juego para él, una partida que quiere ganar. Cuanto más pueda aguantar, más tiempo le daré a Zeke para que me encuentre. La policía puede seguir la señal de mi móvil para dar con nosotros».

Cabrini se inclinó hacia la derecha, apretó el botón de abrir la ventana y esperó a que estuviera completamente bajada. Entonces lanzó el móvil y el pañuelo al arcén.

Sandy se echó hacia delante para observar el arco luminoso que trazaba el aparato al caer, hasta perderlo de vista. Cerró los ojos del todo, la desesperación amenazaba con poder con ella. «Abre los ojos. No permitas que vea lo asustada que estás», se dijo.

Sandy abrió los ojos y observó a la muñequita, que permanecía hierática e inexpresiva junto a Cabrini. Parecía exactamente lo que representaba su nombre, una muñeca preciosa y vacía. Sandy la miró con la esperanza de que la chica le correspondiera. Aquello era inútil. La muñequita miraba al infinito, aparentemente ajena a la tensión que se respiraba en el interior del vehículo.

—Ella no va a ayudarte —dijo Cabrini—. Está muy bien enseñada, ¿verdad, Lena?

—Sí, amo —respondió la chica.

Sandy apretó los brazos contra sí misma para tratar de frenar el temblor que la recorría de arriba abajo. «Bien enseñada. Como un perro. Así es como quiere que me comporte yo».

—Eso es, Alexandra —rugió Cabrini—, frótate esos enormes pechos para mí. Ya estás aprendiendo.

Sandy lo miró sorprendida y luego bajó la mirada a su pecho. Cada vez que apretaba los brazos contra el cuerpo, realzaba sus senos sin querer. Cambió de posición de inmediato y se cubrió.

—Voy a divertirme mucho enseñándote —rió Cabrini—. Haré que aprendas a mostrarte para mí cada vez que yo te lo ordene… O para quien yo te diga —continuó con una mirada lasciva.

Sandy se sintió mareada, casi sobrecogida por la crudeza de las palabras de Cabrini. Sin embargo, un pensamiento seguía resonando en su cabeza. «Zeke, por favor, encuéntrame. Por favor, por favor, encuéntrame».