43Toby. Banquete de la Sabiduría de la Serpiente

Año 25

«Banquete de de llena.» Toby anota la festividad del día y la fase lunar en su libreta rosa con los ojos guiñados y los labios de beso. La luna menguante es una semana propicia para la poda, decían los Jardineros. Plantas en luna creciente, cortas en menguante. Era un buen momento para usar herramientas afiladas con uno mismo, para arrancar cualquier parte superflua que pueda necesitar recorte. Tu cabeza, por ejemplo.

—Es broma —dice en voz alta. Debería evitar esos pensamientos mórbidos.

Hoy se cortará las uñas. También las uñas de los pies: no hay que dejar que se descontrolen. Puede hacerse la manicura: hay montones de aplicaciones cosméticas a mano, estantes enteros. Esmalte Voluptuoso AnooYoo. Reafirmante Piel de Ciruela AnooYoo. Fuente de Juventud Inmersión Total AnooYoo: «¡Quítate esa epidermis escamada!» Aunque ¿por qué molestarse en pulir, rellenar o cubrir? ¿Y por qué no molestarse? Cualquier elección es igualmente inútil.

«Do it for Yoo: AnooYoo», canturreaba la publicidad. Podría cambiarme por completo, piensa Toby. Otro nuevo yo completamente distinto, fresco como una serpiente. ¿Cuántos sumarían ya?

Sube con dificultad por la escalera hasta el tejado, levanta los prismáticos, inspecciona su reino visible. Hay movimiento en la maleza, en el linde del bosque: ¿serán los cerdos? Si es así, se mantienen a la expectativa. Los buitres todavía se están reuniendo en torno a un cerdo muerto. Habrá montones de nanobioformas trabajando allí: ya estará casi podrido.

Aquí hay algo diferente. Más cerca del edificio pace un grupo de ovejas. Hay cinco: tres mohair —uno verde, uno rosa y uno violeta brillante— y otras dos ovejas que parecen convencionales. El pelo largo de los mohair no está muy bien: hay marañas como coágulos, y ramitas y hojas secas. En pantalla, en los anuncios, el pelo era brillante, se veía a las ovejas sacudiéndoselo y a continuación una chica guapa sacudiendo una melena del mismo pelo. «Más mujer con Mohair.» Pero no les está yendo tan bien sin sus tratamientos de belleza.

Las ovejas se reúnen, levantan las cabezas. Toby descubre la razón: agazapados en la maleza, hay dos leoneros al acecho. Quizá las ovejas los huelen, pero el aroma debe confundir: parte león, parte cordero.

El mohair violeta es el más nervioso. No parezcas una presa, piensa Toby. Y claro está, los leoneros van a por el violeta. Lo separan del grupo y lo persiguen durante una corta distancia. El patético animal está impedido por su peinado —parece una peluca violeta asustada con patas— y los leoneros enseguida lo abaten. Les cuesta un rato encontrar la garganta bajo todo ese pelo, y el mohair se levanta varias veces antes de que los leoneros acaben con él. Luego se disponen a comer. Las otras ovejas han huido torpemente entre una confusión de balidos, pero ahora están paciendo otra vez.

Toby pretendía dedicarse un poco al huerto, recoger algunas hierbas: su reserva de conservas y comida no perecedera está menguando como la luna. Sin embargo, decide no hacerlo por los leoneros. Los extraños felinos tenderán emboscadas: uno retoza en campo abierto para distraer tu atención mientras otro se desliza silenciosamente a tu espalda.

Por la tarde, Toby se echa una siesta. La luna menguante atrae el pasado, decía Pilar: lo que llega de las sombras has de recibirlo como una bendición. Y el pasado la asalta: la casa de madera blanca de su infancia, los árboles comunes, el bosque en el fondo, teñido de azul como si fuera niebla. Un ciervo se recorta contra ese fondo, rígido como un seto ornamental, con las orejas levantadas. Su padre está cavando con una pala, al lado de la pila de estacas de valla; su madre es un atisbo fugaz en la ventana de la cocina. Quizás está preparando sopa. Todo está tranquilo, como si no fuera a terminar nunca. Pero ¿dónde está Toby en esta imagen? Porque es una imagen. Es plana, como una pintura en una pared. Ella no está allí.

Abre los ojos, con lágrimas en las mejillas. Yo no estaba en la imagen porque yo soy el marco, piensa. En realidad no es el pasado. Sólo soy yo, juntándolo todo. Es sólo un puñado de circuitos neuronales mortecinos, un espejismo.

Seguramente yo era una persona optimista entonces, piensa. Allí. Me despertaba silbando. Sabía que había cosas malas en el mundo, hablaban de ellas, las veía en las noticias en pantalla. Pero las cosas malas ocurrían en algún otro sitio.

En el momento en que llegó al instituto, lo malo se había acercado. Recuerda la sensación opresiva, como esperar todo el tiempo una pisada fuerte y luego la llamada a la puerta. Todo el mundo lo sabía, aunque nadie lo admitiera. Si otra gente empezaba a discutirlo, los desintonizabas, porque lo que estaban diciendo era tan obvio como inimaginable.

«Estamos consumiendo la tierra. Casi se ha agotado.» No puedes vivir con esos temores y seguir silbando. La espera crece en ti como una marea. Empiezas a desear que termine. Te descubres rogando al cielo: «Hazlo ya. Haz lo peor. Termina de una vez.» Sentía el temblor inminente en la columna, dormida o despierta. Nunca desapareció, ni siquiera entre los Jardineros. Especialmente —a medida que el tiempo fue transcurriendo— entre los Jardineros.

El año del diluvio
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