74Ren. San Terry y Todos los Caminantes
Año 25
Cuando me despierto, Toby ya está sentada en su hamaca, haciendo unos estiramientos de brazos. Me sonríe: está sonriendo más últimamente. Quizá lo hace ahora para animarme.
—¿Qué día es hoy? —dice.
Pienso un momento.
—San Terry, Santa Sojourner —digo—. Todos los Caminantes.
Toby asiente.
—Deberíamos hacer una pequeña meditación —dice—. El camino por el que andarán hoy nuestros pies será peligroso; necesitaremos paz interior.
Cuando cualquiera de los Adanes y las Evas te dice que hagas una meditación, no dices que no. Toby baja de la hamaca, y yo me quedo vigilando por si hay sorpresas mientras ella se coloca en la posición de loto: es muy flexible para la edad que tiene. Cuando llega mi turno, aunque me pongo en posición doblándome como si fuera de goma, no consigo hacer la meditación correctamente. No puedo cumplir con las tres primeras partes: la disculpa, la gratitud, el perdón; lo más difícil es la parte del perdón, porque no sé a quién he de perdonar. Adán Uno diría que tengo demasiado miedo y rabia.
Así que pienso en Amanda, y en todo lo que ha hecho por mí, y en que yo nunca he hecho nada por ella. En cambio me permití sentirme celosa de ella por Jimmy, pese a que lo de Jimmy no fue culpa suya de ninguna manera. Y eso no fue justo. He de encontrarla, y rescatarla de lo que le esté ocurriendo. Aunque quizá ya está colgada de un árbol y ya le han cortado partes de su cuerpo, como le pasó a Oates.
No quiero imaginarlo, así que me imagino caminando hacia ella porque es lo que tengo que hacer.
No es sólo el cuerpo el que viaja, decía Adán Uno. También viaja el alma. Y el final de un viaje es el principio de otro.
—Ahora estoy preparada —le digo a Toby.
Me como una parte de la carne seca de mohair, bebo un poco de agua y escondo las hamacas bajo un arbusto para no tener que cargarlas. Eso sí, hemos de llevar las mochilas, dice Toby, con la comida y las cosas. Luego miramos a nuestro alrededor para asegurarnos de que no hemos dejado rastros obvios. Toby revisa el rifle.
—Sólo necesitaré dos balas —dice.
—Si no fallas —digo.
Una para cada painballer: imagino las balas surcando el aire, justo hacia ¿qué? ¿Un ojo? ¿Un corazón? Me hace estremecer.
—No puedo permitirme fallar —dice ella—. Tienen un pulverizador.
Entonces nos reincorporamos a la senda y continuamos en dirección al mar, hacia donde oía las voces que salían de la noche.
Al cabo de un rato oímos aquellas voces, pero no están cantando, sólo hablando. Hay olor a humo —una hoguera— y niños riendo. Es la gente hecha a medida de Glenn. Tienen que ser ellos.
—Camina despacio —me dice Toby en voz baja—. Las mismas reglas que con los animales. Quédate muy tranquila. Si hemos de irnos, retrocedemos, no nos damos la vuelta y corremos.
No sé lo que espero ver, pero no es lo que veo. Hay un calvero, y en el calvero hay un fuego, y en torno al fuego hay gente, quizá treinta personas. Son todos de colores diferentes —negros, marrones, amarillos y blancos—, pero ninguno es viejo. Y ninguno va vestido.
Un campamento nudista, pienso. Pero sólo es un chiste que me cuento a mí misma. Tienen demasiado buen aspecto, son demasiado perfectos. Parecen anuncios de los balnearios de AnooYoo. Con implantes mamarios y totalmente cerúleos, sin rastro de vello corporal. Desepitelizados. Aerografiados.
En ocasiones no puedes creer en algo hasta que lo ves, y esas personas eran así. No podía creer que Glenn lo hubiera hecho; no creía lo que me había contado Croze, aunque él los había visto. Pero ahora aquí están, justo delante de mí. Es como ver unicornios. Quiero oírles maullar.
Cuando nos localizan —primero uno de los niños, después una mujer, luego el resto—, dejan lo que estaban haciendo para mirarnos, todos juntos. No tienen aspecto asustado ni amenazante: parecen interesados pero plácidos. Es como que te miren los mohair, y están mascando igual que los mohair. Lo que estén comiendo es verde: un par de los niños están tan asombrados por nosotros que se quedan con la boca abierta.
—Hola —dice Toby. A mí me dice—: Quédate aquí.
Camina hacia delante. Uno de los hombres se levanta —estaba acuclillado detrás del fuego— y se coloca delante de los demás.
—Saludos —dice—. ¿Eres amiga de Hombre de las Nieves?
Puedo oír a Toby ponderando sus opciones: ¿quién es Hombre de las Nieves? ¿Si responde sí, pensarán que es una enemiga? ¿Y si responde que no?
—¿ Hombre de las Nieves es bueno? —pregunta Toby.
—Sí —dice el hombre. Es más alto que los demás, y parece ser su portavoz—. Hombre de las Nieves es muy bueno. Es nuestro amigo. —Los demás asienten con la cabeza, sin dejar de mascar.
—Entonces nosotras también somos amigas suyas —dice Toby—. Y también somos amigas vuestras.
—Sois como él —dice el hombre—. Tenéis piel extra, como la suya. Pero no tenéis plumas. ¿Vivís en un árbol?
—¿Plumas? —dice Toby—. ¿En su piel extra?
—No, en la cara —dice el hombre—. Vino otro como Hombre de las Nieves. Con plumas. Y otro con él que tenía plumas más cortas. Y una mujer que olía azul pero que no actuaba azul. Quizá la mujer que va contigo es así.
Toby asiente como si lo entendiera todo. Quizá lo entiende. Nunca sé muy bien qué es lo que entiende.
—Huele azul —dice otro hombre—. La mujer que te acompaña.
Ahora todos los hombres están olisqueando en mi dirección, como si yo fuera una flor o un queso. Varios de ellos hacen gala de unas enormes erecciones azules. Croze me lo había advertido, pero nunca había visto nada semejante, ni siquiera en el Scales, donde algunos de los clientes iban con pintura de cuerpo y extensores. Varios de los hombres producían un extraño zumbido, como los que haces cuando pasas el dedo por el borde de una copa de cristal.
—Pero la otra mujer que vino se asustó cuando le cantamos y le ofrecimos flores, y cuando la señalamos con nuestros penes —dice el jefe.
—Sí. Los dos hombres también se asustaron. Se fueron corriendo.
—¿Era muy alta? —pregunta Toby—. La mujer. ¿Más alta que ésta? —Me señala a mí.
—Sí. Más alta. No estaba bien. Y estaba triste. Habríamos maullado sobre ella y se habría sentido mejor. Luego podríamos haber copulado con ella.
Ha de ser Amanda, pienso. O sea que sigue viva, aún no la han matado. Démonos prisa, quiero gritar. Pero Toby todavía no se va a ninguna parte.
—Queríamos que eligiera con qué cuatro de nosotros copularía —dice el principal—. Quizá la mujer que te acompaña elegirá. ¡Huele muy azul!
Al oír esto, todos los hombres sonríen —tienen dientes blancos y muy brillantes— y sus penes me apuntan y van de lado a lado como colas de perro contento.
¿Cuatro? ¿Todos a la vez? No quiero que Toby dispare a ninguno de estos hombres —parecen muy amables y están de buen ver—, pero no quiero que se me acerquen esos penes azul brillante.
—En realidad mi amiga no es azul —dice Toby—. Es sólo la piel extra. Se la dio una persona azul. Por eso huele azul. ¿Adónde se fueron los dos hombres y la mujer?
—Fueron por la costa —dice el jefe—. Y luego, esta mañana, Hombre de las Nieves fue a buscarlos.
—Podemos mirar debajo de la segunda piel y ver lo azul que es.
—Hombre de las Nieves tiene un pie herido. Maullamos sobre él, pero necesita más maullidos.
—Si Hombre de las Nieves estuviera aquí, descubriría lo del azul. Nos diría cómo tenemos que actuar.
—El azul no ha de desperdiciarse. Es un regalo de Crake.
—Queríamos ir con él. Pero nos dijo que nos quedásemos.
—Hombre de las Nieves lo sabe —dice una de las mujeres.
Hasta el momento, las mujeres no han participado en la conversación, pero ahora todas asienten y sonríen.
—Ahora debemos ir a ayudar a Hombre de las Nieves —dice Toby—. Es nuestro amigo.
—Iremos con vosotras —dice otro hombre, más bajo, de tonalidad amarilla, con los ojos verdes—. Nosotros también ayudaremos a Hombre de las Nieves.
Ahora que me fijo, todos tienen los ojos verdes. Huelen a cítricos.
—Hombre de las Nieves necesita muchas veces nuestra ayuda —dice el hombre alto—. Casi no huele. No tiene poder. Y esta vez está enfermo. Está enfermo en el pie. Va cojo.
—Si Hombre de las Nieves os dijo que os quedarais aquí, debéis quedaros aquí —dice Toby.
Se miran unos a otros: algo les preocupa.
—Nos quedaremos aquí —dice el hombre alto—. Pero tenéis que volver pronto.
—Y traed a Hombre de las Nieves —dice una de las mujeres—. Así podremos ayudarle. Luego puede vivir otra vez en el árbol.
—Y le daremos un pescado. Un pescado lo hace feliz.
—Se lo come —dice uno de los niños, haciendo una mueca—. Lo masca y se lo traga. Crake decía que tenía que hacerlo.
—Crake vive en el cielo. Nos ama —dice una mujer baja.
Parece que piensan que este Crake es Dios. Glenn como Dios, con camiseta negra: es divertido teniendo en cuenta lo que era realmente. Pero no me río.
—También os podemos dar un pescado —dice la mujer—. ¿Queréis un pescado?
—Sí. Trae a Hombre de las Nieves ——dice el hombre alto—. Luego cogeremos dos peces. O tres. Uno para ti, uno para Hombre de las Nieves, uno para la mujer que huele azul.
—Haremos lo posible —dice Toby.
Esto parece desconcertarlo.
—¿Qué es «lo posible»? —dice el hombre.
Salimos de debajo de los árboles a la plena luz del sol y el sonido de las olas, y caminamos por la arena suave y seca hasta la franja más dura y húmeda. El agua se desliza sobre la arena y se retira con un suave siseo, como la respiración de una serpiente grande. Basura brillante salpicaba la orilla: trozos de plástico, latas vacías, cristales rotos.
—Pensaba que iban a saltarme encima —digo.
—Te han olido —dice Toby—. Huelen el estrógeno. Pensaban que estabas en celo. Sólo copulan cuando se ponen azules, son como los babuinos.
—¿Cómo sabes todo eso? —digo.
Croze me había hablado de los penes azules, pero no del estrógeno.
—Por Pico de Marfil —dice Toby—. Los locoadanes les ayudaron a diseñar esa característica. Se suponía que haría la vida más sencilla. Para facilitar la selección de pareja y eliminar el dolor romántico. Ahora tendríamos que estar en silencio.
Dolor romántico, pensé. Me pregunto qué sabe de eso Toby.
Veo una antigua línea de marea alta: la recuerdo de los viajes de los Jardineros a la playa de Heritage Park. Era tierra seca antes de que el nivel del mar subiera tanto, y de todos los huracanes: aprendimos eso en la escuela. Las gaviotas están volando y anidan en los tejados planos.
Podemos conseguir huevos allí, pienso. Y pescado. Haced un farolillo si estáis desesperados, nos enseñó Zeb. Si hacemos una linterna, los peces nadarán hacia la luz. Hay unos cuantos agujeros de cangrejo en la arena, pequeños. Las ortigas crecen un poco más arriba, en la playa. También podemos comer algas. Todas esas cosas de San Euell.
Estoy soñando otra vez: planificando una comida, cuando en la parte de atrás de mi cerebro sólo hay miedo. Nunca lo conseguiremos. Nunca rescataremos a Amanda. Nos matarán.
Toby ha encontrado unas huellas en la arena húmeda: varias personas con zapatos y botas, y el lugar donde se quitaron los zapatos, quizá para lavarse los pies, y luego volver a ponerse los zapatos y dirigirse hacia los árboles.
Podrían estar entre esos árboles ahora mismo, vigilándonos. Podrían estar observándonos. Podrían estar apuntándonos.
Encima de esas huellas hay otro conjunto. Pies descalzos.
—Alguien que cojea —susurra Toby.
Y pienso que ha de ser Hombre de las Nieves. El loco que vive en un árbol.
Nos sacamos las mochilas y las dejamos donde termina la arena y vuelve a empezar la hierba y los arbustos, bajo los primeros árboles. Toby dice que no necesitamos que el peso nos retrase, y hemos de tener los brazos libres.