12

EL lunes por la mañana Sandy se despertó a las cinco y media entrelazada en el cuerpo de Zeke, que permanecía profundamente dormido y ni siquiera se enteró cuando ella se escabulló de la cama. Se detuvo un momento a mirarlo. Bañado por aquella luz tenue del alba, parecía más joven y Sandy sintió el deseo de acariciarle la frente. El día anterior había considerado la posibilidad de acabar enamorándose de él. Hoy lo sabía ya con certeza. «Le quiero y vamos a disfrutar al máximo del tiempo que pasemos juntos». Por miedo a despertarlo, Sandy no cedió a la tentación de tocarlo y se dirigió al salón para ir al otro cuarto de baño.

Aunque la noche anterior había preparado espaguetis y albóndigas, no había comido mucho; el sexo parecía estar robándole el apetito de cualquier otra cosa. Después de cenar habían ido a dar una vuelta en el coche de Zeke —sin rumbo fijo, sólo para estar sentados y charlar—. Él le había contado que soñaba con montar su propia empresa de seguridad algún día. Dentro de unos doce años, a los cuarenta y seis, podría jubilarse como policía y calculaba que para entonces ya tendría ahorrado el dinero suficiente para hacer despegar el negocio.

Esta confidencia animó a Sandy a explicarle que ella siempre había querido escribir novelas. Le contó que ya había escrito varios relatos en los que desarrollaba argumentos de cuentos de hadas en el mundo actual. Zeke le pidió que le dejara leer alguno, pero al ver que ella se mostraba algo reacia a compartir con él sus creaciones, no insistió.

Hablaron de todo: de sus películas favoritas, de cuántos hijos quería tener cada uno…

Aquella mañana, al reflexionar sobre las conversaciones que habían mantenido, Sandy se dio cuenta de lo atípico que era Zeke. Se sentía cómodo hablando de sus sentimientos y de las cosas que eran importantes para él.

Sandy lanzó una mirada al reloj que había en la repisa del baño: las seis menos veinte. Tenía que estar en el trabajo a las ocho y cuarto, y la reunión de Zeke era a las nueve. Mientras se duchaba fue repasando mentalmente las opciones para el desayuno: en casa sólo había huevos y tostadas. Tendría que pasar por el supermercado al volver del trabajo, de modo que empezó a elaborar mentalmente una lista de la compra con todo lo que necesitaba. Al salir de la bañera se envolvió en una toalla, se cepilló el cabello y se maquilló. En cuanto hubo terminado, abrió la puerta del baño y se topó con una oleada de aroma de café. Enseguida se asomó y vio a Zeke en el rincón de la cafetera. Estaba dando un sorbo a su taza mientras leía los titulares del periódico. Llevaba el pelo mojado, el torso descubierto y los pies descalzos.

A Sandy le dio un vuelco el corazón. Estaba tan sexy allí plantado y tan… en casa.

Zeke debió de notar el peso de su mirada porque levantó la cabeza.

—Buenos días, ¿te sirvo el café?

Algo avergonzada, asintió.

Él desapareció en la cocina y volvió con una humeante taza de café.

—Voy a hacerme unos huevos revueltos. ¿Cómo quieres los tuyos?

—Ya lo hago yo —se ofreció Sandy al coger la taza.

—Yo ya estoy casi vestido, y tú no. Para cuando estés arreglada, tendrás listo el desayuno, ¿los quieres revueltos tú también?

Sandy no discutió. Aquella situación resultaba tan natural, tan cotidiana, tan agradable… Se dirigió al dormitorio absolutamente enternecida.

A las seis menos cuarto de la tarde, Sandy atravesaba su portal y se dirigía al buzón para comprobar si había recibido correo. Encontró una nota de color amarillo que avisaba de la llegada de un paquete.

El vigilante de turno era Frampton. Sandy se acercó hasta su mesa con el papel en la mano.

—¿Ha llegado algo para mí?

—Sí, señorita Davis. Está aquí —el conserje le entregó un enorme jarrón con flores de colores.

—¡Son preciosas!

—Sí que lo son. Vienen con tarjeta.

No quiso abrirla delante del vigilante.

—Ya la leo arriba —dijo, y cogió el jarrón y se dirigió al ascensor.

Mientras subía a su piso, hundió la nariz en el ramo para aspirar la fragancia de las flores. Eran muy bonitas: amarillas, naranjas y de un tono marrón rojizo, muy otoñales. «¿Cómo se podía ser tan encantador?».

Cuando llegó a su puerta, agarró el ramo con un brazo mientras la abría. Atravesó la habitación y puso las flores en un jarrón que colocó en la mesa de desayuno. La tarjeta venía en un pequeño sobre de color blanco, que Sandy abrió para leer el mensaje. Se quedó paralizada. «Lamento mucho que no tuviéramos la oportunidad de charlar el sábado por la noche. ¿Por qué no quedamos? Mi número es… V. C».

«¡Dios mío! Me ha encontrado», pensó. La garganta se le quedó seca y por un instante se le cortó la respiración. «¿Qué hago ahora?».

Enseguida dirigió la mirada hacia la puerta de cristal del balcón. Las cortinas estaban cerradas de modo que era imposible que la vieran desde el ático de Cabrini. «Vale. No puede verme. Menos mal».

«¿Llamo a Zeke?». Él le había dado su número de móvil aquella misma mañana. «No, ¿para qué voy a preocuparlo cuando aún está en el trabajo?».

El olor de las flores llenaba la habitación. De repente Sandy ya no podía soportar ni verlas ni respirar el olor que desprendían, así que cogió el jarrón y se dirigió a la entrada. A cada flor le llegaba inevitablemente su fin y ella tenía la intención de acelerar el proceso de aquéllas, con jarrón y todo.

Nada más doblar la esquina, de camino al contenedor del pasillo, se cruzó con Lois Guzmán que, cargada con una bolsa blanca de plástico, atravesaba la puerta giratoria en esos momentos. La anciana la miró y le dedicó una sonrisa.

—¡Qué flores tan bonitas! —exclamó—. Esos crisantemos naranja oscuro son preciosos.

Sin pensarlo dos veces, Sandy le ofreció el jarrón con el ramo.

—¿Las quiere?

—Uy, no, cielo. Son tuyas.

—Ya, pero es que yo tengo alergia y justamente los crisantemos me van fatal —improvisó—. Iba a tirarlas, así que me encantaría que se las quedara usted.

Aunque la señora Guzmán lo dudó por un momento, en cuanto Sandy le entregó las flores hundió el rostro entre los pétalos.

—¡Son una maravilla! Te lo agradezco mucho.

—De nada, y soy yo quien se lo agradece a usted.

Conversó con ella un poco más. Como era de esperar, su vecina, que ya tenía tres hijas y un hijo casados, quería saber si Zeke tenía intenciones serias. Después de apañárselas para no contestar a la correspondiente retahíla de preguntas, Sandy logró escapar con la excusa de que tenía que ir al supermercado.

Ya de vuelta en su piso, se felicitó por la serenidad con que había sobrellevado lo de las flores. No tenía sentido llamar a Zeke al trabajo: no había nada que él pudiera hacer. Le contaría lo del ramo y lo de la tarjeta después de cenar.

Acababa de prepararse para salir cuando sonó el teléfono. Convencida de que se trataría de Zeke, dejó el bolso en la cocina y descolgó el auricular.

—¿Sí?

—¿Te han gustado las flores que te he enviado? —preguntó una voz segura y fluida.

Sandy se quedó tan sorprendida que perdió el habla.

—Pensé que te gustarían, como tu padre formaba parte del consejo de administración del Jardín Botánico… —continuó Cabrini.

«¡Dios mío! ¡Ha estado investigando sobre mí! ¿Y ahora qué digo?».

—¿Te ha comido la lengua el gato?

—¿Cómo ha conseguido mi número? —Sandy no había permitido que lo incluyeran en los listines telefónicos públicos.

—¡Uy! Te sorprenderías de lo que unos mil dólares pueden comprar hoy en día en un barrio —respondió él con petulancia.

—¿Qué es lo que quiere? —Sandy sonó algo nerviosa y, consciente de ello, se mordió el labio inferior. «Va a pensar que me da miedo. —Algo en su interior corroboró—: Bueno, es que sí te da miedo, ¿no?».

—Quiero que hablemos. He pensado que podríamos ir a cenar por ahí. En algún sitio bonito y discreto.

«¿Está loco?».

—No tenemos nada de qué hablar. No vuelva a llamarme.

Sandy colgó el teléfono con más fuerza de la necesaria e hizo un gesto de dolor al oír el ruido del golpe.

Media hora después, ya estaba en el supermercado con el carrito. Después de haberle colgado a Cabrini, había permanecido en su apartamento dando vueltas durante un cuarto de hora. Aunque había sentido la enorme tentación de llamar a Zeke, se había repetido a sí misma los mismos argumentos que la habían retenido un rato antes. No había nada que él pudiera hacer, de modo que lo mejor era esperar y contárselo por la noche.

Se alegraba de haber hecho la lista de la compra a la hora de la comida. Ahora se encontraba tan nerviosa que no era capaz de concentrarse en nada. Caminó por los pasillos como una autómata mientras llenaba el carrito con lo que aparecía indicado en la lista.

Al llegar al puesto de la carne, el dependiente y su ayudante estaban atendiendo a otros clientes. Había por lo menos otras dos personas antes que ella, así que aparcó el carro en un lado para que no estorbara al resto de compradores que se apresuraban a encontrar rápidamente algo para cenar aquel día. Cogió un número y trató de distraerse mirando los precios de otros productos. Las gambas estaban de oferta… Podía llevarse unas pocas además de los filetes que había pensado comprar.

Al cabo de quince minutos ya tenía los dos paquetes. Al ir a meterlos en el carro, descubrió en él, un producto que no le pertenecía a ella. Lo primero que pensó fue que se había confundido de carro y comprobó el resto del contenido. «No, pues sí es mi carro. ¿Qué será esto?».

El extraño objeto era negro, medía unos doce centímetros de largo y diez de ancho, era de látex y tenía forma cónica. Intrigada, Sandy lo cogió y entonces cayó en la cuenta de lo que era. «¡Dios mío! ¡Es un dilatador anal!».

De inmediato dejó caer el juguete sexual como si le quemara en las manos y miró a su alrededor avergonzada.

A un metro de ella, Víctor Cabrini sonreía jactanciosamente. Llevaba un carísimo traje negro y un abrigo a juego. Dos de sus hombres, situados a su izquierda y aparentemente ajenos al resto de clientes que se veían obligados a pasar junto a ellos, se mantenían a una cierta distancia.

La rabia no tardó en sustituir al miedo. Sandy se dirigió enfurecida hacia donde se encontraba.

—¿Cómo se atreve? —preguntó entre dientes.

—Quería conocerte, y como me has colgado el teléfono sin haberme dado siquiera las gracias por las flores, he pensado que a lo mejor preferías algo más práctico.

—Si vuelve a acercarse a mí, llamaré a la policía —al escucharse hablar con voz temblorosa, Sandy se enfureció aún más—. Es usted un cerdo.

—¿Por eso llamaste a la policía aquella vez? —respondió él con una ceja arqueada.

A pesar de los esfuerzos que Sandy realizó por no reaccionar, supo que la expresión de su cara la había delatado. No había esperado que él relacionara los hechos con tanta rapidez.

Cabrini asintió como si ella hubiera contestado a la pregunta.

—Eso me parecía. La verdad es que me molestó bastante no saber quién me había mandado a aquellos tipos de uniforme —explicó antes de acariciarle el brazo a Sandy con los dedos—. Has estado mirándome desde el balcón, ¿verdad, Alexandra?

—No…, no sé de qué me habla —tartamudeó Sandy. Aunque quería retirar el brazo, parecía tener el cuerpo paralizado, incapaz de reaccionar.

—Oh, vamos, no vayamos a empezar nuestra relación con una mentira. Los dos sabemos que has estado espiándome. Debería estar enfadado contigo, pero no lo estoy. —Cabrini le lanzó una mirada lasciva mostrando los dientes que contrastaban con su tez color aceituna—. Creo que me gusta la idea de que haya una mujer como tú mirándome mientras me follo a una de mis putas.

Aquellos comentarios obscenos rompieron por fin el estupor que la mantenía paralizada. Trató de retirar la mano, pero él la tomó por la muñeca con fuerza.

—Todavía no, Sandy. No te he dado permiso para que te vayas. Veo que tienes mucho que aprender —la recorrió con la mirada de arriba abajo—. Me juego lo que quieras a que ese enorme culo blanco que tienes se pone de un precioso tono rojo con unos azotes.

Las palabras de Cabrini le recordaron a Sandy que ella no era la muñequita y que no se encontraban a solas en el ático de aquel hombre.

—Señor Cabrini, si no deja usted que me marche ahora mismo, voy a gritar. Pueden acusarlo de acoso por haberme puesto las manos encima. De modo que, ¿qué piensa usted hacer?

Cabrini parpadeó como si estuviera sorprendido. Le soltó la mano y se dirigió a los hombres que esperaban detrás de él:

—Uy, Augie, la gordita tiene genio.

—Ya le cortarás las garras, Vic —sentenció el más alto de los dos torreones—. La tendrás comiendo de tu mano dentro de nada.

Sandy giró sobre sus tacones y volvió donde estaba su carro. Al llegar, cogió el dilatador y se lo lanzó a Cabrini, quien, rápido como una serpiente, se hizo con él al vuelo y se lo pasó a sus hombres como si nada. El más bajito lo recuperó y se lo metió en el bolsillo.

—Jefe, voy a guardármelo para que puedas usarlo con ella más adelante.

—Ya nos veremos, Alexandra —se despidió Cabrini antes de indicar con un gesto a sus hombres que la siguieran.

Los tres se retiraron atravesando la sección de congelados en dirección a la entrada del supermercado.

Sandy miró a su alrededor con la intención de comprobar si alguien había sido testigo del encuentro: los dependientes parecían ocupados en sus tareas. Así que empujó el carro hasta la zona de los cereales y luego se desvió para no ir por el pasillo que habían recorrido Cabrini y sus hombres.

Estaba temblando. El absurdo incongruente de toparse con tres mafiosos en medio de un supermercado resultaba mucho más aterrador que haberlos visto en la calle. Pensar en el descaro de aquel acto hizo que perdiera el aliento por un instante.

Ajena a la potente luz del supermercado y a las estanterías repletas de latas y de cajas, Sandy decidió dirigirse rápidamente a la salida. Sólo pensaba en llegar a casa tan pronto como fuera posible. Allí podría cerrar la puerta a cal y canto, y esperar a que llegara Zeke.

Si no hubiera habido cajas abiertas, Sandy habría abandonado la compra allí mismo para poder salir escopetada. Sin embargo, uno de los cajeros le hizo una seña. Perpleja como estaba, Sandy no se vio capaz de discutir, así que se limitó a sacar los productos del carro y colocarlos en la cinta transportadora. En unos pocos minutos ya se encontraba fuera, en el aparcamiento. Miró a su alrededor.

Si bien sabía que era probable que aquel miedo fuera irracional, temía que Cabrini o sus hombres pudieran estar esperándola al lado de su coche a la salida. Podría llamar a Zeke. Seguro que vendría a recogerla inmediatamente. Sin embargo, cabía la posibilidad de que quisiera perseguir a Cabrini y acabara muerto.

—Disculpe, señora, ¿necesita que le eche una mano con las bolsas? —un adolescente interrumpió sus pensamientos para ofrecerle ayuda.

¿Se arriesgaría Cabrini a herir a aquel muchacho al tratar de ir a por ella? Sí, seguro que sí. Sin embargo, no era probable que lo hiciera con todos aquellos testigos a su alrededor.

—Pues, sí, por favor —le contestó al chico, mientras se decía a sí misma que le tendría que dar una buena propina, como si eso compensara lo de ponerlo en peligro.

Juntos, Sandy y el chico caminaron hacia su coche.