15

—¿Quieres ver mi brazalete de medusa? —me dijo Amanda cuando llegué allí.

Debí de parecerle patética, con esa ropa de huérfana y las uñas sin pintar. Ella levantó la muñeca: vi las medusas pequeñas, abriéndose y cerrándose como flores acuáticas. Parecían perfectas.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunté. Apenas sabía qué decir.

—Lo birlé —dijo Amanda. Así era cómo por lo general conseguían las cosas las plebiquillas.

—¿Cómo sobreviven aquí?

Ella señaló el encaje de plata donde se abrochaba el brazalete.

—Esto es un aireador —dijo—. Bombea oxígeno. Añades el alimento dos veces por semana.

—¿Qué pasa si te olvidas?

—Se comen las unas a las otras —explicó Amanda. Sonrió un poco—. Algunos chicos lo hacen a propósito, no les ponen comida. Entonces hay como una guerra en miniatura ahí dentro, y al cabo de un rato sólo queda una medusa, y luego se muere.

—Eso es terrible —dije.

Amanda mantuvo la misma sonrisa.

—Sí. Por eso lo hacen.

—Son muy bonitas —dije con voz neutral. Quería complacerla, y no tenía forma de saber si pensaba que «terrible» era bueno o malo.

—Quédatelo —dijo Amanda. Extendió el brazo—. Puedo birlar otro.

Deseaba muchísimo el brazalete, pero no sabría cómo comprar la comida y la medusa moriría. O me descubrirían el brazalete, por bien que lo escondiera, y me metería en un lío.

—No puedo —dije. Di un paso atrás.

—Tú eres una de ellos, ¿a que sí? —dijo Amanda. No era provocadora, parecía simplemente curiosa—. Los beatos. Dicen que hay unos cuantos por aquí.

—No —dije—. Yo no.

Seguro que la mentira llamaba la atención. Había un montón de gente mal vestida en la plebilla del Sumidero, pero no iban mal vestidos a propósito como los Jardineros.

Amanda ladeó un poco la cabeza.

—Es gracioso —dijo—. Te pareces a ellos.

—Yo sólo vivo con ellos. Como de visita. No soy como ellos para nada.

—Por supuesto que no —dijo Amanda, sonriendo. Me dio un golpecito en el brazo—. Ven aquí. Quiero enseñarte algo.

A donde me llevó fue al callejón que daba a la parte trasera del Scales and Tails. Se suponía que los chicos Jardineros no podían acercarse allí, pero íbamos de todos modos cuando estábamos cosechando, porque conseguías un montón de vinagre de vino si llegabas antes que los borrachines.

Ese callejón era peligroso. El Scales and Tails era un antro de depravación, decían las Evas. No teníamos que entrar bajo ningún concepto, y menos las niñas. Decía Espectáculo para adultos en letras de neón sobre la puerta. Por la noche custodiaban la entrada dos hombres enormes vestidos de negro que llevaban gafas de sol aunque estuviera oscuro. Una de las chicas Jardineras más grandes aseguraba que esos hombres le habían dicho: «Vuelve el año que viene y trae tu culito dulce.» Pero Bernice decía que sólo estaba alardeando.

En el Scales había fotos a ambos lados de la entrada: holofotos iluminadas. Las fotos eran de chicas preciosas cubiertas completamente con escamas de color verde brillante, como lagartos, salvo por el pelo. Una de ellas se aguantaba en un pie y tenía el otro en torno al cuello. Pensaba que tenía que doler una postura así, pero la chica de la foto estaba sonriendo.

¿Las escamas le crecían o estaban pegadas? Bernice y yo no nos poníamos de acuerdo en eso. Yo decía que estaban pegadas, pero Bernice sostenía que les crecían porque las chicas estaban operadas; era como ponerse tetas. Le dije a Bernice que estaba loca, porque nadie se sometería a semejante operación. Pero en secreto casi me lo creía.

Un día habíamos visto a una chica con escamas por la calle de día, perseguida por un hombre vestido de negro. La chica destellaba mucho por las escamas verde brillante; se sacó de un pisotón los tacones altos y siguió corriendo descalza, esquivando gente, hasta que pisó un trozo de cristal roto y se cayó. El hombre le dio alcance, la cogió en brazos y volvió a llevarla al Scales mientras la chica agitaba los brazos de piel verde de serpiente. Le sangraban los pies. Siempre que pensaba en eso, notaba un escalofrío, como cuando ves que otra persona se corta un dedo.

En la parte de atrás del callejón, al lado del Scales, había un patiecito cuadrado donde se guardaban las papeleras, las de basuróleo y las otras. Al fondo había una valla de tablones y, detrás, un solar donde se había incendiado un edificio. Ya sólo había tierra dura con trozos de cemento, madera chamuscada y cristales rotos, donde crecían las malas hierbas.

En ocasiones los plebiquillos rondaban por ahí, y nos asaltaban cuando estábamos vaciando botellas de vino. Nos gritaban «Devoto, devoto, apestoso y roto», nos quitaban los baldes y salían corriendo con ellos o nos los vaciaban encima. Eso le pasó a Bernice una vez y olió a vino durante días.

En ocasiones íbamos al solar con Zeb en nuestras excursiones pedagógicas: decía que era lo más parecido a un prado que se podía encontrar en nuestra plebilla. Cuando él estaba con nosotros, los niños de las plebillas no nos molestaban. Contar con Zeb era como tener un tigre: manso contigo, salvaje con todos los demás.

Una vez encontramos a una chica muerta allí. No tenía pelo ni ropa, sólo unas pocas escamas verdes enganchadas. «Están enganchadas —pensé—, o algo así. Pero seguro que no le han crecido. Así que tenía razón.» —Quizá se está dando un baño de sol —dijo uno de los chicos más mayores, y los demás se rieron.

—No la toquéis —dijo Zeb—. ¡Un poco de respeto! Hoy daremos la lección en el Jardín del Tejado.

Cuando volvimos en nuestra siguiente excursión pedagógica, ya no estaba.

—Apuesto a que es basuróleo —me susurró Bernice.

El basuróleo estaba hecho de cualquier tipo de desecho que contuviera carbono: residuos de matadero, verduras podridas, vertidos de restaurantes, incluso botellas de plástico. Los restos se echaban a una caldera, y salía aceite y agua, además de algo de metal. Oficialmente no podías echar cadáveres humanos, pero los chicos hacían chistes al respecto. Aceite, agua y botones de camisa. Aceite, agua y plumines dorados.

—Aceite, agua y escamas verdes —le susurré a Bernice.

A primera vista, el solar estaba vacío. No había borrachines, ni plebiquillos, ni ninguna mujer desnuda muerta. Amanda me condujo hasta el rincón, donde había una losa plana de cemento.

Vi una botella de jarabe apoyada contra la losa, de las que se aprietan.

—Mira esto —dijo Amanda.

Había escrito su nombre en jarabe en la losa, y una fila de hormigas se estaban comiendo las letras, de modo que cada letra tenía un borde de hormigas negras. Fue así como conocí el nombre de Amanda, lo vi escrito en hormigas. Amanda Payne.

—¿A que es guapo? —dijo ella—. ¿Quieres escribir tu nombre?

—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunté.

—Es limpio —dijo Amanda—. Escribes cosas, luego ellos se comen tu escritura. Así apareces y desapareces. De esa manera nadie puede encontrarte.

¿Por qué eso tenía sentido para mí? No lo sé, pero lo tenía.

—¿Dónde vives? —le pregunté.

—Ah, por ahí —dijo Amanda despreocupadamente. Eso significaba que no vivía en ninguna parte: dormía en alguna casa ocupada o algo peor—. Antes vivía en Tejas —añadió.

O sea que Amanda era una refugiada. Habían aparecido muchos refugiados de Tejas después de los huracanes y las posteriores sequías. Eran sobre todo ilegales. Me di cuenta de por qué Amanda estaba tan interesada en desaparecer.

—Puedes venir a vivir conmigo —dije. No lo había planeado así, pero así salió de mis labios.

En ese momento, Bernice se coló por el hueco de la valla. Había cedido, había regresado a recogerme, salvo que ahora yo ya no quería.

—¡Ren! ¡Qué estás haciendo! —gritó Bernice.

Se acercó por el solar pisando fuerte, con esas maneras tan resueltas que tenía. Se me ocurrió entonces que tenía pies grandes, un cuerpo demasiado cuadrado y una nariz demasiado pequeña, y el cuello debería ser más largo y más delgado. Más parecido al de Amanda.

—Diría que aquí viene una amiga tuya —dijo Amanda, sonriendo.

Tuve ganas de decir que no era mi amiga, pero no era lo bastante valiente para ser tan traicionera. Bernice se nos acercó con la cara colorada. Siempre se ponía colorada cuando se enfadaba.

—Vámonos, Ren —dijo—. No tendrías que hablar con ella.

Se fijó en el brazalete de medusa de Amanda, y me di cuenta de que le gustaba tanto como a mí.

—Eres mala —le dijo a Amanda—. ¡Plebiquilla!

Me enlazó del brazo.

—Ésta es Amanda —dije—. Va a venir a vivir conmigo.

Pensé que a Bernice iba a darle una de sus rabietas, pero yo le estaba clavando mi mirada glacial, la que decía que no iba a ceder. Podía arriesgarse a quedar mal delante de una desconocida si tensaba la cuerda, de modo que prefirió fulminarme con una mirada silenciosa y calculadora.

—Pues muy bien —dijo—. Puede ayudar a llevar el vinagre de vino.

—Amanda sabe robar —le dije a Bernice cuando volvíamos caminando a de Estética.

Pretendía que fuera una oferta de paz, pero Bernice se limitó a gruñir.

El año del diluvio
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