9 Conociendo a Abril
Me acurruco en su pecho, sé que me será más fácil contarle la historia si no me está mirando. Él me abraza con más fuerza y besa mi pelo. Me siento protegida y segura en el refugio de sus brazos. La sensación es extraña para mí, todavía hay una voz en mi cabeza que continúa advirtiéndome que no debería sentirme así, que no debería confiar en un hombre. Pero sé que solo es el eco de la advertencia de siempre, en realidad, por primera vez desde que pasó todo, esa desconfianza que presionaba mi pecho y mi estómago —hasta el punto de provocarme nauseas—, no está. Con Robert me siento como si fuéramos amigos desde siempre, como cuando estoy con Dani o Sandra... Bueno, igual que con las chicas no; hasta en estos momentos, con un nudo en el estómago y el sabor amargo de los recuerdos de mi pasado en la garganta, su cuerpo contra el mío quema mi piel, haciéndome desearlo como nunca.
Suspiro, buscando la fuerza para contar la historia que no he repetido desde la noche en la que todo terminó: —Se llamaba Miguel. Nos conocimos hace casi cuatro años en la cafetería de la empresa en la que trabajábamos. Él era contable y yo secretaria de dirección.
»No tardamos mucho en empezar a salir, él era encantador y muy dulce, algo celoso, sí, pero la verdad es que eso me hacía sentir halagada. Me enamoré de él. En aquel entonces yo vivía con Sandra y Dani, en el apartamento que ellas comparten todavía. No es que no adorara vivir con ellas, pero yo estaba deseando formar una pareja normal, con veintiocho años pensaba que ya se me estaba pasando el arroz. Así que a los cuatro meses Miguel y yo nos fuimos a vivir juntos.
»No sabría decirte cuando empezó a cambiar todo. Primero fueron pequeños detalles sin importancia, se metía en cómo me peinaba, en la ropa que llevaba...
»Cuando hacía dos meses que vivíamos juntos empezó a quejarse por mis salidas con las chicas.
Decía que lo dejaba solo en casa, que prefería a mis amigas que a él, que me echaba de menos cuando no estaba. Me hizo sentir culpable y egoísta por dejarlo solo, y poco a poco fui dejando de verlas.
Ahora sé que fueron los celos, pero entonces solo pensé que deseaba pasar más tiempo conmigo porque me quería. Así que cambié las salidas con las chicas de los sábados por ver deportes con él en la televisión y traerle cervezas mientras miraba los partidos con los pies encima de la mesa.
Recordarlo ahora me da ganas de vomitar.
»Las chicas intentaron advertirme, me dijeron que me estaba cambiando, que estaba renunciando a todo por él, pero yo les decía que no lo entendían porque no tenían pareja, poco a poco me fui distanciando de ellas.
»Tres meses más tarde empezaron los celos en la oficina. Cuando me veía hablando con alguien en la cafetería, cuando no le cogía el teléfono de mi mesa, cuando me reunía con mi jefe en el despacho...
Decía que siempre estaba coqueteando con todo el mundo, que todos querían acostarse conmigo y que yo alimentaba sus fantasías. Las noches empezaron a ser broncas constantes.
»Dejé de hablar con mis compañeros y de bajar a la cafetería; él me subía el café a mi mesa. Lo único que no pude evitar fueron las reuniones con mi jefe, pero a Miguel se le ocurrió que lo llamara cuando nos reuníamos para que pudiera escuchar las conversaciones, lo que fue mucho peor, ya que analizaba cada frase, cada respuesta y veía segundos sentidos donde solo había una conversación de trabajo.
»A pesar de su insistencia, me negué a dejar de trabajar. Lo que empeoró todavía más nuestra relación, que ya solo se basaba en reproches y vejaciones. Lo peor es que llegué a creerme que yo tenía la culpa de todo. Convirtió mi vida en un infierno, y me convertí en una sombra de mí misma.
»Me convencí de que esforzándome podría cambiar las cosas. Ahora era yo la que estudiaba mi comportamiento con mi jefe y mis compañeros de trabajo, intentando ver dónde me equivocaba para poder cambiarlo, analizaba cada comentario que me hacían para ver cuando se salían de lo profesional y les cortaba en cuanto hablaban de algo personal, incluso llamaba a Miguel cuando tenía que bajar al baño de la oficina y él me esperaba en la puerta. No daba un paso sin contar con él.
»Los viernes tocaba sexo, menos cuando había partido o yo tenía la regla. Daba igual si habíamos tenido bronca o no, el viernes era sagrado. Nunca había sido buen amante, pero al menos al principio era tierno. Antes de conocerlo yo había llevado una vida sexual bastante activa, y era consciente de que él tenía mucho que aprender, pero pensé que era cuestión de práctica. Me equivoqué. Cuando empezaron los celos el sexo cambió a peor, ya ni siquiera había ternura, se limitaba a subirse encima de mí y cuando terminaba se daba la vuelta y se quedaba dormido. Dejó de gustarme el sexo, así que agradecía que la cosa terminara rápido. Jamás se preocupó por si yo disfrutaba o no.
»Cuando lo pienso ahora me doy cuenta de que era como si dejara que me hiciera sus necesidades encima...
»Llevábamos ocho meses viviendo juntos cuando fue el cumpleaños de Sandra. Era viernes, mis amigas se presentaron en casa por sorpresa para salir y él no se atrevió a negarse delante de ellas, a Miguel siempre le había dado un poco de miedo Dani. Las chicas lo odiaban, sabían que era el responsable de que nos hubiéramos distanciado y veían lo que me estaba haciendo, pero hacía tiempo que se había resignado a no intervenir, solo conseguían que yo me pusiera a la defensiva.
»Lo pasamos genial. No hablamos de Miguel en ningún momento. Nos limitamos a recordar viejos tiempos y disfrutar de estar las tres otra vez juntas. Me hicieron sentir feliz y despreocupada después de lo que parecía una eternidad en el infierno. En ese momento creo que empecé a abrir los ojos, fui consciente del tiempo que hacía que no me reía, y de lo mucho que había echado de menos a las chicas. De vuelta a casa, decidí que tenía que hablar con Miguel, quería pedirle que confiara más en mí, volver a ser como al principio, decirle que quería volver a tener a mis amigas en mi vida.
»Llegué a las tres de la mañana, con dos copas de más y feliz por la noche fantástica que había pasado. Ignoré su mal humor cuando me lo encontré en el comedor hecho una furia. Traté de calmarlo con mimos y coquetería, empecé a desabrocharle la camisa, jugando e intentando seducirlo. Él me apartó con violencia y me empujó, tirándome al sofá. Me dijo que era una zorra, me preguntó si algún tío me había puesto caliente y estaba intentando consolarme con él o si me habían follado y me habían dejado insatisfecha. Me cabreé y le planté cara después de un siglo sin hacerlo, eso lo encolerizó muchísimo más, dijo que iba a darme lo que quería. Me arrancó la ropa y me penetró sin miramientos.
Forcejeé al principio, pero luego le dejé hacer, porque cuanto más intentaba quitármelo de encima más bestia se ponía. Cuando terminó se fue a la cama y se quedó dormido, como siempre.
»Me vestí con lo primero que pillé, cogí mi bolso y me fui a casa de Sandra y Daniela. Cuando me vieron no preguntaron nada, me abrazaron y me condujeron a la cama. Me dejaron llorar, limitándose a acariciarme el pelo y a susurrarme palabras de consuelo mientras me pasaban pañuelos, hasta que me quedé dormida.
»Cuando desperté, les conté todo.
»Escucharon la historia en silencio y cuando terminé me prometieron que no tendría que volver a verlo en la vida, que no me preocupara por el trabajo ni por mis cosas, que ellas lo arreglarían todo. Y lo hicieron. Estuve tirada en esa cama durante una semana, casi siempre había una de ellas conmigo, consolándome, protegiéndome. Jamás he vuelto a saber nada de Miguel.
»A la semana me levanté de la cama harta de llorar, me duché y me despedí de la autocompasión.
Miguel había sido un hijo de puta, pero yo se lo había permitido, y eso era lo que más me dolía, me había dejado manipular. Juré que jamás dejaría que un hombre volviera a controlarme, a partir de ese momento llevaría las riendas de mi vida y no sería débil nunca más.
»Un mes más tarde ya había encontrado el trabajo en el banco de tu padre y este piso. De eso hace más de dos años.
Respiro hondo, aliviada por haber terminado. Robert se mantiene en silencio, sus manos no han dejado de acariciar mi espalda mientras le relataba mi historia. Me doy cuenta, horrorizada, de que he estado llorando y he mojado su pecho. Me incorporo un poco, avergonzada, e intento borrarle mis lágrimas con las manos. Él me sujeta las muñecas con cuidado para impedírmelo, pero me suelta enseguida. Lo miro a los ojos enfrentándome a lo que pueda leer en su mirada, temiendo ver compasión, y los veo también anegados. Solo hay dolor. Sus lágrimas provocan de nuevo las mías e inundan mis ojos.
Se acerca a mí, despacio, acariciando mis húmedas mejillas, y me besa con ternura infinita, pausada y profundamente. Puedo sentir el sabor de la sal de nuestras lágrimas en sus labios. Una necesidad de sentirlo más cerca, de fundirme con él, se apodera de mí y él responde como necesito, como siempre.
Se cierne sobre mí tumbándome en el sofá, yo me agarro a su pelo. Nos besamos con hambre, con desesperación. Sus manos no dejan de acariciar mis mejillas, mis párpados, mi pelo. Mis manos se aventuran en su espalda, dibujando sus músculos tensos por la fuerza que hace para no aplastarme bajo su peso.
Se levanta del sofá sin dejar de besarme y me coge en brazos. No sé dónde me lleva, y me da igual, tengo los párpados cerrados y estoy completamente perdida en sus besos.
Me tiende sobre la cama y me priva de sus labios. Abro los ojos buscando el motivo. Él me está mirando, con una emoción especial en su rostro, como si me viera por primera vez; su inflamada mirada azul, profunda y emocionada, atraviesa mi pecho y llega directa a mi corazón. Baja sus manos por mi estómago hasta llegar al borde de mi camiseta, la sube despacio, repartiendo pequeños besos por cada milímetro que va descubriendo de mi piel; besa mi ombligo, mi estómago, mis pechos, mi corazón; hasta que al final retira la camiseta tirándola al suelo. Deshace el camino hecho hasta llegar a la cintura de mis pantalones, y viste la piel que desnuda con sus besos: viaja de mis caderas a mi pubis, de mis muslos a mis rodillas y pantorrillas, y cuando ha retirado del todo mis pantalones, besa mis pies y cada uno de mis dedos. Sube a por mis bragas y me las quita despacio, parece deleitarse en como la tela se desliza lentamente por mi piel.
—Eres preciosa, Abril. Me quitas el aliento.
Avanza por mi cuerpo y vuelve a mis labios. ¡Dios! Sus besos me hacen perder la consciencia del espacio/tiempo, me transportan a un lugar en el que solo existimos nosotros, donde no hay pasado ni futuro, donde juntos no hace falta nada más. Tenía razón, su boca es realmente mágica.
Desciende hasta mi mandíbula y mi cuello, y va acariciando mi piel con su nariz y sus labios, haciendo dibujos con sus dedos sobre mi cuerpo, que se eriza bajo su contacto. Tiemblo bajo sus caricias. Navega por mi estómago y se coloca entre mis piernas, acariciando con sus manos mis muslos hasta llegar a mis ingles. Apoya una a cada lado de mis caderas y besa y muerde primero una y luego la otra. Yo me agarro del cabecero de mi cama mientras gimo sin ningún tipo de pudor, mi deseo traspasa todos los límites y tengo que tragarme las ganas de suplicarle que deje torturarme..., porque en realidad no quiero que lo haga. Su boca baja por una de mis piernas, ignorando intencionadamente mi sexo, que palpita de expectación y llora de excitación; muerde el interior de mi muslo y sopla en mis pliegues antes de ir hacia el otro lado. Con sus manos abre más mis piernas, exponiéndome ante sus ojos hambrientos que examinan mi intimidad. Se acerca despacio, mirándome, siento su boca sobre mi ingle otra vez, y vuelve a darme pequeños mordiscos, haciendo después pequeños dibujos con su lengua sobre mi piel; luego, se ocupa de la otra...
—Por favor, por favor... —suplico de forma entrecortada.
Él sonríe de esa forma malvada que tanto me gusta, y por fin siento su aliento sobre mi ardiente y palpitante sexo. Cierro los ojos. Su lengua bordea mi entrada antes de hundirse en ella haciendo pequeños y suaves círculos e introduciéndola una y otra vez. Grito, y mis caderas, que han cobrado vida propia, se mueven hacia su boca, él sujeta mi ingle, manteniéndome abierta y expuesta, mientras se desliza hacia arriba, besando mi inflamada carne con sus labios y su lengua. No deja ni un solo milímetro sin besar antes de llegar a mi clítoris, que está ultra sensible y vibrando, reclamando atención, y por fin la consigue, ¡y cómo! Lo acaricia con su lengua, lo succiona, lo muerde y vuelve a lamerlo. Yo estoy totalmente descontrolada: gritando, gimiendo, repitiendo su nombre una y otra vez, con mis manos aferradas al cabecero para no agarrarlo del pelo. Su mano derecha abandona mi ingle y siento como acaricia mi entrada con su dedo, sin llegar a penetrarme. Todos los músculos de mi cuerpo se tensan, mis caderas se elevan de forma involuntaria; él me sigue, su boca no me abandona, su dedo se introduce más en mí.
El orgasmo que siento es salvaje, me hace estallar y me colapsa por completo; él chupa con más fuerza y me penetra con dos dedos mientras mi cuerpo se sacude y retuerce bajo él, no puedo parar de gritar mientras me lleva más y más alto, y él sigue lamiéndome. Cuando mi cuerpo empieza a relajarse él continúa, más suave ahora, casi de forma imperceptible.
Me derrumbo en la cama, semiinconsciente, todo mi cuerpo zumba. Soy incapaz de mover un solo músculo, estoy completamente agotada.
Él cierra con cuidado mis doloridas piernas y apoya su cabeza sobre mi pecho, que poco a poco va recuperando su ritmo normal, con un brazo rodea mi cintura. Se acomoda ahí, balanceándose al ritmo de mi respiración con su oído pegado en mi corazón.