12 Testosterona
El irritante sonido del despertador me arranca de un placentero sueño, lanzo la mano sin mirar hacia el sonido y tras unos cuantos golpes sin éxito consigo acallarlo.
Me siento tan bien que no quiero moverme. Decido dormir diez minutos más; me abrazo a mi almohada, parece respirar y está calentita. Cuando siento que me abraza aprieto más los ojos, debo de estar regresando a mí sueño.
Oigo susurros: —Abril, vamos. Despierta, dormilona.
Miro a Robert extrañada, estamos paseando por la orilla del mar cogidos de la mano, el sol empieza a romper la noche e ilumina el agua tiñéndola de hermosos tonos dorados.
Él se acerca a mi oído, cierro los ojos al sentir el calor de su aliento.
—Abril, despierta.
Abro los ojos, estoy en mi habitación.
Robert, recostado sobre su codo a mi lado, me mira divertido, con un dedo aparta un mechón de pelo que cruzaba por mi cara.
—Oh... —balbuceo, dándome cuenta de que nuestro paseo por la playa era solo un sueño.
—Buenos días, preciosa. Siento despertarte, pero ¿tienes que ir a trabajar? —pregunta, acercándose a mí y regalándome un dulce beso en los labios.
—Oh... —repito.
Sí, lo sé, no estoy muy elocuente esta mañana...
Miro el reloj, no está en su sitio, busco más abajo y lo veo espachurrado en el suelo.
—Son las ocho menos cuarto —me informa.
—¡Oh, no! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tardísimo! —exclamo, saltando de la cama.
Corro desnuda por la habitación recopilando la ropa que voy a ponerme, tendré que pasar de la ducha.
Por el rabillo del ojo capto la imagen de Robert, tumbado boca arriba en la cama con las manos detrás de la cabeza. La fina tela de la sábana lo tapa de cintura para abajo, pero dibuja perfectamente el contorno de su cuerpo. Mi mirada se atasca en su erección, envuelta en la sábana me parece un regalo tan difícil de rechazar...
—Oh... —Ya vuelvo otra vez.
—¿Qué pasa? —pregunta, con fingida inocencia.
Lo contemplo por un segundo, apesadumbrada porque sé que no puedo hacer lo que mi cuerpo reclama. Me obligo a apartar la mirada y me pongo las medias.
—No puedo —refunfuño en voz baja con el ceño fruncido.
—Podrías llamar y decir que estás enferma.
Lo miro con cara de espanto mientras continúo vistiéndome, jamás se me ocurriría hacer tal cosa.
Aunque al ver el brillo de deseo en sus ojos me siento muy tentada.
—No puedo, de verdad. Tenemos una reunión importante, y tengo que terminar un informe que debería haber hecho durante el fin de semana.
—¿Nunca le has contado una trola a mi padre para faltar al trabajo?
—Jamás he faltado al trabajo.
—Eres demasiado responsable —me recrimina, como si fuera algo malo.
Levanto una ceja y lo miro incrédula.
—Y eso lo dice el hombre que me tiré en el baño de mi trabajo.
Él sonríe satisfecho, claramente rememorando aquel día.
—Vamos, quédate, prometo no decírselo —me tienta, guiñándome un ojo.
Niego con la cabeza con pesar, mucho pesar.
—Te aseguro que si fuera un día normal lo haría, pero lo de hoy es importante.
—Tenía que intentarlo.
Lo observo un momento, preguntándome de pronto cuánto tardaré en volver a verlo una vez que salga por la puerta... Siento que se desvanecerá con tan solo dejar de mirarlo. ¿Debería preguntarle?
No, no quiero que piense que lo necesito, aunque lo necesito. Pero tampoco quiero volver a pasar una tarde como la de ayer, ¿esto va a depender solo de él? No, tenemos que aclarar algunas cosas, aunque eso signifique exponerme.
Robert interrumpe mis torturados pensamientos: —¿Crees que podrías tomarte unos días libres?
—¿Días libres?
—Me gustaría, si a ti te parece bien, pasar unos días contigo. Sin horarios, ni obligaciones. —Su mirada es ahora tímida y expectante; mi corazón se acelera.
—¿Solos tú y yo?
—Bueno, podemos salir con Sergio y Dani, o tu simpatiquísima amiga Sandra... —Se le escapa una sonrisa maliciosa cuando habla de ella—. También me gustaría presentarte a David. Pero sobre todo, me gustaría estar contigo sin que te escapes de la cama para ir a trabajar...
Unos días libres, juntos... ¡Oh! Mi anterior angustia se desvanece por completo, sustituida ahora por una euforia difícil de disimular.
Cojo el teléfono de encima de la cómoda, sin dejar de mirarlo, y llamo a la extensión de mi planta en la oficina.
—Oficinas directivas, habla con Jesús. ¿Cómo puedo ayudarle?
—Jesús, soy Abril. ¿Puedes darle un recado al señor Ballester cuando llegue?, me retrasaré media hora.
Robert frunce el ceño.
—¿Estás bien? —pregunta Jesús, es la primera vez que voy a llegar tarde al trabajo.
—Sí, me he quedado dormida.
—¿Dormida? —repite extrañado.
—Sí, a mí también puede pasarme.
—¿Seguro que estás bien? —insiste.
—Sí, y si continúas haciéndome preguntas llegaré todavía más tarde. Hasta luego.
—Vale, hasta ahora, Abril.
Cuelgo el teléfono y me siento en la cama al lado de Robert. Ya estoy vestida, solo tengo que peinarme para salir, pero no puedo irme sin más después de lo que me ha pedido.
—Pensaba que llamabas para quedarte conmigo —protesta, haciendo un puchero.
—No puedo, de verdad, tengo que hacer un informe y tenemos una reunión muy importante. Pero me gusta tu idea de tomarnos unos días libres. ¿Te quedarías aquí, conmigo?
Me inclino y dejo un beso en sus labios, suave, solo un pequeño roce. Apoyo mis manos en sus antebrazos, impidiendo que se mueva. Si me toca, no sé si seré capaz de marcharme. Disfruto bajo mis dedos de su piel suave y la dureza de sus músculos.
—Ya lo he hecho —declara él, todavía en mi boca; noto un delicioso y sutil aroma floral en su aliento—. Estoy contigo desde el sábado, ¿recuerdas?, y no se me ocurre ningún lugar mejor donde estar..., si no fuera porque quieres escaparte. Me gustaría poder prepararte el desayuno y darte de comer mientras estoy dentro de ti.
Ardo. El fuego se enciende entre mis piernas, extendiéndose por mis venas como si fueran regueros de pólvora. Atrapo su labio inferior entre los míos, succionándolo ligeramente.
—Ayer te escapaste.
Él se incorpora un poco para atrapar mis labios otra vez, sus besos empiezan a nublar mi mente.
—Tenía que llevar a Anka al aeropuerto —replica, posando sus labios ahora por mi cuello—, y te eché de menos cada segundo. Eres adictiva, niña.
—Hummm... —cierro los ojos, mi piel se estremece bajo su boca.
Con un movimiento rápido se suelta de mi agarre; cogiéndome de la cintura, me obliga a tumbarme en la cama y me apresa bajo su peso. Su glorioso cuerpo desnudo se presiona contra el mío. Maldigo mi ropa. Continúa besando mi cuello.
—Robert..., tengo que irme...
Siento su lengua pasar de mi cuello a mi mandíbula.
—¿A dónde?
—¿A dónde qué?
Su lengua llega hasta mi boca; juega conmigo, provocándome, lame mis labios y se retira cuando intento atraparla. Cuando por fin consigo enredarla con la mía compruebo que su sabor es todavía mejor que su olor, ha debido de tomarse un té y es delicioso, él se aparta de mí y me mira con una sonrisa juguetona, yo le devuelvo la mirada, enfadada por haberme privado de su boca, y entonces recuerdo... ¡Ah, sí! Tengo que ir a trabajar.
—Si quieres podemos comer juntos y lo hablamos —propone, mientras contempla divertido como intento reponerme.
—Me parece perfecto —respondo, poniéndome de pie y arreglándome la ropa.
—Iré a buscarte.
—Robert, no me gustaría que en la oficina se enteraran de... esto. Y menos tu padre.
Él asiente.
—De acuerdo. Pasaré por la oficina para ver a mi padre y luego te esperaré con el coche en la calle de atrás.
—Perfecto.
Entro en el baño, me peino y maquillo en tres minutos.
Cuando salgo, él está vestido.
—No hace falta que te marches.
—Tengo cosas que hacer. ¿Cómo vas al trabajo?
—Pensaba coger un taxi.
—Yo te acerco. —Lo miro dudosa—. Tranquila, te dejaré en la calle de atrás para que nadie nos vea.
Me parece vislumbrar un ápice de acritud en su tono. Lo ignoro.
—Gracias.
Cojo el bolso, él la mochila y salimos de casa.
En el ascensor, se acerca a mí con esa sonrisa traviesa suya que me vuelve loca.
—No seas malo... —le advierto, él se inclina hacia mi cuello mientras apoya su cuerpo contra el mío.
—¿Esto es malo?, porque a mí me parece muy muy bueno... —replica contra mi piel, que ya está erizada bajo el calor de su aliento.
—Esto es... —Cierro los ojos, mi cuerpo se estremece y me aprieto inconscientemente más contra el suyo, ¡quiero arrancarle la ropa y tirármelo en el ascensor!— definitivamente malo.
Llegamos a nuestro destino, las puertas se abren y Robert sale. Yo me quedo dentro, contra la pared, respirando como si hubiera corrido una maratón. Me tiemblan las piernas.
—Eres el demonio de la tentación —lo acuso.
Él se ríe, viene hacia mí, agarra mi mano y me saca fuera.
—Tendría que haberte hecho caso... —me lamento.
Su risa hace eco en la portería.
Quince minutos más tarde me deja en la calle de atrás del banco, hemos llegado en un tiempo récord, Robert conduce como un loco.
—Hasta luego, preciosa.
Miro hacia los lados, no pasa nadie por la calle.
—Hasta luego, yogurín. —Me inclino y le doy un beso rápido en los labios. Aún ese pequeño roce me deja anhelando más.
La mañana es una carrera contra reloj, pero por fin, desde que conocí a Robert, consigo concentrarme adecuadamente en el trabajo —aunque no hay estrés, contratiempos o problema en el mundo capaz de borrar la sonrisa que se ha instalado en mis labios—. Termino el informe media hora antes de la reunión y preparo la sala de juntas.
Justo cuando salgo de allí, encuentro a mi jefe saludando a los hermanos Burdon.
—Buenos días, Señores —los saludo.
—Buenos días, Abril.
—Ya pueden pasar cuando quieran.
Mientras en la reunión se habla sobre inversiones, informes financieros y beneficios, mi mente vaga una y otra vez entre recuerdos y fantasías. No puedo dejar de pensar en la proposición de Robert, fantaseando con lo que podríamos hacer para ocupar el tiempo... Sus palabras: “Quiero darte de comer mientras estoy dentro de ti”, no dejan de resonar en mi cabeza, es la promesa más tentadora que me han hecho jamás, inconscientemente me regodeo imaginando las muchas posibilidades que encierra.
La voz de mi jefe pidiéndome unos papeles me trae de vuelta a la sala de juntas. «Vamos, Abril, concéntrate», me reprendo.
Por fin termina la reunión, se me ha hecho eterna. Me despido de los socios y me quedo recogiendo la sala, mientras el señor Ballester los acompaña a la puerta.
—¿Lo tienes todo? —me pregunta cuando vuelve a entrar.
Le entrego la carpeta con la documentación y lo acompaño a su despacho.
Después de ultimar algunos detalles sobre el informe que tengo que hacer de la reunión, encuentro el valor para hablarle de mis vacaciones.
—Esteban —lo llamo por su nombre porque estamos solos, la verdad es que hacer la diferenciación me cuesta horrores, pero como él siempre ha insistido lo complazco, sé que lo hace para demostrarme su confianza—, estoy pensando en tomarme unos días libres, ¿sería mucha molestia?
—No, claro que no. —Se acerca a mí y pone una mano sobre mi hombro—. ¿Todo va bien?
—Sí, no te preocupes. —«Solo quiero tener tiempo para poder follarme a tu hijo pequeño las veinticuatro horas del día», pienso, sintiéndome tremendamente culpable—. Solo tengo que arreglar algunos asuntos...
—¿Cuándo?
—Pues cuando le vaya bien, aunque... cuanto antes mejor.
Él asiente.
—Con la reunión de hoy hemos cerrado lo más importante de esta semana. Termina el informe y habla con Jesús para ponerle al día y que pueda sustituirte. Puedes empezar tus vacaciones esta misma tarde si quieres, tomate el tiempo que necesites. Hace siglos que no te coges unas vacaciones.
—Gracias, Esteban.
Termino el informe en treinta minutos y paso el resto de la mañana con Jesús, que lejos de estar molesto por el trabajo extra que le doy, se siente feliz por mí. En el fondo es un buen compañero, aunque sea un bocazas.
Son las doce y media cuando Robert entra al despacho luciendo su sonrisa más encantadora; trae consigo todas las desconcertantes sensaciones que me provoca su presencia, que llenan mi mente de fantasías y mi cuerpo de necesidad.
Nos da los buenos días a Jesús y a mí de forma educada, antes de preguntar por su padre.
Me remuevo en mi asiento. ¡Dios! No puedo evitar que el vello de mi cuerpo se erice ante su presencia, mi corazón late desbocado.
Aviso a mi jefe y me indica que haga pasar a su hijo.
—Puede pasar, señor Ballester —le indico a Robert.
—Gracias, señorita Melis —responde.
Su forma de llamarme señorita Melis me parece tan erótica... Mis mejillas vuelven a calentarse bajo su mirada cargada de lujuria y promesas. Asiento distraída y desvío la mirada.
Escucho como entra.
Me alegra ver a Jesús con la vista clavada en la puerta, sumido en sus propios pensamientos... o fantasías.
—¡Oh Dios! Es tan guapo, ¿verdad? Si fuera gay iría detrás de él como un perrito suplicando cariño.
—¡Jesús! —le reprendo.
—A mí no me engañas, Abril. Te has puesto como un tomate cuando te ha hablado, y mira tus manos, ¡si estás temblando! No eres inmune a sus encantos. ¿Y has visto cómo te ha mirado? Nena, creo que le gustas.
—Es guapo. Eso es innegable.
—¿Demasiado joven para ti? Pues que sepas que es un chico muy... liberal, no creo que a él le importe tu edad.
—Déjalo ya, Jesús —le pido tajante, pero procurando disimular lo mucho que me han cabreado sus palabras—. Vamos, terminemos esto.
Veinte minutos más tarde escucho como se abre la puerta a mi espalda, el vello de mi nuca vuelve a erizarse, advirtiéndome de su presencia, es como si mi cuerpo tuviera un detector.
—No te olvides de hablar con tu madre —oigo decir a mi jefe.
—Acabo de estar con ella.
Se cierra la puerta. Me fuerzo a no darme la vuelta, Jesús sí lo hace.
—¿Ya vuelves a la India?
A pesar de que sé que no lo va hacer, al menos en un futuro inminente, el corazón me da un vuelco al escucharlo. Soy consciente de que esa es una conversación que tenemos pendiente, y también de que intentaré aplazarla todo lo que me sea posible.
—No, pero voy a desaparecer unos días...
—¡Qué casualidad! —exclama Jesús—, Abril también se nos va de vacaciones.
Robert me mira, su alegría por la noticia es más que evidente.
—Espero que disfrute mucho de sus vacaciones, señorita Melis.
—Gracias, señor Ballester, igualmente.
Nos miramos a los ojos, perdiéndonos en nuestro mundo durante unos segundos más de lo conveniente; cuando soy consciente de ello me vuelvo hacia Jesús con un movimiento brusco. Robert se despide con un adiós precipitado y se marcha.
—Aquí pasa algo... —afirma Jesús, mirándome con los ojos entrecerrados en un exagerado gesto de sospecha.
—No sé a qué te refieres... Vamos, terminemos, solo quedan un par de cosas.
Me he despedido de Esteban y estoy recogiendo mis cosas. Jesús está hablando por teléfono, creo que con Sonia, aunque no le presto mucha atención.
—Cualquier cosa me llamas —le recuerdo por enésima vez cuando cuelga.
—No te preocupes y disfruta. —Me da un fuerte abrazo—. ¿Te vas de vacaciones con Arturo?
¿Estáis saliendo? —pregunta de pronto.
Me acomodo el bolso en el hombro.
—No —respondo, extrañada por su pregunta pero sin dar más explicaciones.
—Sonia me ha dicho que acaba de verlo fuera esperándote.
—¿Está fuera?
—Sí, y está hablando con Robert. No sabía que se conocieran...
¿Que está fuera con Robert? ¿Qué está pasando?
—Qué raro... —consigo decir, intentando no mostrar mi ansiedad—. Nos vemos, guapo.
Cuando llego abajo, Sonia me intercepta para despedirse; intento hacerlo con cariño y no mostrar mi impaciencia. Mientras la abrazo, distingo a través de los posters que cubren los cristales las piernas de los chicos. Me fijo en los elegantes mocasines de Arturo y luego, en las sandalias de tiras marrones de Robert. Mi padre siempre decía que los zapatos eran un reflejo de tu personalidad. Cuando Sonia me suelta, bajo la vista un segundo a mis propios zapatos, son de tacón alto y negros, elegantes. Suspiro y me separo de mi compañera, decidida a enfrentar la situación que me espera fuera, antes de que mi mente empiece a analizar por qué mis zapatos no hacen juego con el hombre al que he elegido.
Abro la puerta de la calle, los dos se vuelven para mirarme, los observo confundida.
—Buenas —les digo cuando me acerco.
—Hola, cariño —me saluda Arturo. ¿Hola cariño? Luego, apoya su mano en mi cintura e intenta darme un beso en los labios, consigo volver la cara a tiempo para que caiga en mi mejilla. ¿Qué está pasando aquí?
Él me mira con una sonrisa forzada y, acto seguido, se vuelve hacia Robert. Su presencia es un poco difícil de justificar en la escena.
—Conoces a Robert, ¿verdad? Parece que le gustan mucho las motos —me pregunta Arturo.
—Claro... Hola, señor Ballester —lo saludo formal, mientras con la mirada intento preguntarle qué está haciendo.
—Señorita Melis —me devuelve, con una inclinación de cabeza—. Su novio tiene una moto espectacular —añade, sin apartar la mirada de la mano que Arturo tiene apoyada en mi cintura, claramente molesto.
¿Mi novio? ¿A qué está jugando? Pues va listo si espera que responda a eso. Asiento sin decir nada.
Vuelvo la mirada hacia Arturo, que mira a Robert de forma triunfal. «Bufff, genial».
Tras unos segundos de silencio incómodo y miradas cargadas de significado, Robert se da por aludido.
—Bueno, me voy. Encantado de volver a verte, Arturo. —Me mira y añade enfatizando las palabras—: Hasta luego.
Lo veo girar a la derecha, hacia la calle donde hemos quedado.
—Que chico tan raro... —comenta Arturo distraído.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a invitarte a comer.
—Lo siento mucho, Arturo, pero ya he quedado.
—¿Con quién? —Su tono inquisitivo me irrita sobremanera. ¿A qué viene esto? Me pongo a la defensiva.
—Creía que no tenía que darte explicaciones...
—Creía que éramos amigos y podíamos hablar de todo —replica molesto—. ¿Qué pasa? ¿Estás saliendo con alguien y no quieres decírmelo?
¿Qué coño le pasa? Su forma de hablarme me pone furiosa; intento controlarme.
—Arturo, aquí no, por favor. Estamos en la puerta de mi trabajo.
—Pues vayamos a otro sitio.
—Ya te lo he dicho, he quedado. La próxima vez llama y asegúrate de que pueda atenderte, ahora si me disculpas...
Me doy la vuelta y lo dejo allí plantado. ¿Quién se ha creído que es para hablarme así?
Cuando doblo la esquina veo el Cupé de Robert esperándome al final de la calle, camino hacia allí.
De pronto alguien detrás de mí me sujeta del brazo. El miedo me congela por un momento, hasta que me vuelvo y veo que es Arturo.
—Intenté hablar contigo ayer, pero pasaste de mí, ¿recuerdas?
Clavo la mirada en la mano de Arturo con desprecio, él me suelta pero sigue esperando una respuesta, no le había visto así nunca, parece fuera de sí. Pues ya somos dos.
—Arturo, te dejé claro en la última cena que no quería nada contigo. Que no quería darle explicaciones a nadie sobre mi vida. Recuerdo que las palabras: solo amigos y sin compromiso, salieron de tu boca.
—Perfecto, pues contéstame a esta pregunta solo como amigos, ¿estás saliendo con otra persona?
—Ahora mismo, no estoy muy segura de querer tenerte como amigo. Pero, sí, estoy saliendo con otra persona.
Sus ojos se agrandan por la sorpresa e indignación.
—¿Por qué no me lo dijiste el otro día?
—Porque el otro día no salía con otra persona.
—¿Y con él sí te sientes preparada o lo estás volviendo tan loco como a mí?
—Déjalo ya, ¿quieres? —le grito, estoy cabreada, pero sobre todo decepcionada; no reconozco al hombre que tengo delante de mí—. ¿Qué significa todo esto? No lo hagas más difícil... Si quieres hablamos otro día, cuando estemos más tranquilos. Ahora, déjame en paz.
Robert aparece de pronto detrás de mí.
—¿Estás bien, Abril?
Me vuelvo para mirarlo, sus ojos son fríos y oscuros, cargados de ira, y están fijos en los de Arturo.
—Sí, no pasa nada. ¿Qué haces aquí, Robert? —le pregunto.
¡Esto es lo que me faltaba!
—He visto como te cogía del brazo —contesta, sin apartar la mirada de él.
—¿Y tú de dónde sales? ¿Estabas espiándonos? —De pronto me mira, atando cabos—. ¿Es con él con quién sales? Pero si casi le doblas la edad, Abril —espeta con desprecio.
—No —respondo.
—Sí —dice Robert al mismo tiempo, dando un paso hacia delante. Lo miro sorprendida y furiosa, pero él sigue sin mirarme y continúa hablando—: Y creo haber escuchado que te pedía que la dejaras en paz, hazlo. Y ni se te ocurra volver a tocarla...
—¿Qué? Mira chaval, no te metas en las conversaciones de los adultos, ¿quieres? —responde Arturo con desdén—. Escúchame, Abril...
A continuación todo pasa muy rápido, Arturo levanta la mano para tocarme, yo doy un paso hacia atrás y Robert le da un manotazo en el brazo y me acerca a él, cogiéndome de la cintura.
—No-la-toques —repite despacio, con los dientes apretados.
—¡Basta! —grito— ¡Los dos! ¿Qué coño os pasa? ¡Dejadme tranquila!
Me deshago del agarre de Robert y salgo corriendo, de vuelta a la calle de la oficina; cogeré un taxi, pero tengo que irme de aquí ya.
A medio camino tropiezo y caigo de bruces al suelo. Me he hecho daño. Me incorporo como puedo y me quedo sentada.
Oigo pasos corriendo hacia mí. Escondo la cara entre mis manos, quiero desaparecer.
—¿Estás bien? —me preguntan los dos a la vez.
No levanto la cara, no quiero ni verlos. Las manos y las piernas empiezan a temblarme, respiro con dificultad a causa del nudo que se ha formado en mi estómago y siento como lágrimas de rabia acuden a mis ojos. Creo que me está dando un ataque de ansiedad...
Alguien toca mi brazo.
—¡No! ¡No me toquéis! ¡Dejadme en paz! —grito, histérica.
Levanto la cabeza para dirigirles una mirada furibunda, los dos hombres que se han colado en mi vida como elefantes en una cacharrería siguen ahí, mirándome sin saber qué hacer, con caras de preocupación y arrepentimiento, y ahora, ignorándose entre ellos. Quiero que desaparezcan.
Escucho más pasos. Genial...
Giro la cabeza y veo que es Sonia. Verla me tranquiliza.
—Abril, ¿estás bien?
Ella mira por unos segundos a los chicos —parece no entender qué hago en el suelo tirada y ellos dos plantados a mi lado, sin ayudarme—, se acerca y me tiende la mano.
Me levanto con dificultad del suelo con su ayuda. Al conseguir ponerme de pie, me doy cuenta de que me duele mucho el tobillo, me quejo y los dos hombres hacen ademán de acercarse. Levanto una mano para que no lo hagan, se detienen.
—Lo siento, Abril —dice Arturo.
—Estoy bien. Marchaos, Sonia me ayudará.
Arturo me mira dubitativo.
—Por favor, Arturo, vete.
—De acuerdo. Lo siento de veras —repite, antes de darse la vuelta y marcharse.
Sonia me mira extrañada, sin comprender mi hostilidad.
—¿Te duele el pie? —me pregunta, al ver que no lo apoyo en el suelo.
—Mucho.
—Te llevaré a urgencias.
—Sí, por favor.
Robert está parado a un metro de mí, no dice nada, solo me mira. ¡Por favor, que no diga nada!
¡Delante de Sonia, no!
Cuando comenzamos a caminar, yo agarrada de su hombro y cojeando, él se acerca con mi bolso en la mano, lo ha debido de coger cuando me he caído y con los nervios ni me he dado cuenta de que me faltaba. Alarga la mano y me lo ofrece. Al cogerlo lo miro a los ojos, y toda mi furia se disipa de golpe al ver su mirada triste y herida.
—Gracias —le digo.
Él asiente sin decir nada, se da la vuelta y se va. Si Sonia no estuviera delante lo detendría. La culpabilidad ha sustituido por completo a la furia.
De pronto el sentimiento me causa una sensación de déjà vu que hace saltar mis alarmas.
No, no tengo que sentirme culpable. Él se ha portado como un idiota. ¿A qué venía lo de decirle que estamos juntos? ¿Y qué le ha pasado a Arturo? No reconozco al hombre que acabo de ver... ¿Han tenido un subidón de testosterona, o algo así? No entiendo nada...
Dejo de darle vueltas a la cabeza y me concentro en caminar, con la ayuda de Sonia, intentando hacerme el menor daño posible.