15

SANDY giró de nuevo a la derecha en dirección a la avenida Spring. Conducía como si llevara activado el piloto automático: tomó el camino que la llevaba de vuelta al centro de Dallas. Asustada ante la idea de que alguien —ya fuera la policía o los hombres de Cabrini— estuviera siguiéndola, miraba continuamente por los espejos retrovisores.

«Vale, necesito pensar con calma en todo esto. Cabrini ha intentado secuestrarme en medio de la calle y a plena luz del día. Si lo ha hecho una vez, puede volver a hacerlo. No puedo irme a casa», se dijo.

Le costaba hacerse a la idea del descaro con que Cabrini se saltaba las normas. «Sabía que era un narcisista, pero ¿esto? No hay quien pueda predecir lo que vendrá después. Tengo que contarle todo lo ocurrido a Zeke. No tengo elección».

Miró el reloj del salpicadero: eran las dos y media. Los hombres de Cabrini debían de haberla seguido hasta la casa de Prudie. Aquello significaba que, además de saber dónde vivía, ahora también sabían dónde trabajaba. No podía volver ni a su piso, ni a la oficina. «¿Y qué hago? —se preguntó—. No tengas miedo, Alexandra. Piensa». Se detuvo en un semáforo. «Lo primero es lo primero. Llama a la oficina para decirles que no te encuentras bien y que te vas a casa». Sandy localizó el móvil e hizo la llamada.

«Y, ahora, ¿qué?». El semáforo se puso en verde. Sin embargo, Sandy no sabía adónde dirigirse. «¿Llamo a Zeke? ¿Y qué hago? ¿Se lo cuento todo mientras está en el trabajo? No, no puedo; no mientras esté en su turno».

El coche que había detrás de ella tocó el claxon. Sandy aceleró y condujo de vuelta a Dallas. «Tengo que encontrar algún sitio en el que esconderme, algún sitio en el que pueda pedirle a Zeke que quede conmigo para poder contárselo todo». Tomó el desvío que llevaba al centro.

Al igual que la mayoría de los habitantes de Dallas, solía admirar con orgullo los luminosos rascacielos de la ciudad. Aquella tarde, sin embargo, el nerviosismo le impedía apreciar aquel imponente conjunto arquitectónico.

«No puedo ir a casa. No puedo ir al trabajo. No me atrevo a ir a casa de mi madre. ¿Y si Cabrini sabe dónde vive? Quizá debería quedarme en un hotel».

Delante de Sandy apareció un cartel que indicaba la dirección hacia Oak Cliff y que le llamó la atención. «¡Oak Cliff! Claro, puedo ir a casa de Leah».

Cuando Leah Reece lanzó su revista electrónica, la oficina central de Heat existía únicamente en la realidad virtual. El personal trabajaba disperso por la ciudad de modo que las reuniones se celebraban online o por teléfono. Tras un año de cuentas favorables con la revista en funcionamiento, Leah le había pedido a Dora que le buscara un local donde instalar las oficinas. Aunque Heat era una publicación electrónica, Leah quería buscar la sinergia que surge cuando el personal creativo trabaja junto y en equipo.

Dora le había encontrado un edificio de ladrillo de cuatro pisos en Oak Cliff, una zona deprimida del sur de la ciudad que estaba aburguesándose. Leah había comprado la propiedad por el equivalente a nada y había acabado gastándose una fortuna en las reformas. Una de las cosas en las que invirtió más dinero fue en hacer diez habitaciones en el tercer piso para que el personal que tuviera que quedarse en la oficina para cumplir plazos tuviera un sitio donde descansar y dormir un rato. Los dormitorios contaban con una cocina completa y servicio de limpieza.

Cuando inauguraron el edificio, el Dallas Morning News publicó un artículo sobre Heat y el personal de jóvenes troyanos que hacía funcionar la revista. En él se hablaba extensamente del «lugar de trabajo-patio de recreo», como denominaban a las instalaciones del tercer piso del edificio de Leah, insinuando que se usaban más para echar polvos que para trabajar. Cuando pidieron a Leah unas declaraciones, ella —consciente del valor de la publicidad— respondió: «Mientras Heat salga adelante, no pienso preocuparme de si mi equipo aprovecha para animarse un poco».

Efectivamente, el artículo y el eco que éste produjo le proporcionaron a Leah unas cuantas entrevistas en la televisión nacional y sirvieron para que la revista llamara la atención del público.

Sandy marcó el número de la oficina central de Heat y esperó mientras la secretaria localizaba a su amiga.

—Hola, guapa —saludó Leah—, ¿qué tal todo?

—Estoy metida en un lío y necesito un sitio donde esconderme. ¿Puedo quedarme en una de las habitaciones del tercer piso durante un par de días?

—Pues claro que puedes, cielo; pero ¿qué es lo que te pasa?

Sandy resopló aliviada.

—Voy para allá y te lo cuento. ¿Dónde aparco?

—Llama al interfono del garaje cuando llegues. Te dejarán entrar. Sube al segundo piso y ven a verme al despacho.

—Gracias, cariño. Llego en diez minutos.

—Vale. Hasta ahora entonces —dijo Leah antes de colgar.

Más tranquila ahora que tenía un sitio donde ir, Sandy decidió llamar al móvil de Zeke, que debió de reconocer su número en la pantalla y contestó enseguida.

—Hola, cielo, ¿qué tal el día?

—Pues no muy bien. Me ha pasado algo.

—¿Estás bien? ¿Qué es lo que te ha ocurrido? —a Zeke le cambió la voz.

—Estoy bien, pero no quiero contártelo por teléfono. ¿Hasta qué hora trabajas hoy?

—Hasta las ocho, pero Ben y yo vamos a tener un descanso para comer dentro de nada, ¿quieres que nos veamos?

—Sí. ¿Puedes acercarte al despacho de Leah en Oak Cliff? —Sandy le explicó cómo llegar.

Zeke le prometió que estaría allí hacia las tres y media, y no quiso colgar hasta que ella le aseguró por segunda vez que estaba bien.

Sandy se metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Por lo menos ahora ya tenía un plan, aunque no le hacía gracia lo de contarle a Zeke que había estado ocultándole información. Algo le decía que la conversación no iba a ser precisamente agradable.

Zeke y su compañero llegaron a la oficina central de Heat media hora después que Sandy, quien, en este rato, había tenido tiempo de contarle a Leah lo que había pasado. Su amiga no le había hecho muchas preguntas; había preferido escuchar. Sandy le había descrito cómo había conocido a Zeke y lo asustada que estaba ante la idea de que Cabrini fuera a estropear su relación. Cuando los dos policías llegaron al despacho de Leah, acompañados por el recepcionista, Sandy estaba acurrucada, con las piernas plegadas, en la esquina del sofá.

Zeke se acercó a ella y le dio un beso en la frente.

—¿Qué es lo que te ocurre, cariño? —preguntó, pero al ver que Sandy mantenía la mirada fija en el hombre que se había quedado junto a la puerta, Zeke pidió al otro policía que se acercara—. Sandy, éste es Ben Forrester. Somos compañeros desde hace casi dos años. Ben, ésta es Sandy.

Ben medía unos quince centímetros menos que Zeke y pesaba al menos veinte kilos más. Iba vestido como Zeke: vaqueros gastados y camiseta. El corte de pelo militar y las gafas de pasta le daban un aire de entrenador de instituto. Aunque la expresión del rostro era dura, Sandy pensó que su mirada era amable.

—Hola, Ben. Gracias por venir con Zeke —saludó al tenderle la mano.

—No hay de qué.

El policía correspondió al saludo y luego volvió a dar un paso atrás, mientras barría el despacho con la mirada. Sandy se preguntó qué pensaría aquel tipo sobre las antiguas portadas de números anteriores de la revista con que estaban decoradas las paredes. Algunas eran bastante atrevidas. De pronto se dio cuenta de que su amiga permanecía detrás de su mesa.

—¡Uy!, lo siento. Leah, te presento a Zeke y a su compañero Ben.

—Ya me lo he imaginado —dijo ella sonriendo, al tiempo que salía de detrás de la mesa. Les dio la mano a ambos—. ¿Queréis tomar algo?

—No, gracias. No tenemos mucho tiempo —contestó Zeke, y luego volvió a mirar a Sandy—. ¿Qué pasa, cielo? —preguntó, agachado junto al sofá, tomándole la mano.

Ella no sabía hasta qué punto podía hablar con Ben allí delante. Al desviar la mirada hacia él antes de mirar a Zeke, éste debió de comprender su duda.

—Confío plenamente en Ben. Puedes decir lo que quieras delante de él.

Ben se dirigió hacia la puerta.

—Puedo esperar abajo si lo prefieres… —empezó a decir.

—No, no —interrumpió Sandy con un gesto—, si Zeke se fía de ti, yo también.

El policía asintió y se sentó en una silla que había junto a la pared.

Todos habían fijado su atención en Sandy y esperaban a que ella empezara a hablar. Tras unos segundos, que empleó en organizar sus pensamientos, comenzó a contarles lo ocurrido. Empezó explicando que el día anterior se había encontrado un ramo de flores al llegar a casa, luego les contó que le había colgado el teléfono a Cabrini y que se había encontrado con él en el supermercado.

Aunque nadie la interrumpió mientras hablaba, el rostro de Zeke fue cambiando de expresión mientras ella narraba los sucesos del carro de la compra. Le apretó la mano con tanta fuerza que Sandy hizo un gesto de dolor y trató de soltarse. Cuando él se dio cuenta de que estaba haciéndole daño, le liberó la mano y siguió sin decir nada.

A ella le daba vergüenza que Ben estuviera allí delante. Sin embargo, ahora que estaba compartiéndolo todo con Zeke, no quería dejarse ningún detalle y, aunque bajó la mirada al hacerlo, repitió las palabras de Cabrini acerca de que lo que ella necesitaba era que le diera unos azotes en ese «enorme culo blanco» que tenía.

Zeke se puso de pie de un salto.

—Mierda, Sandy, ¿por qué no me lo contaste anoche? —Le temblaba el cuerpo por la rabia.

—No sabía qué hacer —se excusó ella—. Tenía miedo de que hicieras alguna locura y te hirieran o te despidieran. Y habría sido todo por mi culpa. No quería que te pasara nada por mi culpa.

—Así que decidiste esperar un día para contármelo… —Zeke paseaba airado por la habitación como si su enfado fuera demasiado grande como para estar parado.

Sandy empezó a temblar. Los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas habían caído sobre ella como si se tratara de un tsunami. Pensar que estaba protegiendo a Zeke le había dado fuerzas para contener el miedo. Ahora, al verlo hecho una furia, se sentía indefensa. La estaba asustando más que Cabrini y todos sus hombres juntos.

Una voz tranquila rompió el silencio.

—Yo creo que algo más ha debido de pasar para que ahora Sandy te cuente lo que le ocurrió ayer —dijo Ben.

Zeke se volvió para mirar a su amigo.

—¿No es así, Sandy? —continuó Ben.

Con la mirada fija aún en Zeke, Sandy asintió lentamente.

—Sí —respondió.

—Siéntate, Zeke. Estás asustándola y aún no ha terminado de explicárnoslo todo. —Ben se puso de pie y se acercó al aparador de la esquina. Localizó la botella de whisky y sirvió un vaso con generosidad. Luego se lo ofreció a Sandy—: Toma, anda. Tiene pinta de que te hace falta algo así.

A ella le temblaban tanto las manos que le daba miedo aceptar la bebida y derramarla en el sofá o en la moqueta de Leah, así que la rechazó con un gesto y entrelazó las manos sobre su regazo.

Zeke se sentó a su lado, cogió el vaso que Ben sostenía y se lo dio a Sandy.

—Toma, anda. Ben tiene razón. Estás pálida como un fantasma.

Ella no reaccionó, de modo que le acercó el vaso a los labios.

—Vamos, cielo. Bebe. Te prometo que no volveré a chillarte.

Sandy tomó un trago y continuó.

—No te preocupes. Ben tiene razón. Hay más y tengo que contártelo todo.

Ben volvió a sentarse mientras Zeke se quedaba donde estaba, junto a Sandy.

Esta vez, ella no se entretuvo en los detalles del episodio en la calle Hatcher y relató los hechos del modo más sucinto que pudo.

La tensión de Zeke crecía por momentos y ella notaba la rigidez del muslo que le rozaba la pierna. Con todo, continuaba acariciándole las manos, que se le habían quedado heladas a pesar de la elevada temperatura del despacho.

Cuando hubo terminado, esperó en silencio a que Zeke reaccionara.

—Voy a matar a ese cabrón. Empezaré destrozándole las rodillas y luego iré subiendo. Pienso hacerle un agujero del tamaño de Manhattan en la polla.

—No, no lo harás —lo tranquilizó Ben—. Lo que vamos a hacer es presentar una denuncia por agresión e intento de secuestro contra sus hombres. Con suerte, se vendrán abajo en el interrogatorio y acabarán implicando a Cabrini. Vamos a pillarlo por un delito de conspiración.

—No, no podéis hacerlo —protestó Sandy—, la policía se enterará de que… —de repente se interrumpió.

Zeke le pasó un brazo por los hombros.

—No, cielo. Lo único que puede contarles Cabrini es que sospecha que fuiste tú quien lo denunció por maltrato. Nadie puede acusarte de nada. Estabas en el balcón, lo viste pegando a una mujer y avisaste a la policía. No hay nada de lo que tengas que avergonzarte.

Ben miró el reloj.

—Tienes que llevar a Sandy a la comisaría. Yo me vuelvo al puesto y desde allí llamaré al teniente.

—Gracias, pero prefiero llamarlo yo mismo —dijo Zeke con el rostro crispado—. Coge tú el coche, nosotros iremos en el de Sandy.

Su compañero asintió. Se puso de pie, se acercó al sofá y le tendió la mano a Sandy.

—Encantado de haberte conocido. Eres una mujer muy valiente. No me extraña que tengas a Zeke loco por ti.

—Gracias por venir, Ben. Te lo agradezco mucho, en serio —respondió ella después de dedicarle una media sonrisa.

—¡Ánimo! Ya verás como todo esto se acaba enseguida.