40 Me cuesta tanto olvidarte
Me miro en el espejo; mis ojos están hinchados de tanto llorar y en dos horas tengo que entrar a trabajar. Me ducho con agua fría y dejo que caiga sobre mi cara, en un intento de bajar la congestión.
La inercia de años de rutina me ayuda con el ritual de prepararme para ir a la oficina. El cansancio ha adormecido algo el dolor, envolviéndome en una especie de apatía, si no fuera por mi inmensurable tristeza parecería que me he tomado un valium. Valium... una imagen de él apoyado en su coche a la salida del hospital viene a mi mente, el recuerdo golpea mi estómago. Sacudo la cabeza, me insulto y me aclaro el pelo.
Cuando salgo a la calle está lloviendo. La ola de calor ha llegado a su fin y el día es frío y gris; un reflejo exacto de cómo me siento.
Intencionadamente, llego media hora antes a la oficina. Una vez en mi mesa suspiro aliviada, no me he cruzado con nadie. Veo que la puerta del despacho de Esteban está abierta, él ya ha llegado. Guardo mi bolso en su lugar y hago un esfuerzo para no arrastrar los pies hasta allí.
Tan solo con mirar la cara de mi jefe se me forma un nudo en la garganta. «¡Abril, compórtate!», me grito interiormente, pero no tengo ni idea de si podré hacerlo. Es aquí, de pie frente a él, cuando me doy cuenta de que en realidad no sé lo que sabe, ¿le habrá contado que hemos... que he roto con él?
—Buenos días, Abril. —Me sonríe cordial, no parece enfadado conmigo.
—Buenos días, señor Ballester —respondo, sin atreverme a contradecirlo.
—Esteban, por favor —me corrige como siempre—. Me alegra que hayas venido más temprano, así podemos tratar el tema que tenemos pendiente antes de que lleguen los demás.
—Me gustaría disculparme primero por mi indiscreción, espero que los problemas que vaya a causarme no le afecten a usted. Sepa que pongo mi cargo a su disposición, si se siente incómodo conmigo pediré un traslado voluntario.
Él se pone de pie y se dirige hacia mí, apoya una mano en mi hombro.
—Sabes lo mucho que valoro tu trabajo, ¿verdad? Lo que haya pasado con mi hijo no afecta para nada la opinión que tengo sobre ti. Quiero ayudarte porque te aprecio muchísimo, valoro tu profesionalidad y porque Robert me lo ha pedido. —El suelo parece temblar bajo mis pies cuando escucho su nombre, intento guardar el equilibro y las formas. Esteban continúa—: Quiero que sepas cual va a ser mi versión de los hechos. He pensado en lo que puede ser más conveniente, espero que no te moleste. Diré que conocía y aprobaba vuestra relación, también que habéis roto de mutuo acuerdo, e intentaré que la gente no te moleste diciéndoles que estás un poco sensible con el tema. Al ser la relación consentida y al estar ya rota, no tendría que haber ninguna suspicacia a que continúes trabajando para mí. Laboralmente, es lo más conveniente ahora.
—Me parece bien, no les será difícil creerlo —respondo, sin darme cuenta de que lo hago en voz alta.
—Se te ve muy triste, Abril —dice con tono compasivo—. ¿Preferirías tomarte más días libres?
Podrías cogerte todas las vacaciones ahora, si quieres. Todavía te quedan tres semanas.
Levanto la vista para mirar al señor Ballester, al padre del hombre que amo y al que he partido el corazón.
—Prefiero enfrentarme a esto ahora, si no le importa. Mi rendimiento será el mismo de siempre.
—No lo dudo, no lo dudo... —asegura, mientras se da la vuelta y vuelve a su asiento—, pero si en cualquier momento sientes que la situación te supera, puedes solicitar las vacaciones cuando quieras.
—Gracias, Esteban.
—De nada. Jesús no tardará en llegar. Hoy tenemos un día tranquilo, así que podréis hacer la transición de responsabilidades tranquilamente. Cuando te pongas al día con él, ven y te pasaré la información de las cosas de las que me he encargado personalmente. En cuanto llegue dile que entre inmediatamente en mi despacho, que es muy urgente, por favor. Eso es todo.
—De acuerdo.
—Bienvenida otra vez.
—Gracias.
Salgo del despacho.
—¡Abril! —Jesús está ya en mi mesa.
—Hola, ¿cómo ha ido todo?
Me mira durante unos segundos, supongo que percatándose de mi patético aspecto, está claro que el maquillaje no ha conseguido ocultarlo. Joder, tengo que esforzarme más..., o no..., en realidad no me importa.
—¿Estás bien?
—Claro —le miento descaradamente—. El señor Ballester quiere verte inmediatamente en su despacho.
Asiente y entra al despacho sin decir nada más.
Me siento en mi silla. Supongo que Esteban estará poniendo al corriente de mi vida privada a Jesús; en realidad, es la estrategia más inteligente, ya que él se encargará, sin que se lo pida nadie, de informar al resto de la oficina.
Miro al frente, hacia la puerta —parece que últimamente toda mi vida gira alrededor de las malditas puertas— y, sin llamar, él se cuela en mis pensamientos. La piel se me eriza, como si realmente estuviera en la habitación, y me echo a llorar... otra vez...
Corro hacia el baño a esconderme, y al instante me doy cuenta de mi terrible error. Acaricio por un momento el mármol del lavamanos, no me atrevo ni a respirar. Recuerdo el momento en que nuestros ojos se cruzaron a través del espejo, cuando creía estar volviéndome loca por aquella atracción enfermiza y, después, las cuatro palabras que lo cambiarían todo: “Yo también lo siento”. Fue en aquel momento cuando derribó todas mis barreras, cuando aun sin conocerlo, tuve la certeza de que podía confiar en él.
«¡Basta!» Me seco con rabia las lágrimas, enfrentándome conmigo misma en el espejo. «Tú te lo has buscado, idiota». Mis ojos me miran con desprecio, me doy la vuelta enfadada y vuelvo al despacho.
Jesús me espera en mi mesa.
—¿Estás bien, Abril? —pregunta de nuevo, preocupado.
—No mucho —confieso con hastío—. Cuéntame cómo tenemos el trabajo, por favor.
No insiste, y pasa el resto de la mañana hablando sobre informes, reuniones, mostrándome gráficos... Y yo no soy capaz de escuchar ni una sola palabra. Dos horas más tarde, paso al despacho del señor Ballester; intenta ponerme al día de las nuevas inversiones, algo de lo que solo nos ocupamos él y yo... Me esfuerzo, juro que me esfuerzo, pero mi mente es un hervidero, tengo que hacer malabarismos para controlar recuerdos, lágrimas y autorreproches, y eso absorbe toda mi atención.
Al fin mi jornada laboral infernal termina. Me siento ligeramente agradecida al darme cuenta de que nadie ha venido a cotillear sobre el tema que ha debido de ser estrella en la oficina. Mis compañeros se han limitado a enviarme correos electrónicos de bienvenida, mi jefe y Jesús han debido hacer bien su trabajo.
Como la cobarde que soy, salgo de la oficina media hora más tarde —a pesar de las ganas que tengo de volver a casa—, para no tener que enfrentarme a nadie. En la calle, Dani y Sandra me están esperando.
Cuando las veo tengo que disimular algo terrible, al darme cuenta de que no me apetece pasar la tarde con ellas. Lo que realmente deseo es entregarme a los brazos de mi autocompasión, asirme a su camisa y tirarme en mi cama... Pero tendrá que ser más tarde.
—Oh, nena. Tienes un aspecto horrible —suelta Dani antes de abrazarme.
—Gracias, cariño, me alegra no poder decir lo mismo de ti.
En sus brazos me siento agradecida de repente, pero temo echarme a llorar, así que la suelto inmediatamente y le doy también un abrazo rápido a Sandra. Aun así, cuando vuelvo a mirarlas, todas tenemos los ojos al borde de las lágrimas.
—Vale, vamos a casa antes de que montemos el numerito delante de tu oficina.
Extremoduro canta A fuego a todo volumen en el coche, es uno de nuestros grupos de música Rock favoritos y, a pesar de mi estado de ánimo, no puedo resistirme a tararear la canción y seguir el ritmo con la pierna. Pero pronto, las letras irreverentes de Robe me recuerdan a él... Respiro hondo y sigo cantando para disimular, esforzándome para que no me engulla el vacío que se ha formado en mi estómago.
—La verdad, chicas, no me apetece nada de nada hablar... —confieso, nada más cerrar la puerta de casa.
—Perfecto, no tenemos por qué hablar de nada en especial, mientras tengas alcohol —responde Dani, dirigiéndose al mueble bar. Alza el tequila y mueve rápidamente las cejas arriba y abajo.
El gesto me resulta familiar...
—¿Emborracharnos? —pregunto, ahuyentando mis recuerdos.
—Por supuesto que vamos a emborracharnos, es el top ten del manual del mal de amores, ¿no lo has leído nunca? —replica Sandra, mientras saca su iPod del bolsillo y lo conecta a la cadena de música.
Aretha Frankling empieza a cantar It's rayning men, mientras Daniela prepara un plato lleno de rodajas de limón, el salero y los chupitos.
Las tres nos acercamos a la encimera y levantamos nuestros vasos.
—Por las amigas —brindo, intentando contener la emoción.
—Por las amigas —repiten las chicas al unísono, y procedemos a hacer la ceremonia del tequila: sal, trago y limón.
¡Dios! ¡Cómo quema!
—Otro, ¡ya, del tirón! —Dani vuelve a llenar los vasos, preparamos la sal.
—Por Aretha Franklin —grita Sandra.
—Por Aretha —coreamos Dani y yo, luego las tres volvemos a ingerir la ardiente bebida.
He perdido la cuenta de los chupitos que nos hemos tomado, pero hemos llegado a brindar hasta por el inventor de papel higiénico húmedo. Han sido los suficientes para que ahora esté llorando, abrazada a su camisa, y tirada en la cama sin remordimientos, sin importarme que me estén observando. Mis amigas han acudido a mi lado solícitas en cuanto me he derrumbado, como si eso fuera lo que estaban buscando.
—Es peor de lo que imaginaba —confieso entre sollozos.
—Oh, Abril...
—Tendríais que haberlo visto, mi pobre niño... Lo destrocé.
—Yo lo vi —susurra Sandra, indecisa.
—¿Cuándo? —Levanto mi regado rostro hacia ella.
—Estaba en el ático de David cuando llegó.
—¿Cómo estaba?
—Triste, pero tranquilo. La verdad es que lo avergonzamos un poco... Me pilló montada encima de David.
—¿Montada montándole? —pregunta Dani con voz chillona.
—No, no; solo nos estábamos besando. En realidad lo estábamos esperando. Lo siento, Abril, pero le conté a David tus planes para que estuviera preparado por lo que pudiera encontrarse. —Asiento encogiéndome de hombros—. El caso es que intentó escabullirse a su habitación, pensando que nos había interrumpido, y nosotros lo seguimos hasta allí. Yo me despedí enseguida, él parecía agotado y se notaba que había estado llorando.
—Espero que pueda perdonarme, aunque... ni siquiera sé si seré capaz de perdonarme a mí misma.
Solo espero que él no se sienta como yo. —Estallo en lágrimas otra vez.
—¿Sabes que puedes echarte atrás? Llámale y dile que has cambiado de opinión —propone Sandra.
—¿Y qué gano con eso?, ¿tiempo? —replico enfadada—, sigo sin verle futuro.
—¿Y qué futuro tienes ahora? ¿Acaso es mejor esto? —alega Dani.
—¿Y su futuro?
—Por lo que yo sé, él tenía bastante claro cual quería que fuera su futuro.
—Basta, por favor, ¡basta! No quiero seguir discutiendo esto, por favor.
—De acuerdo —accede Dani—. Tranquila, lo siento.
Mis amigas guardan silencio, a mí se me revuelve el estómago y tengo que salir corriendo al baño.
Vomito todo el alcohol que he tomado que, por otro lado, era lo único que había metido en el cuerpo en todo el día; luego me acompañan de vuelta a la cama.
La alarma del despertador nos sobresalta a las tres: resacosas, vestidas y hechas un amasijo de brazos y piernas. Dani corre a apagarlo.
—¡Dios mío! —Me quejo mientras salto el cuerpo de Sandra, me levanto y me sujeto las sienes.
Voy directamente al armario de la cocina para coger un paracetamol. Los recuerdos me sorprenden con la guardia baja, probablemente debido a mi resaca: el camino a la perdición y sus manos mágicas... El llanto llega tan rápido que hasta me sorprende, a los dos segundos tengo a mis amigas a mi lado.
—Tranquila, cielo. —Sandra me abraza, Dani me acaricia el pelo. Me permito el lujo de sentir el consuelo de sus brazos durante un minuto.
—¡Ya! No tengo tiempo para esto. —Me aparto de mis amigas, molesta conmigo misma—. Tengo que ir a trabajar.
Me tomo el comprimido y me doy una ducha.
No dudo de las buenas intenciones de las chicas anoche, pero está claro que emborracharnos no fue buena idea. Hoy siento el dolor de la pérdida multiplicado por mil, la debilidad de mi cuerpo me resta fuerzas para combatir un nuevo día.
Da igual las veces que me repita que tengo que seguir con mi vida, que solo necesito tiempo para superarlo; no importa que me obligue a dar un paso, y luego otro, aunque mis zapatos parezcan de plomo, con la esperanza de que poco a poco sea más sencillo caminar; porque la verdad es que no quiero que mis heridas dejen de sangrar, no lo merezco. El dolor que le causé al dejarlo me pesa como una losa, y los motivos que tenía para hacerlo no me consuelan en absoluto. ¿O en realidad solo me escudo en lo que me duele su dolor, para encontrar justificación al mío? Dudo de todo y no tengo ganas de nada. Lo único que sé con certeza, es que quiero tirarme en la cama y llorar para siempre, abandonarme a mi pena, hundirme en ella... Pero sé que mis amigas no me permitirán que me hunda tranquila en mi mierda, sino que estirarán de mi brazo, incansablemente, aunque no puedan sacarme de ella.
En la oficina, una rosa con un lazo a rayas rojas y amarillas decora mi mesa, mi jefe me regala una todos los años para Sant Jordi. Entro en su despacho para agradecérselo.
Cuando vuelvo a mi sitio contemplo con hastío la montaña de papeles sobre mi mesa, no tengo ganas de mirarlos. Por más que trate de hacerlo, no consigo recordar qué era lo que me gustaba de mi trabajo. Miro los números en la pantalla y no me dicen nada, no soy capaz de concentrarme, ni si quiera tengo ganas de intentarlo. Sin embargo, a pesar de mi apatía, sé que mis obligaciones no permiten que me dedique a mirar las musarañas. Aún así no soy capaz de mirar hacia otro lado; lo intento, sin fuerzas ni motivación, pero lo intento, y no consigo concentrarme, es tan frustrante...
Cuatro horas más tarde golpeo la puerta de mi jefe.
—Adelante.
—Perdona que te moleste.
—No es molestia, Abril, siéntate.
No le hago caso, me acerco algo a la mesa pero me quedo de pie.
—Voy a aceptar tu oferta, Esteban. Quiero cogerme las semanas de vacaciones que me quedan.
—Abril... —Mi nombre se queda flotando en el aire, sus ojos se llenan de compasión, parece contenerse para no acercarse y consolarme—. Me parece bien.
—Gracias.
—¿Crees que sería muy inapropiado que te hiciera una pregunta? —Lo miro muerta de miedo por lo que pueda decir, pero asiento y espero—. ¿Le quieres?
Tal como hace la pregunta, las lágrimas pinchan mis ojos, dos de ellas se desbordan. Solo consigo asentir mientras lucho por detener al resto. Él se levanta y apoya su mano en mi hombro.
—Allí no tiene móvil, pero puedo darte el teléfono de su casa en Jaipur. Sé que le haría muy feliz que lo llamaras.
Y porque decirle que no, me haría dar más explicaciones —o al menos eso es lo que me digo a mí misma—, asiento y él lo escribe y me entrega el papel.
—Gracias, Esteban.
—Por si sirve de algo, quiero que sepas que tienes el beneplácito de Maribel y mío. —Sus palabras me hacen intuir que no conocen toda la historia, no tengo ni idea de lo que él les habrá contado, pero dudo muchísimo que tenga el beneplácito de Maribel; sé que ella piensa que su hijo no puede ser feliz teniendo una vida vulgar, y eso es lo único que yo podría ofrecerle—. Espero que encuentres la paz estos días —me desea, conteniendo la emoción, luego me abraza. Aprieto los ojos para conseguir detener el torrente líquido que quiere sustituir a mis tímidas lágrimas.
—Gracias —consigo articular.
Da un paso hacia atrás y vuelve a su asiento.
—Vete ya a casa si quieres, yo me ocupo de todo.
—Gracias... Por todo —insisto emocionada, ojala fuera capaz de explicarme.
Él asiente, entendiéndome.
—Descansa, reflexiona y, sobre todo, cuídate mucho.
Al salir de la oficina aviso a las chicas por WhatsApp para que no vengan a buscarme al trabajo.
Intento convencerlas de que no hace falta que vengan a casa, de que disfruten del día de Sant Jordi en la rambla, como solemos hacer todos los años, pero por sus evasivas sé que no van a hacerme ni caso.
Tal como entro en mi piso me siento aliviada; mi casa es mi refugio y mi purgatorio. Agradezco la soledad y el no tener que esforzarme para no llorar, poder abandonarme plácidamente a mi pena. Me doy permiso para estar triste y me siento liberada. Cierro los ojos e invoco su recuerdo susurrando su nombre en voz alta: —Robert...—. Y como si de una palabra mágica se tratara, por primera vez desde que lo dejamos consigo evocarlo sonriendo, con ese brillo granuja en la mirada. No puedo evitar devolverle la sonrisa. Dos lágrimas ruedan por mis mejillas de forma perezosa, esta vez la pena tiene un regusto agridulce, su recuerdo me reconforta.
Voy más allá, me acerco al equipo de música y busco la canción que —me doy cuenta ahora— llevo tarareando e intentando ignorar desde hace dos días. El piano empieza a sonar, la vieja canción de los ochenta de Mecano parece escrita para mí.
“Un clásico”. La voz de Robert se guasea en mi cabeza, haciéndome sonreír.
Me abrazo a mí misma y me balanceo mientras tarareo la canción: —“...la cara oculta es la resulta, de mi idea genial de echarte, me cuesta tanto olvidarte... ”—. Siento cada palabra como si fuera una confesión. La dulce nostalgia va convirtiéndose en la angustia habitual: —“...y aunque fui yo quien decidió que ya no más, y no me cansé de jurarte, que no habrá segunda parte, me cuesta tanto olvidarte...” —. Antes del final, ya estoy acurrucada en el suelo, detrás del sofá, cantando la canción en un susurro lloroso. La siguiente, esta vez elegida de forma aleatoria por el iPod, es Si tú no estás de Rosana. Me planteo si levantarme y apagarla, pero decido dejarla y torturarme un poquito más. Como una penitente, me dispongo a flagelarme por mis pecados.
Al levantarme del suelo mis ojos reparan en la cámara, que descansa al lado del ordenador, donde la dejamos después de imprimir las fotos el viernes por la noche. Me acerco al escritorio y entonces veo sobre la bandeja la fotografía que me hizo él; debió de imprimirme una copia cuando hizo las suyas.
Soy solo una sombra de perfil mirando a través de una ventana. A pesar de que la foto fue tomada en un momento de felicidad, la imagen desprende un aire extraño de melancolía. La mujer de la ventana parece perdida en sus recuerdos, vive en ellos. Cojo aire y miro la foto que hay debajo; su imagen, aunque de espaldas y a contraluz, me emociona sobremanera. Un pensamiento espontáneo me hace desear haberle hecho más fotos, luego me recrimino: «¿Para qué? ¿Para hacerlo más duro?». Y mientras contemplo su pelo revuelto decido que sí, para poder ver su hermoso rostro, aunque lo hiciera más duro. Me percato de que la foto tiene irregularidades en la parte de abajo, como si alguien hubiera escrito por detrás... Se me para el corazón, le doy la vuelta y la caligrafía azul lo pone en marcha de nuevo:
Saludaré todas las mañanas al amanecer de tu parte.
Suena el timbre de la puerta. Me seco las incipientes lágrimas y la abro pensando que es alguna de mis amigas, que también se ha escapado antes del trabajo, pero me encuentro a un mensajero con un enorme ramo de rosas y espigas, un paquete envuelto en papel de regalo, y una bolsa del Starbuks.
Firmo la entrega y lo recojo todo.
El ramo tiene una tarjeta, otro mensaje de Robert:
Feliz Sant Jordi, princesa.
Se me encoje el corazón al pensar que ya no estaré contigo cuando recibas el regalo, ya te echo de menos...
Contén al dragón hasta mi regreso, y recuerda cuánto, cuánto te amo.
Robert.
Adjunto: Millones de besos con sabor a Frappuccino. Un muffin de chocolate (aunque para ganártelo antes tendrás que usar el cajón del tesoro;) ¡no hagas trampas!). El libro es para mí, me lo he comprado de tu parte; puedes leerlo, pero hazlo pronto, porque volveré a buscarlo antes de que te des cuenta.
Pd. TE QUIERO, TE QUIERO, TE QUIERO Dios... No puedo dejar de llorar. Me doy cuenta, por lo que me dice en su nota, que debió preparar todo esto antes de nuestra última cita, ya no lo merezco. Aun así, me tomo el Frappuccino y me como el muffin (haciendo trampas), en un mar de lágrimas. Desenvuelvo el libro y leo el título: La sombra del viento. Acaricio la portada con cariño recordando la preciosa historia que guarda dentro, es uno de mis libros favoritos.
No sé exactamente qué me mueve a hacerlo, ni siquiera deseo analizarlo, pero me encuentro en el ordenador mirando fotos de Jaipur. Voy mirando una por una las imágenes, imaginándomelo allí, rodeado de toda esa exótica belleza; mientras, lloro e intento repetirme todos los argumentos que tenía para dejarlo y, de pronto, me doy cuenta de algo, es como una revelación: Mi mayor temor era que no encajáramos uno en la vida del otro, pero ahora que él se ha ido, soy yo la que no encaja en mi vida.
Todo es ya diferente, su amor me ha cambiado, el dolor por mi renuncia ha hecho que todo lo demás carezca de sentido.
El timbre de la puerta vuelve a sonar. Esta vez son las chicas, que entran arrolladoras, abrazándome y blandiendo bolsas de comida; han traído chuches y helados.
—No sé qué pensar de que hayas vuelto a cogerte vacaciones... —me suelta Dani a bocajarro—, no tengo claro que eso vaya a ayudarte, Abril.
—Estos dos días los he pasado sentada delante de un folio en blanco, era una irresponsabilidad quedarme.
Ella asiente con el ceño fruncido, dándome la razón a regañadientes.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—No tengo ningún plan.
—Bueno, yo tengo un plan para esta noche —interviene Sandra, desviando la atención de la bronca que parecía que iba a caerme—. Ya que todas estaremos de acuerdo en que esta mañana con resaca ha sido un infierno, he traído una peli.
—¿Y esas flores? —pregunta Daniela, al ver el ramo sobre la mesa de centro.
—Acaban de traérmelas, son de Robert. Debió encargarlas el sábado por la mañana...
Me contemplan un instante, puedo ver en sus rostros cómo van tragándose todos los comentarios que se abstienen de hacerme.
—¿Quieres hablar de ello? —Sandra habla por fin.
Niego con la cabeza, ellas se miran y vuelven a moverse. Desparraman en la mesa las bolsas de dulces y tres helados de litro.
—¿Qué peli has traído?
Sandra saca un DVD del bolso y me enseña la carátula, Johnny Depp y Marlon Brando comparten portada.
—No me suena... ¿No será una comedia romántica, verdad? No tengo el cuerpo para eso.
—Me la ha recomendado David, creo que va de psiquiatras, será un thriller —aventura.
No es un thriller para nada, aunque al principio tampoco me parece una comedía romántica al uso; es la historia de un hombre al que encierran en un psiquiátrico después de un intento de suicidio, y que se cree la reencarnación de Don Juan. Pronto, mis lágrimas empiezan a correr por mis mejillas, escuchar a Johnny Depp decir que es el mejor amante del mundo o que su misión en la vida es dar el placer más intenso a las mujeres, son demasiadas coincidencias para mí.
Pasada la primera hora, ya no tengo duda: es una película romántica; de hecho, no podría serlo más.
De todas formas continúo mirándola entre sonrisas y lágrimas, arropada por mis amigas, mientras nos atiborramos de helado.
En un momento dado, mi ánimo empieza a cambiar; mi amargura se disipa, contagiada por el ambiente mágico de la historia. Cuando llega el gran final, mientras la música de Bryan Adams hace suspirar a mis amigas, yo seco mis lágrimas de forma decidida y me vuelvo hacia ellas. Las dos ven la resolución en mi mirada y preguntan intrigadas al unísono: —¿Qué?
Y por primera vez en tres días, en mis labios se dibuja una auténtica sonrisa.