5
SANDY alcanzó con el brazo la caja alargada que había dejado en la mesita de café y empezó a rebuscar en su interior. De repente lanzó una mirada de reojo hacia la cámara y preguntó:
—¿Te apetece algo en particular?
—Las pinzas para pezones —la voz de Justice estaba tensa y el evidente esfuerzo que había hecho por parecer natural divirtió a Sandy.
—¿Te refieres a éstas? —quiso saber al levantar el instrumento que consistía en dos pequeñas pinzas cubiertas de goma unidas por una cadena plateada.
—Sí.
Por alguna razón, parecía que Justice era incapaz de producir frases completas. Sandy hizo esfuerzos por no reírse.
—Muy bien, éste es tu juguete. Ahora tenemos que buscar algo para mí. —Sandy no podía creerse la facilidad con que había pasado a asumir el papel dominante en aquel juego sexual. Continuó hurgando en la caja hasta que dio con lo que parecía un huevo plateado unido por un cable a un mecanismo de control—. Esto valdrá: un huevo vibrador.
Sandy levantó el instrumento para que pudiera verlo Justice, que lanzó un fuerte resoplido. Ella lo cogió todo y volvió a sentarse en la silla mullida.
—Veamos —comenzó a hablar tratando de parecer confusa—, ¿cómo funcionan estas pinzas?
—Me estás volviendo loco por la impaciencia —le confesó Justice.
Sandy se volvió hacia la derecha y empleó el brazo para tapar la cámara y evitar así que Justice le viera los pechos. Cogió las pinzas gemelas y apretó una de ellas. Como llevaban un muelle incorporado, las gomas se separaron y Sandy se pinzó el pezón izquierdo. Al cerrarse de golpe, se le enganchó con fuerza al pecho.
—¡Uf! —Sandy se inclinó hacia delante en un movimiento reflejo para tratar de calmar el intenso dolor que le producía. Movió las manos cerca de la pinza y estuvo a punto de quitársela, luego se lo pensó dos veces, consciente de que Justice estaba mirando.
Al cabo de un momento, se incorporó, tomó aire y esperó a que desapareciera el dolor. En un par de segundos la molestia ya había disminuido notablemente de modo que se centró entonces en la segunda pinza. Esta vez, la cerró tan despacio que sólo notó un ligero pellizco.
—Déjame verte, Sandy —la voz de Justice sonaba apremiante.
Ella se dio la vuelta para dejar que le observara los pechos. El dolor en el izquierdo había desaparecido y se había transformado en un cálido cosquilleo. Ahora ambos senos estaban extraordinariamente sensibles, como si algún amante hubiera pasado horas mordisqueándolos.
—Bueno, ¿qué opinas? —preguntó Sandy.
—Estás increíble.
La voz de Justice sonaba ahogada, lo que hizo que ella se convenciera de que aquel dolor merecía la pena: juntó los muslos para frotarlos entre sí y disfrutar, con ello, de una nueva oleada de excitación.
El vibrador seguía detrás de ella, justo donde lo había dejado al coger las pinzas. Lo tomó y examinó el mecanismo de control, que parecía bastante sencillo: un interruptor y cinco velocidades. Sandy dirigió la mirada a la cámara.
—Esto es para estimularme el clítoris, ¿verdad?
Ante la falta de respuesta, Sandy volvió a intentarlo:
—Justice.
—Lo siento, nena. Estaba concentrado en mirarte y se me ha olvidado que no podías verme, así que me he limitado a asentir.
—Bueno, entonces vamos allá.
Sandy se recostó en los cojines, extendió las piernas y las colocó, separadas, por encima de los brazos de la silla. El movimiento tensó la cadena plateada que unía las pinzas de los pezones, lo que le provocó un remolino de dolor y placer que la recorrió de arriba abajo al tiempo que la dejaba sin respiración. Una vez hubo recuperado el aliento, encendió el huevo vibrador y programó la velocidad lenta, luego se lo apretó contra los pliegues del sexo. Lo subía y lo bajaba… Aquella estimulación palpitante combinada con la presión de las pinzas era más de lo que era capaz de soportar.
—¡Dios mío! —murmuró.
Con los dedos de la mano izquierda, Sandy se separó los labios vaginales para presionar el huevo directamente contra el clítoris.
—¡Oh…! —gimió.
—Quita las manos de en medio, quiero verlo —pidió Justice.
Sandy lo ignoró por completo.
—Da tanto gusto…
Sandy cambió el peso corporal de cadera con la intención de vigilar el mecanismo de control. Con el índice, giró la ruleta hasta situarla en la velocidad media.
Aquel traqueteo tan sensual casi hizo que se cayera de la silla. Sandy estaba poseída por el éxtasis, se le curvaron los dedos de los pies y los muslos se apretaron más con la intención de sostener el aparato aún más cerca. Inconscientemente, empezó a mover las caderas en corcovos de modo que el huevo acabó adentrándose más entre los pliegues.
—¡Madre mía! —musitó antes de volver a colocarse el aparato junto al clítoris.
—Sandy, abre las piernas —Justice resollaba de tal forma que parecía que acababa de correr la maratón.
Obediente, ella las separó.
—Tienes un coño precioso…
Aunque Sandy quería responder, impedida por la falta de aliento, no logró hacerlo. Se había concentrado totalmente en aquel espacio superior de la entrepierna y acabó corriéndose con fuertes sacudidas. Aunque al alcanzar el clímax se aferró a los cojines de la silla como si tratara de anclarse al mundo real, le pareció como si estuviera volando, ajena a la materia física que conformaba su cuerpo, girando a riesgo de salir disparada hacia el espacio.
Olvidado ya, el huevo cayó al suelo y arrastró con él el mecanismo de control.
Zeke se recostó, fascinado por la visión del orgasmo de Sandy. Le parecía que los pechos y el cuello estaban bañados en ese color rosado que tanto había admirado en el cuadro de Betsabé de Rubens. Deseó poder estar cerca de ella, alargar el brazo y palpar la calidez de su piel sonrosada para sentir el clímax que la hacía temblar de aquella manera.
Por su parte, Sandy parecía ajena a su mirada, como si estuviera a años luz de distancia. Y eso no era lo que él quería. Zeke deseaba que ella gritara su nombre y se agarrara a él en lugar de a aquellos cojines de la silla. Mientras colocaban la cámara, había imaginado que ésta sería su primera película porno interactiva, en la que no sólo podría mandar, sino también aparecer como protagonista. Sin embargo, la reacción de Sandy lo había dejado estupefacto. Era tan auténtica, tan honesta… Nada que ver con aquellas sacudidas que se fingen. Zeke no se veía capaz de explicarlo: de repente no le parecía bien correrse mientras la miraba en la pantalla. No quería que todo se limitara a conseguir que ella actuara para él y su exclusivo disfrute.
«¿A quién engañas, Prada? Lo que tú quieres es clavársela».
Esa era la verdad. Mirar le parecía ya insuficiente. Quería más. Ahora bien, «¿me dejaría tocarla?, ¿saborearla?, ¿follarla?», se preguntó. Zeke se miró la polla. Estaba lista. Un par de caricias y se correría. Se la meneó una vez. «No. Así no. Lo que quería era follar».
* * *
—Sandy —la voz de Justice perforó la calima sexual que aún nublaba su mente.
Fue despejándose poco a poco. Empapada y con las piernas estiradas, continuaba repantingada sobre la silla. Levantó la cabeza y miró hacia la cámara.
—¿Qué?
—Ha sido increíble. Has estado increíble.
Algo en su voz había llamado la atención de Sandy.
—¿Y tú? ¿No te has corrido?
—No. Quiero esperar.
—¿Esperar? ¿Esperar a qué?
—A ti.
Sandy se incorporó, sin hacer caso de las manchas que los fluidos que emanaban de su sexo estaban dejando en la tapicería.
—¿Cómo?
—Sandy, quiero tocarte. Quiero follarte de verdad.
De la sensación de tener mariposas volando en el interior de su estómago por los nervios nada, lo que Sandy sintió fue equivalente a lo que provocaría una bandada de cuervos si lo atravesara. Señaló hacia la cámara.
—Justice, nos hemos pasado una hora entera montando este sistema de circuito cerrado —y mientras lo pensaba, apagó la cámara y se quitó la máscara.
—¡Mierda! —protestó él.
—Ve al grano —saltó Sandy mirando fijamente al altavoz del teléfono—. ¿Me estás diciendo que esto no te ha gustado?
—No, cielo. Ha sido una pasada. Es que no puedo aguantar más. Te quiero a ti, no a la jodida pantalla de la tele.
Ella no estaba preparada para algo así. Hacía veinticuatro horas ese tipo había estado chantajeándola y ahora quería entrar en su piso y en su cuerpo. Todo aquello era una locura.
—Sandy, preciosa, ya sé que tienes miedo. Como yo, un poco. Yo tampoco había hecho algo así en mi vida, pero me gustas tanto… Tengo tantas ganas de que estemos juntos que no puedo soportarlo.
Lo más aterrador de todo era que Sandy también quería. Él ya sabía cómo era ella físicamente; sin embargo, lo único con lo que ella contaba era con una imagen mental borrosa de cómo creía que era él.
Aunque, ¿y si después de acostarse juntos, él dejaba de interesarse por ella?
¡Qué demonios! ¿En qué estaba pensando? ¿Y si se trataba de un enfermo sexual?
Sandy se acordó de Leah, que siempre la animaba a ser más atrevida, a arriesgarse más.
—No sé —dijo finalmente en voz alta—; creo que no me sentiría segura si vinieras a mi piso, y yo no pienso ir al tuyo.
—Está bien, pues veámonos en un sitio público, donde podamos tomar algo y conocernos.
Sandy no se había esperado nada de ese calibre.
—¿Quieres decir… como en una cita?
—Si quieres llamarlo así, vale, sí, como en una cita.
—¿Cuándo?
—¿Por qué no ahora mismo? Aún es pronto. Hay un montón de bares abiertos todavía en la avenida McKinney. Podemos quedar en alguno para tomar algo y contarnos nuestras fantasías a la cara.
—Yo necesito una hora —se oyó exigir.
—Anda, Sandy. No hace falta que te arregles para mí, sé perfectamente cómo eres. Media hora.
—Sí, pero no me has visto de cerca. Cuarenta y cinco minutos.
—Vale. Dentro de tres cuartos de hora en el Jerry’s.
Jerry’s era uno de los bares preferidos de Sandy. Se sentía a gusto allí. Después de dudar si preguntarle si él ya lo sabía, decidió que mejor sería no enterarse; de asustarle la idea, se echaría para atrás.
—En el Jerry’s. ¿Y cómo voy a reconocerte?
—No te preocupes, preciosa. Ya te reconoceré yo. Me muero de ganas de tocar esa piel tan suave y perfecta que tienes.
Sandy se levantó de un salto y apagó el teléfono. Después de retirarse con mucho cuidado las pinzas de los pezones, las depositó en la caja. Fue corriendo al cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y se cubrió el pelo con un gorro de plástico. Mientras se lavaba, trató de concentrarse en lo que hacía en lugar de volver a plantearse lo de ver a Justice, porque si lo hacía, se vería incapaz de acudir a la cita.
Cuando se hubo aclarado, se envolvió en una enorme toalla y empezó a pensar en qué se pondría. Unos vaqueros y una parte de arriba mona eran lo típico y ella quería algo especial aquella noche. Tras dedicar cinco frustrantes minutos a elegir prendas que acababa descartando, sacó un vestido corto de color negro que tenía en el armario. Aunque Dora la había convencido en su día para que lo comprara, aún no lo había estrenado.
El vestido tenía un escote de barco, un cinturón ancho en la cintura y un dobladillo que quedaba un palmo por encima de las rodillas. Sandy tenía unas piernas bonitas y esperaba lograr que Justice se concentrara en ellas en lugar de hacerlo en sus anchas caderas y en su tripa si se alzaba en unos taconazos negros y no llevaba medias.
Sin darse oportunidad de pensárselo dos veces, se enfundó el vestido y se ajustó el sujetador que llevaba incorporado. Se observó en el espejo mientras se bajaba la tela por las caderas. Le quedaba mucho mejor de lo que recordaba.
Tras hurgar infructuosamente en su cajón de ropa íntima en busca de algo sexy, optó por no llevar bragas. Sandy sonrió para sí en el espejo, convencida de que Justice no protestaría.
Durante los quince minutos que empleó en maquillarse, se preguntó cien veces si estaba loca. Se acordó de todos los consejos que había leído, todas las historias de miedo que había visto en la tele… ¿Y si Justice era un asesino en serie que acechaba a las mujeres antes de matarlas?
Por otro lado, aquello no era como meterse en un coche y huir con un desconocido. Ellos iban a ir al Jerry’s, un bar que estaba por su barrio; no podía pasarle nada en un lugar público. Y, en cualquier caso, estaría pendiente de su copa para asegurarse de que él no le echaba nada en ella.
Se había acostumbrado desde pequeña a seguir una serie de rituales que la hacían sentir segura, como cerrar bien la puerta del armario o fijarse en que la ventana del baño no estuviera abierta antes de irse a la cama aunque supiera bien que ni había monstruos entre su ropa, ni había abierto la ventana en todo el día. Además, colocaba las zapatillas junto a la cama siempre del mismo modo: en paralelo y sin tocarse.
Aquella noche, mientras se realzaba las pestañas con el rímel, deseó encontrar algo que le hiciera sentirse más segura respecto al encuentro con Justice. En la época en la que salía con chicos, iba con Leah a los bares y cumplían a rajatabla su sistema de guardaespaldas. Ninguna se iba a casa con un tío al que acababa de conocer, siempre se los presentaban una a la otra, para presumir, claro, y con la intención de que el sujeto en cuestión cayera en la cuenta de que la otra podría reconocerlo si al final acababa violando o robando a la amiga. Con todo, Sandy siempre había sabido que aquello no era más que otra forma de hacer que se sintiera segura y, por eso, ahora le apetecía que Leah conociera a Justice, pero aquella noche su amiga había quedado con su último ligue.
Al ahuecarse la melena por última vez, pensó que no estaría mal llamar a Leah y dejarle un mensaje en el contestador. Aliviada, marcó el número de su amiga y dijo:
—Hola, cielo. Son casi las diez menos cuarto de la noche del sábado; me voy al Jerry’s a ver a un tío al que no conocí por ahí, sino, bueno…, por teléfono. He pensado que sería mejor contárselo a alguien por si luego resulta que en realidad es Jack el Destripador. Espero que te lo estés pasando bien con Richard. Ya hablamos.
Colgó, reconfortada. Aunque se tratara de un ritual inútil —ni siquiera sabía el verdadero nombre de Justice—, llamar a Leah la había tranquilizado.
El teléfono sonó. «Por favor, que no sea él para anular la cita. No podría soportarlo». Agarró con fuerza el auricular.
—¿Sí?
—Alexandra, soy tu madre —a Sandy le dio un vuelco el corazón—. Te llamo para recordarte que todavía tienes que comprarte un traje para ir de dama de honor a la boda.
—¡Uy! Es verdad, mamá, gracias. Lo haré la semana que viene.
—¿La semana que viene? Hace ya dos semanas que tendrías que haberlo hecho…, aunque no te culpo, si yo pesara lo mismo que tú, tampoco me apetecería ir a probarme vestidos.
Por una vez, los punzantes comentarios de su madre le resbalaron completamente.
—Sí, mamá, gracias por llamarme. Iré la semana que viene sin falta.
—Espera un momento, pero ¿por qué tienes tanta prisa?
—He quedado con alguien y me está esperando. Ya hablaremos.
Sandy colgó y se dirigió a la puerta consciente de que aquello no quedaría así: su madre se la devolvería con creces. Por ahora, a pesar de todo, Sandy podía disfrutar con la imagen de Victoria Davis completamente desencajada, sentada y con la mirada clavada en el teléfono.
Al cabo de unos minutos entró en el Jerry’s y echó un vistazo.
El bar era el típico local de barrio: máquinas de discos de vinilo a lo largo de dos de los lados y mesas pequeñas abarrotadas en el centro. Contaba también con una minúscula pista de baile que los fines de semana hacía las veces de escenario; aquella noche, por ejemplo, había un dúo, una pareja de la zona que tocaba a cambio de copas y propinas.
Eran las diez y media de un sábado por la noche y el bar estaba bastante lleno, de modo que Sandy tuvo que conformarse con una mesa situada más cerca de la pista de baile de lo que quería. Se sentó y sonrió a Pete, el camarero, que, tras asentir, le entregó un botellín de cerveza, su habitual Budweiser Light, a Annie, la camarera, después de decirle algo.
—Hola, Sandy —saludó Annie al depositar el posavasos y la botella—, ¿dónde está Leah?
—Ha quedado con un chico. Yo estoy esperando al mío —le gustó poder pronunciar aquellas palabras.
—Muy bien, avísame si me necesitas.
—Vale, gracias.
Había una sola pareja en la pista de baile y Sandy los escrutó con actitud crítica: más que bailar, estaban toqueteándose.
—¿Quieres bailar?
Sandy levantó la cabeza y se encontró a Dennis, que mostraba una sonrisita burlona.
Dennis también solía ir a aquel bar casi todos los fines de semana, y siempre con ganas de ligar. Leah y Sandy solían reírse de él por aquella obstinada búsqueda de entrepierna…, que acaba encontrando más a menudo de lo que ellas imaginaban. En cualquier caso, no es que estuviera bien, su éxito residía más bien en lo decidido que era.
—No, gracias, Dennis —respondió.
—¿Y por qué no? Tú estás sola, yo también y es sábado por la noche. Podemos hacernos compañía.
—No, gracias —repitió.
—Venga, anda, baila un poquito conmigo. Te invito a una copa.
—Creo que la señorita ya le ha dicho que no —tanto Dennis como Sandy se pegaron un susto. La familiaridad de aquella voz hizo que Sandy abriera los ojos exageradamente y tensara los muslos—. Siento el retraso, cielo —se disculpó Justice antes de inclinarse a darle un beso en la mejilla a Sandy.
—No te preocupes —tartamudeó ella.
Justice se incorporó y se quedó mirando a Dennis.
—¿Sigues ahí todavía?
Dennis mostró las dos palmas de las manos en actitud tranquilizadora.
—Lo siento, tío. No pretendía cazar en tu territorio —respondió antes de retirarse con andares desgarbados en busca de una nueva presa.
Justice se sentó en la silla que había al lado de la de Sandy. Se inclinó y le olió el cabello:
—Maravilloso, lo sabía.
Luego se recostó y le dedicó una sonrisa.
Sandy, por su parte, se mantenía demasiado ocupada observándolo como para hablar. Justice no había mentido sobre su pelo oscuro y rizado; aunque lo llevaba corto, a Sandy no le costó intuir los rizos incipientes. Iba perfectamente afeitado y tenía aspecto de ser del centro del país: de mandíbulas marcadas y un aire ligeramente nórdico. Tenía los ojos azules y una boca bastante grande. Sandy se lo imaginó chupándole el pezón y notó que el sexo se le estremecía.
Justice llevaba puesta una camisa azul, unos vaqueros y una cazadora. De repente tomó a Sandy de la mano y la invitó a salir a la pista.
—Vamos a bailar, encanto.
Ella le dejó que la guiara hasta el centro del local. El dúo musical estaba disfrutando de un descanso y por los altavoces sonaba ahora una balada romántica de la década de 1970. Justice atrajo a Sandy hacia él de modo que le rozaba la frente con los labios, tan cerca, que al respirar le movía algunos mechones de pelo.
Sandy medía un metro cincuenta y él llegaba por lo menos al metro ochenta. La presión del pene contra su vientre le hizo deducir que Justice estaba encantado de estar allí.
Sandy apoyó la cara sobre su hombro derecho y rodeó a Justice con los brazos. Bailaron en silencio disfrutando de la música y de su mutua compañía. Él se rozó contra ella, aunque de ningún modo de la forma en que el otro chico que había en la pista lo había hecho con su pareja un poco antes. Para cuando acabó la canción, el pianista y el guitarrista ya habían regresado del receso. Justice llevó a Sandy de nuevo hacia la mesa y apartó la silla para que ella se sentara.
—¿Paso el examen, entonces?
—Yo creo que sí —respondió Sandy con una sonrisa—. ¿Cuándo me viste en el balcón por primera vez?
Justice negó con la cabeza.
—Nada de preguntas.
—Eso no es justo, tú acabas de hacerme una.
Justice sonrió.
—Tienes razón. Tendría que haber dicho «nada de preguntas curiosas». Vamos a disfrutar de la noche y el uno del otro.
Sandy se quedó en silencio. Tampoco tenía muy claro qué responder a aquello. Justice acababa de eliminar la posibilidad de emplear las típicas preguntas de una primera cita, como «¿dónde vives?», «¿a qué te dedicas?», «¿cómo te llamas?»…
Justice alargó el brazo para colocar su mano sobre la de Sandy.
—Sé que todo esto te resulta extraño, pero también lo es para mí. Te dije la verdad cuando te conté que nunca había hecho algo así en mi vida.
—Pues se te da de maravilla —replicó ella casi en un murmullo.
Antes de que Justice pudiera reaccionar, Annie apareció para tomar nota del pedido: una Coors para él y otra Budweiser Light para Sandy. Cuando se quedaron solos de nuevo, se produjo un momento de silencio incómodo. Aunque Sandy trataba de pensar en algo que decir, parecía que la mente le funcionara con lentitud.
—Cuéntame algo de ti que no sepa nadie —propuso Justice.
Ella ladeó ligeramente la cabeza:
—¿Algo de mí que no sepa nadie? Dame un momento para hacer memoria.
—No, no; dime lo primero que te venga a la cabeza.
Sandy esbozó una sonrisa de arrepentimiento.
—Bueno, después de pasarme los últimos minutos tratando de pensar en algo que decir, lo primero que se me ha ocurrido es que me he leído la serie completa de Zane Grey.
—¿Zane Grey? —Justice frunció el ceño, sorprendido—, ¿te refieres al escritor de novelas del Oeste?
Ella asintió al tiempo que acariciaba con un dedo la botella de cerveza.
—Cuando tenía doce años, estaba loca por mi vecino, Tim Shores, al que le encantaban las obras de Zane Grey, de modo que empecé a leérmelas con la intención de tener un tema de conversación para hablar con él.
Justice sonrió.
—¿Funcionó?
Sandy negó con la cabeza entre risas.
—Me temo que no. Creo que fue porque no logré dar con la forma de transformar Jinetes de la pradera roja en una conversación que pareciera espontánea.
La risa de Justice era agradable, cálida y amable.
—Te toca —le recordó Sandy—, cuéntame algo de ti que no sepa nadie.
Él inclinó la silla hacia atrás de modo que sólo quedó apoyada en las patas traseras.
—Bueno, pues ya que hablamos de amores de la infancia, te contaré que estuve totalmente enamorado de alguien a los dieciséis años. Era una rubia preciosa y también era mi vecina.
Sandy se obligó a mantener la sonrisa.
—¿Y tú le gustabas a ella?
—¡Qué va! Yo era un niñato para ella, que tenía treinta años y era una madre soltera con dos hijos. Yo solía pasar ratos fuera lavando y sacando brillo al coche para poder verla cuando volvía a casa después del trabajo.
—Así que nunca le contaste que te gustaba.
—Entonces no. Tiempo después, cuando acabé la Escuela Militar, me la encontré un día en el supermercado y salimos a tomar algo.
Sandy arqueó las cejas.
—¿Y llegasteis a consumar vuestra pasión?
Su masculina sonrisa resultaba aún más sexy que el sonido de su risa.
—Sí. Parece que a las mujeres de cuarenta les encanta enterarse de que provocaron la lujuria de un adolescente.
Ambos empezaron a carcajearse.
—Esto no es justo —protestó Sandy—; se supone que tenías que contarme algo que no supiera nadie y parece obvio que tu señora Robinson en esta nueva versión de El graduado conoce de sobra la historia.
Justice volvió a negar con un gesto.
—No, hay otra parte de la historia que ella nunca llegó a conocer; yo solía hacer de canguro de sus niños porque quería que ella me viera como un adulto responsable y… —bajó la mirada— porque quería que ellos se acostumbraran a verme y evitar así que no acabaran estropeando los planes de boda entre su madre y yo en un futuro.
Dijo esto justo en el momento en que Sandy bebía el último sorbo de cerveza, de modo que al empezar a reírse acabó tosiendo y casi se atragantó.
Annie apareció con otro par de cervezas y le preguntó a Sandy si quería un vaso de agua. Ella rechazó la oferta moviendo la cabeza mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. En cuanto se recuperó, dirigió una mirada de reproche a Justice.
—Lo has hecho a propósito.
—Te juro que no. Sólo estaba intentando compartir contigo algo que no sabe nadie más.
El intercambio de secretos había roto el hielo y la conversación fluía ahora de forma menos forzada.
Charlaron otro rato y luego volvieron a bailar. De vuelta ya a la mesa, él se inclinó hacia delante y le preguntó al oído.
—¿Qué llevas debajo de ese vestido?
Aquellas palabras le resultaron a Sandy tan excitantes como una descarga eléctrica que le recorriera la columna. Se quedó mirándolo.
—Nada —respondió con la boca casi seca.
Comprobó que aquel dato iluminaba los ojos de Justice y supo que el fuego había prendido.
—Sandy, cielo, ¿te apetece que vayamos ahora a tu casa?
—Si aún no te has terminado la cerveza —replicó ella.
Justice sacó su cartera, extrajo un billete de veinte dólares que depositó en la mesa y añadió:
—Ahí va eso. Solucionado. ¡Vámonos!
Luego tomó a Sandy del brazo y ella se dejó guiar hasta la puerta. Justice la abrió y, antes de que ella pudiera pasar, un hombre se le adelantó y se cruzó con Sandy.
—Usted… —musitó ella, situada cara a cara con el dominador por primera vez.