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Año 25, el Año del Diluvio

«Tened cuidado con las palabras. Tened cuidado cuando escribáis. No dejéis ningún rastro.» Eso es lo que nos enseñaron los Jardineros, cuando yo era una niña más entre ellos. Nos pedían que nos encomendáramos a nuestra memoria, porque no se puede confiar en nada que esté escrito. El Espíritu viaja de boca en boca, no de cosa en cosa: los libros se pueden quemar, los papeles se pueden arrugar, los ordenadores se pueden destruir. Sólo el Espíritu vive eternamente, y el Espíritu no es una cosa.

En cuanto a la escritura, los Adanes y las Evas decían que era peligrosa, porque gracias a ella nuestros enemigos podían identificarte y detenerte, y servirse de tus palabras para condenarte.

Sin embargo, ahora que el Diluvio Seco nos ha arrollado, cualquier cosa que escriba es lo bastante segura, porque lo más probable es que aquellos que habrían usado mis escritos contra mí estén muertos. Así que realmente nada me impide escribir lo que me venga en gana.

Lo que escribo es mi nombre, Ren, con lápiz de cejas en la pared de al lado del espejo. Lo escribo un montón de veces. Renrenren, como una canción. No debes olvidar quién eres si pasas mucho tiempo a solas. Eso me lo dijo Amanda.

No se ve nada por la ventana: es ladrillo de vidrio. Tampoco puedo salir, porque la puerta está cerrada por fuera. Aún dispongo de aire y agua, siempre que el solar aguante. Todavía me queda comida.

Tengo suerte. Tengo muchísima suerte. Considérate afortunada, me decía Amanda. Es lo que hago. Primero, tuve suerte de estar trabajando aquí en el Scales cuando se produjo el Diluvio. Segundo, tuve aún más suerte porque estaba encerrada en el Cuarto Pringoso, y eso me mantuvo a salvo. Se me rasgó el guante corporal de biofilm —un cliente se dejó llevar y me mordió en las lentejuelas verdes— y estaba esperando los resultados de mi test. No fue un desgarro con secreciones ni afectación de membrana, sino un desgarro seco, cerca del codo, por eso no me preocupé. Aun así, en el Scales lo revisaban todo. Tenían una reputación que mantener: se nos conocía como las chicas guarras más limpias de la ciudad.

En el Scales and Tails te cuidaban, de verdad que lo hacían. Si tenías talento, vaya. Buena comida, un médico cuando lo necesitabas..., y las propinas eran generosas, porque aquí venían los hombres de las corporaciones más importantes. Estaba bien dirigido, aunque se hallaba en una zona sórdida, como todos los clubes. Era una cuestión de imagen, según Mordis: lo sórdido era bueno para el negocio, porque a no ser que contaras con una ventaja —algo morboso o escabroso, un tufillo turbio— ¿qué separaba nuestra marca del producto corriente que el hombre podía encontrar en casa, con la crema facial y las bragas blancas de algodón?

A Mordis le gustaba hablar claro. Llevaba en el negocio desde que era un muchacho, y cuando prohibieron los chulos y el comercio de calle —por una cuestión de salud pública y de seguridad de las mujeres, dijeron— para ponerlo todo en manos de SeksMart, bajo el control de Corpsegur, Mordis dio el salto gracias a su experiencia. «Se trata de a quién conoces y de lo que sabes de ellos», explicaba a menudo. Luego sonreía y te daba en el trasero, pero sólo una palmada de buen rollo, nunca se pasaba de la raya con nosotras. Tenía ética.

Era un tipo atlético, con el cráneo afeitado y ojos brillantes y alerta, negros como cabezas de hormiga, y de trato fácil siempre y cuando todo fuera bien. Pero sabía defendernos si los clientes se ponían violentos. «Nadie hace daño a mis mejores chicas», aseguraba. Para él se trataba de una cuestión de honor.

Tampoco le gustaba derrochar: decía que éramos un activo valioso. La flor y nata. Desde la intervención de SeksMart, las que quedaron fuera del sistema no sólo eran ilegales sino patéticas. Unas cuantas mujeres viejas y enfermas que vagaban por los callejones, casi mendigando. Ningún hombre al que le quedara un cachito de cerebro se les acercaría. «Residuos peligrosos», las llamábamos las chicas del Scales. No tendríamos que haber sido tan desdeñosas; deberíamos haber mostrado compasión. Claro que la compasión requiere trabajo, y nosotras éramos jóvenes.

Esa noche, cuando empezó el Diluvio Seco, estaba esperando los resultados de mi test: te encerraban en el Cuarto Pringoso durante semanas, por si tenías algo contagioso. Te pasaban la comida por la trampilla con cierre de segundad, y además tenías la neverita con snacks, y el agua se filtraba al entrar y al salir. No te faltaba de nada, pero te aburrías. Podías hacer ejercicio en las máquinas, y yo hacía mucho, porque una artista del trapecio no ha de dejar de entrenarse.

Podías ver la tele o pelis viejas, escuchar música, hablar por teléfono. O visitar las otras habitaciones del Scales mediante los intercomunicadores con videopantalla. A veces, cuando estábamos haciendo trabajo primario guiñábamos el ojo a las cámaras a medio gemido para beneficio de la que estuviera enclaustrada en el Cuarto Pringoso. Sabíamos dónde estaban las cámaras, ocultas en los techos de piel de serpiente o de plumas. En el Scales éramos una gran familia, así que a Mordis le gustaba que simularas que estabas participando aunque estuvieras en el Cuarto Pringoso.

Mordis me hacía sentir segura. Sabía que si tenía un problema grave podía acudir a él. Sólo hubo unas pocas personas así en mi vida. Amanda, casi siempre. Zeb, a veces. Y Toby. No habría pensado en Toby —era muy severa y dura—, pero si te estás ahogando no quieres agarrarte a algo suave y resbaladizo. Necesitas algo más sólido.

El año del diluvio
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