19
UNA mujer abrió la puerta en la casa de Harlandale. Sólo llevaba un camisón transparente. No parecía sentir curiosidad ni preocupación alguna porque la policía hubiera estado dando golpes en la puerta de su domicilio antes de las ocho de la mañana. Cuando Ben le preguntó si podía entrar y echar un vistazo, no protestó ni le pidió siquiera que le mostrara una orden de registro. Se quedó quieta mientras sujetaba la puerta bien abierta y daba caladas a un cigarrillo.
Una primera ojeada le bastó a Zeke para confirmar que la mujer estaba sola. Cuando le preguntó cuándo había sido la última vez que había visto a Cabrini, ella lo miró con ojos apagados y respondió.
—¿A quién?
De nuevo en la entrada, Ben le agradeció su amabilidad y la mujer le correspondió con un portazo.
Los dos hombres bajaron, uno al lado del otro, por el camino que llevaba hasta el Plymouth.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Ben.
—No se me ocurre dónde más podemos buscar. —Zeke sintió el corazón en un puño—. No creo que la haya llevado a un lugar público como su despacho, una habitación de hotel o un bar.
A Ben le sonó el teléfono y Zeke tuvo que contenerse para no quitárselo de las manos. Esperó con impaciencia dando golpecitos en el capó del vehículo hasta que su amigo terminó la llamada.
—Volvamos a la Central en el coche —dijo Ben nada más colgar.
—¿Cómo? —Zeke se contuvo y se metió en el coche.
Cuando ambos se hubieron abrochado los cinturones de seguridad, Ben arrancó rumbo a la comisaría.
—Mierda, Ben, ¿qué es lo que ha dicho?
—Han encontrado el teléfono de Sandy. Estaba encendido y la compañía ha logrado interceptar la señal. Nuestros hombres lo han localizado justo en el desvío de la nacional setenta y cinco que lleva a Woodall Rogers. Han debido de tirarlo por la ventana. Le habían pasado un pañuelo para borrar las huellas.
Zeke sintió que un dedo helado le tocaba la espalda, justo entre los omóplatos.
—Dios mío, Ben. ¿Qué hacemos ahora?
—Tranquilo, hombre. Tenemos varias pistas. Sabemos, por el teléfono, que se dirigían hacia el sur. Puede que Cabrini tenga otra casa aquí, en Oak Cliff —la voz de Ben sonaba segura.
—No tenemos ni idea de dónde está esa casa imaginaria. Y tampoco sabemos si Cabrini tiró allí el teléfono para despistarnos. —Zeke se golpeó la frente con el puño.
—Torres tiene un par de alternativas —continuó Ben—. Está haciéndose con todas las cintas de grabación del tráfico de la vía rápida y tiene a la fiscalía del distrito tratando de conseguir una orden para consultar los informes de localización por GPS de la limusina de Cabrini que tienen en la compañía donde la alquila.
Zeke recuperó algo de esperanza.
—¿La limusina tiene GPS?
—Sí. Y eso nos va a llevar directos a ese listillo cabrón.
—Podríamos ir a la compañía de limusinas para convencer al dueño de que sea de más ayuda —sugirió.
—No, Zeke —respondió Ben al tiempo que negaba con la cabeza—. Esto hay que hacerlo sin saltarse las normas. Por el bien de Sandy —añadió dándole a su amigo unos golpes en la espalda—. Vamos a esperar a estar en la Central. Puede que ya tengan algo cuando lleguemos.
La limusina avanzó muy lentamente dando tumbos por la carretera sin asfaltar. El enorme coche negro atravesó un paso de seguridad para ganado, de esos que consisten en unas barras de metal colocadas sobre un foso. A los lados aparecieron sendas hileras de pinos que, a pesar de ser ya pasadas las ocho y media de la mañana, cortaban los rayos de sol y formaban sombras sobre el barro del camino.
—Casi hemos llegado, Alexandra —avisó Cabrini—. El claro está a la vuelta de esta curva.
La limusina dio un giro cerrado y la carretera se ensanchó. Sandy cerró los ojos cegada por la luz brillante que golpeó el coche al abandonar la protección de los pinos. Ante ellos apareció un lago y en la orilla de enfrente podía verse una casa de un piso construida con madera de cedro y cristal, rodeada por un porche amplio bajo el cual había unos bancos corridos.
En la corta distancia que separaba la casa del lago había una cuesta que bajaba hasta el agua, donde se distinguían dos embarcaderos: uno para pescar y otro para amarrar el barco.
—Es preciosa, ¿verdad? —presumió Cabrini—. Se la compré hace unos años por una miseria a un tipo dedicado al negocio de Internet que se había arruinado.
El vehículo se aproximó a la casa muy despacio por el camino que llevaba hasta ella. Sandy se inclinó para ver mejor. Habían talado los pinos en un radio bastante amplio alrededor del lago y de la vivienda, de modo que la luz del sol lo bañaba todo. Las enormes ventanas daban al agua y prometían unas impresionantes vistas desde el interior. Fuera, los patos nadaban plácidamente en las tranquilas aguas a la espera de que saltara algún pez.
—Huelga decir que el lago está repleto de peces —alardeó—. Yo he pescado un siluro de más de cinco kilos con un sedal que resistía los cuatro y medio.
Sandy no era ajena a lo surrealista de aquella situación. Cabrini estaba presumiendo de la casa a la que la había conducido para torturarla y violarla.
—Es muy bonito —dijo sin disimular su admiración—. Me encantará que me lleve a dar una vuelta para enseñarme la propiedad.
—A lo mejor… luego —respondió Cabrini—. Ahora tenemos otras cosas más importantes que hacer.
Augie, el chófer, aparcó la limusina junto a la casa.
—Pues ya hemos llegado, Alexandra —anunció Cabrini—. Hogar, dulce hogar.
—¿Qué coño es eso de que están en el condado de Eldon? —exclamó Ben.
Peter Spenser, el dueño de la compañía de alquiler de vehículos de lujo, se encogió de hombros y señaló la pantalla del GPS.
—Mírelo usted mismo. Según el sistema, se encuentran en algún lugar entre Jersalem y Deerhide.
—Pero ¿y eso? —preguntó la capitana Lucinda Torres—. ¿Qué sentido tiene irse hasta allí?
—Necesita un lugar tranquilo en el que imponerle a Sandy disciplina —contestó Zeke—. Tenemos que llegar allí lo antes posible.
El teniente Jenkins habló por primera vez desde que habían llegado a la oficina de la compañía.
—Esa área queda fuera de nuestra jurisdicción. Tenemos que ponernos en contacto con el sheriff del condado de Eldon o avisar al FBI.
—¡No, por Dios! —protestó Zeke—. No metáis en esto a los malditos federales. Seguro que logran que la mate.
La capitana Torres tomó a Peter Spenser por el brazo y lo acompañó hasta la puerta.
—Muchas gracias por su ayuda, señor Spenser. Ahora necesitamos unos minutos para decidir qué medidas adoptamos.
Una vez que el civil se hubo marchado de la habitación, dio comienzo la conversación de verdad. Ninguno de los miembros de la policía quería meter a los federales, de modo que acordaron que el teniente Jenkins llamaría al agente especial del FBI encargado de Dallas y lo avisaría de que había una denuncia de desaparición, sin darle detalles. Así habría pruebas de que habían notificado al FBI un posible secuestro, aunque Jenkins trataría de no insistir en lo de «posible secuestro».
—Esperemos que podamos solucionar todo esto hoy mismo. Si no, tendremos que incluir al FBI mañana —advirtió Lucy Torres con rotundidad.
—¿Podemos ponernos a ello? —rogó Zeke—. Ya son más de las diez. Tenemos que ir al condado de Eldon volando.
Torres se dirigió a Jenkins:
—Avisaremos al sheriff cuando estemos de camino.
El teniente asintió.
—De acuerdo. Pero si creemos que puede producirse un enfrentamiento, deberíamos contar con el Equipo de Armas y Ataques Especiales. Ese condado no cuenta con los recursos suficientes para una operación de ese calibre.
—Sí, pero no podemos presentarnos ante la puerta del sheriff con un batallón de soldados —replicó Torres.
—Bueno, pues entonces tenemos que conseguir que él nos pida que los llevemos con nosotros —concluyó Zeke—. No va a querer poner a sus hombres en peligro frente a un tío tan listo como Cabrini. ¿Podemos irnos ya, por favor?
—Prada tiene razón —apoyó Jenkins—. Se tarda dos horas en llegar. Ya pensaremos los detalles por el camino. Larguémonos.
En el baño del refugio de Cabrini, Sandy permanecía inmóvil mirando por la ventana. Podía abrirla y escapar, pero ¿adónde iría? Se vería en medio de un aterrador bosque de pinos y a decenas de kilómetros de distancia de cualquier sitio. «Voy a tener que aguantar hasta que Zeke me encuentre». Una voz en su interior susurró: «¿Y si Zeke no te encuentra… nunca?». Sandy no podía siquiera contemplar esa posibilidad. Las consecuencias podían ser demasiado horribles.
El del mareo, que, según parecía, se llamaba Turner, dio unos golpes en la puerta.
—Sal de ahí ahora mismo —ordenó.
Después de una última mirada por la ventana, Sandy salió del baño. Turner la acompañó hasta el salón, donde Cabrini la esperaba tumbado en un sofá. Gordon estaba de pie junto a la ventana y miraba el lago.
Había una interminable encimera que separaba aquella habitación de la cocina, donde Lena y Augie trabajaban.
—Pasa, Alexandra, siéntate —invitó Cabrini con un gesto y la voz tranquila. En la mano sostenía un vaso con hielo y una bebida que tenía el color del whisky—. Es hora de que tú y yo charlemos.
Sandy se sentó en el borde de un mullido sillón situado frente a él y esperó.
—Alexandra, eres un verdadero misterio para mí —Cabrini se detuvo, como si disfrutara del sonido trisilábico de la palabra «misterio»—. Puede que no lo creas cuando me miras y ves a un exitoso empresario, pero he pasado años poniendo mi vida en peligro y confiando en mi instinto para salir del paso —agitó los cubitos de hielo del vaso mientras la observaba—. Y ese instinto es el que me dice que tú sabes algo que yo necesito saber —volvió a detenerse.
A Sandy le parecía que Cabrini estaba actuando, aunque no tenía muy claro si lo hacía para ella o para el matón de Gordon. Permaneció mirándolo con la misma fascinación con que un ratón observa a una serpiente cuando nota su presencia.
—El sábado por la noche —continuó él—, cuando nos encontramos por casualidad en el Jerry’s, tú ya me conocías.
Aunque Sandy negó con la cabeza, él habló antes de que ella pudiera siquiera abrir la boca.
—No te molestes en tratar de negarlo. El encuentro que tuvimos en el supermercado, aunque muy agradable, no fue sólo para darte el dilatador anal, sino para comprobar si conocías mi nombre. Sabía que habías reconocido mi cara, de modo que firmé sólo con mis iniciales la tarjeta que acompañaba el ramo de flores y, aun así, cuando nos cruzamos en el pasillo del supermercado, me llamaste «señor Cabrini».
A Sandy le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que iba a salírsele del pecho. «¿Cómo he podido ser tan idiota?», pensó. No se fiaba de lo que iba a decir, así que permaneció en silencio.
Cabrini la miraba pensativo.
—Hacía tiempo que me preguntaba quién me habría delatado a la policía hacía dos meses. Incluso mantuve una pequeña conversación con mis vecinos después del incidente. Ambos aseguraron que no estaban en casa aquella noche y era evidente que decían la verdad. También se lo pregunté al personal del edificio. Obviamente, todos ellos negaron haberme denunciado —se detuvo para beber un trago de whisky antes de seguir—. Cuando el sábado por la noche me reconociste con tanta facilidad en el Jerry’s, sentí la curiosidad y mandé que te siguieran. Alguien atacó y golpeó a Farr, a quien yo había enviado detrás de ti, en mi propio garaje. Podrás imaginarte que eso aumentó todavía más mi curiosidad —miró a Sandy por encima del vaso—. Entonces me empeñé en enterarme de quiénes erais tú y tu acompañante, que asumo que será ese Zeke Prada que te ha llamado antes.
«No puedes dejar que se entere de que Zeke es poli o de que la policía lleva un mes vigilándolo. Te mataría aquí mismo».
—Al día siguiente —siguió diciendo Cabrini—, hice venir de Houston a Gordon y a Turner para que interrogaran al personal de los edificios que hay justo enfrente de mi ático. Quería que fuera gente que nadie pudiera relacionar conmigo. Imagina lo contento que me puse al enterarme de que éramos vecinos. —Cabrini esbozó, divertido, aquella sonrisa de lobo tan suya y dirigió luego la mirada a Gordon—: ¿Lo ves? Ya sabía yo que algo estaba ocurriendo. Llevaba semanas sintiéndome observado. —Cabrini se dio un palmetazo en el muslo y se echó a reír—. Yo pensando que la policía estaba espiándome y resulta que era una voyeuse que, además, era una chivata asquerosa —se acabó el whisky—. Tendré que pensar en un castigo especial para ti, Alexandra. No me importa lo de que me espiaras, pero no tendrías que haber avisado a la policía —la frialdad de su mirada desmentía la jocosidad del tono de voz que empleaba.
A Sandy le dio un subidón de adrenalina. Reconocía la sensación: la de la hiperactividad al estrés, esa que llamaban de combate o fuga. Su cuerpo se preparaba para luchar o salir corriendo. Se obligó a mantenerse quieta y a mirar a Cabrini como si estuviera escuchando a un conferenciante que ofreciera una charla interesante en alguna universidad.
—Lena, ven aquí —llamó Cabrini.
La sumisa salió de la cocina y se acercó al salón, donde adoptó con gracia una postura genuflexa ante el sofá de su amo.
Él la miró animado por algo parecido al afecto.
—Levántate y desnúdate.
Lena obedeció de inmediato. En unos segundos, ya se había quitado el vestido-jersey que llevaba y bajo el cual se descubrió totalmente desnuda. Y allí se quedó, en medio de la habitación, sólo con un par de tacones altos y negros.
Desde donde se encontraba, detrás de la chica, Sandy podía verle las marcas en los hombros, las nalgas y la parte trasera de los muslos. Se le llenó la boca de bilis al imaginar el dolor que aquella chica debía de haber soportado mientras Cabrini la golpeaba.
—Ahora siéntate aquí a mi lado —ordenó él, con un par de palmaditas en el sofá—. Esta es mi chica —alabó cuando Lena obedeció. Entonces él le colocó, como si nada, la mano que tenía libre entre los muslos.
Luego le tendió el vaso a Gordon.
—Prepárame otro —le ordenó.
Cabrini esperó mientras el matón iba hasta el mueble bar que se encontraba al otro lado de la estancia, le servía una segunda copa y volvía para dársela. Luego le dio un buen trago a la bebida fría.
—Estupendo, Gordon, gracias.
De nuevo dedicó su atención a Sandy.
—En cuanto desarrollé la hipótesis —dijo, haciendo énfasis en la palabra «hipótesis»— de que eras una voyeuse, quise enterarme de hasta qué punto estabas interesada en mí y por qué tu acompañante atacó a Farr. Así que te envié las flores, firmé sólo con mis iniciales y luego te seguí hasta el supermercado. Cuando te pregunté si habías sido tú quien había avisado a la policía, tu cara me dijo la verdad aunque tú mentiste. Fue entonces cuando me llamaste por mi nombre y me sentí muy intrigado. Si conocías dónde vivía yo, podías, claro, haber hablado con mi conserje, como yo había hecho con el tuyo. Sin embargo, ¿por qué habrías de molestarte en hacer algo así? Más importante aún, ¿por qué el señor Prada atacó a Farr? —Estiró las piernas—. Vas a tener que contestarme a estas preguntas, Alexandra. ¿Por qué no empiezas ahora mismo?
Sandy apretó los muslos entre sí en un movimiento inconsciente de protección. Temblaba. Entrelazó las manos sobre el regazo para que Cabrini no lo notara. «No puedo contarle que Zeke es policía y tampoco lo de la operación de vigilancia, pero tengo que contarle algo. La cuestión es ¿qué? —pensó—. ¿Y si me quedo calladita? Si lo hago, empezará a pegarme y a violarme. No, tengo que decirle algo».
Sandy se humedeció los labios con la lengua.
—Tiene razón, señor Cabrini. Una noche en la que yo estaba en mi balcón, lo vi a usted en el ático —dejó que los recuerdos de aquella noche tiñeran su voz de sinceridad—. Soy trabajadora social. No sabía qué era lo que estaba ocurriendo. Nunca antes había visto escenas de dominación o sadomasoquismo. Pensé que estaba usted matando a la chica. Por eso llamé a la policía. Mi primera reacción fue la de tratar de salvarle la vida a aquella criatura.
—Bien —asintió él con un gesto de aprobación—. ¿Y cómo es que sabes mi nombre?
—Seguí mirando cuando llegó la policía. La chica que estaba con usted les aseguró, claro, que, fuera lo que fuera lo que estaban haciendo, se trataba de algo consensuado. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que se trataba de un juego sexual —Sandy bajó la mirada sin esconder su vergüenza—. Sentí curiosidad y quise saber más. Por eso fui a su edificio para conseguir su nombre.
—¿Y quién te dio información sobre mí en mi edificio? —aunque su voz sonaba fluida, se trabó en la palabra «información». Sin duda el whisky estaba dificultándole el habla.
—No me acuerdo y tampoco importa —respondió ella mientras se encogía de hombros.
—Puede que a ti no pero a mí sí me importa, y mucho, ¿sabes? Doy unas propinas estupendas al personal del edificio. Si alguno de los empleados me traiciona, tengo que saber de quién se trata —eran palabras de acero—. Puedes optar por contármelo sin más o por explicármelo todo mientras te azoto. Estoy bastante ansioso por ver cómo reaccionas a los latigazos.
A Sandy se le secó la boca y los dientes empezaron a castañetearle. Después de dos intentos fallidos, logró explicarse.
—Esperé a que el conserje atendiera a otro inquilino y me colé para mirar los buzones.
—¡Ding! —exclamó para imitar el sonido de la bocina de un concurso televisivo—. Respuesta incorrecta, Alexandra. En los buzones de mi casa no aparecen los nombres, sólo los números de los pisos.
Entonces se dirigió a Gordon:
—¿Por qué no acompañáis Turner y tú a mi amiguita la gorda a mi sala de juegos? Veré si allí puedo conseguir que saque la lengua a paseo.