18

ZEKE permaneció en la esquina situada junto a la panadería y volvió a llamar a Sandy por teléfono, aunque sin éxito. El conserje la había visto salir del portal hacia las cinco y cincuenta, pero aún no había regresado.

Por su parte, la dependienta de la panadería reconoció a Sandy por la descripción de Zeke. Le explicó que había estado allí comprando una docena de donuts y que se habría marchado hacía aproximadamente un cuarto de hora.

«¿Estaría en el ático de Cabrini? Si la hubiera secuestrado, ¿sería tan estúpido como para llevársela a su propia casa? No, no era ningún estúpido, aunque sí lo suficientemente arrogante para hacer algo así». Acortó la distancia cruzando por la avenida McKinney en dirección al edificio de Cabrini.

El conserje leía el periódico de la mañana, sentado en un taburete alto tras la mesa de la recepción. Zeke le mostró la placa policial.

—¿Está Cabrini en casa?

El hombre —en cuya insignia se leía Guy— echó una ojeada a la identificación, dobló el periódico y cogió su carpeta. Zeke giró sobre sus talones mientras el viejo se concentraba en leer las hojas de entrada y salida.

—Aquí dice que el señor Cabrini se marchó anoche a las nueve y cuarenta y que no volverá hasta mañana.

—Ya sé que salió anoche, pero ¿lo ha visto usted desde entonces?

—No —respondió el conserje con la cabeza—, pero podría haber entrado por el garaje y haber subido directamente. Los residentes tienen una llave del ascensor que les permite saltarse la recepción. Las visitas, en cambio, han de pasar antes por aquí.

—Vamos —indicó Zeke mientras apuntaba a los ascensores—, hay que registrar su apartamento.

—Yo no sé nada de eso —Guy se humedeció los labios con nerviosismo—, ¿no necesita usted una orden?

—No si creo que alguien puede estar en peligro. Venga —Zeke pensó que por su aspecto y su forma de hablar debía de parecer un loco, pero no le importaba.

Mientras subían al piso, se acordó del equipo de vigilancia por primera vez. Lo habrían visto entrar en el edificio de Cabrini. «Mierda, ¿qué es lo que me pasa? Mierda. Bueno, si Sandy no está en casa de ese mafioso, yo mismo llamaré al teniente. Si quiere despedirme, que lo haga. Pero tengo que encontrar a Sandy».

En cuanto se detuvo el ascensor, Zeke apremió al conserje para que fuera hasta la puerta de Cabrini.

—Adelante. Ábrala.

Guy se sacó el llavero del bolsillo, escogió una llave y se quedó parado, claramente indeciso.

—A lo mejor debería llamar a mi jefe.

Zeke le arrebató la llave de las manos y la introdujo en la cerradura.

—¡Oiga! —protestó el conserje—. Usted no puede…

Zeke se sacó la pistola de la funda y Guy salió corriendo hacia el ascensor. Después de respirar profundamente y con la automática preparada, abrió la puerta de par en par. La casa estaba vacía. Registró con rapidez el apartamento. Allí no había nadie.

—¡Mierda! —maldijo mientras echaba un vistazo al dormitorio principal.

Había llegado el momento de informar al teniente y a la capitana Torres de la desaparición de Sandy. Se sacó el móvil de la chaqueta y empezó a hacer las llamadas oportunas.

La limusina negra circulaba ahora por la 145. Sandy logró mirar el reloj. Llevaban más de una hora de viaje. Cabrini había mencionado una cabaña de pescar, pero ¿dónde estaría? La carretera 145 conectaba Dallas con Houston, que, junto con la vecina Galveston, se situaba justo en la parte superior del golfo de México. ¿Se referiría Cabrini a alguna cabaña de por allí?

Miró a su captor, que llevaba kilómetros sin hablar, aunque sin dejar de mirarla un momento.

—¿Adónde vamos? ¿Me lleva a Houston?

—¿Se lo digo, Lena —Cabrini sonreía—, o dejamos que sea una sorpresa?

La muñequita, que sabía perfectamente que se lo había preguntado como si se tratara de una niña o una mascota, no respondió.

—Alexandra, necesitamos un lugar tranquilo en el que desarrollar nuestra relación, un sitio en el que no nos moleste nadie.

Aquellas palabras le revolvieron el estómago. Menos mal que no había desayunado. De repente la limusina salió de la autopista. Sandy miró por la ventana para ver hacia dónde se dirigían. En los carteles se leía «carretera 84, este». Entonces supo que iban al bosque Piney. Se volvió para mirar de nuevo a Cabrini, que se carcajeaba ahora al ver la expresión de su rostro.

—Eso es. Tú y yo rodeados de varios cientos de miles de hectáreas de pinar.

«Dios Santo. Puede hacer conmigo lo que quiera y nadie se enterará jamás. Tengo que huir como sea».

—¿Podemos hacer una parada? —pidió—. Necesito ir al baño.

La sonrisa de Cabrini se convirtió en una mueca maliciosa.

—No, tienes que aprender a ser disciplinada. Aguantarte cuando quieres mear es una forma de practicar. Llegaremos en cuarenta minutos. Siéntate y relájate.

Zeke esperó en la calle situada enfrente de la casa de Sandy a que Ben lo recogiera. Ya había comprobado que el Buick estaba en el garaje, donde lo habían aparcado la noche anterior. Fuera lo que fuera lo que había ocurrido, ella no estaba al volante en ese momento.

Se dio la vuelta al escuchar un ruido a su espalda. Los señores Guzmán salieron a la calle. Sus rostros se endurecieron al verlo. A Zeke no le importó y se acercó a ellos de todas formas.

—Disculpe, señor Guzmán. ¿Ha visto usted a Sandy esta mañana?

Jacob se colocó entre su mujer y Zeke.

—No, no la hemos visto. A lo mejor se ha vuelto lista y ha decidido romper con usted.

Zeke estaba demasiado preocupado como para perder tiempo tratando de decidir cómo meterle un palo por el culo al caballero en cuestión.

—Es posible que Sandy esté en peligro. Tengo que encontrarla.

La señora Guzmán apartó a su marido.

—Debería usted estar avergonzado. Darle a una chica tan encantadora como Sandy una cosa así.

—¿A qué se refiere? ¿Qué me está contando? Sandy ha desaparecido y tengo que encontrarla.

Jacob retomó la palabra e intervino en la conversación.

—Que seamos mayores no significa que seamos idiotas. Reconozco un látigo en cuanto lo veo.

—¿Un látigo? —Zeke se aproximó a ellos—. ¿Dónde han visto ustedes un látigo?

—No finja que no lo sabe —protestó la mujer—. Sandy me dio a mí las flores que usted le envió. Cuando las saqué del jarrón para cambiarles el agua y cortar los tallos, encontré ese… ese horrible juguete sexual que le dio usted.

Zeke lo entendió todo al instante.

—Cabrini. Él le mandó a Sandy unas flores con un látigo escondido entre los tallos.

—¿Cabrini? —repitió el señor Guzmán—. ¿Quién es Cabrini?

—El tipo que ha estado persiguiendo a Sandy. ¿La han visto ustedes esta mañana? ¿Entre las seis y las seis y cuarto?

—No —contestó el hombre—. Estaba paseando a Sasha y a Gigi a esa hora, y no la he visto. ¿A qué tipo se refiere?

Zeke miró hacia la avenida McKinney y comprobó de nuevo la hora. Ni rastro de Ben todavía.

—Al que vive en el ático del edificio de enfrente.

—¿El tarado? —interrumpió Lois—. Jacob, sabes bien de quién habla.

—Ese tipo es peligroso —dijo el hombre—. Mi vecino trabaja en el edificio de enfrente y nos ha contado cosas.

Zeke obvió aquel comentario.

—Hábleme de esta mañana cuando paseaba a sus perros, ¿ha visto usted algo? Lo que sea.

El anciano cerró los ojos mientras trataba de recordar.

—Veamos. Íbamos tarde porque Gigi no me dejaba ponerle la correa. Habitualmente a las seis y cinco ya estamos en la calle, pero esta mañana eran casi y cuarto.

Zeke vio acercarse el vehículo oficial de Ben.

—Por favor, señor Guzmán, ¿vio usted algo?

—Sólo una limusina negra aparcada que arrancaba para irse. Aceleró demasiado rápido y dejó marcado el asfalto. Eso va fatal para los neumáticos.

«Cabrini tiene una limusina negra», pensó Zeke.

—¿Pudo usted ver quién había en el interior del coche? ¿Vio la matrícula?

—No —negó el vecino con la cabeza—, lo siento. Tenía las ventadas tintadas y yo no tenía ninguna razón para fijarme en la matrícula.

El Plymouth de Ben se acercó hasta el lugar en el que estaban y aparcó.

—Muchas gracias, señores Guzmán. Han sido de gran ayuda.

—La encontrará, ¿verdad? —preguntó Lois.

—La encontraré. Se lo prometo.

Zeke abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento de delante. Ben aceleró antes de que él hubiera cerrado la puerta.

—¿Has descubierto algo? —preguntó Zeke al tiempo que se abrochaba el cinturón de seguridad.

—Anoche hubo un gran concierto de rock en el American Airlines Center. —Ben giró hacia el carril rápido del centro y continuó—: Como en teoría Cabrini estaba fuera, se llevaron a los chicos de vigilancia a ayudar a controlar a la gente del concierto. Según, consta, el puesto estará sin vigilancia hasta las nueve de esta mañana.

—¡Maldita sea! El cabrón se ha llevado a Sandy en plena calle. Su vecino ha visto una limusina negra salir acelerando de aquí aproximadamente a la misma hora.

—Vamos a encontrarla. Sabes que vamos a encontrarla. —Ben lo miró hasta que Zeke se volvió hacia él.

—Ya sé que vamos a encontrarla, lo que me preocupa es cómo vamos a encontrarla.

Cogió el teléfono para llamar a la capitana Torres. Pensó que si sabían que Cabrini iba en la limusina, podrían lanzar una señal de aviso por radio y emplear las cámaras de tráfico para dar con él.

Durante el mes que la unidad de operaciones había estado observándolo, Cabrini había llevado una vida muy comedida. Había estado en unos diez lugares distintos, siempre los mismos: su apartamento, su despacho, un par de bares en Deep Ellum, una casa en el barrio de Oak Cliff en la que se celebraban unas juergas tremendas y los casinos de Shreveport. Puede que se hubiera llevado a Sandy a la casa que tenía en el sur de Dallas. Podían llegar allí en veinte minutos.

Ben interrumpió sus pensamientos.

—Salimos a la carretera setenta y cinco, ¿qué dirección tomo?

—Ve hacia el sur —respondió Zeke—. Vamos a comprobar si está en la casa de la zona de Harlandale.

—Vale. Puede que para cuando lleguemos Torres tenga ya alguna señal del móvil de Sandy.

Sandy estaba cada vez más desesperada. Habían abandonado la autopista y ahora circulaban por una carretera regional. A nadie se le ocurriría buscarla por allí. Necesitaba un plan, pero ¿cuál? Sin contar con la debilucha de Lena, se enfrentaba a cuatro hombres. «Tengo que centrarme en entretenerlo el mayor tiempo posible. Zeke me encontrará. Sé que lo hará», se dijo.

—Estás muy callada, Alexandra —comentó Cabrini con voz susurrante—. ¿Te aburrimos? A lo mejor deberíamos tratar de entretenerte. —Se volvió hacia la chica que tenía al lado—: Lena, Alexandra está aburrida. Hazle una mamada a Gordon.

Sandy se quedó boquiabierta y el matón que tenía a su izquierda se revolvió.

Sin mediar palabra, la chica se levantó, se acercó al ex marine y se agachó frente a él. El tipo separó las piernas y ella se arrodilló a sus pies e hizo el ademán de bajarle la cremallera, pero él le apartó las manos.

Mientras Sandy observaba horrorizada, él se desabrochó el pantalón y se sacó la polla, que sólo estaba semierecta.

Aunque miró a otro sitio de inmediato, la visión de Cabrini y del tipo del mareo sonriendo lascivamente ante la escena que se desarrollaba delante de ellos resultaba tan desagradable como la de Lena y Gordon. Sandy cerró los ojos y empezó a rezar.

—¡Alexandra! —la voz de Cabrini sonó como un latigazo—. Abre los ojos y mira, si no quieres que te folle aquí mismo. —Ella abrió los ojos y Cabrini continuó hablando, en un tono más suave—. Después de todo, Lena está actuando para ti. Fíjate en su técnica. Te vendrá bien para luego.

Sandy se volvió lentamente para mirar a la chica. Lena apoyaba las manos sobre los muslos del tipo mientras se entretenía en lamerle la polla. Gordon la miraba con los ojos algo dispersos y mantenía los puños en sus costados. El miembro estaba ahora completamente erecto y su respiración cada vez era más ruidosa.

—Ya lo has entretenido bastante, Lena. Mámasela.

Sandy nunca había sentido tantas ganas de partirle a alguien la cara como en ese momento. Hubiera querido golpear a Cabrini. Aquella arrogancia, aquella voz exigente, esa expresión de sorna… Lo odiaba.

Lena no dio señales de haberlo escuchado, sin embargo, se introdujo el miembro de Gordon en la boca con la mano derecha. El matón empezó a dar empellones al tiempo que cogía a la chica por el pelo para mantenerla quieta. «Sólo la emplea como receptáculo para su semen. —Sandy tenía la piel de gallina—. Esto es horrible».

El olor a sexo impregnaba el interior del coche y sintió ganas de vomitar. Consciente de que aquella escena mantenía excitado a Cabrini, mantuvo los ojos fijos en Lena. No quería darle una razón para que centrara su atención en ella.

Gordon movía las caderas a un ritmo frenético. Los sonidos pringosos que la chica emitió al tragar quedaron ahogados por el grito contenido del matón, cuyo cuerpo quedó como congelado antes de desplomarse contra el respaldo del asiento.

Lena continuó chupando y tragando unos segundos más antes de retirarse de la polla, ya flácida. Luego miró a Cabrini «para buscar su aprobación», pensó Sandy.

El mafioso se dio unas palmaditas en el muslo y Lena volvió para arrodillarse frente a él. El delgadísimo cuerpo de la chica rozó las piernas de Sandy que necesitó de toda su fuerza de voluntad para no encogerse al contacto con aquella joven sumisa.

—Buena chica —la felicitó Cabrini, de nuevo como si le hablara a un perro. Luego le acarició el pelo sin prestarle demasiada atención mientras observaba la cara de Sandy, que se mantuvo impávida para evitar mostrarle cuánto la había afectado aquello.

—¿Te hemos entretenido, Alexandra? Espero que hayas tomado nota. Antes de esta noche, voy a tenerte sirviéndonos a mí… y a mis hombres.