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Año 25

Cuando pienso en esa noche —la noche en que empezó el Diluvio Seco— no consigo recordar nada extraordinario. Alrededor de las siete en punto me entró hambre. Saqué una Joltbar de la mininevera y me comí media. Sólo me comía la mitad de cada cosa porque una chica de mi constitución no puede permitirse hincharse como un globo. Una vez le pregunté a Mordis si no debería ponerme implantes de pecho, pero dijo que yo podía hacer de menor con luz tenue, y había mucha demanda del numerito de la colegiala.

Hice algunas flexiones en la barra y mis ejercicios de Kegel, y entonces Mordis me llamó al videoteléfono para ver si estaba bien: me echaba de menos, porque nadie sabía ganarse al público como yo.

—Ren, tú les haces cagar billetes de mil dólares —dijo, y yo le lancé un beso.

—¿Mantienes el trasero en forma? —preguntó.

Así que coloqué el videoteléfono detrás de mí.

—De puta madre —dijo.

Aunque te sintieras mal, te hacía sentir guapa.

Después de eso fui al vídeo del Nido de Víboras, para ver la acción y bailar al son de la música. Era extraño observar que todo continuaba sin mí, como si me hubieran borrado. Crimson Petal estaba en la barra; Savona me sustituía en el trapecio. Tenía buen aspecto: brillante, verde y sinuosa, con un mohair nuevo plateado. Yo también estaba planteándome usar uno —eran mejor que las pelucas, nunca se te movían—, pero algunas chicas decían que el olor era como a costillas de cordero, sobre todo cuando llovía.

Savona era un poco torpe. No era una chica de trapecio, sino de barra, y era pesada de arriba, se había hinchado como una pelota de playa. Si le ponías tacones de aguja, bastaría con soplarle un poco desde atrás para que se cayera de bruces.

—Mientras funcione —diría—, y, nena, esto funciona.

Ahora estaba abriéndose de piernas cabeza abajo, sujetándose con una sola mano. No me convencía, pero los hombres que tenía debajo no estaban muy interesados en el arte: pensarían que Savona era genial a menos que se riera en lugar de gemir o se cayera del trapecio.

Salí del Nido de Víboras y me pasé por las otras salas, pero no estaba ocurriendo gran cosa. No había fetichistas, nadie que quisiera que lo cubrieran de plumas o lo pringaran de gachas o que lo colgaran con cuerdas de terciopelo o que se estremeciera de placer con lebistes. Sólo lo de cada día.

Entonces llamé a Amanda. Cada una de nosotras era la familia de la otra; supongo que de pequeñas las dos éramos cachorros callejeros. Es un vínculo.

Amanda estaba en el desierto de Wisconsin, terminando una de las instalaciones de bioarte que está haciendo desde que se metió en el mundillo artístico. Esta vez eran huesos de vaca. Wisconsin está lleno de huesos de vaca desde la gran sequía de hace diez años, cuando descubrieron que era más barato sacrificar las vacas in situ que transportarlas a otro lugar, eso en el caso de las que no habían muerto por sí solas. Amanda disponía de un par de excavadoras de pila de combustible y de dos refugiados ilegales Tex-Mex que había contratado, y estaba colocando los huesos de vaca en un patrón tan grande que sólo se veía desde arriba: enormes letras mayúsculas que formaban una palabra. Después lo cubriría con jarabe para crepes, esperaría a que se poblara de vida insectívora y grabaría vídeos desde el aire para exhibirlos en galerías. Le gustaba ver cosas que se movían, crecían y luego desaparecían.

Amanda siempre conseguía dinero para sus numeritos artísticos. Era bastante famosa en los círculos que contaban en la cultura. No eran círculos muy amplios, pero sí círculos ricos. Esta vez tenía un contrato con un pez gordo de Corpsegur que la llevaba en helicóptero para que grabara los vídeos.

—He hecho un canje con el señor Don por el remolino. —Así era como me lo decía, nunca decíamos Corpsegur ni helicóptero por teléfono, porque tenían robots que escuchaban en busca de determinadas palabras, como ésas.

Su rollo de Wisconsin formaba parte de una serie llamada Decía en broma que estaba inspirado en los Jardineros porque nos habían reprimido mucho por anotar cosas. Ella había empezado con palabras de una letra —I y A y O— y luego había hecho palabras de dos letras como Yo y luego de tres, de cuatro y de cinco. Ahora iba por las de seis. Estaban escritas en todos los materiales diferentes, incluidas entrañas de pez, aves muertas por vertidos tóxicos o lavabos de inmuebles demolidos que llenaba de aceite usado para luego prenderles fuego.

Su nueva palabra era kaputt. Cuando me lo había contado antes, me había dicho que estaba mandando un mensaje.

—¿A quién? —le dije—. ¿A la gente que va a las galerías? ¿A los señores ricos y poderosos?

—Exacto —dijo ella—. Y también a las señoras ricas y poderosas.

—Te vas a meter en líos, Amanda.

—No pasa nada —dijo ella—. No lo entenderán.

El proyecto estaba yendo bien, dijo: había llovido, las flores del desierto se habían abierto, abundaban los insectos, lo cual era perfecto para cuando vertiera el jarabe. Ya había hecho , e iba por la mitad de los Tex-Mex se estaban aburriendo.

—Ya somos dos —dije—. No aguanto más aquí.

—Tres —dijo Amanda—. Hay dos Tex-Mex, y tú, tres.

—Ah, vale. Tienes buen aspecto. El caqui te sienta bien. —Era alta, con ese aire de exploradora larguirucha con salacot.

—Tú tampoco estás mal —dijo Amanda—. Ten cuidado, Ren.

—Tú también. No dejes que se te tiren los Tex-Mex.

—No lo harán. Creen que estoy zumbada. Las locas te cortan el rabo.

—¡No lo sabía! —Estaba riendo. A Amanda le gustaba hacerme reír.

—¿Por qué ibas a saberlo? —dijo Amanda—. Tú no estás loca y nunca has visto una de esas cosas retorciéndose en el suelo. Dulces sueños.

—Dulces sueños —repetí, pero ella ya había colgado.

He perdido la pista de los santos del día —no recuerdo cuál es el de hoy—, pero puedo contar los años. He usado mi delineador de ojos en la pared para sumar los años que hace que conozco a Amanda. Lo he hecho como en esas pelis viejas de prisioneros: cuatro trazos y luego uno que los tacha para el quinto.

Han pasado muchos años: más de quince desde que entró en los Jardineros. Mucha gente de mi vida anterior era de allí: Amanda y Bernice y Zeb; y Adán Uno y Shackie y Croze; y la vieja Pilar; y Toby, por supuesto. Me pregunto qué pensarán de mí: de lo que terminé haciendo para ganarme la vida. Algunos estarían decepcionados, como Adán Uno. Bernice diría que soy reincidente y que me está bien empleado. Lucerne diría que soy una guarra, y yo le diría que hace falta serlo para reconocer a otra. Pilar me miraría con prudencia. Shackie y Croze se reirían. Toby se cabrearía con el Scales. ¿Y Zeb? Creo que trataría de rescatarme, porque sería un desafío.

Amanda ya lo sabe. Ella no juzga. Dice que comercias con lo que tienes. No siempre tienes elección.

El año del diluvio
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