1 Carpe Diem LC
Es viernes por la noche, o lo que es lo mismo para mí: noche de chicas.
Bajo del taxi que me ha dejado en frente del Hotel Arts, paso de largo hasta atravesar el Marina Village y desciendo las escaleras para llegar hasta la playa. Voy a llegar tarde, ¡y odio llegar tarde!, pero es imposible correr con estos tacones. Camino con cuidado por la pasarela sobre la arena hasta llegar al Carpe Diem.
—¡Abril! ¡Aquí!
Sandra y Daniela me arrancan una sonrisa al menear sus brazos de forma sincronizada. Están tumbadas sobre una enorme hamaca granate, llena de cojines, con aspecto de cama; entre ellas, sobre una bandeja dorada, descansan un mojito y un daiquiri de fresa. El local es encantador, hay figuras de Buda allá donde mires y de la estructura entoldada de la terraza cuelgan brillantes lámparas de bronce de estilo marroquí.
Me acerco hasta ellas y me siento al borde de la hamaca. Dudo si quitarme o no los zapatos —esto es demasiado hippie para mí—, pero decido hacerlo al ver los pies descalzos de mis amigas.
Gateo por la enorme cama, agradeciendo haberme puesto unos pantalones, e intercambiamos cariñosos besos y abrazos. Cuando nos estamos acomodando para hacer un semicírculo, por el rabillo del ojo veo al camarero esperando para tomar mi pedido.
—Otro daiquiri de fresa, por favor. —El muchacho despliega una enorme sonrisa de labios gruesos y dientes deslumbrantes, antes de darse la vuelta. Cuando vuelvo a mirar a mis amigas parecen hipnotizadas, no tengo claro si por la musculosa espalda del camarero o porque no se han recuperado todavía de su sonrisa de anuncio.
—Dani, ¡por Dios! ¡Tú tienes novio! Además, es un crío —la reprendo.
Daniela hace un año que sale con Sergio, ella es organizadora de eventos y se conocieron cuando él la contrató para la inauguración de uno de sus gimnasios. La sorpresa fue mayúscula el día que nos quiso presentar y nos dimos cuenta de que ya nos conocíamos. Sergio es el hijo de mi jefe, el mundo es un pañuelo.
Ella me mira enfurruñada.
—Eso no me impide disfrutar de las vistas.
Yo sacudo la cabeza. No es que no me haya dado cuenta de que el camarero es increíblemente guapo, o de que no le falta ni un solo músculo por marcar en esa camiseta dos tallas más pequeñas de lo que debería, de hecho, es precisamente por eso que no lo encuentro atractivo.
—Es un petardo de gimnasio —sentencio con desdén.
Daniela me hace gestos extraños casi al tiempo que mi daiquiri aparece en mi campo de visión derecho.
El calor de mis mejillas me abrasa. Sin volverme para mirarlo, hago un gesto de agradecimiento con la cabeza, procurando que mi pelo tape mi enrojecido rostro y susurrando un gracias pequeñito.
—Cómo te pasas con tu hermano, en realidad es un buen chico —interviene Sandra, antes de levantar la vista hacia el camarero.
Por una milésima de segundo no tengo ni idea de qué habla —más teniendo en cuenta que soy hija única—, pero enseguida me percato de que está intentando disimular mi metedura de pata. Para completar su plan de desagravio al camarero, acompaña sus palabras dedicándole la mejor de sus sonrisas y batiendo sus largas pestañas a máxima velocidad.
Cuando al fin se retira, suspiramos aliviadas las tres a la vez. Luego, mis dos encantadoras amigas comienzan a reírse de mí y mi desatino, contagiándome al final sus carcajadas.
—¿Lo conoces? —le pregunto a Sandra.
—No tengo el placer, aunque me encantaría conocerlo de todas las formas posibles...
—A esta clase de tíos tienes que ignorarlos para que se interesen por ti. Hay que herir su orgullo y hacer que piensen que eres la única en el mundo inmune a sus encantos para que “conseguirte” se convierta en un reto para ellos. La única belleza que les importa es la propia y solo cuando creen que no eres capaz de apreciarla se interesan en desplegar todos sus encantos, hasta lograr que los admires como ellos creen que se merecen. Es una forma más de demostrarse a ellos mismos que son irresistibles.
—Lo siento, Abril. Entonces, ¿estabas intentando ligártelo? —replica Sandra con voz intencionadamente cándida.
Yo le saco la lengua y le estampo un cojín en la cabeza, ganándome otra tanda de risas a mi costa.
—Así que esa es tu definición de petardo de gimnasio —dice Dani sin dejar de reírse.
—Una de ellas —respondo con sonrisa inocente.
—Conociéndote, seguro que tienes un Excel con todas las especies clasificadas.
—Ni hablar, eso sería perder demasiado tiempo pensando en hombres. De todas formas, hay una definición que los engloba a todos.
—Ilumínanos, por favor.
Carraspeo un poco y digo con entonación académica: —Hombres: Seres egocéntricos, egoístas, carentes de empatía y acomodados en el rol de su sexo; solo abandonan el entorno familiar para cambiar los cuidados de mamá por los de otra mujer a la que, además, puedan tirarse.
Mis amigas estallan en carcajadas, para luego dedicarme miradas entre compasivas y condescendientes que me dejan clarísimo que piensan que estoy como una puta cabra. Pobres incautas.
Yo alzo mi daiquiri ante ellas y le doy un buen trago.
De pronto tengo la sensación de que me observan. Vuelvo la cabeza hacia el grupo que ocupa la hamaca de la derecha y me topo con unos ojos color miel que me miran descaradamente con una mezcla de horror fingido y diversión mal disimulada, dejándome claro que me ha estado escuchando.
El hombre —moreno, de pelo rizado y bien adentrado en la treintena— niega con la cabeza sin dejar de mirarme y me sonríe. En sus mejillas aparecen un par de hoyuelos que endulzan su rostro de líneas muy masculinas. Yo encojo los hombros y levanto una ceja, desafiante, aunque estoy segura de que el ardor que siento en mis mejillas está estropeando mi máscara de indiferencia. Me vuelvo de nuevo hacia mis amigas que han dejado de reír.
—Vaya, Abril. Tu desprecio por el sexo masculino está empezando a rozar lo patológico — sentencia Sandra—. En serio, cielo. Tendrías que mirártelo, creo que tienes un principio de misandria.
—No todos son como él —añade Daniela, ahora seria y cogiéndome la mano. Mi estómago se da la vuelta.
—No es por él —replico a la defensiva—. Simplemente han dejado de atraerme. Desprecio cualquier tipo de exhibición de testosterona. Me siento como si hubiera descubierto una verdad oculta a lo largo de los tiempos por nuestro instinto más básico, el de perpetuar la especie: Las mujeres ya no necesitamos a los hombres para nada, solo son una carga.
—Creo que la abstinencia sexual prolongada está afectándote.
—Adoro dejarme llevar por los instintos más básicos —afirma Sandra de forma soñadora, fijando su mirada en el horizonte, antes de volverse y mirarnos de nuevo—, y sin embargo aquí estoy, aguantándome las ganas de acercarme al camarero míster sonrisas y arrancarle la minicamiseta con los dientes. Y te aseguro que si me lo permitiera sus razones me importarían una mierda, de hecho, las mías tampoco son muy honorables. Solo es deseo, atracción, sexo, lujuria... Eso es algo para lo que las heterosexuales todavía necesitamos a los hombres.
—Hay una variedad increíble de aparatitos que sustituyen e incluso superan a la perfección a un hombre en el sexo.
Nada más terminar de decirlo vuelve a quemarme en la nuca la mirada del chico de los ojos de miel, me giro confirmando mi presentimiento, ahora es él quien levanta una ceja mientras su boca se tuerce en una pícara sonrisa.
Mierda, vamos a tener que cambiar de mesa para continuar con esta conversación... «O no», decido, qué más da.
—Nada puede compararse con el calor del cuerpo de un hombre, con el incendio que causa una mirada llena de ese deseo que sabes que has provocado tú —continúa Sandra, saboreando cada palabra como si lo estuviera viviendo.
—Heme aquí, frente a la reina del hielo y la del fuego —interviene Dani de forma teatral—, y me doy cuenta de que me toca el papel de la reina de corazones. Pues sabed que me niego a ponerme a hacer una disertación sobre el amor. Si hace diez años, en la uni, me hubierais dicho que me tocaría a mí defender esta postura, habría apostado con aquellas dos niñas romanticonas las dos manos a que estaban equivocadas y, ahora, no podría usarlas para acariciar a mi hombre cuando, tan solo con mirarme, llena mi estómago de mariposas.
Sandra y yo nos miramos un momento con los ojos como platos; luego, las tres volvemos a estallar en carcajadas.
—Yo me trago vuestras burlas ahora —prosigue, cuando consigue parar de reír—, pero dentro de un tiempo seréis vosotras las que os tragaréis las palabras de hoy. Y tú —enfatiza, señalándome con su índice acusador justo antes de que la risa me derrumbe sobre los cojines—, tu caída será memorable, amiga. Llegará el día en que aparezca el tío que romperá todos tus esquemas, y cuando eso suceda, cuando todo ese hielo se derrita, vas a arder tan fuerte que todas tus teorías acabarán hechas cenizas.
—Si no te importa, prefiero disolverlas en daiquiris —replico levantando mi copa vacía.
—Me apunto. ¿Dónde está el camarero míster sonrisa caliente? —pregunta Sandra.
—Justo detrás de ti —responde este, agachado al lado de su oído. ¡Joder! Este hombre empieza a darme miedo, aparece de la nada en cuanto se le nombra—. He visto una copa vacía levantada y he pensado que me necesitabais.
—Yo te necesito —le contesta Sandra de forma teatral, coqueteando totalmente desinhibida. Él le dedica una sonrisa pícara.
—¿Otra ronda? —les pregunto, ellas asienten y el camarero desaparece presto a por ellas.
Después de dos rondas más, hemos decidido quemar el alcohol en la pista. Hay un DJ pinchando y, aunque las tres somos más de rock y soul, bailamos poseídas por los ritmos electrónicos.
—Voy a por otro daiquiri —grito a mis amigas—, ¿compartimos?
Ellas asienten y yo me dirijo a la barra.
No aparto la vista de la camarera esperando que me atienda —va enfundada también en una camiseta dos tallas por debajo de la suya, empiezo a pensar que deben de ser normas del local—, me sobresalto al escuchar una voz haciéndose paso a través de la música, justo en mi oído: —Buenas noches, Reina del hielo.
Me vuelvo instintivamente hacia la voz, para encontrarme con un par de ojos de miel y mejillas con hoyuelos invadiendo mi espacio vital. Me aparto todo lo que me permite la abarrotada barra, aunque no lo suficiente para mi gusto.
—¿Tu madre no te enseñó a no escuchar conversaciones ajenas?
—No lo recuerdo, hace mucho tiempo que no vivo con mi madre, y por si te interesa, tampoco con ninguna mujer que la sustituya.
—No me interesa.
—¿Estás segura? Creo que yo podría desmontar tu teoría sobre los hombres. Si quieres puedo prestarme voluntario para que investigues algo más, antes de que subas tu particular definición a la wikipedia.
—¿Asistenta?
—¿Qué?
—Que si tienes asistenta o limpias tú solito el váter. —El señor hoyuelos parece haberse quedado sin respuestas. ¡Lo pillé!—. La asistenta cuenta como cuidadora. Sigues dentro de la definición.
—Pero no es mi madre, y te juro que no he pensado en tirármela ni una sola vez.
—Has escuchado la versión reducida de la definición. La completa también contempla a las compañeras de pisos complacientes y cualquier mujer con relación consanguínea o contractual.
—¿Tú tienes asistenta? —me pregunta.
—No —le miento sin pudor, agradeciendo la aparición de la camarera, que interrumpe la conversación—. Un daiquiri de fresa con tres pajitas, por favor.
Para mi desgracia, ella desaparece de nuevo. Él sigue ahí, apoyado en la barra mirándome con una sonrisa divertida, decidido a darme la lata. Yo me concentro en ignorarlo, sin apartar la vista de la preparación de mi bebida.
—Me llamo Arturo —grita él, obligándome a volverme de nuevo.
—Mira, hoyuelos, parece que has escuchado toda la conversación y al mismo tiempo, no has entendido nada.
—O quizás lo que pasa es que en realidad soy un petardo de gimnasio y tú te has convertido en un reto para... ¿cómo era? Reafirmar mi propia belleza consiguiendo la admiración que merezco por tu parte.
Como un reflejo a sus palabras, mi mirada baja sin orden por mi parte hacia su torso; definitivamente, es un petardo de gimnasio.
—¿No crees que estás un poco mayorcito para machacarte en el gimnasio?
—Será que, además de petardo de gimnasio, tengo complejo de Peter Pan —responde con guasa.
—Menuda joyita.
Por fin el daiquiri rojo se aproxima a mí, a manos de la camarera. Pago y me alejo de allí sin despedirme siquiera.
Estamos bebiendo cada una de una pajita cuando levanto la vista y, entre las cabezas de mis dos amigas, veo al señor hoyuelos acercándose.
Me yergo y sin disimulo suspiro fastidiada.
Se acerca directamente a mí, ignorando mi cartel luminoso de “no molestar”.
—No me has dicho cómo te llamas.
—¿No lo has escuchado cuando nos espiabas? —Su sonrisa me responde que sí.
—Se llama Abril —grita Sandra de repente. La fulmino con la mirada, ella sonríe y me ignora—.
Yo soy Sandra y ella es Daniela.
La mandíbula se me ha descolgado mientras miro horrorizada como mis amigas intercambian con él besos y se presentan. Luego, se vuelve hacía mí y me estampa dos besos, aprovechándose de mi desconcierto.
—¿Y tus amigos? —lo interrogo cuando consigo recuperarme.
—Se han ido ya.
—¿Te han dejado solo? —pregunta Sandra con expresión conmovida—. Pobrecito, puedes quedarte con nosotras si quieres.
—Encantado —responde, dedicándome una sonrisa llena de dientes.
Hay que joderse.
—Voy a salir a fumar —aviso a mis amigas.
—¿No lo habías dejado?
—Todavía estoy en fase de mentalización —respondo, al tiempo que me doy la vuelta para que no me den la charla.
Traspaso la marea de gente, subo hasta la terraza y me apoyo en el muro de fuera, mirando al mar.
Enciendo un cigarrillo y me concentro en la sensación de alivio que me causa el humo cuando invade deliciosamente mi garganta, procurando ignorar la helada brisa marina.
Una chaqueta me cubre los hombros de repente, miro hacia atrás y ahí está Arturo. Su gesto me disuade de bufarle por su inagotable acoso.
—¿Fumas?
—Lo dejé hace un par de años.
—Bien hecho, a tu edad hay que empezar a cuidarse —no puedo evitar meterme con él.
—¿Qué edad crees que tengo?
—Cuarenta y... cinco —le pico, en realidad me parece diez años menor.
Su expresión ofendida y su ceño fruncido me hacen reír.
—Tengo treinta y siete, y muy bien llevados, por cierto. Sé que lo dices para molestarme.
—No he dejado de intentarlo desde que te he conocido, pero parece que ahora sí he encontrado tu punto débil.
Su expresión ceñuda se disuelve hasta restaurar su enorme sonrisa.
—Estoy bromeando, en realidad no me he enfadado.
Pongo un puchero y protesto: —Eres imposible.
—¿Yo soy imposible? Entonces, ¿qué eres tú?
—Imposible, intratable e inaccesible. Estás perdiendo el tiempo, Arturo. Si realmente te has propuesto ligar conmigo como un reto, o has hecho una apuesta con tus, aparentemente, aburridísimos amigos, no te molestes.
—Eran compañeros de trabajo hablando de trabajo. Y no es que no me apasione el tema, pero en cuanto te he visto gateando en la hamaca de al lado ya no he podido apartar los ojos de ti, me has parecido preciosa, Abril. Tu incendiario discurso sobre los tíos me ha impresionado, creo que eres una tía inteligente y superdivertida.
—¿Divertida?
—Divertida y preciosa.
Su sinceridad me deja fuera de juego, no se me ocurre nada ingenioso o hiriente que decirle, así que no digo nada y solo lo observo, intentando discernir sus verdaderas intenciones.
El viento sopla y mi indomable melena caoba y rizada se cruza por mi rostro, aparto rápido el cigarrillo y con la otra mano intento apartarla. Arturo se acerca y alarga las manos hacia mí, yo me aparto instintivamente, no quiero que me toque, aunque en el fondo sé que solo lo ha hecho para ayudarme.
Él me observa, ahora serio, no parece molesto por mi gesto de rechazo, sino más bien intrigado, como si intentara resolver el enigma en el que parece haberme convertido en su cabeza. No lo entiendo, no se puede ser más clara.
—No estoy intentando ligar contigo, aunque lo esté disimulando muy bien. En realidad soy un chico listo y he captado el mensaje. Aun así, me apetece seguir hablando contigo, me has caído bien.
¿No tienes amigos hombres?
—Claro que tengo amigos.
—¿Heterosexuales?
—Ehhh... —Tengo que pensarlo durante unos segundos—. El novio de mi amiga me cae genial y es muy hetero, además de tener más músculos de los que he visto jamás.
—Así que tu pobre amiga tiene que aguantar que insultes a su novio delante de ella.
Lo miro horrorizada.
—Sergio es la excepción que confirma la regla.
—Hay más excepciones.
—No lo dudo, pero no estoy interesada en encontrarlas y, en líneas generales, estoy segura de que mi teoría es completamente cierta.
—Yo también pienso que has estado bastante acertada, aún así tu porcentaje de acierto lo cuantificaría en un setenta por ciento.
—Noventa por ciento, casi seguro.
Él niega con la cabeza.
—Bueno, ahora que los dos tenemos claras las intenciones del otro, ¿podemos ser amigos? No hace falta que dejes de meterte conmigo, de hecho, lo encuentro sumamente entretenido. Pero si quieres que te deje en paz, dilo ahora y me marcharé.
—No creo que yo tenga claras tus intenciones conmigo...
—Solo amigos. No te voy a engañar, me gustas, pero me ha quedado claro que no tengo ninguna posibilidad.
Entrecierro los ojos y sopeso su oferta. ¿Me cae bien? La verdad es que me cae bien, es ingenioso y encaja los golpes con gracia. Y me gusta su sonrisa, es contagiosa.
—¿Y en qué trabajas? —le pregunto.
Va listo si cree que voy a decirle en voz alta que quiero que se quede.
—Soy el propietario de una revista de motos. —Su sonrisa triunfal me dice que mi pregunta le sirve como prueba de que acepto su oferta.
—¡Guau, partidazo! Una pena que aborrezca al género masculino.
—No a todos, supongo.
—No a todos —admito.
—¿Cuántas excepciones hay? Tengo curiosidad.
—Jesús, mi compañero de trabajo, que es gay; Sergio, el novio de Daniela; mi jefe y mi padre, aunque este último más por motivos consanguíneos que por otra cosa.
—¿No te llevas bien con tu padre?
—Bueno, tenemos maneras muy diferentes de entender la vida. —Sacudo la cabeza, no me gusta por donde me está llevando la conversación y decido cortarla—. Pero no me apetece hablar de mi familia.
Él asiente y cambia su expresión curiosa para desplegar todo el poder de su sonrisa, cuando dice: —Muy bien, Abril. Soy un hombre con una misión —lo miro, levantando las cejas de forma interrogativa y me aclara—: Convertirme en el quinto de tu lista, si es posible, por delante de tu padre y tu jefe.
—Adoro y respeto a mi jefe, va a ser difícil ponerse por delante de él.
—Adoro los retos.
El cigarro ha perecido en mis labios, como siempre, dejándome con ganas de más. El placer de fumar apenas dura el segundo en el que lo enciendes y te inunda esa dulce sensación de alivio, consumirlo suele ser solo un acto de costumbre, algo que haces sin pensar si estás distraída en otra cosa y, es al apagarlo, cuando vuelve esa terrible sensación de que no ha sido suficiente para reconfortarte, de que en realidad no ha servido para nada. Resisto la tentación de encenderme otro y entramos de nuevo al calor del local.
Nos unimos a mis amigas, que han decidido cambiar la pista de baile por la comodidad de un reservado. Arturo se sienta con nosotras, una vez asumido que no voy a conseguir deshacerme de él, tengo que reconocer que las tres disfrutamos de su compañía entre copas y risas. Es un tipo ocurrente, divertido y adulador. Mis amigas no paran de dedicarme miraditas malintencionadas, y agitan sus cejas a espaldas de él, dejando claro que están de parte de Arturo, parecen pensar que es el hombre adecuado para volver a meterme en el mercado.
Son las tres de la mañana cuando salimos del bar. Arturo, después de saber que pretendemos regresar a casa en un taxi compartido, se ofrece a llevarnos. Él no ha bebido alcohol en toda la noche.
Mis dos amigas me miran, como si la decisión fuera solo mía. Frunzo el ceño y, después de decidir que hay pocas probabilidades de que sea un psicópata, acepto la invitación. Subimos a un enorme BMW de color azul, él abre la puerta invitándome a subir delante, mis amigas lo hacen detrás. Le indico para que me deje en casa la primera, ya que Sandra y Dani viven juntas, así ninguna tiene que quedarse a solas con él en el coche, además, Dani es un arma mortal en sí misma, es cinturón marrón de Krav Maga.
Acabo de salir del trabajo, son las seis de la tarde, jueves. Salgo a la calle y abro mi paraguas, está lloviendo a cántaros y hace un viento terrible. Estoy preguntándome si seré capaz de llegar a la parada del autobús sin salir volando, cuando un coche negro, descapotable encapotado, estaciona delante de mi oficina y pita, llamando mi atención.
A medida que el vidrio tintado de la ventanilla del pasajero se desliza hacia abajo, va apareciendo el rostro de Arturo. Me quedo atónita.
—¡Sube! —me grita.
Yo dudo, desconcertada, ¿qué hace él aquí? ¡Esto es el colmo! Pero la lluvia, que parece inmune a mi paraguas, acaba por decidirme.
Corro hacia el coche y, después de mantener una pequeña batalla contra el paraguas y el viento, abro la puerta y me cobijo dentro. La calefacción del coche me envuelve como un abrazo, pero no dejo que la placentera sensación me distraiga de la nueva intromisión de este chico. Me maldigo internamente por haberle permitido acompañarme a la oficina el otro día. El sonido de la lluvia contra la capota es ensordecedor, así que grito para que Arturo me escuche: —¿Qué haces aquí?
—Rescatar damiselas húmedas en apuros —responde, desplegando su encantadora sonrisa, a la que soy incapaz de no corresponder. Sonrío también, en contra de mi voluntad.
—Qué caballeroso. Esta vez el clima ha jugado a tu favor, pero a esta damisela no le gustan las sorpresas.
—Lo recuerdo. Pero acabo de salir de una reunión aquí al lado y tenía la esperanza de verte, y así ha sido, has aparecido en el momento justo. La suerte está de mi lado.
—Así que... ¿un descapotable? —Cambio de tema mirándolo seria y levantando una ceja, pero al final no puedo resistirme y me río. Él pone los ojos en blanco, entendiendo a la primera el trasfondo de mi comentario, sacude la cabeza y pone el motor en marcha.
—Todavía no tengo los cuarenta, así que no puedes atribuirlo a eso.
—Con treinta y siete debes de estar escuchándolos venir.
—Oye, guapa. Nos llevamos cinco años, tengo la edad perfecta para ti.
—Puede ser, pena que no seas mi tipo.
—¿Qué no soy tu tipo? Soy encantador, divertido, atractivo, un empresario de éxito, responsable, tengo un descapotable y mis necesidades domesticas cubiertas. Estoy hecho para ti, Abril.
—Demasiados músculos para mi gusto, ya lo sabes.
—Hace una semana que no hago pesas.
—¿Por qué? —pregunto, sorprendida.
—Como tú has dicho, lo sé.
Niego con la cabeza con resignación. A pesar de que cuando nos conocimos aseguró tener las cosas claras, no deja de demostrarme que no se ha rendido. En cambio, yo sí lo he hecho; se lo dejé claro el primer día y me niego a tener que repetírselo cada vez que aparece..., que por cierto, con esta ya van cuatro.
El domingo, a las ocho de la mañana, me lo encontré en la puerta del parque de la Ciutadella. Nada más verlo recordé haber comentado el viernes por la noche que solía salir a correr los domingos, el lugar lo debió de deducir por la cercanía del parque a mi casa. Después de las reticencias iniciales, llamarlo acosador y advertirle de que no me gustaban las sorpresas, corrimos juntos y terminamos desayunando en una cafetería. Me habló de su familia y, recordando mis reservas a hablar de la mía, me preguntó sobre mis amigas. Charlar con Arturo es realmente cómodo, hace que me sienta como si nos conociéramos de toda la vida; le conté que las chicas y yo nos conocimos en la facultad de economía, y cómo nos fuimos a vivir juntas en el segundo trimestre. El amor por mis amigas fue casi a primera vista.
El martes me lo encontré en el Starbuks, había salido un momento a hacer unas gestiones y decidí darme mi capricho favorito: un Frappuccino de moca con nata montada. Él me juró que en esa ocasión había sido casualidad..., bueno, sus palabras exactas fueron “el destino”. El encuentro fue breve, charlamos mientras me acompañaba de vuelta a mi oficina disfrutando de nuestras bebidas para llevar.
Por enésima vez rechacé una cita e intercambiar teléfonos. Gracias al cielo, lo pide de una forma que deja espacio a rehusar con algo de humor.
En la puerta nos cruzamos con Sonia, una compañera de trabajo. Tras saludarme, sus ojos se posaron en mi acompañante. Decir que babeó es quedarse corta, le dio un descaradísimo repaso de arriba abajo sin disimular su apreciación positiva mientras él la observaba divertido. Evidentemente, no tuve más remedio que presentarlos. Desde entonces estoy sometida a un constante tercer grado en la oficina, por no hablar de las veces que he escuchado la halagadora descripción que hace de él a nuestros compañeros (Sonia es radio macuto). Tengo que reconocer que es comprensible la curiosidad que he suscitado, es el primer hombre que me conocen y, por las insinuaciones de los últimos días, empiezo a sospechar que todos habían llegado a la conclusión de que era lesbiana. Yo me abstengo de hacer comentarios y me limito a sonreír y sacudir la cabeza con resignación ante su insistencia, rezando para que llegue un nuevo cotilleo que me aparte de la luz de los focos.
Lo peor de todo es que ellos no son los únicos.
Sandra y Dani no han parado de darme la vara desde el viernes pasado: que si es el chico ideal para mí, que si es guapísimo, que si es divertidísimo, que cómo puedo resistirme a esos hoyuelos...
Estoy de Arturo hasta el moño.
Pero ahora, sentada en su coche, me escudo en la ventaja que me da que esté atento al tráfico y, por primera vez desde que lo conozco, intento evaluarlo desde el mismo prisma que las demás, aparcando mis prejuicios preconcebidos y mi desprecio por el sexo contrario. Arturo es realmente atractivo.
Observo su expresión concentrada, con el ceño fruncido y su cuadrada mandíbula tensa; es tan masculino. Muerde su carnoso labio inferior cuando nos incorporamos a la ronda y observo cómo se relajan sus musculosos hombros al circular por fin por ella.
De repente, se vuelve con una ceja levantada y una sonrisa que desentierra de nuevo sus encantadores hoyuelos, me ha pillado evaluándolo. Vuelve de nuevo la vista hacia la circulación sin hacer ningún comentario, aunque sin disimular su sonrisa complacida, yo hago lo mismo.
¿Y si le diera una oportunidad? No es que me sienta atraída por él de esa manera, aunque probablemente sea por el tiempo que llevo aborreciendo a los hombres en general. En más de dos años no me he sentido atraída por nadie. En el fondo sé que las chicas tienen razón, y lo mío empieza a ser un problema patológico. Si lo pienso bien, Arturo tiene todas las cualidades para ser mi hombre ideal: es atractivo, divertido, responsable y lo más importante, me siento cómoda con él. Tal vez haya llegado el momento de volver a intentarlo.
Perdida en mis pensamientos, no me doy cuenta de que hemos llegado a mi casa hasta que advierto que vamos marcha atrás, Arturo está estacionando el coche.
Se vuelve hacia mí y toma aire antes de hablar, como para infundirse valor: —El sábado por la noche un amigo inaugura un restaurante de cocina de autor, es un chef muy bueno. Me encantaría que me acompañaras. También pueden venir tus amigas, si quieres.
Contemplo durante unos segundos su rostro calmado y serio mientras espera mi respuesta. Parece estar preparado para la negativa.
—Está bien —acepto. Él sonríe sin disimular su sorpresa—. Solos.
—¿Solos? ¿Cómo en una cita?
—Como en una cita de amigos, solo amigos. No te hagas demasiadas ilusiones.
—¿No demasiadas? Eso quiere decir que puedo hacerme una pequeñita —responde, sus ojos se amplían y es la viva imagen de la esperanza, me hace sonreír.
Niego con la cabeza, resignada, pero saco mi tarjeta de visita del bolso y se la entrego.
—Mi teléfono. Por favor, no me llames si no es necesario, no me gusta. Prefiero mensajes cortos de WhatsApp, y por favor, nada de mensajes de chistes, vídeos o cualquier tipo de chorrada de las que la gente se envía en cadena.
—Creo que podré recordarlo.
Él baja del coche antes de que yo me desabroche el cinturón, lo consigo justo cuando él abre mi puerta; me ayuda a salir, cubriéndome con su paraguas hasta que yo abro el mío.
—Hasta el sábado.