2 Rompiendo mis esquemas
—¡Tienes una cita! —vocifera Sandra dando botes en el sillón del Starbuks.
—Grita más fuerte, creo que la señora del fondo no te ha escuchado.
Ella ignora mi comentario, pero continúa en un tono de voz más razonable: —Es genial, Abril. Arturo parece un tío estupendo, además, conoce de antemano tus “ problemillas” con el género masculino, eso será una ventaja.
—No sé, temo haberme precipitado, tampoco quiero que se haga ilusiones, no sé si esto va a funcionar...
—Abril, es solo una cita, no estás comprometiéndote a nada, no te obliga más que a ir a cenar, intentar pasártelo bien y conocerlo. ¿A ti te gusta?
—Me cae bien y me parece un buen tipo.
—Pero no te pone —afirma.
—Tú tampoco me pones y he quedado contigo.
Sandra me mira levantando una ceja, yo le sonrío y me encojo de hombros.
—Bueno, lo importante es que vas a salir con un tío, supongo que el hecho de que te apetezca ya quiere decir algo, lo demás vendrá por sí solo.
—Me estás poniendo nerviosa, no habrá “lo demás”, solo somos amigos.
Ella suspira exageradamente al tiempo que levanta la vista al cielo, clamando paciencia.
—¿Sabes?, tengo una teoría sobre lo tuyo.
—¿Lo mío?
—Sí, lo tuyo. Creo que lo que te impide sentirte atraída por los hombres es ese muro que has construido a tu alrededor. Llevas dos años esforzándote en ver solo lo negativo, menospreciándolos, y al final, todo ese veneno ha congelado tu libido. Quizás, como en Blancanieves, solo necesites un beso para que se despierte el deseo que ahora duerme en tu interior.
—Bonita teoría. Así que según tú, y continuando con los cuentos, tengo que ir besando “ranas” sin ganas.
—¿Arturo es para ti una rana?
—No, creo que no..., pero tampoco creo que sea un príncipe.
—Bésalo, y tal vez lo averigües.
Nos bajamos del coche después de que Arturo lo haya aparcado al otro lado de mi calle. Cuando cierro la puerta se acerca hacía mí y con su mano rodea mi cintura; yo me tenso, ¿en serio va a acompañarme a la puerta? No esperará que lo invite a subir, ¿verdad? Esto me parece ridículo..., pero hago un esfuerzo para no apartarme, ha sido una maravillosa velada en el acertadamente llamado Delicius, y no quiero estropearla ahora poniéndome borde y a la defensiva. Él ha sido divertido y amable, y me ha hecho sentir muy cómoda, tanto que ha conseguido que olvidara que estaba en una cita..., hasta ahora.
Mientras nos acercamos a la puerta de mi casa, me insulto a mí misma por estar hecha un manojo de nervios, las sirenas empiezan a desperezarse en mi cabeza anticipando la típica escenita en el portal. «Vamos, Abril, intenta no ser tan cínica», me reprendo.
—He pasado una noche fantástica. Muchas gracias.
—Gracias a ti por invitarme. La cena ha sido realmente deliciosa.
—Y la compañía más aún —añade, inclinándose hacia mí y levantando su mano libre hacia mi rostro.
¡Va a lanzarse! No puedo evitarlo, doy un paso hacia atrás.
—Perdona, no quería incomodarte. —Retrocede también, sin poder disimular su decepción.
Ver su rostro abatido me ablanda un poco por dentro.
—Arturo, yo...
—No tienes que justificarte.
—No pensaba justificarme, lo único que quiero es que no esperes de mí más de lo que puedo darte.
—Yo solo quiero un beso de buenas noches. —Sus ojos brillan apasionados, me sorprende de nuevo su sinceridad, su valentía al confesarse después de mi rechazo—. ¿Es más de lo que puedes darme?
Lo contemplo sin decir nada. El corazón me late deprisa, aunque no entiendo muy bien las razones; mi mente es un torbellino de emociones encontradas. Recuerdo la teoría de Sandra del beso y, por absurda que me parezca, decido intentarlo.
Arturo, interpretando mis dudas como una respuesta positiva, vuelve a alargar la mano, esta vez no me aparto, acaricia levemente mi mejilla con la yema de sus dedos, la desliza por mi piel suavemente dibujando el contorno de mi oreja hasta mi mandíbula. Cierro los ojos un momento para sentir mejor su contacto, es... agradable. Con un dedo, recorre mi labio inferior. Lo miro y leo sus intenciones en los suyos. Su mano se apoya en mi nuca y da un último paso hacia mí, va a besarme. Me pregunta con la mirada, sus ojos de miel ahora son líquidos y cálidos, mi vientre se tensa, deseo probarlo. Apoyo las manos en su pecho y siento la dureza de sus músculos bajo mis dedos. Sus labios se posan delicadamente sobre los míos, los siento blandos, jugosos, me muevo sobre ellos saboreándolos, pero cuando su otra mano se posa en mi cintura y su cuerpo se adhiere al mío, yo me escabullo como si me hubiera quemado.
—Buenas noches, Arturo.
Él sonríe y asiente.
—Buenas noches.
Abro la puerta del portal y me meto en el ascensor, que me esperaba en el rellano como si intuyera mi necesidad de huir.
Estoy hecha un lío. Me late el corazón, las sienes y los labios, y tengo tantos sentimientos encontrados que no puedo diferenciar unos de los otros.
Me desvisto intentando discernir alguno: ansiedad, emoción, preocupación...; y entonces me doy cuenta, en realidad el sentimiento predominante es el miedo. Ese beso lo único que ha despertado son las secuelas de mi última y fatídica relación, darme cuenta me cabrea muchísimo. No puedo dejar que el miedo domine mi vida, no quiero admitirme que el desprecio de todo este tiempo solo era una cortina de humo para ocultarlo.
Me acuesto en la cama agotada, tapándome la cabeza con la almohada como si así pudiera amortiguar el bullicio de mis pensamientos pero, como era de esperar, no funciona. Noto las patitas de Sombra, mi gato, pisando mi barriga. Me destapo un poco y lo saludo, él ronronea como respuesta y pasa su suave cabecita negra por mi frente. Enciendo el iPod y pongo la lista de reproducción de baladas españolas. Sombra se acomoda debajo del edredón, pegado a mi pecho. Junto a la dulce voz de Cristina Rosenvinge, canto bajito Alguien que cuide de mí, dejando que las palabras salgan de ese lugar secreto donde la memoria guarda la letra de las canciones. Por fin consigo amortiguar mis propios pensamientos y quedarme dormida.
—Señor Ballester, la señora Roca está disponible para la videoconferencia.
—Gracias, Abril. Yo me ocupo.
Recupero la llamada de la secretaría de la señora Roca, con la que he estado coordinando la videoconferencia de nuestros respectivos jefes, y me despido cordialmente de ella.
Estoy colgando el teléfono cuando escucho unas campanitas avisándome de que me ha llegado un WhatsApp. Le echo un vistazo a la pantalla, ya que mi móvil es tanto de uso personal como profesional, y veo que es un mensaje de Arturo. Lo guardo sin leerlo, no me gusta ocuparme de temas personales en la oficina.
Miro el reloj y veo que se me ha pasado la hora del desayuno, normalmente hago un descanso a las once para tomar algo con mis compañeros en el bar de la esquina. Decido ir a la pequeña sala de cafetería que tenemos en el despacho.
Trabajo en una sede bancaria, en un edificio modernista del siglo pasado de tres pisos. En la planta baja está la sucursal, y en las otras dos se encuentran las dependencias de los directivos. Al final del pasillo de la última planta, tras una puerta de cristal ahumado de doble acción, se encuentra nuestra oficina. Al entrar hay una espaciosa sala rectangular de estilo clásico y elegante. Al fondo, franqueando la puerta del despacho de mi jefe, está mi mesa. A la izquierda, bajo la ventana, hay un sofá de piel marrón, una pieza exclusiva de arte vintage donde suelen esperar las visitas, y frente a él, una mesa de té a juego. A la derecha, al lado del archivo, está la puerta que conduce al pasillo que da acceso a la sala de reuniones, la pequeña cafetería y el baño.
Enciendo la cafetera y mientras espero saco el móvil para leer el mensaje:
El café ya está listo. Me apoyo contra el bufet —el único mueble de la diminuta habitación—, y lo soplo mientras pienso en Arturo.
Esta será nuestra cuarta cita, aunque no hemos avanzado demasiado desde la primera. La complicidad continúa siendo increíble, pero yo sigo sin necesitar ir más allá.
La segunda vez que salimos me llevó por sorpresa al Liceu a ver una ópera de Wagner. Fue una noche increíble en la que no me fue difícil olvidarme de mis dudas. Tras la maravillosa velada él volvió a besarme, y yo me vi incapaz de rechazarlo, aunque el beso volvió a revolver todas mis inseguridades. Temerosa de que se hiciera falsas ilusiones, al sábado siguiente, cenando en el Xalet de Montjuic, volví a advertirle una vez más de que no quería tener una relación de pareja, que solo podía ser su amiga. Él se mostró condescendiente y me dijo que no necesitaba nada más, y me pidió que intentara divertirme y dejarme llevar sin concentrarme tanto en cómo definirnos, ni en analizar las consecuencias futuras; algo harto complicado para una analista como yo. Aquella noche, al despedirnos, volvió a cernirse sobre mí con esa mirada entre traviesa y de corderito degollado a la que, por lo visto, soy incapaz de resistirme. Desde entonces estoy utilizando toda mi fuerza de voluntad para no analizar a donde me lleva esto, tal y como él me pidió.
Vuelvo a mi mesa y me concentro de nuevo en el informe de inversores que estoy preparando.
Al cabo de unos minutos unos enérgicos golpes rompen mi concentración. No estaba esperando visita, y la gente de la oficina suele entrar sin llamar, así que miro la puerta con curiosidad: —Adelante.
La puerta se abre despacio, tras ella aparece un chico joven al que no conozco. Mi deducción inmediata es que debe de ser un mensajero que se ha saltado el filtro del recepcionista, aunque al mirarlo mejor su aspecto me hace dudar, no hay rastro de paquetes ni casco de moto, y lleva las gafas de sol puestas después de haber subido dos plantas —unas Clubmaster negras, las reconozco antes de que se dé la vuelta para cerrar la puerta—. No debe tener mucho más de veinte años. Alto y delgado, tiene un aire bohemio y desaliñado. Viste de forma peculiar, con una camisa de algodón larga hasta las rodillas de color blanco roto, con un bordado color chocolate en el abierto cuello de pico. Su pelo me llama especialmente la atención, de color castaño claro, salpicado de hebras doradas por el sol, es esa extraña mezcla de despeinado con estilo que nunca tienes claro si es intencionado o algo casual.
Cuando se vuelve para acercarse a mi mesa, se quita las gafas y me sonríe con amabilidad... Y de repente el tiempo parece ralentizarse mientras se acerca.
Mi mirada se queda trabada en sus ojos azules tormentosos, que están fijos en los míos con una expresión enigmática; de ellos mana una fulminante corriente eléctrica que me atraviesa, que enciende algo en lo más profundo de mi cuerpo. Mi sangre aumenta de velocidad y temperatura, circulando por mis venas como si fuera un río de lava; mi piel se va calentando a su paso, abrasándome; el latido de mi corazón martillea en mis tímpanos, y de pronto, siento que toda esa corriente palpitante y ardiente culmina en un punto muy concreto de mi cuerpo y, con la pequeña parte de mi cerebro que no se ha fundido todavía, soy capaz de reconocer lo que me pasa: me siento increíble e inexplicablemente atraída por él, y estoy excitada, más excitada de lo que jamás haya estado en toda mi vida.
Se detiene delante de mi mesa y coloca sus gafas en el cuello de su camisa. Mi mirada se desvía en ese gesto y me fijo en la fina línea de bello que asoma por la abertura de la ropa. Inmediatamente deseo deslizar mi lengua sobre su pecho... «Joder, esto no es propio de ti, contrólate», me digo desconcertada.
Me obligo a desviar la mirada, e incómoda, me remuevo en mi asiento. La presión contra la silla al hacerlo parece desatar hondas de excitación en mi interior, intensificando las sensaciones en mi vientre, que se contrae hirviendo de necesidad, obligándome a ahogar un gemido.
¿Qué me está pasando? Este tipo es un hippie, un crío, para nada mi tipo. Tengo que encontrar la manera de recuperar la compostura, volver a ser la mujer profesional y fría que era hasta hace un segundo.
Alzo la vista de nuevo hacia él, esforzándome por ignorar el caos que ha desatado en mi interior.
—Buenos días, ¿qué desea? —le pregunto cuándo encuentro mi voz, aunque sale más grave de lo normal, dándole un matiz de proposición indecente. Mis mejillas traicioneras se encienden al instante.
Él me mira como si fuera capaz de ver a través de mí, de hecho, me dedica una sonrisa maliciosa que no me deja lugar a dudas de que lo ha hecho; sus vivaces ojos brillan burlones, irradiando sexualidad y seguridad en sí mismo. Es un creído que se cree atractivo e irresistible, y yo he caído en su embrujo como una tonta. La ira empieza a emerger entre el mar de hormonas descontroladas, dejo colgada una sonrisa forzada en mis labios y me animo a despreciarlo con todas mis fuerzas, pero la rabia no consigue apaciguar mi lujuria, al contrario, parece realimentar mis descabelladas fantasías...
«¡Basta!», me ordeno, y de nuevo no me hago caso.
—Me llamo Robert, vengo a ver a mi padre. —Las vibraciones de su voz reverberan en mí como descargas eléctricas, vuelvo a removerme en mi asiento—. ¿Te encuentras bien?, te veo sofocada, ¿quieres agua u otra cosa? —pregunta meloso, con los ojos cargados de sarcasmo.
¡El niñato descarado se está cachondeando de mí! Una oleada de furiosa vergüenza vuelve a teñir mis mejillas, y no puedo controlar mi genio: —¿Y se puede saber quién es tu padre? —«Gilipollas», añado mentalmente.
Mi pregunta es irreflexiva, mi voz suena cortante, y siento como el desprecio empieza a reflejarse en mis ojos.
—Esteban Ballester —responde, acentuando su sonrisa petulante.
Estoy segura de haberme quedado blanca al escuchar el nombre de mi jefe. La temperatura de mis mejillas ha caído cuatro grados en picado, aunque me doy cuenta, enfadada, de que no ha tenido el mismo efecto en todas las partes de mi cuerpo.
—Un momento, señor —le digo, intento mostrarme indiferente y amable, se supone que para eso me pagan—, le aviso enseguida.
Él sonríe de forma descarada, enarcando una ceja por mi cambio de actitud. El cabrón se está divirtiendo a mi costa.
«¡Ignóralo!» Llamo a mi jefe: —Señor Ballester, ha venido su hijo, el señor Robert Ballester. —Pronuncio su nombre intencionadamente con acento catalán, en vez de usar la forma inglesa que ha utilizado él para presentarse.
Sin esperar respuesta, el niñato se acomoda en el carísimo sofá del despacho, apoya sus sucias botas de montaña en él, y tira su mochila al suelo.
—Gracias, Abril. Dile que espere un momento, por favor. ¿Serías tan amable de ofrecerle un café?
—me pide.
Perfecto, ahora soy la camarera del maldito crío engreído. Como estoy en manos libres él escucha la conversación y por algún motivo, cuando su padre dice lo del café, una sonrisa malvada aparece en sus labios.
—Por supuesto, señor —respondo antes de colgar, disimulando lo mucho que eso me molesta.
Cojo aire intentando recuperar toda mi profesionalidad, que hasta justo hace un momento había sido intachable e, ignorando su descaro, me levanto para ofrecerle un café; pero él se adelanta y me pregunta: —¿Hace mucho que trabajas aquí? ¿Conocías a la señora Puig? Era la secretaria de mi padre de toda la vida, al menos hasta hace dos años, yo solía sentarme en sus rodillas... —abro los ojos ampliamente al oír sus palabras, al tiempo que otra punzada de deseo me sacude; tengo que agarrarme a la mesa. Él sonríe como el mismo demonio cuando lo ve, y luego termina la frase—: cuando era un niño.
Tras unos segundos de confusión, respondo: —La sustituí cuando se jubiló, estuvimos trabajando un año juntas. Siento mucho aprecio y admiración por ella. —Y ahora, en mi fuero interno, envidia por haber sostenido a este demonio tentador en sus rodillas—. ¿Desea algo? —le pregunto.
Su sonrisa torcida y sus ojos, que me recorren de arriba abajo deteniéndose descaradamente en mi escote, me hacen notar que he planteado mal la pregunta.
—¿Un cappuccino, un café solo? —añado veloz, mis mejillas se encienden por enésima vez.
Mis pezones se han contraído bajo su mirada, sus ojos queman en mi piel como si realmente me estuviera tocando. Me maldigo a mí misma mientras me esfuerzo por mantener una falsa sonrisa de cordialidad.
—Un cappuccino, gracias —me pide, con tono divertido.
«Cabrón».
Me dirijo a la sala del café, pongo la dosis en la cafetera, aprieto el botón y escucho el ronroneo de la máquina cuando empieza a hacer su trabajo.
Apoyo las manos en el bufet y agacho la cabeza. Mi pelo cubre mi cara dándome una leve sensación de cobijo. Me siento derrotada, descolocada, perdida... ¿Cómo ha podido pasarme esto? Soy incapaz de encontrarle la lógica, jamás había sentido algo así.
Decido dejar los análisis para más tarde y concentrarme en el problema más inmediato. Lo más importante es conseguir aparentar indiferencia, además, he tenido que malinterpretar sus gestos y sus palabras, en realidad él NO sabe lo que estaba pensando y NO se estaba riendo de mí. Saldré con el café y me pondré a trabajar, ignorándolo e ignorándome.
De repente siento una suave corriente en mi nuca que atraviesa mi piel, esparciéndose y multiplicándose por todo mi cuerpo. Antes de darme cuenta de que hay alguien detrás de mí, escucho de nuevo esa voz tremendamente sexy: —Ese cappuccino se hace de rogar. —Su voz es apenas un susurro en mi oído.
Me giro sorprendida, él está tan cerca que mi pecho choca con el suyo, aunque eso no es lo peor, al girarme rozo con el dorso de mi mano su abultada entrepierna. Rápido, dirijo mis manos hacia atrás, sujetándome de espaldas al mueble del café. Mala decisión, expongo más mis pechos, él dirige inmediatamente la mirada a mis pezones erectos que se adivinan perfectamente bajo mi impoluta camisa blanca. Siento el aire de su respiración correr entre el canal de mi escote, y una nueva oleada eléctrica, más intensa que la anterior, me estremece, haciendo que toda mi piel se erice. Un pequeño jadeo involuntario escapa de mi garganta. Los pechos me escuecen, y todas mis terminaciones nerviosas parecen terminar entre mis piernas.
Él sigue sin apartar la mirada. Yo continúo paralizada, horrorizada por la situación y la excitación.
La máquina de café me reclama con sus tres pitidos habituales, me giro de forma automática, sin calcular que no tengo el espacio suficiente; noto que algo duro roza mi trasero cuando me vuelvo...
Quiero que la tierra me trague, pero en vez de eso, es él quien desaparece.
Cierro los ojos durante un segundo intentando recuperar el ritmo de mi respiración, estoy jadeando.
Aprieto mis muslos para calmar la sensación de ansiedad que siento en mi sexo, jamás había sentido tanto esa parte de mi cuerpo, palpita dolorosamente, reclamando atención. Ni siquiera puedo regodearme en la vergüenza por lo torpe, ridícula y poco afortunada situación que acabo de vivir porque, más que avergonzada, lo que siento es un deseo loco de que el muy cerdo aparezca de nuevo y apague mi fuego. Está claro que no pienso con claridad. Realmente mi cerebro ha debido de desprenderse de mi cabeza, yo no soy así, no me reconozco.
Me digo que ya me hundiré más tarde en la puta miseria, ahora cojo el cappuccino, respiro hondo, ignoro mi cuerpo, y me dirijo de nuevo hacia el despacho.
El chico no está, dejo su café en la mesita. Me sorprendo olisqueando el perfume que ha dejado en la sala, es dulce y especiado, embriagador... Me insulto, y vuelvo a sentarme en mi mesa.
Presumo que debe estar en el lavabo. Un flash en mi mente me hace verme acorralándolo contra las baldosas del baño. «¡Basta!», me regaño, y hago el mayor esfuerzo de mi vida por descifrar la primera frase del informe que brilla en la pantalla de mi ordenador.
Escucho unos pasos lentos dirigiéndose de nuevo hacia mi despacho, no levanto la vista, pero sí la desvío lo suficiente como para ver unos pantalones blancos pasando de largo. Sin querer, me fijo en su entrepierna y, al tiempo que me insulto, pienso que ha debido de relajarse en el baño; no hay rastro bajo la camisa de lo que me ha parecido notar en mi mano... y en mi culo. Me obligo a volver la vista a la pantalla. Le escucho sentarse y, después, sorber delicadamente su café.
Tengo que utilizar toda mi fuerza física para mantener mi cuello anclado en la dirección de mi ordenador. Él no me dirige la palabra, pero siento sus ojos clavados en mi nuca, ¿me lo estaré imaginando?
Se abre la puerta tras de mí y me sobresalto. Bajo la guardia y miro al chico, que a su vez me está contemplando con expresión hambrienta. Rápidamente, desvía la mirada y la fija detrás de mí. Su gesto muda, su sonrisa se vuelve cálida y sincera, y sus ojos se iluminan felices, desbordando ternura cuando mira a su padre. Consigo recuperarme a tiempo de no descolgar la mandíbula mientras lo miro embobada como una tonta.
Escucho como se funden en un abrazo y los golpecitos que intercambian en sus espaldas.
—Abril —me llama el señor Ballester.
Me levanto inmediatamente de mi silla y me vuelvo hacia ellos, mi jefe tiene agarrado a su hijo por la cintura, este, a su vez, tiene su brazo apoyado en los hombros de su padre. Le saca casi una cabeza.
La vista se me desvía un segundo a los tensos músculos de su brazo, que se adivinan bajo la fina manga de su camisa, antes de dirigir la mirada y una sonrisa amable a mi jefe. Él prosigue: —Bueno, no sé si os habréis presentado como Dios manda. Robert, ella es Abril Melis, mi secretaria y mi mano derecha. Abril, este es mi hijo pequeño, ha vuelto a casa después de dos años en la India.
—Encantada —digo con una sonrisa falsa, a la vez que le ofrezco mi mano.
Él desenlaza el brazo del hombro de su padre y se acerca a mí, ignora mi mano y me planta dos besos; el segundo, como su cabeza impide ver nada a su padre, se acerca peligrosamente a la comisura de mis labios.
—Encantado —responde con voz amable e inocente.
Su padre sonríe satisfecho por la naturalidad de su hijo; yo... me estoy derritiendo.
El teléfono suena y vuelvo rápidamente a mi mesa para atenderlo.
Tras unos segundos me giro hacia mi jefe, que está esperando, no sin antes retener la llamada. Le comunico que el señor Burdon está al teléfono y desea verlo, si es posible, esta misma mañana.
—Pásame la llamada dentro. Pero voy a salir con mi hijo, así que mueve el resto de mi agenda para mañana por favor —me pide, mientras le dirige una mirada de adoración. Él le corresponde con una sonrisa devota.
El señor Ballester se introduce en el despacho, y la sonrisa de su hijo se tuerce en una mueca burlona, sus ojos la acompañan contrayéndose enmarcados en un mar de arruguitas encantadoras.
Me giro bruscamente y transfiero la llamada. La sensación de que sus ojos agujerean mi nuca es tal, que llego a dudar si no me estará tocando. Me pone nerviosa, no me gusta darle la espalda y no controlar sus movimientos, así que me levanto y me dirijo al archivo, abro un cajón y finjo buscar algo en él.
Por el rabillo del ojo veo como me observa con aire pensativo, la tensión se puede cortar en el ambiente. Un par de minutos más tarde, sale su padre de nuevo del despacho.
—¿Nos vamos? —pregunta, dirigiéndose a su hijo—. Abril, he quedado con el señor Burdon mañana a las diez.
—Un placer conocerla, señorita Melis —añade su hijo, mirándome con fingida educación.
—Igualmente —respondo, mientras lo maldigo internamente.
Salen juntos de la oficina.
Al dirigirme a mi mesa veo su mochila apoyada en el suelo. La cojo y me dirijo precipitadamente a la puerta, cuando voy a coger la manecilla, esta desaparece de mis manos.
Robert entra en la habitación, me mira sorprendido, nuestros cuerpos casi colisionan. Su rostro queda a escasos centímetros del mío, mis ojos se sitúan en sus tentadores labios de líneas suaves y proporciones perfectas..., imposible sacarlos de ahí.
—Se ha dejado la mochila —le digo en un susurro, sin poder apartar la mirada.
—Gracias.
Agacha un poco la cabeza, buscando mis ojos, respondo automáticamente a su requerimiento, perdiéndome de inmediato en los distintos tonos de sus iris azules, los más hermosos y turbadores que he visto jamás.
—Ha sido el cappuccino más delicioso que he tomado nunca —murmura, ahora es él quien desciende su mirada hasta mis labios.
Me está costando respirar.
En un movimiento rápido él se gira y desaparece del hueco de la puerta, dejándome plantada mirando su trasero, exactamente igual que una maldita pervertida.
Me derrumbo en mi silla, agotada, excitada, cabreada y, sobre todo, hecha un lío. No comprendo lo que me ha pasado, la reacción salvaje que he tenido. No me había pasado nada así en la vida. Las palabras que Daniela me dijo en el Carpe Diem, hace un mes, me vienen de pronto a la memoria: “Cuando todo ese hielo se derrita, vas a arder tan fuerte que todas tus teorías acabarán hechas cenizas”. Joder, definitivamente, se ha derretido el hielo.
¿Estaré enferma? Igual he pillado un virus, una gripe que ha desestabilizando mi sistema... Menuda chorrada.
El resto de la mañana pasa despacio, consigo arreglar la agenda, pero poca cosa más. Replicas de mis fantasías me asaltan constantemente, mi cuerpo se niega a volver a la normalidad, cada pequeño movimiento hace más patente mi excitación. Voy a tener que ocuparme de este problema en cuanto llegue a casa.
Cuando salgo del trabajo me abofetea una sensación asfixiante de calor. Por unos segundos alucino pensando que el fuego de mis entrañas ha terminado por quemarme por fuera, hasta que veo a la gente que me rodea con las chaquetas en la mano y resoplando. Entonces recuerdo que ayer, mientras hacía la cena y veía las noticias, escuché a Tomás Molina decir: “Una ola de calor engullirá a partir de mañana el frío de abril”, anoche me hizo mucha gracia el juego de palabras, pero ahora me parecen inquietantemente premonitorias...
Me quito la chaqueta, desabrocho un par de botones de mi camisa, y camino hacia la parada del autobús. Me cruzo con un hombre alto y moreno que me mira directamente a los ojos, después, me da un repaso de arriba abajo y, por último, me sonríe de forma pecaminosa... «Mmmm, no está nada mal», le devuelvo la mirada y él me guiña el ojo. Sigo caminando con una sonrisa tonta colgada de los labios... ¿Acabo de coquetear con un desconocido en la calle? Levanto la vista y miro a mi alrededor.
Decenas de hombres solos caminan por la ciudad; corbatas aflojadas, americanas en sus brazos; atractivos..., todos son atractivos... En mi mente enferma suena la canción Yes Boss de Hess is more, todos caminan despacio, a cámara lenta, sonriéndome e insinuándose con la mirada, como si fueran capaces de captar mis exorbitantes niveles de estrógenos; y lo peor, yo les devuelvo la sonrisa, consciente del fuego que reflejan mis ojos, sintiéndome sexy y poderosa.
Levanto la mano para detener un taxi, ¡tengo que llegar a casa ya!, necesito una ducha.
Me reclino contra el asiento del coche y cierro los ojos; acalorada, asustada, excitada... La imagen de Robert está esperándome detrás de mis párpados, para reírse de mí.