18 Cinco días

Llegamos a Gavá mar.

—¿Es un ático? —pregunto, cuando veo que pica al último piso del ascensor.

—Sí —responde contra la piel de mi cuello, con mi cuerpo prisionero contra la pared.

Mis manos se deslizan por su espalda, lo aprieto más contra mí.

—¿Vuelves a tener ganas de jugar? —pregunta con picardía.

Besa mi mandíbula y luego, me mira con ojos traviesos y encendidos.

—David está arriba, más vale que nos calmemos... —le advierto.

—David es muy comprensivo. Podemos ir directos al dormitorio y gritarle por el camino que en una horita estamos con él.

Hummm... creo que no.

Robert escapa de mis brazos y apoya su espalda contra el otro extremo del ascensor, cruzando los brazos y haciendo un mohín. Me acerco y perfilo con mi lengua el perfil de sus labios.

—Eres un niño malo, compórtate o tendré que calentar ese culito tan precioso que tienes.

Misión cumplida, el puchero desaparece, ahora hay una sonrisa maliciosa en su lugar.

—Creo que voy a portarme mal a propósito. Quiero ver eso —responde, antes de lanzarse a mi cuello.

La puerta del ascensor se abre, doy un paso hacia atrás y él sale primero. Lo sigo. Cuando estamos fuera le doy una fuerte palmada en el trasero.

—¡Ay! —exclama sorprendido, y se gira mordiéndose el labio y mirándome con lascivia.

Yo me río en voz alta.

Robert saca la llave, aunque antes de abrir la puerta toca un par de veces el timbre, dos toques cortos y rápidos, supongo que es una señal para avisar a David de que ya hemos llegado.

Un gran espacio diáfano se abre ante nosotros, compuesto de un gran salón y una cocina americana.

El suelo está enmoquetado de color arena. En el extremo izquierdo destaca un gran sofá en forma de U de cuero negro y tres pufs colocados en frente, entre todos rodean una mesa de centro redonda con un hueco en medio, donde pueden verse un pequeño jardín Zen con arena blanca, piedras y velas. No hay televisión. En la pared, justo detrás del sofá, hay tres grandes cuadros, los tres juntos completan el rostro de buda en tonos grises y ocres. Al lado hay una puerta corredera de estilo japonés, cerrada.

Robert cierra la puerta de entrada; me doy cuenta entonces de que, al lado de esta, hay una inmensa estantería que cubre toda la pared, casi de tres metros de largo, llena de libros, discos y cd's, y con un equipo de música en el centro.

En el extremo contrario, a un nivel más alto, está la cocina. Los muebles son negros y el mármol blanco. Tiene una gran barra americana con taburetes.

Se pueden ver plantas por todos los rincones.

En la pared contraria a la puerta de entrada, separando los dos espacios, hay dos grandes cristaleras que deben de dar a una terraza, cubiertas por paneles japoneses, y delante de ella, justo en el centro, una impresionante figura de Buda a tamaño natural, en posición de meditación, bajo la escultura se extiende una esterilla estampada con dibujos negros y blancos.

Todo el lugar está decorado con un gusto exquisito.

—Hola, Abril. Encantado, soy David. —El compañero de Robert se acerca hacia mí, desviando mi atención del impresionante loft con una sonrisa ladeada.

Habla un castellano perfecto, pero tiene un fuerte acento americano. Es increíblemente atractivo, mucho más de lo que me pareció la noche de la fiesta. Su cara me resulta familiar, y enseguida me doy cuenta de que es clavado a Josh Holloway, el sinvergüenza macizo de Lost. Rondará los treinta y cinco años.

—Hola, encantada de conocerte al fin. Robert me ha hablado mucho de ti.

—Lo mismo digo, y puedo ver que no ha exagerado respecto a tu belleza. —Su sonrisa se amplía más, es deslumbrante—. Sentí mucho no poder conocerte en la fiesta.

—Bueno, los dos estábamos ocupados —le digo, con una sonrisa traviesa. En ese momento Robert se acerca, apoyando su mano en mi cintura. Me observa con una ceja levantada y una mirada cómplice, yo le sonrío a él también.

—Tienes razón —admite David.

—¿Te gusta el loft? —me pregunta Robert.

—Es precioso, y muy apropiado para vosotros.

—Es de un amigo que conocimos en Jaipur, ahora está de viaje, pero cuando supo que veníamos nos lo ofreció. La verdad es que me he enamorado de este lugar, transmite paz —me explica David.

—Sí, yo también la siento —afirmo, mientras vuelvo a echar una ojeada.

—¿Quieres tomar algo?

—¿Una cerveza?

—Claro, acomódate.

Lo acompaño hasta la cocina y me siento en un taburete de la barra americana.

—Voy un momento adentro —me advierte Robert. Hace un pequeño gesto, preguntándome con la mirada si me parece bien, yo asiento.

David rompe el hielo mientras revuelve la nevera.

—¿Qué tal tu tobillo? Robert me dijo que te habías hecho daño.

Por un momento me siento avergonzada, mientras me pregunto si Robert le habrá contado lo que pasó ayer por la mañana. ¿El hombre que tengo delante lo sabe todo sobre mí? Me temo que sí, sabiendo, como sé, hasta qué punto lo comparten todo... Miro su rostro cuando se yergue con dos botellines de cerveza en la mano, buscando alguna señal recriminatoria por cómo me porté con su amigo, pero él me mira con una sonrisa amable.

—Bien. Bueno, cojeo un poco pero es soportable.

—Dile a Robert que te de un masaje, es muy bueno con los masajes terapéuticos, verás que se recuperará más rápido.

—Sí, ya he podido comprobarlo. Por cierto, perdona por lo de antes. Siento haber interrumpido vuestra conversación.

—No te preocupes, me he divertido mucho escuchando. Aunque creo que sois un poco perversos.

Siento curiosidad, ¿qué te ha hecho tu pobre amiga para que seáis tan malos con ella?

—Sandra tiene un grave trastorno de incontinencia verbal. Te suelta lo primero que le pasa por la cabeza sin fijarse en quién tiene delante. El otro día ya sufrió un momento incómodo por ello, se puso a hablar de Robert sin darse cuenta de que él estaba allí.

David sonríe cómplice y asiente, parece estar recordándolo.

—¿Te lo ha contado Robert?

—Sí, ¡me encanta lo de yogurín! De hecho, yo he empezado a llamarle así también.

—¿En serio?

Nos reímos juntos y le explico la parte que se ha perdido de la broma.

—¡Pobre Sandra! —la compadece mientras ríe.

—Tú eres psicólogo, ¿no? ¿Crees que lo de la incontinencia verbal pueda tener solución?

—Tendría que examinarla —responde fingiéndose pensativo.

—Se lo propondré; aunque pensándolo bien, forma parte de su encanto.

Suena una canción que no reconozco, él busca en su bolsillo y saca su teléfono móvil.

—Discúlpame.

Se aleja hasta desaparecer tras la puerta de la terraza.

Una vez sola, me levanto del taburete y me acerco a la estantería para mirar los libros. Casi todos son sobre meditación, yoga, budismo... Sonrío al ver uno titulado: Nivarana: Los cinco impedimentos, tomo el libro con intención de echarle una ojeada.

Cuando me dispongo a regresar a la cocina, me llama la atención una pila de libros ordenados de forma diferente, tumbados horizontalmente sobre otros en vertical, parecen novelas de ficción. Giro la cabeza para leer el título de la primera: Juego de tronos — Canción de hielo y fuego, me asomo a sus lomos y veo que todos pertenecen a la misma saga. Un papel blanco, con la parte de lo que parece ser un círculo rojo, sobresale entre el penúltimo y último libro. Estiro, sin poder dominar mi curiosidad, y veo algo que hace que se me pare el corazón.

Un logo redondo, rojo, con un dibujo dentro, y las letras: “Air India” al lado, aparece ante mis ojos.

Son tres billetes de avión.

Puedo escuchar la voz de David lejana, hablando todavía por teléfono en la terraza, y en el pasillo por donde ha desaparecido Robert no se ve movimiento. Una vez convencida de que no me van a sorprender fisgando, si me doy prisa, no sé si quiero mirarlos... Estoy paralizada con los billetes en la mano. Un ruido desde las habitaciones interiores de la casa me hace reaccionar. Levanto rápido la primera hoja, leo el nombre de Robert; destino: Jaipur..., y la fecha del vuelo.

Dejo los billetes donde estaban y regreso, todo lo rápido que mi tobillo lesionado me permite, a la cocina. Deposito el libro sobre la encimera y llevo mis manos al corazón.

Tanto mis manos como mi pecho palpitan de forma salvaje, incluso me siento algo mareada. Doy un trago a mi cerveza, terminándola, y respiro hondo en un vano intento de controlar mi respiración.

Miro la puerta, pensando en marcharme de allí, pero en vez de eso olvido mis modales y me acerco a la nevera para abrir otra cerveza. Allí de pie, bebo hasta dejar el botellín a medias. El frío líquido baja por mi garganta fácilmente e incluso creo poder sentir como llega hasta mi encogido estómago.

Vuelvo a sentarme.

Cinco días.

Múltiples sensaciones me abruman a la vez. Estoy confusa, no puedo dominar el torrente de pensamientos que colapsan mi cabeza, casi no puedo respirar... La frágil venda que cubría mis ojos se ha hecho jirones, la realidad está calando en mi mente en una oleada fría y aguda de dolor que invade lentamente mi pecho y mi estómago, me rodeo con los brazos, en un intento de protegerme.

La revelación me ha golpeado tan fuerte que ni siquiera soy capaz de llorar, aunque puedo sentir las lágrimas atascando mi garganta. A pesar de la batalla que se está produciendo en mi interior, por fuera me siento adormecida.

La tristeza, la rabia y el pánico se instalan en mi corazón, me siento traicionada. ¿Por quién? Por mí, por Robert... por haber creído como una estúpida que podía vivir esto a su manera, que podía vivir el momento sin pensar en las consecuencias. Yo no soy así. Frunzo el ceño y me pregunto por qué me afecta tanto cuando ya sabía que iba a perderlo, ¿tal vez en el fondo me negaba a creerlo? No lo sé...

Solo sé que la certeza ha sido como una bofetada. «Eso te pasa por idiota», mi parte cínica se ríe de mi ingenuidad.

Cinco días.

No, no, no. Mi mente lucha, todavía hay una parte de mí que se resiste, que desea volver a mi inconsciencia anterior, a mi oasis; que me grita: «No te hundas, Abril. No te rindas. No renuncies a él todavía». Como si él fuera un salvavidas roto, que tarde o temprano se hundirá conduciéndome a una muerte inevitable, pero yo prefiero vivir con el dolor de esa certeza que dejar que todo termine.

Miro a mi alrededor y el vacío de la habitación me asusta. Sé que él sigue aquí, a solo unas puertas de mí, quiero buscarlo, correr hacia él y refugiarme en sus brazos, pedirle que me ayude a deshacerme de esta sensación de que mi vida está a punto de desmoronarse.

Pero al pensar en ello me doy cuenta de que estoy furiosa con él. Robert me ha ocultado el día de su marcha intencionadamente. ¿Cómo puede mirarme a los ojos? ¿Cómo puede decirme que me quiere cuando sabe que solo nos quedan cinco días? ¿Realmente no piensa en la agonía que será separarnos?

Y entonces lo veo claro, lo que él siente en realidad no es amor, él está confundiendo sus sentimientos... Su vida ha estado llena de sexo sin compromiso, de diversión, se ha podido permitir obtener lo que deseaba sin que las emociones reales le hayan salpicado, se ha rodeado de mujeres como él, ¿cómo pueden convivir sin mezclar sus sentimientos en ello? Él no mide las consecuencias, simplemente, porque no las conoce.

Miro la puerta de salida. Podría marcharme... La idea me revuelve el estómago, agudizando el dolor en mi pecho. No puedo marcharme. Vuelvo a clavar la mirada en mi cerveza. «Tengo que protegerme», me digo a mí misma, mientras de un último trago la termino. Intentaré vivir el momento, pero poniendo la red de seguridad; vivir la experiencia, disfrutar del sexo como hace él, pero intentando proteger mis sentimientos. No más te quieros a la luz del amanecer...

Escucho una puerta y me tenso en el taburete.

Estoy de espaldas, escucho unos pasos acercándose; el cosquilleo de mi piel me advierte que es Robert, antes de verlo con mis propios ojos.

Unas manos se deslizan por mi cintura y me presionan hacia su cuerpo. Su cálido aliento se extiende en mi oreja, me estremezco.

—¿Te hemos dejado sola, niña? —susurra.

—Han llamado a David.

Gira mi asiento hasta colocarme frente a él. Me mira preocupado, me esfuerzo por sonreírle.

—¿Estás bien?

Asiento mientras levanto mi cerveza.

—Tengo sed.

Él ignora mis palabras y frunce el ceño.

—¿Seguro, Abril? Estás pálida.

—Me duele un poco el tobillo, igual lo he forzado demasiado sin la muleta —miento.

—Podría retirarte la venda y hacerte un masaje si quieres. Te aliviará el dolor.

—En otro momento.

—Abril... —pronuncia mi nombre con tono condescendiente— no es solo por el tobillo. Estás...

distante. —Acerca lentamente su rostro al mío y coloca sus manos en mis mejillas, acariciando mis pómulos y luego, mi pelo.

Su mirada penetra en la mía, preguntándome en silencio que ha pasado.

Me escuece el corazón al leer las falsas promesas de sus ojos... Cierro los míos y me limito a sentir sus manos, acariciándome. Lo cojo de la camisa y lo atraigo hacia mis labios. Su boca me duele, me excita, me hace consciente de lo mucho que lo necesito, de lo débil que soy al no poder alejarme de él; aun así, no puedo ni quiero dejar de besarlo mientras todavía esté a mi alcance.

Se oye el susurro de una puerta deslizándose y David entra en la habitación. Carraspea un poco para hacerse notar, y nos mira con una sonrisa cuando nos volvemos a mirarlo.

—Lo siento, si queréis puedo dejaros solos de nuevo.

Robert me mira, todavía preocupado, parece que está planteándose la oferta de su amigo. Yo me levanto.

—No, no. Tranquilo —le contesto—. Oye, ¿no tendrás algo más fuerte por ahí? Me apetece un margarita.

Quiero dejar inconscientes a las voces de mi cabeza a base de alcohol... En el fondo sé que no es una buena idea, pero es la única que se me ocurre.

—Claro, ahora mismo te lo preparo.

—Si quieres me lo preparo yo misma —respondo—, ¿dónde tienes las bebidas? ¿Queréis que os prepare algo?

—No, yo sigo con la cerveza —responde Robert, mientras me escruta con la mirada.

—Prepárame uno a mí, por favor —me pide David.

Me señala el armario, saco las botellas y él saca dos copas de coctel. Robert pone música, reconozco el último disco de Placebo. Me esfuerzo por ignorar el torrente de sentimientos que me está perforando por dentro, la música ayuda. David sale de nuevo a la terraza y regresa con dos limones.

—Me acaban de llamar de la academia de yoga —cuenta David, mientras parte los limones y se pone a mi lado, exprimiéndolos dentro de la coctelera—. Me han ofrecido trabajo.

—¿Trabajo? —pregunta Robert, sorprendido.

—Quieren que imparta mis propias clases de meditación Samatha.

Sirvo los cócteles en las copas. Le entrego una a David, él toma asiento con ella en la mano. Yo lo imito, sentándome de nuevo al lado de Robert.

—¿Cuándo?

—El contrato sería de un año. Incorporación inmediata.

—Pero... —Robert se detiene, yo supongo que antes de decir: "Si nos vamos en cinco días" —Tengo que pensar en ello...

Robert asiente, como si eso concluyera la conversación, pero parece consternado.

—¿Qué es la meditación Samatha? —pregunto.

—Una técnica de meditación budista.

—¿Eres budista?

—En el Chandrika todos lo somos —declara David, mirándome divertido.

Yo le doy un largo trago a mi copa, el alcohol quema mi garganta y hace que mi cabeza de vueltas, mi plan está funcionando.

—No tengo mucha idea sobre budismo —confieso—, pero quitando lo de la meditación, hubiera dicho que vuestro estilo de vida en el Chandrika no era muy compatible con ninguna religión.

—Imagino a lo que te refieres. Evidentemente, no somos demasiado ortodoxos, nosotros no vivimos el budismo como una religión sino como una filosofía de vida que se adapta a nuestras propias ideas y, aunque uno de sus preceptos es apartarse de las malas conductas sexuales, la interpretación es amplia, ya que se entiende como mala conducta aquella que hace sufrir a los demás, y no hay nada más alejado de nuestra forma de entender el sexo; para nosotros es un regalo, una forma más de entregar amor y felicidad a través de las sensaciones, compartiendo lo más íntimo de cada uno, que es nuestro propio cuerpo. Es una celebración de la vida a través de la generosidad y no una forma interesada de obtener nuestro propio placer. Y sobre todo, el sexo no es una prioridad en nuestra vida.

—¿A no? —la pregunta sale sin pensar demasiado, enseguida me arrepiento, temiendo haberlos ofendido, pero David sonríe condescendiente y responde: —No, no lo es. Nuestras prioridades son muchas otras; no te hagas una idea equivocada de nosotros, Abril. La libertad, la generosidad y el desarrollo espiritual son nuestra máxima en todos los ámbitos de nuestra vida. Luchamos por un mundo mejor, al nivel que nos es posible, empezando por nuestro interior, y ayudando a nuestra comunidad en todo lo que podemos. Nos esforzamos para que, día a día, nuestra influencia en la tierra sea positiva para todo lo que nos rodea: personas, animales y naturaleza.

Robert puede explicarte mejor todo esto, ha escrito un libro sobre ello —proclama con orgullo.

—Sí, la verdad es que me lo había contado. Supongo que cuando me lo explicó me centré en la parte que más me escandalizaba —admito.

—Es posible que yo hiciera especial hincapié en ella, esforzándome para que la entendieras y no me echaras de tu casa por depravado.

—No sé cómo lo hacéis, pero cuando lo explicáis hacéis que parezca algo hermoso.

—Lo es —afirma David.

Robert repara en el libro que yace apartado sobre la encimera, lo coge y sonríe al leer el título.

—¿Lo has leído?

—Iba a echarle un ojo, pero no me ha dado tiempo.

—¿Meditas? —pregunta David.

—Hoy ha sido mi primera vez —respondo. El recuerdo del pasado amanecer hace que mi corazón se dispare, evidenciando la quemazón de mis recientes heridas. Vuelvo a darle un trago a mi copa para aplacarlo.

—¿Y cómo ha ido?

—Bueno... He tenido dificultades.

—Nada que no se solucione con la práctica —agrega Robert.

—Será mejor que empecemos a hacer la comida. —Cambio de tema—. ¿En qué habías pensado?

Cocinamos los tres juntos espaguetis salteados con verduras. Cada vez me cuesta menos bromear con ellos, mi segundo margarita está amortiguando definitivamente mi desazón, aunque no logro deshacerme del todo de la sensación de angustia en mi estómago.

Los chicos me cuentan anécdotas sobre sus vidas, sobre todo metiéndose el uno con el otro. La complicidad entre ellos es evidente, me recuerda a mi relación con mis amigas.

Robert me regala besos y caricias cada vez que nos cruzamos en la cocina. Mi cuerpo ha dejado de tensarse, y me abandono a ellas. Bromeando, David también me da un beso en la mejilla cuando pasa por mi lado. Inicio un pequeño coqueteo con él, con el infantil propósito de molestar a Robert, aunque este se ríe de mis bromas sin parecer afectado para nada.

Los tres nos sentamos a la mesa, algo perjudicados por el alcohol, y nos disponemos a comer.

—¿Alguien puede explicarme cómo hemos terminado borrachos antes de empezar a comer? — pregunta Robert, cuando todos encontramos la mar de gracioso que se le haya escurrido el tenedor de las manos.

—La culpa la tiene Abril. Ha empezado a beber como una esponja y nos hemos visto forzados a seguirle el ritmo por cortesía —explica David, que en realidad es el que parece menos afectado.

—Chicos, no intentéis seguirme el ritmo, os tumbaría.

—¿Vino? —pregunta David, en tono de desafío.

Yo asiento, Robert niega resignado con la cabeza: —Yo paso.

David y yo nos llenamos las copas y brindamos.

Una hora después, estamos los tres repantigados en el gran sofá. Yo, apoyada en una montaña de cojines con las piernas estiradas en uno de los extremos de la U; la cabeza de Robert descansa sobre mi regazo, su cuerpo ocupa la zona central; sus pies y los de David coinciden en el mismo sitio, este último está tumbado en el otro extremo.

Sabiamente, aunque me temo que tarde, nos hemos pasado a la Coca-Cola.

—Aceptar el trabajo que te han ofrecido significaría quedarte aquí, ¿no? ¿Renunciarías a tu vida en la India? —le pregunto a David.

—Llevo dos años viviendo en el Chandrika rodeado de gente. He aprendido y disfrutado muchísimo, y los quiero a todos y a cada uno de ellos. Pero hace un tiempo que echo de menos la intimidad, disfrutar de la soledad. Aquí he recuperado una paz que hacía tiempo que no sentía. Además, creo que aquí podría ayudar, realmente la sociedad occidental necesita cambiar sus prioridades, si consigo que solo una persona deje de centrar su vida en la ambición, y sus esfuerzos se centren en ser mejor persona, me sentiría más que satisfecho. Veo mucho potencial en el grupo que he conocido en el centro de yoga.

—¡Te lo estás planteando en serio! —exclama Robert, sorprendido.

—Sí. Creo que ha llegado el momento de hacer un cambio en mi vida, aunque tal vez solo sea temporal...

Robert lo mira serio, afectado, pero asiente: —Eres un pilar y un referente para todos en el Chandrika, pero sabes que te apoyaremos, aunque te echaremos mucho de menos.

El plural cae como un cristal afilado en mi corazón. Reactivando el dolor que el alcohol había adormecido.

—Y yo a vosotros —responde David.

—Bueno, no estarás solo aquí —intervengo—, además de la gente del yoga, ahora también me tienes a mí, y te presentaré a mis amigas.

Él sonríe con amabilidad.

—Gracias. A Dani ya la conozco, ella y Sergio son muy simpáticos, así que solo me falta tu amiga Sandra y... ¿ella tiene pareja?

—No, no tiene —contesto con una sonrisa.

—Tendrás que llamar a Anka, se va a poner muy triste. —Robert continúa con el tema anterior.

«Anka va a perder a uno de sus juguetitos, pero tendrá de vuelta al que me ha prestado esta semana, Anka no debería de quejarse». Pienso con rencor. Una imagen de Robert consolándola, como mejor sabe, se me atraganta y llena de bilis mi boca.

Recuerdo las palabras que me dijo hace unos días en mi casa, cuando le pregunté si a ellos les podía molestar que estuviera conmigo, y me respondió que él era libre y no tenía que dar explicaciones a nadie. Ahora veo como esas palabras también me afectan a mí. Él no es mío y, por mucho que me duela, no quiere que yo sea suya. Me gustaría ser capaz de vivir las cosas como ellos, de ser tan liberal.

—Lo sé, va a ser un gran cambio. Me hubiera gustado poder despedirme de ellos en persona, pero viajaré allí en cuanto pueda.

Una idea descabellada empieza a formarse de pronto en mi cabeza.

—También te costará despedirte de tu antigua vida, ¿no? —pregunto.

Él asiente, sonriendo con picardía.

—Eso también, no voy a negarlo.

Guardo un segundo de silencio, esperando a cambiar de opinión, pero no lo hago.

—Aunque bueno, no tiene por qué ser del todo así —digo, mi cerebro busca las palabras mientras algo dentro de mí grita que cierre el pico, el alcohol imposibilita que lo escuche—. Podríamos celebrar una despedida a vuestro estilo... nosotros tres.

Robert me mira, su rostro ha perdido el color repentinamente. Yo mantengo mi sonrisa traviesa forzada en mi cara y le acaricio el pelo.

—¿Estás segura, Abril?

—Claro... Si os parece bien a los dos, por supuesto. —Agacho la cabeza algo avergonzada. Está claro que me han entendido.

—No creo que sea buena idea, Abril —alega David, incorporándose un poco para mirarme—, no quiero inmiscuirme entre vosotros.

—Bueno, ambos me habéis explicado que es un acto de entrega y generosidad, y a mí me gustaría verlo de la misma manera, entenderos un poco mejor y... ¿Cómo era? Disfrutar de los regalos de la vida.

Robert se levanta de mi regazo y se sienta, mirándome sin poder ocultar su preocupación. A través de la nube de alcohol que me niebla la vista, puedo ver algo de dolor en su mirada.

—¿Estás segura? —repite—, igual deberías esperar a que se te pase un poco el efecto de alcohol.

—Yo quiero hacerlo —respondo con convicción—, pero si no queréis, está bien... Esto es muy violento.

Siento un extraño regocijo al pensar que él no quiere hacerlo. ¿No somos todos libres? ¿No es mi placer lo que más deseaba? ¿Acaso me siente como suya?

Me levanto y camino hacia la cristalera, esperando que mi fingida ofensa haga efecto en él.

—¿Estás seguro? —pregunta David, con algo de incredulidad en su voz. He debido de perderme algo.

—Si es lo que ella desea, por supuesto.

—De acuerdo —acepta.

Yo detengo mis pasos en seco, ¿lo dicen en serio?

—Ahora —susurro, con voz temblorosa.

—De acuerdo —repite Robert—. Cierra los ojos.