14 Confianza

Abro la puerta y me encuentro con Daniela, Sergio y Sandra.

Dani nos mira con el ceño fruncido; Sandra, con una sonrisa inocente y Sergio parece divertido.

Corta rollos a domicilio —canturrea este último, levantando la bolsa de plástico blanca que lleva en la mano.

Yo miro a mis amigas devolviéndoles el ceño, y tienen la decencia de parecer un poco avergonzadas.

—¿Interrumpimos? —pregunta Sandra, forzando su sonrisa de niña buena.

—¿Tal vez no era esa la intención? —replico.

—Pues lo siento de verdad —interviene Sergio—, que conste en acta que a mí me han obligado a venir. Pero estoy hambriento, las chicas me han hecho comprar comida por el camino y se está enfriando, así que no pienso moverme de aquí hasta que no haya cenado.

Sergio traspasa el umbral de la puerta y le da una fuerte palmada en la espalda a su hermano, echa una ojeada rápida a la habitación —es la primera vez que viene a mi casa—, y se dirige a la mesita de delante del sofá para dejar la cena.

Robert me mira, yo me encojo de hombros con una sonrisa de resignación. Se acerca a mi oído y me dice: —Le ayudaré a poner la mesa. —Desaparece por el hueco de la puerta de la cocina, seguido por su hermano.

Me vuelvo hacia mis amigas en cuanto nos quedamos solas, Dani pregunta: —¿Podemos ir un momento a tu habitación?

—Claro.

Sandra se vuelve un momento, Sergio está colocando cinco manteles individuales, y se oyen ruidos de platos en la cocina.

—Ahora venimos, chicos.

Cuando cerramos la puerta de mi dormitorio, Sandra susurra: —Se mueve por aquí como si estuviera en su casa.

Su comentario me hace sonreír, pero enseguida me pongo seria y pregunto en voz baja: —Chicas, ¿qué creéis que estáis haciendo?

—Avisamos a Robert de que vendríamos... —se excusan.

—Él me ha contado que ha sido más bien una amenaza, si yo no llamaba.

—Y no has llamado.

—Porque hasta hace un rato estaba durmiendo.

Me acerco a la cama y me siento en el borde para descansar.

—Entonces, ¿se ha presentado por sorpresa en tu oficina o habíais quedado? —me pregunta Sandra, cambiando descaradamente de tema. Yo miro a Dani, antes no he podido ponerla al día.

—Hemos intercambiado toda la información que teníamos —me aclara.

—Volvió ayer por la noche, me mandó un WhatsApp.

—Llamó a Sergio para conseguir tu teléfono —explica Dani—. Mira, igual nos hemos extralimitado un poquito presentándonos aquí pero, después de que ella me contará lo que hablasteis ayer, sumado a tu reacción de esta mañana, hemos pensado que tal vez necesitabas un poco de apoyo, de perspectiva...

—Ayer cuando hablé con Sandra estaba abrumada por mis sentimientos, asustada e indecisa, no sabía cuándo volvería a verlo, ni si él querría hacerlo. Y lo de esta mañana se me ha ido de las manos, ver a los dos enfrentarse... No sé, me ha superado. He hablado hace un momento con Arturo por teléfono y hemos aclarado las cosas, ya os contaré; y Robert..., es cierto que se portó como un niño al principio, pero la verdad es que en el callejón solo pretendía defenderme, después de lo que le conté ayer, entiendo que reaccionara así cuando vio a Arturo cogerme del brazo. Prefiero olvidarlo todo.

—Pero... ¿Enamorada? —pregunta Daniela con preocupación.

Asiento.

—Creo que sí. Sé que es precipitado e irracional, pero cuando estamos juntos es... como si el resto del mundo desapareciera. Y ya no es solo por la atracción salvaje que siento por él, o porque sea un Dios en la cama, es porque cuanto más lo conozco, más me fascina; adoro cómo me trata, cómo me mira, cómo me toca... Me hace sentir tan especial. Pero no os asustéis, tengo los pies en la tierra; soy muy consciente de que esta relación tiene fecha de caducidad. Robert es como un oasis perfecto en medio del desierto, sé que tarde o temprano tendré que dejarlo y seguir mi camino, pero antes quiero descansar, refugiarme en él y dejar que cure mis heridas pasadas; olvidar lo agotador y doloroso que fue llegar hasta él, olvidarme de todo..., aunque solo sea por un tiempo.

—Eso es precioso, cariño —dice Daniela, con los ojos vidriosos—; pero, cuando se marche, es muy posible que deje nuevas heridas.

—Lo sé, pero es tarde, ya no puedo hacer nada para evitarlas.

—Tal vez se quede —interviene Sandra.

—No quiero ni plantearme esa posibilidad. Robert vive en la India, en un mundo completamente diferente del mío, con otras reglas. Nuestras vidas no encajarían de ninguna manera, lo sé y lo asumo.

Él solo está de visita.

Daniela asiente con pesar, está de acuerdo conmigo.

—¿Sabéis cuando se marcha? —pregunta Sandra.

—No, y no quiero saberlo —agrego deprisa, con miedo a que Dani lo sepa y me lo diga, pero ella niega con la cabeza.

—¡Chicas! —se oye a Sergio al otro lado de la puerta—. La comida ya está en la mesa, se acabó el tiempo de cotillear.

Me ayudan a ponerme de pie y me acercan la muleta.

—Cuando llegue el momento estaremos ahí, para lo que necesites —me susurra Dani.

—Como siempre —agrego, con la voz cargada de gratitud—. Lo sé. Y os necesitaré.

Regresamos al salón.

Los chicos se han sentado en un puf cada uno, a ambos extremos de la mesa. Yo me dirijo al sofá, hacia el lado más cercano a Robert. Sandra se sienta en el centro y Dani en el otro extremo, al lado de Sergio.

Robert se incorpora y me ayuda a sentarme, retira la muleta y se arrodilla delante de mí. Los demás están también acomodándose así que no nos prestan demasiada atención. Me mira y me sujeta la mano.

—¿Está todo bien? —me pregunta bajito.

Asiento con la cabeza.

—Está todo perfectamente —acaricio su mejilla y él sonríe con ternura.

Me inclino y dejo un suave y sentido beso en sus labios. Nos separamos despacio, mirándonos a los ojos. Me siento tan abrumada en este momento por mis sentimientos, por su amabilidad y su paciencia... Tengo que morderme el labio para retener el te quiero que se ha formado en mi pecho y puja por salir. Su mirada es intensa también, hace que mi corazón contenga sus latidos durante un largo instante, para luego, estallar enloquecido.

Sergio carraspea. Ops, todos nos están mirando; Sandra emocionada, Dani con preocupación, y Sergio divertido, a este chico todo le parece divertido.

La cena transcurre de forma natural, como si en realidad no fuera la primera vez que todos cenamos juntos. Han traído fideos chinos y, aunque en principio Robert y yo ya habíamos comido, acabamos haciéndolo otra vez.

—Si hubiéramos sabido que tendríamos compañía podríamos haber invitado también a David —dice Robert de repente.

—Es verdad. ¿Dónde está ahora? Debe odiarme por tenerte retenido.

—Para nada, David está deseando conocerte. —Levanta la cabeza y mira el reloj que hay colgado en mi pared—. Acabará de llegar de trabajar, está dando varias masterclass de meditación en una academia de yoga de Castelldefels. Además, siempre fue un tío solitario, y hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la soledad.

Las chicas aprovechan que Robert ha hablado de su amigo para bombardearlo a preguntas sobre su vida. Vuelvo a escuchar la historia de cómo llegó a la India y a vivir en el Chandrika, aunque esta vez se guarda la parte de compartir fluidos. Pero ellas tienen un objetivo, y está claro a donde quieren llegar, no le dan tregua y, haciéndose las tontas, le intentan tirar de la lengua.

—Suena como si fuerais una especie de comuna hippie —insinúa Sandra.

Robert asiente, mientras se llena la boca. Me mira de reojo y le devuelvo una mirada de disculpa. Sé que van a someterlo al tercer grado.

—Sí, algo así.

—¿Y practicáis también el amor libre? —se deja de rodeos, Daniela.

«Menudo par de cotillas».

Él sonríe e intenta explicarse: —Nuestra convivencia se basa en la libertad y el respeto, en ser capaces de disfrutar de la vida sin los sentimientos que la envilecen, como el egoísmo, el sentimiento de posesión, la mezquindad o los estereotipos impuestos por la sociedad que nos rodea. Disfrutar de los regalos de la vida es nuestra máxima y el placer es uno de los regalos más grandes. Si sentimos deseo y el sentimiento es recíproco, simplemente, lo dejamos fluir.

—¿Eso es un sí? —pregunta Sergio, que parece como si nunca hubiera hablado de esto con su hermano.

—Sí.

—¿En qué consiste exactamente lo del amor libre? ¿Que lo hacéis todos con todas? —Vuelve a la carga, Sergio; y no tengo claro si está haciéndose el inocente o si realmente no sabía nada.

—Entre otras cosas...

—¡Joder! Tendría que haber ido a visitarte... antes de conocer a mi chica, claro.

Dani le da un codazo.

—¿Nunca has hecho un trío? —le pregunto a Sergio, solo para desviar la atención de mi chico. ¿Mi chico? Y ver cómo le sienta a Dani que le haga hablar de esto al suyo.

—Nunca se me ha presentado la oportunidad. ¿Y vosotras? —devuelve él, con una sonrisa.

Las tres negamos.

—¿Lo haríais? —insiste.

Sandra responde por todas: —Hace un tiempo leímos una novela donde hablaban del tema, y nos prometimos intentarlo alguna vez, pero nunca ha surgido la oportunidad.

Robert me mira con una ceja levantada, yo bajo la cabeza avergonzada, maldiciendo a Sandra interiormente.

—Yo ya te lo digo —le advierte Dani a Sergio—, totalmente descartado.

Él se ríe, y la calma diciendo que no necesita a nadie más que a ella.

—¿Queréis un helado de postre? —pregunto, para cambiar de tema—. Tengo de vainilla con cookies y de tarta de queso con fresas.

Todos asienten y expresan sus preferencias. Hago un gesto para levantarme, pero Robert se pone de pie de un salto y me detiene.

—No te muevas, yo los traeré. ¿Me ayudas a recoger, Sergio?

Su hermano se levanta y, entre los dos, despejan la mesa y llevan los restos a la cocina.

—¡Dejad de interrogarlo de una vez! —les pido en voz baja, cuando los chicos desaparecen del salón.

—Tenía curiosidad —susurra Dani.

—Pero si ya os lo había contado yo.

—Quería saber hasta dónde nos contaba él, si se guardaría alguna cosa.

—Está claro que no se avergüenza de la vida que lleva, ni tiene ningún problema en hablar de sexo.

Además, no le gusta mentir. ¿Y era necesario contar lo de la promesa de los tríos, Sandra? ¡Como me metas en un lío, te mato!

Ella se encoge de hombros y sonríe, pero no le da tiempo a responder ya que los chicos reaparecen con las manos llenas de cuencos con helados. Los reparten y damos buena cuenta de ellos.

—No os lo había dicho, me he cogido una semana de vacaciones —le explico a mis amigas.

—¿En serio? ¡Ya era hora! —exclama Sandra.

—Me alegro mucho. ¿Vas a ir a alguna parte? Aunque, como tienes el pie...

—No pensábamos salir, ¿verdad? —le pregunto a Robert.

Todos se sorprenden al ver que lo incluyo.

—No, nos quedaremos en casa y cuidaremos de ese pie —responde.

Tras un elocuente silencio, en el que nos observan como si nos hubieran salido tres cabezas, Daniela se decide a hablar: —¿Estáis libres el jueves? Es el día que hacemos la mudanza, si nos echáis una mano por la mañana os invitamos a comer. Por supuesto, tú ayudarías sentada.

—Claro, por mí encantada. Además, el jueves seguro que ya estoy bien.

—Por supuesto, ¿os parece bien que se lo diga también a David? —pregunta Robert.

—¡Claro! —responde entusiasmado Sergio—. Cuantos más seamos para cargar, menos viajes.

Una hora más tarde, todos están recogiendo mientras a mí me obligan a quedarme en el sofá. Al terminar, se disponen a marcharse. Robert me ayuda a levantarme y los acompañamos hasta la puerta, nos despedimos hasta el jueves y quedamos en llamarnos para ultimar detalles.

Cuando por fin cierro la puerta, me apoyo contra ella y suspiro, ha sido un largo día.

—¿Estás cansada? —me pregunta, acariciando mi mejilla.

Asiento mientras ronroneo como un gatito cuando él me rodea entre sus brazos. Baja una de sus manos hasta mis piernas y me coge en volandas. La muleta cae al suelo. Yo envuelvo su cuello con mis brazos y hundo mi cara en él.

Me deposita con cuidado sobre la cama. Estiro de él para que se siente a mi lado.

—Quiero disculparme por haberme enfadado contigo antes. —Me mira sorprendido, yo continúo—: Supongo que es normal que pienses eso de Arturo..., aunque en el fondo es un buen chico. Y también siento haberte dejado plantado cuando me he hecho daño, estaba muy nerviosa y Sonia estaba delante.

Gracias, por salir en mi defensa y por haber esperado fuera del hospital por mí.

Robert asiente y me coloca el pelo detrás de la oreja, acariciándome el cuello después, se me pone la piel de gallina.

—Vaya... Esto no me lo esperaba. Yo también siento mucho lo de esta mañana; me he metido donde no me llamaban, me he portado como un idiota y he contribuido a tu ansiedad.

—No es culpa tuya. Soy muy impulsiva y me pongo a la defensiva, casi por instinto, cuando siento que no controlo la situación. Supongo que... es algún eco del trauma por lo de Miguel, salto en cuanto siento que alguien quiere controlarme.

—Menos con tus amigas.

—Menos con mis amigas, tienes razón. Sé que ellas están de mi parte. Aunque hoy se han pasado un poquito.

—Yo estoy de tu parte, Abril, siempre. Puedes confiar en mí.

—Confío en ti. —Me mira a los ojos, perforándome con su mirada zafiro, parece buscar algo en la mía que le confirme si puede creerme o no—. Tú no confías en mí —asevero.

El sacude la cabeza.

—No es que no confíe en ti, es que me desconciertas, nunca sé por dónde vas a salir. Hay momentos en los que te comportas como si el mundo te diera igual a mi lado, y luego, haces que me esconda detrás de un edificio para que no nos vean juntos. Me he sentido tan impotente cuando te has derrumbado ante mis ojos y no me has dejado ayudarte, cuando me has gritado que no te tocara...

—Lo vi, en tus ojos... Lo siento.

—Yo también. Me alegra que lo hayamos aclarado y que no estés enfadada conmigo.

—Y yo de que estés aquí conmigo, después de cómo te he tratado esta mañana, o del numerito que han montado las chicas.

—Son encantadoras, me alegro de que sean tan protectoras contigo, aunque eso signifique que estén intentando protegerte de mí.

—Creo que se han dado cuenta de que soy un caso perdido. —Estiro de su camisa y muerdo su labio inferior antes de preguntarle—: ¿Qué puedo hacer para que confíes en mí?

Se separa un poco mientras lo piensa un momento, luego, aparece esa sonrisa diabólica que vuelve loco a mi corazón y hace que mis entrañas se retuerzan de deseo.

—Demostrarme que confías en mí.

—¿En qué estás pensando?

Todo rastro de picardía y diversión desaparece de su rostro, se pone serio y me pide con reverencia: —Dame el control, déjame estar al mando.

¿Darle el control? Se me hace un nudo en la garganta tan solo de escuchar las palabras, y eso que ni si quiera sé a qué se refiere exactamente. Sé que él es consciente de lo que me ha pedido, le he dicho varias veces que perder el control es mi talón de Aquiles, y aún así...

—Soy toda tuya —afirmo, con seguridad.

Su rostro se ilumina, y responde arrasando mi boca con pasión.

No dura mucho, para mi desgracia se pone de pie enseguida, dejándome con ganas de más, mucho más.

—Espera aquí, quietecita —me manda, antes de salir de la habitación.

Durante quince minutos contemplo embelesada a Robert entrando y saliendo del baño y el salón, mientras yo, obediente, espero estirada en la cama con una bolsa de hielo que me ha traído para el tobillo. Parece que está preparando la bañera. «Podría acostumbrarme a todos estos mimos», el pensamiento es espontáneo, y es atajado de inmediato por una voz en mi interior que me advierte de que no me dará tiempo a acostumbrarme... No voy más allá y la ignoro, concentrándome en su elegante forma de caminar y su embriagadora belleza desaliñada, grabando cada uno de sus movimientos en mi memoria.

Cuando parece estar todo preparado, se acerca a mí e introduce mi pie dentro de una bolsa de plástico, ajustándola con una goma. Me ofrece su mano y me ayuda a incorporarme.

—Apóyate en mí.

Al entrar al baño me quedo boquiabierta. Hay velas por todas partes, la suave luz tintinea reflejándose en los azulejos de la pared, la luz eléctrica está apagada.

La bañera está llena de agua con espuma. Ha conectado su iPod en los altavoces del baño, reconozco la canción, es Alibi de Thirty seconds to Mars.

Shhh —exhorta antes de que yo diga nada.

Cierra la puerta y me hace apoyar la espalda contra la fría madera, él se para delante de mí y me suelta. No me toca, pero su proximidad hace que el calor de su cuerpo llegue hasta el mío, nos separan apenas un par de centímetros. Durante unos segundos se queda quieto, perforándome con su mirada desde arriba, con semblante serio y el ceño fruncido, concentrado. Mis ojos se quedan apresados en su intensa mirada.

Alzo las manos para tocarlo, pero él las atrapa con las suyas, negando con la cabeza como advertencia. Las lleva detrás de mi espalda y las deja ahí, no quiere que lo toque. Empieza a desabotonar mi camisa, despacio, el reverso de sus dedos apenas rozan mi piel, sus ojos continúan clavados en los míos. Mi respiración se acelera, y el movimiento me permite llegar a sus manos con mis pechos. Intento moverme hacia delante, para aumentar el contacto, pero él se detiene y niega de nuevo con la cabeza.

—No te muevas —me ordena con un susurro.

Vuelvo a apoyarme contra la puerta, con mis brazos colgando a cada lado de mi cuerpo. Cuando la camisa está desabrochada, pasa sus dedos suavemente por la piel de mis hombros y desciende por mis brazos, empujando la camisa hasta que cae al suelo. Todo mi cuerpo se eriza bajo el pequeño contacto.

Sus dedos vuelven a subir por mis brazos —es solo un ligero roce, pero que deja un camino de fuego a su paso—, esta vez se dirigen despacio hasta mi espalda para alcanzar el broche de mi sujetador, lo suelta con presteza. Luego, los desliza de nuevo hasta llegar a los hombros, una vez allí pasa sus índices por sendos tirantes hasta deshacerse también de él, la prenda cae a mis pies.

Su persistente mirada sigue manteniendo mis ojos prisioneros, lo que veo en ella me desconcierta, hay deseo contenido, pero también hay un brillo cálido, emocionado, que hace que mi corazón lata más allá del deseo, que me mantiene al borde de las lágrimas. Es tan intensa... Creo entender lo que me dice, pero no me atrevo ni a pensarlo. Me muerdo el labio inferior para contener la necesidad de tocarlo, de besarlo, de dejar de jugar y obtener lo que quiero, lo que necesito.

Sus manos bajan hasta mi falda esta vez, ahora con más urgencia. La desabrocha y la hace descender por mis piernas junto con mis bragas, arrodillándose delante de mí. Su cara está ahora justo frente a mi pubis, puedo sentir el calor de su aliento sobre él, pero su mirada sigue sin liberar la mía. Mi humedad resbala por mis piernas, tenerlo arrodillado ante mi sexo me excita sobremanera. Me apoyo en sus hombros para levantar los pies alternativamente cuando él me lo indica, y salgo de mi ropa.

Estoy completamente desnuda. Cierro los ojos y me apoyo de nuevo en la puerta, respirando profundamente.

Siento un leve beso sobre mi pubis antes de que él se ponga de pie. Su brazo rodea mi cintura instándome a caminar, me apoyo en él para dar los tres pasos que hay hasta la bañera.

Una vez allí, me coge en volandas, yo me sujeto de su cuello con los dos brazos —realmente tiene más fuerza de la que aparenta—, me baja a pulso, hincando su rodilla en el suelo, hasta sumergirme con cuidado en la bañera llena de agua caliente y espuma, dejo el pie envuelto en la bolsa apoyado en el borde de la bañera.

El calor del agua envolviendo mi piel hipersensible cosquillea por todo mi cuerpo, es como un cálido abrazo. Es imposible estar más excitada; o al menos eso creo hasta que empieza a enjabonarme, despacio, acariciando mi piel, entreteniéndose en cada hueco de mi cuerpo.

—Relájate —me susurra.

—¿Qué me relaje? —exploto—. Me tienes a mil y no sé qué vas a hacerme. No podría estar más alerta y menos relajada.

—Solo voy a lavarte, cariño. Nada más. Cierra los ojos y disfruta del baño, como si estuvieras sola.

—No quiero estar sola. Métete conmigo y disfrutemos juntos del baño.

Asiente y se levanta. Empieza a quitarse la ropa; contemplo las prendas cayendo de su cuerpo una a una, y me relamo con cada centímetro de piel expuesta, jamás pensé que el cuerpo de un hombre pudiera parecerme tan atractivo. Me encanta que no sea un tío excesivamente musculoso, a lo Vin Diesel; sino que su musculatura sea natural y sutil, como la de El David de Michelangelo..., aunque no todo su cuerpo es comparable a dicha escultura. Cuando se quita los pantalones revela una impresionante erección.

—Vaya, tú tampoco pareces muy relajado —le hago notar, con una sonrisa traviesa.

—Acabo de desnudarte, estar relajado sería completamente imposible.

Hago hueco detrás de mí, agradeciendo al anterior propietario que la bañera sea más grande de lo normal. El agua sube de nivel al recibir su peso. Él desliza las piernas hacia delante y yo me apoyo en su pecho. Sus brazos rodean mi cintura y yo coloco los míos sobre los de él, enlazando mis dedos con los suyos. Siento su erección contra mi espalda, pero intento ignorarla, relajarme entre sus brazos como él me ha pedido.

—¿Solo bañarse? —pregunto.

Él asiente.

Disfrutamos de un baño tranquilo, de nuestra compañía en silencio, de la música relajante de su iPod.

Consigo relajarme... algo, e ignorar la excitación que me produce el roce de nuestros cuerpos desnudos.

—Tengo los dedos arrugadísimos —anuncio, quince minutos más tarde—. ¿Salimos?

—Salgamos.

Él se levanta primero y sale de la bañera, una vez fuera, me ofrece su mano y me ayuda a incorporarme.

—Con cuidado —me pide.

Una vez fuera me entrega una toalla, después, él se seca con otra. Se sacude el pelo con la mano, dejándoselo totalmente despeinado e increíblemente sexy. Toma otra toalla del colgador y fricciona mi cabello quitándole la humedad, luego, coge un peine y, con mucho cuidado, me lo desenreda. Yo miro su reflejo en el espejo, parece concentrado mientras deshace los nudos intentando no hacerme daño.

Al terminar, su expresión concentrada se evapora, y me mira con una sonrisa lobuna que me pone alerta y sacude mi cuerpo. Conduce su dedo de mi hombro hasta mis pechos, y con él tira del nudo de la toalla, haciendo que caiga a mis pies. Sus ojos me devoran a través del espejo. Escucho como su toalla también cae al suelo. Empuja su erección contra mi trasero, deslizándola entre mis nalgas. Sus manos envuelven mi estómago y suben hasta sostenerme los pechos, alzándolos; luego, los cubre con ellas.

Inclina su cabeza hasta mi oído, sin dejar de mirarme a los ojos.

—Y ahora, Abril, voy a hacerte el amor, y no habrá teléfono, puerta o desastre natural en la tierra que pueda impedir que me pierda dentro de ti durante toda la noche.