3 Arráncamelo

Ya es oficial, los efectos nocivos del calentón no tienen remedio.

Han pasado nueve horas, ¡nueve horas!, y sigo sintiendo mi cuerpo como si no fuera mío. La necesidad nubla mi mente; cada movimiento, por pequeño que sea, hace que mis músculos se agiten de forma sinuosa y sensual. Soy como Sigourney Weaver en Los Cazafantasmas, poseída por el lascivo espíritu de la guardiana de la puerta.

Si mañana esto sigue así, tendré que buscarme un psicólogo (la vocecita de Sandra, que aparece de repente dentro de mi cabeza, replica: “O echar un polvo”. La ignoro).

Cuando por fin he llegado a casa, he intentado solventar el problema por mí misma, pensando que aliviándome podría recuperar mi capacidad de razonar. Pero el encuentro con mi vibrador, a pesar de haber sido satisfactorio, no ha disminuido ni un ápice mi acaloramiento.

Parece que Robert no solo me ha dejado en este lamentable estado de excitación, sino, que además, ha grabado a fuego el inquietante azul de sus ojos en mi subconsciente. Su recuerdo me asalta por sorpresa a cada momento, avivando la hoguera que ha encendido en mis entrañas.

Son las nueve menos cuarto de la noche, Arturo tiene que estar a punto de llegar.

Mi Pepito grillo interior me advierte que debería cancelar mi cita, que en mi estado, la cosa solo puede terminar de una manera..., pero la guardiana de la puerta, con una sonrisa malvada y relamiéndose los labios, pisa y aplasta con uno de sus zapatos de tacón de aguja al desdichado bichito y luego me sonríe a través del espejo.

Contemplo el vestido color rojo que he elegido, tiene un pronunciado y ceñido escote en pico que realza mis pechos, pero el detalle que hizo que me enamorara de él está justo detrás, en la espalda; la tela cae de forma ahuecada en una cascada, dejando al descubierto mi piel desnuda hasta más abajo de la cintura.

—¿Te gusta? —le pregunto a Sombra, que me observa atento desde la cama. Él maúlla como respuesta, le sonrío y vuelvo la vista al espejo.

Al mirarme mejor por detrás me doy cuenta, molesta, de que la goma del culotte se marca bajo la ligera tela. Le frunzo el ceño a mi trasero y decido quitármelo. Deslizo con deliberada lentitud las manos por mis piernas, apreciando la suavidad de mi piel bajo la yema de mis dedos hasta quitarme la prenda, y la lanzo sobre la cama. Sonrío al comprobar que ahora está perfecto, y de forma distraída pienso que el vestido describe a la perfección mi estado de ánimo, solo le falta una inscripción que diga: “Arráncamelo”.

La palabra golpea de repente mi conciencia. ¿Qué estoy haciendo?, ¿he perdido por completo la cordura? Arturo tendría que estar ciego para no leer las señales que lanzo con este vestido, por no hablar del brillo febril de mis ojos o el extremo rubor de mis mejillas...

Tengo que cambiarme de ropa.

Abro el armario para buscar algo menos indecente, pero el timbre de la puerta suena, ¡aquí arriba!

Miro el reloj, ¡son las nueve! ¡Ay, Dios mío! ya no hay tiempo.

Me lanzo a la cama a por mis bragas —asustando al gato, que huye despavorido—; cuando voy a ponérmelas, me percato de que he dejado el vibrador secándose encima de la cómoda. Horrorizada, abro el último cajón y lo escondo ahí, ya lo guardaré en su sitio más tarde.

Intento ponerme las bragas mientras me dirijo a la puerta; los zapatos de tacón y los saltitos son mala combinación, tropiezo y no caigo al suelo gracias a que me da tiempo a apoyarme en el sofá, se han enredado en el tacón. El timbre suena de nuevo, me incorporo y vuelvo a caminar, intentando esta vez lanzarlas del zapato sacudiendo el pie en el aire, pero no hay manera. Cuando llego a la puerta, acalorada por el esfuerzo, me apoyo contra ella y consigo desenredarlas usando las dos manos, las fulmino con la mirada antes de esconderlas dentro del jarrón del recibidor, y abro la puerta con una sonrisa.

Arturo está guapísimo.

Lleva un traje negro de raya diplomática con un corte exquisito; entre las solapas de la americana asoma la camisa, de un precioso gris perla, partida por la mitad por una estrecha corbata negra. El traje se ciñe a su cuerpo mostrando toda su envergadura. Está realmente atractivo.

Le dedico una dulce sonrisa, evitando relamerme. ¿Cómo he podido resistirme hasta ahora? Me siento como si lo mirara por primera vez, y me gusta lo que veo.

—Buenas noches —lo saludo, comiéndomelo con los ojos.

Él parece sorprendido y me contempla de forma apreciativa, sin decir nada.

Me acerco. Apoyo mis manos en su pecho con intención de darle un casto beso, pero mi cuerpo reacciona de forma salvaje al sentir el calor de su aliento sobre mis labios, y no sé muy bien cómo, mi lengua acaba enredada en la suya y mis manos incrustadas en su trasero.

«Ops».

—Muy buenas noches —responde, cuando me separo de él.

Sus manos no abandonan mi cintura, pero se aparta un poco e inclina ligeramente la cabeza hacia un lado. Me mira con los ojos entornados, hay excitación y desconcierto en ellos. No sé lo que encuentra en los míos, pero puedo ver como las dudas de los suyos se disuelven en el líquido del deseo, justo antes de que me alce, levantándome del suelo, apretándome contra su enorme cuerpo y besándome con total abandono.

Arturo no hace preguntas, ni cuestiona el repentino cambio en mi comportamiento, comprende mi estado de ánimo y lo acepta encantado, definitivamente, este hombre sabe captar las señales.

Una vez dentro, me baja sin dejar de abrazarme, se acerca a mi oído y susurra: —Me encanta este vestido.

Dos de sus dedos se deslizan por mi espalda desnuda, dibujando la línea de mi columna vertebral, se detienen cuando encuentran la barrera del vestido y despliega su mano sobre mis lumbares, apretándome más contra él. Sus besos nublan mi mente, sacian y reavivan al mismo tiempo la avidez de mi cuerpo. En lo único que puedo pensar es en conseguir aplacar esta ansiedad insoportable, casi dolorosa, y él parece más que dispuesto a ayudarme.

Tiro de su americana sin abandonar su boca, con gesto impaciente, y empiezo a desabotonar su camisa. Él se aventura más abajo de mi cintura y gruñe al percatarse de la ausencia de mi ropa interior, su beso se vuelve más voraz si cabe. Yo me canso de pelear con los dichosos botones y tiro de ella, consiguiendo que al fin se abra. Mis manos asaltan su enorme pecho, ávidas de su calor.

Hemos debido movernos porque, de repente, siento el sofá presionando la parte trasera de mis piernas. Él se separa un momento de mí y, mirándome a los ojos, cuela sus manos debajo de mi brazo, hacia la cremallera de mi vestido. Yo me estremezco.

—No puedo creer en mi suerte, Abril —confiesa, al tiempo que baja despacio la cremallera, acompañando el gesto con una sonrisa provocativa—. Me alegra que por fin hayas decidido dejarte llevar.

Dejarme llevar...

Cierro los ojos, abandonándome a la deliciosa sensación que provoca su boca en mi cuello y, tras mis párpados, me acechan de nuevo unos penetrantes ojos azules; los contemplo tan claramente como esta mañana, me afectan del mismo modo, enardeciendo las llamas que crepitan en mi interior. Por un segundo me entrego de forma inconsciente a la fantasía de que es él quien me toca... Las sensaciones se multiplican y gimo en voz alta.

—He soñado tantas veces con tenerte así...

La voz de Arturo me hace volver a la realidad. En algún rincón de mi conciencia me siento culpable, pero la avidez de mi cuerpo es desenfrenada, el deseo demasiado apremiante para poder hacer algo al respecto... y me entrego sin escrúpulos.

Sus labios descienden hasta mi clavícula al mismo tiempo que sus manos bajan el vestido hasta mi cintura, su boca desciende por mi piel hasta llegar a mis pechos desnudos.

—Dios mío... Joder... —Mi voz es apenas un gemido incomprensible.

Las piernas empiezan a fallarme y me dejo caer en el sofá.

Me retuerzo para deshacerme de mi vestido de manera apremiante, él me observa con los ojos cargados de deseo mientras desabrocha su pantalón y lo baja, junto a sus bóxers.

Joder, desnudo es... imponente.

—Tienes un cuerpo precioso —susurra, colocándose con cuidado sobre mí, acomodando sus rodillas entre mis piernas.

Una sensación de agobio, con regusto a pasado, me invade al sentirme prisionera bajo su cuerpo.

—¡Espera!

—¿Qué?

—Déjame ponerme encima.

Cambiamos de posición. Pongo las rodillas a ambos lados de sus caderas y me inclino sobre él... Ya está, la sensación de angustia ha desaparecido, sin pensar más en ello me dejo llevar de nuevo por el deseo.

Nos besamos con urgencia. Mis brazos rodean su cabeza, sus manos recorren mi cuerpo; acaricia mis pechos, mi estómago, hasta llegar a mi sexo. Hunde un dedo entre mis húmedos pliegues, yo me remuevo, empujando contra él para sentir mejor la presión de su mano.

—¿Protección? —pregunta, jadeante.

—Tomo la píldora.

Él sonríe y vuelve a besarme. Sus manos están ahora en mi cintura, yo me apoyo en sus pectorales y, moviendo las caderas, busco su miembro; él se ayuda con la mano y cuando lo siento en mi entrada, empujo sobre él, hundiéndolo en mí.

¡Oh, Dios mío! Es abrumador. Me balanceo sobre su cuerpo, disfrutando de la deliciosa sensación de plenitud, buscando la posición perfecta para sentirlo más adentro.

Calor, jadeos, besos... Estoy perdiéndome en el in crescendo del placer cuando de pronto vuelven a asaltarme los incandescentes ojos azules de Robert, esta vez abro abruptamente los párpados para deshacerme de ellos, para ver a Arturo, pero tengo que cerrarlos de nuevo al instante, asaltada por la última sacudida que me lanza al vacío, que me lleva a un clímax liberador que exorciza por fin toda la tensión sexual acumulada durante el día. Arturo se une a mí al cabo de unos segundos.

Me dejo caer sobre su pecho durante un momento, pero enseguida me muevo, intentando encontrar otra postura. Él me hace sitio poniéndose de costado, me acomodo sobre su hombro y descansamos abrazados durante unos minutos.

Estoy a punto de dormirme cuando siento su mano recorrer mi abdomen y reposar en uno de mis pechos... y de pronto, me siento incómoda.

Él me mira sonriendo, ajeno a mis sentimientos, mientras aparta un mechón de cabello húmedo de mi cara.

—A esto lo llamo yo un buen recibimiento.

Me ruborizo —a buenas horas— y me siento avergonzada.

—No sé qué me ha pasado —confieso, bajando la mirada.

—¡Eh! —exclama, frunciendo el ceño y alzando mi barbilla con un dedo—, yo estoy encantado. Lo estaba deseando tanto como tú. Solo estaba esperando una señal para lanzarme, tenía la impresión de que querías ir despacio.

—Quería ir despacio... —le confirmo.

La angustia empieza a hacerse tan fuerte como lo era, hace escasos momentos, mi deseo.

—Pues me siento halagado por tu arrebato —responde con una sonrisa traviesa, al tiempo que su mano dibuja el perfil de mi cuerpo.

Genial, ahora me siento culpable porque él se siente halagado, porque yo sé que no ha sido él quien ha provocado el arrebato que me ha hecho perder el control. Me doy cuenta, horrorizada, de que he usado a Arturo de forma egoísta para apagar el fuego que ha encendido otro hombre. Con mi estúpida actitud he jodido nuestra amistad y cualquier posibilidad de que haya algo más entre nosotros.

Me levanto abruptamente del sofá. Él me mira con los ojos llenos de preguntas y preocupación.

—Tengo hambre —miento—, ¿todavía quieres llevarme a cenar?

—Por supuesto —contesta receloso.

Cojo mi vestido, con intención de retirarme al baño del dormitorio para vestirme, y lucho contra mi instinto para no cubrir mi desnudez. Pero él me detiene: —Abril. —Lo miro expectante, deseando que no me obligue a tener una conversación incómoda. Lo que realmente me gustaría es que se marchara y me dejara sola para poder aclarar mis ideas, pero no puedo echarle después de lo que ha pasado. Él se pone en pie y habla mientras se agacha a coger la camisa—: Me encantaría llevarte a cenar, pero creo que no me dejarán entrar a ningún restaurante con esto.

—¡Oh! —exclamo, mientras miro horrorizada su maltrecha camisa sin botones—. Lo siento muchísimo.

Él se acerca a mí, tras dos grandes zancadas, y me envuelve con sus brazos.

Su abrazo me reconforta por unos segundos, a pesar de todo. Es tan fuerte y cálido, y huele de maravilla..., pero no puedo deshacerme de la sombría sensación de habernos traicionado a él, y a mí misma.

—No lo sientas —susurra en mi oído—, me ha encantado que me la arrancaras, eres una fierecilla, Abril.

—No. —Me separo de él como si me hubiera dado calambre, y cubro mi desnudez con el vestido— Lo siento de veras, Arturo. Yo no soy así, no sé qué me ha pasado... —las lágrimas empiezan a derramarse por mis ojos— y no tengo nada que dejarte, lo siento tanto.

—¡Eh! ¿Qué pasa? Shhh, no llores. De verdad que no tiene importancia. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

¿He hecho algo que te haya molestado? ¿Te he hecho daño?

—¡No! —me apresuro a responder—, ha sido maravilloso, Arturo, de verdad. No es por ti.

—¿Ni por mi camisa?

Niego con la cabeza. Él acaricia mi mejilla con ternura, lo que anima más a mis lágrimas. Me observa con mirada torturada, haciéndome sentir la persona más horrible del mundo.

—¿Te arrepientes de lo que ha pasado?

No respondo, pero mi ridículo arrebato de llanto se acentúa.

—¿Quieres hablar de ello?

Niego con la cabeza y me cubro la cara con una mano.

—Me gustas muchísimo, Abril, y esto no cambia para nada mi opinión sobre ti. No soy un tío de esos que piensan que el sexo le resta interés a una mujer, todo lo contrario. Sigo pensando que eres inteligente, hermosa y muy sexy. Mereces todo mi respeto y admiración, incluso más ahora, después de ver cómo te has dejado llevar por primera vez desde que te conozco... Pero me doy cuenta de que en este momento estás hecha un lío. No habría nada que me gustara más que proponerte que te echaras en la cama y que me dejaras abrazarte hasta que se te pasara el disgusto; llamar a algún restaurante japonés a domicilio y cenar en la cama contigo... Sin embargo, me temo que eso no es lo que quieres.

—Toma la mano con la que cubro mi cara y la retira, obligándome a mirarlo—. ¿Quieres que te deje sola? —pregunta, y parece que le duele decir las palabras, me queda clarísimo que él prefiere la otra opción.

Yo asiento con tristeza.

—De acuerdo —accede, y se vuelve para coger su ropa.

Entro un momento a mi habitación para ponerme mi bata de seda negra. Me contemplo en el espejo y, sin poder dejar de llorar, retiro los rastros negros de rímel de mi rostro. «Menudo drama estás montando», le recrimino mentalmente a mi patético reflejo. Cuando vuelvo al salón, Arturo ya se ha vestido, está abrochándose la americana sobre su camisa destrozada.

Se acerca a mí con una sonrisa triste y me da un dulce beso en los labios.

—Lo siento —repito.

—De verdad, no pasa nada. Entiendo que estás confundida. Duerme tranquila y mañana hablamos, ¿de acuerdo? Para mí no ha cambiado nada. Lo sabes, ¿verdad?

—Tranquilo, solo... solo necesito pensar y descansar un poco.

Él parece más tranquilo, asiente mientras caminamos hacia la puerta, la abro, él acaricia de nuevo mi mejilla y deposita otro beso en mis labios.

—De acuerdo, descansa, pero no pienses demasiado. Mañana te llamo.

—Hasta mañana —respondo mientras cierro la puerta.

Le doy la vuelta a la llave y me dirijo, despacio y derrotada, hacia la cama. Me siento como una idiota..., soy una idiota; he tenido el sexo más increíble de mi vida, con un hombre guapo, inteligente y sensible, que es capaz de interpretar mis emociones a la perfección, y he acabado echándolo de mi casa y llorando como una tonta..., soy una tonta.

¿Y por qué?

Ufff, no entiendo el porqué, o más bien, no quiero admitir el porqué... En el fondo sé que es por ese maldito muchacho —me obligo a dejar de engañarme—, porque ha sido Robert el que ha desatado toda esta locura, porque no he podido dejar de pensar en él ni cuando hacía el amor con Arturo..., y no lo entiendo. ¿Cómo un chaval, al que apenas he visto unos minutos, ha podido poner mi vida patas arriba de esta manera? No tiene lógica, pero es innegable que el encuentro de esta mañana ha despertado en mí a alguien a quien no reconozco, alguien a quien, en este momento, desprecio con toda mi alma.

Y Arturo... Arturo no se merece esto.

Me sumerjo cada vez más en la espiral de mis remordimientos, hasta que, agotada, acabo quedándome dormida.

Me despierto. La claridad de la habitación se filtra a través de mis párpados, me cubro con el brazo.

Respiro hondo y me revuelvo un poco. Siento un tirón entre las piernas. ¡Oh...! Creo que tengo agujetas y una pequeña molestia en mi interior... La falta de uso, supongo.

Sacudo la cabeza cuando los recuerdos de la noche anterior amenazan con una nueva avalancha de arrepentimiento y autocompasión, negándome a darle más vueltas al tema de buena mañana. Voy a ser condescendiente conmigo misma y darme un respiro.

Por fin abro los ojos y miro el reloj. He quedado con las chicas a las once para desayunar y son las diez menos cuarto. Me levanto y voy directa a la ducha.

Llego un cuarto de hora antes al Starbucks. Pido un Frappuccino de moca y ojeo la prensa sin verla en realidad. ¿Qué voy a contar a las chicas? Nunca nos ocultamos nada, pero ¿realmente hace falta entrar en detalles? Puedo explicarles lo que pasó con Arturo, sin embargo, ¿cómo explicar el porqué?

No quiero hablarles de Robert, no solo porque no sé cómo explicar algo que no entiendo sino porque, además, ahora caigo, ¡Robert es el hermano pequeño del novio de Daniela! No sé cómo hasta ahora no he hecho la conexión (bueno, sí lo sé, desde ayer por la mañana no pienso con la cabeza).

Mi pierna empieza a bailar de forma compulsiva debajo de la mesa. «Vale, vale, no pasa nada, respira, Abril», me digo a mí misma. En realidad, ¿qué ha pasado con Robert? Nada, apenas un “pequeño” incidente incómodo en la cafetería. Todo lo demás pasó dentro de mi cabeza... y mi cuerpo. Lo que realmente interesa es lo que pasó anoche con Arturo, ¿qué pasó con Arturo? No me refiero a lo que “pasó” con Arturo, que lo tengo muy presente —aprieto las piernas ante el recuerdo— sino más bien, qué cree Arturo que pasó después... Por lo que dijo anoche, supongo que piensa que mi reacción fue por haber perdido el control, por haberme dejado llevar, cree que temo que pueda llevarse una impresión equivocada de mí. Por eso insistió tanto en dejarme claro cómo se sentía él al respecto —joder, ¡fue tan comprensivo!— y, realmente, si no hubiera tenido mi episodio de enajenación sexual en la oficina, si fuera Arturo el que me hubiera hecho perder la cabeza —algo que no es tan difícil de creer, ya que es un hombre increíblemente atractivo—, yo podría haber tenido una reacción como aquella... La verdad es que no lo creo, no delante de él al menos..., pero podría haber pasado.

Hundo la cara entre mis manos. Lo cierto es que hasta yo quiero creer mi "versión objetiva de los hechos", así que no le daré más vueltas, además, con un poco de suerte no volveré a ver a Robert, volverá a marcharse a la India y todo volverá a la normalidad... Por alguna extraña razón que me cabrea, pensar que no voy a volver a verlo hace que mi estómago se encoja, un aguijón parece clavarse en mis pulmones obligándome a coger aire con más fuerza. Una reacción totalmente ilógica.

—¡Abril! —Oigo gritar a Sandra antes de levantar la cabeza, ella y Dani se acercan a la mesa y me dan un beso en la mejilla.

—¡Hola chicas! —Sonrío feliz de verlas.

—Voy a pedir, ahora vuelvo —indica Dani, dirigiéndose a la barra.

Sandra, con su verborrea habitual, me cuenta batallitas de su trabajo hasta que regresa Daniela.

—¿Qué tal fue anoche con Arturo? —me interroga esta última, nada más sentarse a la mesa.

Yo desvío la mirada hacia abajo durante solo una milésima de segundo, pero ellas reaccionan al instante.

—¿Qué? —preguntan al unísono.

Se me escapa una sonrisita, sobre todo por sus caras de curiosidad y emoción.

—¡Por fin te has acostado con él! —grita Sandra de repente.

Abro los ojos de forma desmesurada y miro a mi alrededor para comprobar cuál ha sido el impacto de sus gritos. Las personas de la mesa de al lado y las de delante nos miran, pero enseguida desvían la mirada.

—Lo siento —se disculpa Sandra avergonzada, pero también divertida—, me he emocionado un poquitín.

Las dos se inclinan hacia el centro de la mesa, esperando mi respuesta.

—Me acosté con Arturo —les confirmo.

Ellas, como si lo tuvieran ensayado, levantan una ceja a la vez y asienten, animándome a continuar.

—Vale —digo sonrojándome—, os lo contaré todo.

Les explico, con lujo de detalles, mi recibimiento y cómo sin mediar palabra, acabamos haciéndolo en el sofá.

—Entonces, ¿es buen amante? —pregunta Sandra.

—Muy buen amante —les confirmo.

—Pero... hay algo que no entiendo —dice Dani. ¿Cómo no? ella es muy suspicaz—. ¿Cómo te dio ese arrebato? Así, nada más verlo... Después de tanto tiempo sin sentirte atraída por nadie; después de las otras citas que habías tenido con él y en las que, según tus propias palabras, hasta el besarle era algo que hacías con reparos...

Es Sandra la que contesta: —Pues por eso Dani, ya hacía mucho tiempo, en algún momento tenía que explotar toda esa acumulación sexual, ¡y Arturo está muy bueno!

Yo sonrío, intentando hacerme la tonta, pero Daniela me mira con desconfianza.

—No me cuadra...

—Vale, vale. Hay algo más —reconozco a regañadientes, ellas vuelven a inclinarse hacia el centro de la mesa—. Antes de que llegara, yo ya estaba un poquito... bufff, no sé cómo explicarlo.

—¿Cachonda? —pregunta Sandra en voz baja, pero escandalizada.

Yo las miro con expresión culpable, mordiéndome el labio.

—Empieza por el principio —me anima Dani.

Suspiro resignada.

—Por la mañana pasó algo en el despacho...

—Por Dios, Abril, suéltalo ya.

—Vale, vale. Ya voy. Pero ni yo misma lo entiendo muy bien, así que es posible que todo resulte confuso. —Ellas asienten, y hacen un ademán para que continúe—. Por la mañana vino a la oficina el otro hijo de mi jefe. —Hago hincapié en la palabra “otro” por Dani, ella asiente comprendiendo.

—Robert. Sí, ha venido de visita después de pasar unos años fuera, no lo conozco todavía, pero Sergio me ha hablado de él.

Tengo que morderme la lengua para no acribillarla a preguntas, no tengo intención de mostrar interés, aunque es innegable que lo tengo.

—Sí, Robert. Pues fui a prepararle un café mientras esperaba a su padre y se ve que él me siguió a la cafetería, yo no me di cuenta, de repente me dijo algo y me asustó, él estaba muy cerca de mí, me volví y... digamos que sin querer le di con la mano en la... entrepierna. Yo me puse muy nerviosa, y cuando la máquina de café pitó, me volví sin pensarlo y le rocé con el culo de nuevo y... “la cosa” ya no tenía el mismo tamaño.

Por un segundo me contemplan con la boca abierta, luego, se echan a reír.

—Lo siento, lo siento —se disculpa Sandra, pero no puede parar.

—Genial —digo, mientras niego con la cabeza y escondo la cara en mi mano.

—¿Le dijiste algo?, ¿él te dijo algo?

—No, él desapareció. Yo volví a mi mesa y cuando volvió nos quedamos en un silencio incómodo.

—Estaría avergonzado —aventura Dani.

—A mí me pareció que más bien se estaba divirtiendo a mi costa, lo cual me cabreó bastante. No entiendo qué hacía allí detrás. Luego, salió su padre y se marcharon enseguida.

—¿Y qué tiene que ver eso con el ataque a Arturo? —insiste Dani.

—Bueno —interviene Sandra, que todavía no ha conseguido dejar de reír del todo—, yo creo que la relación está en las herramientas, Dani; después de tocar una, se quedo con ganas de más.

Las dos se echan a reír y al final me lo contagian, no porque me haga gracia lo que ha dicho Sandra, pero es que han empezado a llorar de la risa. Como yo tampoco quiero que le den más vueltas, acabo apoyando su teoría.

Cuando nos recuperamos un poco me muerdo el labio y las miro, queda lo peor por contar.

—Hay más —adivina Sandra.

—Sí. Después de hacerlo con Arturo me sentí superavergonzada, ya lo ha dicho Dani, yo no soy así, no sé qué me pasó, pero no tenía planeado esto y de repente, es como si hubiéramos dado diez pasos de golpe; temo haber estropeado nuestra amistad. Me arrepentí. Quise ir a cenar para huir de mi piso y de la intimidad que habíamos creado en él, pero como le había roto la camisa, con las prisas en mi arrebato de enajenación sexual transitoria. —Sandra se echa a reír de nuevo, yo le sonrío, pero Dani le da un codazo, aunque se nota que está aguantándose las ganas de reír también; me indica que continúe—. Yo empecé a sentirme fatal, le pedí disculpas y él no entendía nada, al final me puse a llorar como una tonta..., y entonces me suelta que le gustaría abrazarme en la cama hasta que se me pasara el disgusto y pedir comida japonesa, pero que entendía que quería estar sola. Así que se fue. Es un encanto, pero... la cagué.

—Joder, Abril. ¿Crees que puede ser por lo de...? —Sandra se abstiene de pronunciar el nombre de mi ex.

—No, no tiene nada que ver. No voy a negar que, cuando él se me colocó encima, me dio un poco de... yuyu, pero se me pasó en cuanto cambiamos de postura. Solo fue un pequeño flash, no volví a sentirme mal por eso en ningún momento, de verdad.

—Me alegra mucho saberlo —asegura Sandra con alivio.

—Entonces, te estás guardando algo —inquiere Dani—, falta una pieza en esta historia... No entiendo qué tiene que ver lo de la cafetería para que por la noche te lanzaras así con Arturo, y luego, ese arrebato después de acostarte con él... Mira, cariño, te conozco, y sé que aunque hiciera mucho tiempo que no tenías sexo con nadie, no era debido a un repentino ataque de puritanismo. Nunca has creído en esas chorradas de esperar hasta la tercera cita, de hecho, en la universidad fuiste tú la que nos convenciste de que el sexo era mejor en la primera porque así descartábamos antes a los gilipollas con ideas retrógradas; podría entender que hubieras sentido aprensión al hacerlo, pero ¿vergüenza?, ¿vergüenza de qué? Aunque acostarte con Arturo no estuviera en tus planes, no es motivo para ponerse así; de hecho, es una buena noticia. Le deseas, te acuestas con él, disfrutas. ¿Dónde está el problema?

Nos ocultas algo, y eso va en contra de nuestras reglas, ya sabes, confianza total.

Le doy un sorbo a mi Frappuccino mirándola a los ojos; ¡mierda! Tiene razón, me fastidia que meta el dedo en la llaga, aunque sé que si la cosa fuera al revés, y fuera ella la que intentara ocultarme algo, yo actuaría exactamente de la misma manera.

—¿De verdad quieres que empiece a hacer hipótesis? —me amenaza.

—No, vale, de acuerdo. A la mierda la versión objetiva —refunfuño—. Es que si ya me da vergüenza admitírmelo a mí misma, no puedo ni imaginar cómo será decirlo en voz alta... Pero allá voy: ¿Has visto alguna foto de Robert?

—¿De Robert? Sí, bueno, en casa de Sergio hay una foto de la familia, pero es de hace algunos años, era un chiquillo.

—Sigue siendo un chiquillo —digo apesadumbrada—, no creo que pase mucho de los veinte.

—Veintitrés —me confirma, mirándome con los ojos entrecerrados, cargados de preguntas.

—Cuando Robert entró en la oficina sentí algo extraño, fue como si rezumara algún tipo de hormona sexual masculina a la que no podía resistirme, no sé qué me pasó, mi cuerpo reaccionó por su cuenta, fue poner los ojos en él y mi mente empezó a divagar con arrancarle la ropa... No podía controlarlo, nunca me había pasado algo así, y juraría que él se dio cuenta. Fue una reacción física..., instintiva; y los efectos fueron ampliándose según fue pasando el día, en mi vida había estado más excitada. De repente, todos los tíos con los que me cruzaba me parecían atractivos. Así que, en cuanto tuve a mano a Arturo... no pude controlarme. Fue cuando me calmé al fin, después de acostarme con él, cuando me di cuenta de que lo había utilizado.

—Joder, Abril. Menudo lío.

—Sí.

—Entonces, ¿Robert te gusta? —pregunta Sandra, cualquier rastro de humor se ha borrado de su voz.

—¡No! —exclamo—, no es eso..., si encima me cayó fatal. A ver, es muy guapo, pero tendríais que verlo, es un hippie o algo así, iba todo vestido de blanco, con una túnica arrugada, desgarbado... ¡Por Dios! ¡Si hasta usa mochila! ¡Es un crío! Y encima, se pavoneaba con aires de superioridad, como si se creyera el tío más irresistible de la tierra... Me puso de los nervios.

—Pero te “puso”.

—Me volvió loca, chicas. No puedo explicarlo, pero tampoco puedo negarlo.

—Igual utiliza algún tipo de colonia de hormonas, leí algo de eso en una revista —explica Sandra.

—Ojalá —digo, sin creer ni una palabra.

—¿Qué vas a hacer con Arturo?

—No lo sé, ahora mismo no tengo ni idea de qué es lo que siento por él —respondo, volviendo una vez más a esconderme entre mis manos.

—En realidad, si lo piensas bien, lo que pasó no tiene por qué tener nada que ver con Robert... — lucubra Sandra, con aire pensativo.

Levanto la vista para mirarla, algo está fraguándose en su cabecita. Sandra tiene un don especial para modelar la realidad a su gusto, algo que, en este momento, me vendría de perlas.

—¿Qué quieres decir? —le pregunto, mostrando claramente las esperanzas que tengo depositadas en ella.

—Mira, puede que Robert fuera el desencadenante de tu explosión hormonal pero, tal vez, que haya sido él solo sea algo circunstancial. Podría haberte pasado en cualquier otro momento, con cualquier otra persona... Hace semanas que estabas trabajando en romper el maleficio de tu libido dormida. Si te hubieras puesto cachonda viendo al actor de una película, ¿también te sentirías culpable? ¿Pensarías que has utilizado a Arturo?

—No.

—Pues piensa que es lo mismo.

—Puedo intentarlo... —respondo poco convencida, pero intentando con todas mis fuerzas encontrarle la lógica a su razonamiento.

—De hecho —continúa—, es posible que si no hubieras salido antes con Arturo, el hijo de tu jefe no hubiera tenido el mismo efecto en ti. Además, dices que después, cuando saliste a la calle, todos los tíos te parecían atractivos, ¿no? Eso también lo desvincula de tu calentón. En definitiva, él solo fue el desencadenante, no el responsable. Seguramente, ahora que has estado con Arturo, si volvieras a verlo ya no te sentirías igual.

—Pensaré en ello. —Intento ignorar la voz en mi cabeza que me grita que la teoría de Sandra hace aguas en algunos puntos, y sobre todo, que duda de que mi reacción, si volviera a ver a Robert, fuese diferente.