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Así que fui a trabajar al Scales al fin y al cabo. En algunos sentidos fue un alivio. Me gustaba tener a Mordis de jefe, porque al menos estaba claro lo que le complacía. Me hacía sentir segura, quizá porque era lo más parecido a un padre que iba a tener: Zeb se había desvanecido y mi padre real no me había encontrado demasiado interesante, y además estaba muerto.

Mordis decía que yo era realmente algo especial: la respuesta a todos los sueños, incluso los húmedos. Era alentador hacer algo en lo que era buena. No me gustaban tanto las otras partes del trabajo, pero me gustaba bailar en el trapecio porque entonces nadie podía tocarte. Estabas en el aire, como una mariposa. Me imaginaba a Jimmy mirándome, y pensando que era yo a la que había amado siempre, no a Wakulla Price ni a LyndaLee ni a ninguna de las otras, ni siquiera a Amanda, y que yo estaba bailando sólo para él.

Sabía lo inútil que era todo aquello.

Después de ir al Scales, sólo mantuve contacto con Amanda por teléfono. Ella pasaba mucho tiempo fuera, con sus proyectos de arte; además no quería verla en persona. Me sentiría incómoda por Jimmy, y ella captaría esa sensación y me preguntaría, y yo tendría que mentir o contárselo; y si se lo contaba se enfadaría, o tal vez sólo sentiría curiosidad; o pensaría que era estúpida. Amanda tenía su lado duro.

Los celos son una emoción muy destructiva, decía Adán Uno. Forma parte de la terca herencia del australopiteco con la que nos hemos quedado. Te devora y acaba con tu vida espiritual, pero también te conduce al odio y causa daño a otras personas. Claro que Amanda era la última persona a la que quería hacer daño.

Traté de visualizar mis celos como una nube marrón amarillenta hirviendo en mi interior, una nube que luego me salía por la nariz en forma de humo y se convertía en una piedra que caía al suelo. Eso funcionó un poco. Pero en mi visualización, una planta cubierta con bayas de veneno crecería de la piedra, tanto si lo quería como si no.

Entonces Amanda rompió con Jimmy. Me lo hizo saber de un modo indirecto. Ya me había hablado de su proyecto exterior de instalaciones de paisajes artísticos, una serie titulada El Mundo Vivo: estaba escribiendo palabras con letras gigantes usando bioformas para hacer que las palabras aparecieran y desaparecieran, igual que las palabras que hacía con jarabe cuando éramos niñas. Ahora dijo:

—Voy por las palabras de cuatro letras.

Y yo dije:

—Te refieres a palabras guarras como caca.

Y ella se rio y dijo:

—Peores que ésas.

Y yo dije:

—Palabra como co... y pu...

Y ella dijo:

—No, como amor.

Y yo dije:

—Ah, así que lo de Jimmy no funcionó.

Y ella dijo.

—Jimmy no puede ser serio.

Supuse que la habría engañado, o algo así.

—Lo siento —dije—. ¿Estás muy cabreada con él?

Traté de que mi voz no dejara traslucir felicidad. Ahora puedo perdonarla, pensé. Aunque en realidad no había nada que perdonarle, porque ella no me había hecho ningún daño a propósito.

—¿Cabreada? —dijo—. No te puedes cabrear con Jimmy.

Me pregunté qué quería decir con eso, porque yo sin duda estaba cabreada con Jimmy. Aunque todavía lo quería.

Quizás el amor era eso, pensé, estar cabreado.

Al cabo de un tiempo, Glenn empezó a ir al Scales: no todas las noches, pero sí las suficientes para conseguir descuentos. No lo había visto desde HelthWyzer: había estado con los cerebritos, estudiando ciencia en el Watson-Crick Institute, pero ahora era un pez gordo de Rejoov Corp. No se cortaba de fanfarronear, aunque en el caso de Glenn era más una exposición de hechos, como quien dice «Va a llover». De lo que me enteré por lo que escuché de sus conversaciones con el capitoste y sus mecenas era de que estaba a cargo de una iniciativa francamente importante llamada Proyecto Paraíso. Habían construido una cúpula especial para ese proyecto, con su propio suministro de aire y seguridad cuádruple. Glenn había reunido un grupo de los mejores cerebros disponibles, y estaban trabajando día y noche.

Glenn era vago respecto a lo que estaban trabajando. «Inmortalidad» era una de las palabras que usaba: Rejoov había estado interesado en ella durante décadas, algo sobre cambiarte las células para que no murieran nunca; la gente pagaría mucho por la inmortalidad. Cada dos meses afirmaba que habían hecho un gran avance, y cuantos más avances hacía, más dinero conseguía para el Proyecto Paraíso.

En ocasiones decía que estaba trabajando en soluciones al mayor problema de todos, que eran los seres humanos: su crueldad y sufrimiento, sus guerras y pobreza, su temor a la muerte.

—¿Cuánto pagarías por el diseño de un ser humano perfecto? —diría.

Entonces había insinuado que el Proyecto Paraíso estaba diseñándolo y que invertirían más dinero en él.

Para los finales de estas reuniones, alquilaba la habitación con el techo de plumas y pedía bebidas, drogas y scalies, no para él mismo sino para los tipos que lo acompañaban. En ocasiones, incluso trataba con los capitostes de Corpsegur. Esos tipos eran siniestros. Yo nunca tenía relaciones con los painballers, pero sí con los de Corpsegur, y eran los clientes que menos me gustaban. Era como si tuvieran mecanismos detrás de los ojos.

De vez en cuando, Glenn contrataba a dos o tres scalies durante toda la noche, no para sexo sino para cosas muy extrañas. Una vez quiso que maulláramos como gatos para poder medir nuestras cuerdas vocales. En otra ocasión nos pidió que cantáramos como pájaros para grabarnos. Starlite se quejó a Mordis de que no le pagaban para eso, pero Mordis sólo dijo:

—Bueno, es un chiflado. Ya has visto otros antes. Pero es un chiflado rico, y es inofensivo, así que complácelo.

Yo formaba parte del trío de chicas la noche que nos sometió a una especie de cuestionario. ¿Qué nos haría feliz?, quería saber. ¿La felicidad era más parecida a la excitación o a la contención? ¿La felicidad era interior o exterior? ¿Con árboles o sin ellos? ¿Había agua corriente cerca? ¿Un exceso de felicidad aburría? Starlite y Crimson Petal trataban de adivinar lo que quería oír para poder decirle las mentiras adecuadas.

—No —dije. Sabía cómo era Glenn—. Es un geek. Quiere que digamos lo que de verdad sentimos.

Eso las confundió mucho.

Eso sí, nunca nos preguntaba por la tristeza. Quizá pensaba que ya sabía suficiente de eso.

Un buen día empezó a traer a una mujer: físicamente parecía una Asian Fusion y tenía acento extranjero. Glenn dijo que la mujer quería conocer el Scales porque Rejoov nos había elegido como uno de los principales lugares experimentales, y ella nos presentaría un nuevo producto: la píldora BlyssPluss, que resolvería todos los problemas relacionados con el sexo. Nos habían concedido el privilegio de darlo a conocer a nuestros clientes. La mujer tenía un título ejecutivo de Rejoov —vicepresidenta de Incremento de Satisfacción—, aunque su verdadero trabajo era ser la primera de Glenn.

Me di cuenta de que había sido una de las nuestras: una chica de alquiler, de un tipo o de otro. Resultaba obvio cuando conocías las señales. Estaba actuando siempre, sin delatar nada de sí misma. Yo los observaba en la pantalla: tenía curiosidad porque Glenn era un tipo seco, aunque, claro, podía tener sexo, como cualquier ser humano. Esa chica tenía más movimientos que un pulpo, y su trabajo primario era asombroso. Glenn actuaba como si ella fuera la primera, la última y la única chica del planeta. Mordis también solía observarlos, y decía que el Scales pagaría mucho dinero por esa chica. Yo le dije que no podía costeársela: ella estaba muy por encima de su escala salarial.

Los dos tenían nombres de mascota. Ella lo llamaba Crake, y él la llamaba Oryx. A las otras chicas les resultaba extraño que los dos fueran tan acaramelados, porque no coincidía con el carácter de Glenn. A mí, en cambio, me parecía algo bonito.

—¿Es ruso o qué? —me preguntó Crimson Petal—. ¿Oryx y Crake?

—Supongo —dije.

Eran nombres de animales extinguidos —los Jardineros teníamos que memorizar infinidad de nombres—, pero si lo decía las chicas se preguntarían cómo era que lo sabía.

La primera vez que Glenn vino al Scales lo reconocí de inmediato, pero por supuesto él no me reconoció, con mi integral de biofilm y con lentejuelas en toda la cara, y yo no le dije nada. Mordis nos decía que no forjáramos vínculos personales con los clientes, porque si querían una relación podían conseguirla en cualquier otro sitio. Decía que a los clientes del Scales no les importaba nuestra vida, sólo querían epidermis y fantasía. Querían que los llevaran a la tierra de Nunca Jamás, donde disfrutarían de experiencias pecaminosas que nunca jamás podrían tener en casa. Damas libélula envolviéndolos, mujeres serpientes deslizándose por encima de ellos. Así que era mejor que nos guardásemos nuestra charla emocional privada para gente que de verdad se preocupara por nosotras, como las otras scalies.

Una noche Glenn preparó una velada de tratamiento extraespecial, para un invitado extraespecial, dijo. Reservó la sala de plumas con la colcha verde, los martinis más potentes del Scales and Tails —kicktails los llamaban— y dos scalies, Crimson Petal y yo. Mordis nos eligió a nosotras porque Glenn dijo que este invitado extraespecial prefería las chicas más delgadas.

—¿Quiere un rollo colegiala vestida de marinerita? —pregunté; en ocasiones esto era lo que significaba chicas delgadas—. ¿He de llevar mi cuerda de saltar a la comba?

Si era así tendría que cambiarme, porque justo entonces estaba llena de lentejuelas.

—Este tipo está tan colgado que ya no sabe lo que quiere —dijo Mordis—. Sólo dale tu recital de conejita. Queremos ver propinas de las gordas. Haz que le salgan los ceros por las orejas.

Cuando llegamos a la habitación, el tipo estaba tumbado sobre la colcha verde de satén como si la hubieran arrojado desde un avión, pero contento con ello, porque tenía una sonrisa de cuerpo entero.

Era Jimmy. Dulce, hecho polvo Jimmy. Jimmy, que había arruinado la vida.

Mi corazón dio un vuelco. Oh, mierda, pensé. No estoy preparada para esto. Voy a perder los nervios y me echaré a llorar. Sabía que no me reconocería: iba cubierta de lentejuelas, y él estaba tan colgado que era casi ciego. Así que me deslicé a la actuación habitual y empecé con los botones y el velcro. Las scalies lo llamábamos «pelar la gamba».

—¡Qué abdominales! —susurré—. Cariño, túmbate.

¿Odiaba hacerlo o me gustaba? ¿Por qué tenía que ser una cosa o la otra? Como Vilya siempre decía de sus tetas: «Llévate dos, están baratas.»

Jimmy trató de quitarme las escamas de la cara, así que tuve que cogerle las manos y ponérselas en otro sitio.

—¿Eres un pez? —estaba diciendo.

No parecía que lo supiera.

Oh, Jimmy, pensé. ¿Qué queda de ti?

El año del diluvio
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