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Conocí a Amanda en el año 10, cuando yo tenía diez años: mi edad iba con el calendario, así que era fácil de recordar.
Ese día era San Farley de los Lobos: una jornada de recolección para los Jóvenes Bioneros. Teníamos que atarnos al cuello unos pañuelos verdes espantosos y salir a cosechar productos para la artesanía de materiales reciclados de los Jardineros. En ocasiones recogíamos restos de jabón, llevábamos cestos de mimbre y hacíamos la ronda de restaurantes y hoteles, porque tiraban jabón a paladas. Los mejores hoteles estaban en las plebillas ricas —Fernside, Golfgreens y la más rica de todas, SolarSpace— y casi siempre íbamos en autostop, aunque estaba prohibido. Los Jardineros eran así: te pedían que hicieras algo y luego te prohibían la forma más fácil de hacerlo.
El jabón con aroma de rosa era el mejor. Bernice y yo nos llevábamos un poco a casa, y yo me guardaba el mío en la funda de la almohada, para mitigar el olor a moho de la colcha húmeda. El resto lo llevábamos a los Jardineros, para que lo cocieran en los hornos solares del Tejado. Luego se dejaba enfriar y se cortaba en trozos.
Los Jardineros usaban mucho jabón, porque estaban muy preocupados por los microbios, pero algunos de los jabones cortados se guardaban aparte. Los enrollaban en hojas y los ataban con tallos retorcidos para venderlos a turistas y papamoscas en el Árbol de de Intercambio de Productos Naturales de los Jardineros, junto con bolsas de gusanos, los nabos y calabacines de cultivo ecológico y las demás verduras que los Jardineros no habían consumido.
Ese día no era un día de jabón, era un día de vinagre. Íbamos a las puertas traseras de bares, clubes nocturnos y antros de strippers a rebuscar entre los cubos de basura, y vertíamos cualquier resto de vino que encontrábamos en nuestros baldes esmaltados de los Bioneros. Luego lo llevábamos al edificio de de Estética. Allí el contenido de los baldes se vaciaba en los enormes barriles del Salón del Vinagre y se dejaba fermentar para fabricar vinagre, que los Jardineros usaban en la limpieza doméstica. Lo que sobraba se decantaba en las botellitas que recogíamos en nuestras cosechas y al que pegábamos etiquetas de Jardineros. Luego se vendía en el Árbol de , junto con el jabón.
Se suponía que nuestro trabajo de Jóvenes Bioneros tenía que enseñarnos algunas lecciones útiles. Por ejemplo: no se debía desperdiciar nada, ni siquiera el vino de lugares de pecado. No existían los desperdicios, la basura o la suciedad, sólo se trataba de materia a la que no se le había dado un uso adecuado. Y, lo que es más importante, todos, incluidos los niños, tenían que contribuir a la vida comunitaria.
Shackie y Croze y los mayores en ocasiones se bebían el vino en lugar de guardarlo. Si bebían demasiado, se caían o vomitaban, o se metían en peleas con los plebiquillos y lanzaban piedras a los borrachines. Como represalia, los borrachines se meaban en botellas de vino vacías para ver si conseguían engañarnos. Yo nunca bebí pis: bastaba con oler la botella. Sin embargo, algunos chicos tenían el olfato atrofiado de fumar colillas de cigarrillos y puros, o incluso de maría si la conseguían. Apuraban la botella, y luego escupían y blasfemaban. Aunque muchos de esos chicos bebían de las botellas meadas a propósito, para tener una excusa para blasfemar, lo cual estaba prohibido por los Jardineros.
En cuanto se alejaban del campo de visión del Jardín, Shackie, Croze y aquellos chicos se quitaban los pañuelos de Jóvenes Bioneros y se los ataban a la cabeza, como los Asian Fusion. Ellos también querían ser una banda callejera, incluso tenían una contraseña. «¿Peli?», decían, y el otro tenía que responder «groso». Se suponía que tenía que ser un código secreto, sólo para los miembros de la banda, pero todos lo conocíamos. Bernice dijo que se habían equivocado de contraseña, que en realidad era «¿Pelo? Graso».
—Gran chiste, Bernice —decía Crozier—. Posdata: eres fea.
Se suponía que teníamos que cosechar en grupos para defendernos de las bandas callejeras de plebiquillos, o de los borrachines que querían quitarnos los baldes y beberse el vino, y también de los raptores de niños que podrían vendernos en el mercado sexual de menores. Pese a las advertencias, nos separábamos por parejas o tríos para poder cubrir el territorio más deprisa.
En ese día en particular, empecé con Bernice, pero luego nos enzarzamos en una pelea. Discutíamos constantemente, lo cual yo tomaba como señal de nuestra amistad, porque no importaba la brutalidad con la que riñésemos, siempre terminábamos haciendo las paces. Un vínculo nos mantenía unidas: no era duro como el hueso, sino resbaladizo, como cartílago. Tal vez ambas nos sentíamos inseguras entre los chicos Jardineros; cada una de nosotras temía quedarse sin aliada.
En esa ocasión, nos peleamos por un monedero con una estrella de mar bordada con cuentas que habíamos recogido de una pila de basura. Codiciábamos esa clase de hallazgos y siempre los estábamos buscando. Los habitantes de las plebillas tiraban un montón de materiales, porque —según los Adanes y las Evas— tenían problemas de atención y carecían de toda moral.
—Yo lo he visto primero —dije.
—Tú lo viste primero la última vez —protestó Bernice.
—¿Y qué? ¡De todas formas lo he visto primero!
—Tu madre es una fresca —dijo Bernice.
No era justo porque eso mismo pensaba yo, y Bernice lo sabía.
—La tuya es un vegetal —le solté.
Vegetal no debería haber sido un insulto entre los Jardineros, pero lo era.
—Veena el Vegetal —añadí.
—¡Aliento de carne! —exclamó Bernice. Tenía el monedero y no lo soltaba.
—¡Tú misma! —dije.
Me volví y me alejé. Deambulé un rato, pero no miré alrededor y Bernice no me vino detrás.
Esto ocurrió en un centro comercial que se llamaba Apple Corners. Era el nombre oficial de nuestra plebilla, aunque todos la llamaban el Sumidero, porque la gente desaparecía sin dejar rastro. Los chicos Jardineros paseábamos por el centro comercial siempre que podíamos, aunque sólo para mirar.
Como ocurría con todo lo demás en nuestra plebilla, aquel centro comercial había sido más elegante. Había una fuente rota llena de latas de cerveza vacías. También había planteles construidos con un montón de latas de Zizzy Froot y colillas y condones usados llenos de gérmenes (según Nuala). Había una cabina de holocentrifugado donde antes giraban soles y lunas, y animales raros, y tu propia imagen si echabas dinero, pero se la habían cargado tiempo atrás y parecía un muñeco al que le habían arrancado los ojos. En ocasiones entrábamos y corríamos la cortina de estrellas hecha jirones para leer los mensajes que dejaban los plebiquillos en las paredes. «Mónica la chupa.» «Darf tb pero mejor.» «$?» «Pa ti 0.» «Brad, estás muerto.» Los plebiquillos eran encantadores, escribían cualquier cosa en cualquier sitio. No les importaba quién lo viera.
Los plebiquillos del Sumidero iban al holocentrifugador a fumar droga —la cabina apestaba— y a montárselo: lo sabíamos porque se dejaban allí condones y a veces bragas. Los chicos Jardineros no debían hacer ninguna de las dos cosas —el consumo de alucinógenos tenía propósitos religiosos y el sexo era para los que habían intercambiado hojas verdes y saltado la hoguera—, pero los chicos más grandes decían que lo hacían de todas formas.
Las tiendas que no estaban cerradas con tablones eran locales de veinte dólares con nombres como Tinsel's y Wild Side y Bong's, nombres de ese estilo. Vendían sombreros de plumas, lápices para dibujarte el cuerpo y camisetas con dragones, calaveras y eslóganes amenazadores. También Joltbars y chicle que hacía que la lengua te brillara en la oscuridad y ceniceros con labios rojos que decían «Deja que te la sople» y tatuajes que, según decían las Evas, te quemaban la piel hasta las venas. Podías encontrar material caro a precio de ganga que Shackie decía que era robado de las boutiques de SolarSpace.
Todo porquerías y oropel, decían las Evas. Si vas a vender tu alma, ¡al menos pide un precio más alto! Bernice y yo no hacíamos caso. Nuestras almas no nos interesaban. Mirábamos por los escaparates y nos mareábamos de avidez. ¿Qué te llevarías?, decíamos. ¿La varita con luz de LED? ¡Genial! ¿El vídeo de Sangre y rosas? Qué asco, eso es para chicos. Los implantes de pecho de mujer real con pezones sensibles. Ren, das asco.
Después de que Bernice se hubiera marchado ese día, me quedé sin saber qué hacer. Pensé que tal vez lo mejor sería volver, porque no me sentía segura sola. Entonces vi a Amanda, al otro lado del centro comercial, con un grupo de plebiquillas Tex-Mex. Conocía a ese grupo de vista, y Amanda nunca había estado con ellas antes.
Las chicas llevaban la clase de ropa que solían ponerse: minifaldas y tops de lentejuelas, boas falsas en torno al cuello, guantes plateados, mariposas de plástico en el pelo. Tenían sus Sea/H/Ear Candies, sus teléfonos deslumbrantes y sus brazaletes de medusa, y estaban alardeando. Todas escuchaban el mismo tema en sus Sea/H/ Ear Candies y bailaban meneando el trasero y sacando pecho. Daban la impresión de que ya tenían todo lo que se vendía en todas las tiendas y que ya se habían aburrido. Envidiaba mucho ese look. Me limité a quedarme allí, muerta de envidia.
Amanda también estaba bailando, salvo que ella lo hacía mejor. Al cabo de un rato se detuvo y se quedó un poco aparte, mandando mensajes de texto en su teléfono morado. Entonces me miró y me sonrió. Me hizo un gesto con los dedos plateados. Eso significaba «Ven aquí».
Comprobé que nadie estaba mirando y me acerqué.