20

No dejaba de incorporarse gente nueva a los Jardineros. Algunos eran conversos genuinos, pero otros no se quedaban mucho. Rondaban por allí un tiempo, ataviados con ropa suelta y poco insinuante, igual que todos los demás, trabajando en las tareas más nimias y, en el caso de las mujeres, llorando de cuando en cuando. Luego desaparecían. Eran como fantasmas a los que Adán Uno movía en las sombras. Igual que había movido a Toby.

Se trataba de conjeturas: Toby no había tardado en darse cuenta de que a los Jardineros no les hacían gracia las preguntas personales. De dónde vienes, qué hacías antes: las maneras de los Jardineros implicaban que todo eso era irrelevante. Sólo contaba el ahora. Cuenta de los demás lo que te gustaría que los demás contaran de ti. En una palabra: nada.

Había muchas cosas que despertaban la curiosidad de Toby. Por ejemplo: ¿Nuala se había acostado con alguien alguna vez? Y de lo contrario, ¿era ése el motivo por el que flirteaba tanto? ¿Dónde había aprendido sus habilidades Marushka ? ¿Qué había hecho exactamente Adán Uno antes de los Jardineros?

¿Había existido una Eva Uno, o incluso una señora de Adán Uno, o algún niño Adán Uno? Si se acercaba demasiado a este territorio, Toby se topaba con una sonrisa y un cambio de tema, y la pista de que más valía evitar el pecado original de desear demasiado conocimiento o tal vez demasiado poder. Porque ambos estaban relacionados, ¿no estaba de acuerdo la querida Toby?

Y allí estaba Zeb. Adán Siete. Toby no creía que Zeb fuera un auténtico Jardinero, al menos no más que ella. Había visto un montón de hombres con esa figura durante los días en SecretBurgers, y apostaba a que tramaba algo; tenía esa actitud alerta. Ahora bien, ¿qué estaba haciendo un hombre así en el Edén en el Tejado?

Zeb iba y venía; en ocasiones se esfumaba durante días, y cuando volvía a aparecer podía ir vestido con ropas de plebilla: atuendo de polipiel de motero solar, mono de encargado de mantenimiento, todo de negro como un matón. Al principio, Toby temía que fuera un colega de Blanco que hubiera venido a espiarla, pero no, no lo era. El Loco Adán, lo llamaban los chicos, aunque parecía más que cuerdo. Casi demasiado cuerdo para ir con semejante pandilla de excéntricos encantadores pero delirantes. ¿Y cuál era el vínculo entre él y Lucerne? Lucerne era la viva imagen de una mujer consentida de alguno de los complejos y cada vez que se rompía una uña hacía un mohín. Era una pareja inverosímil para un hombre como Zeb: un escupebalas, lo habrían llamado en la infancia de Toby, cuando las balas eran algo común.

Aunque quizá se trataba del sexo, pensó Toby. Un espejismo de la carne, una obsesión potenciada por las hormonas. Le ocurría a infinidad de personas. Recordaba un tiempo en el que ella misma podría haber participado de una historia así, dado el hombre adecuado, pero cuanto más se prolongaba su estancia con los Jardineros, más se alejaba ese tiempo.

No había tenido relaciones sexuales recientemente, ni tampoco las echaba de menos: durante su inmersión en había tenido demasiado sexo, aunque no de la clase que una desearía. Verse liberada de Blanco significaba mucho: era afortunada de no haber terminado apaleada, hecha puré y arrojada en un solar.

Se había producido un incidente relacionado con el sexo entre los Jardineros: el viejo Mugi el Músculo había saltado sobre ella cuando estaba haciendo una hora de ejercicio en la cinta Corre por tu Vida, en la antigua sala de fiestas del último piso del Boulevard Condos. Él la había tirado de la cinta y la había retenido en el suelo, luego se había dejado caer pesadamente encima de ella y había tratado de manosearla bajo la falda tejana, silbando como una bomba pinchada. Pero Toby estaba fuerte de tanto cargar tierra y subir escaleras, y Mugi no mantenía la forma que debía haber disfrutado en otros tiempos. Toby le había clavado el codo, se lo había sacado de encima haciendo palanca y lo había dejado allí cuan largo era, boqueando en el suelo.

Le había hablado de ello a Pilar, porque ya le contaba todo lo que le preocupaba.

—¿Qué he de hacer? —preguntó.

—Nunca montamos lío por estas cosas —dijo Pilar—. En realidad Mugi no tiene peligro. Lo ha intentado con más de una, incluso conmigo hace unos años. —Hizo un chasquidito seco—. El australopiteco ancestral que llevamos dentro puede surgir en cualquiera de nosotros. Has de perdonarlo de corazón. No volverá a hacerlo, ya lo verás.

Así que eso fue todo en lo relativo al sexo. Toby pensó que tal vez era algo temporal, como cuando se te duerme un brazo. «Mis conexiones neuronales están bloqueadas para el sexo. Pero ¿por qué no me importa?»

Ocurrió en la tarde del Día de Santa Anna Maria Sibylla Merian de de los Insectos, que se consideraba jornada propicia para trabajar con abejas. Toby y Pilar estaban extrayendo miel. Llevaban puestos los sombreros con velo; para ahumar usaban un fuelle y un tizón de madera en descomposición.

—¿Tus padres están vivos? —preguntó Pilar, desde detrás de su velo blanco.

A Toby le sorprendió semejante pregunta, tan impropia de un Jardinero. Sin embargo, Pilar no se la habría planteado sin una buena razón. Toby no estaba preparada para hablar de su padre, de modo que le habló a Pilar de la misteriosa enfermedad de su madre. Lo que era más extraño, explicó, era que su madre siempre había sido muy cuidadosa con la salud: la mitad de su peso debían ser complementos vitamínicos.

—Cuéntame —dijo Pilar—. ¿Qué complementos tomaba?

—Dirigía una franquicia de HelthWyzer, así que tomaba los de ellos.

—HelthWyzer —dijo Pilar—. Sí. Hemos oído hablar de eso antes.

—¿Oído qué? —preguntó Toby.

—Esa clase de enfermedad relacionada con los complementos. No es de extrañar que en HelthWyzer quisieran tratar ellos mismos a tu madre.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Toby. Tenía frío, aunque el sol matinal calentaba y mucho.

—¿No se te ha ocurrido nunca, querida —dijo Pilar—, que tal vez usaron a tu madre de conejillo de Indias?

A Toby no se le había ocurrido, pero en ese momento se le ocurrió.

—Me temía algo —dijo—. No pensaba en las pastillas, sino... Pensaba que era cosa del promotor que quería la tierra de papá. Pensaba que a lo mejor habían echado algo en el pozo.

—En ese caso habríais enfermado todos —dijo Pilar—. Ahora, prométeme que nunca te tomarás ninguna pastilla hecha por una corporación. Nunca compres una pastilla así, y nunca aceptes una pastilla de ésas si te la ofrecen, no importa lo que digan. Enseñarán datos y científicos; sacarán doctores; es inútil, estarán todos comprados.

—¡Todos no! —dijo Toby, impactada por la vehemencia de Pilar: normalmente era muy calmada.

—No —dijo Pilar—. No todos. Pero todos los que siguen trabajando para las corporaciones. Los demás, algunos han muerto de manera inesperada. Pero los que todavía viven, aquellos a los que aún les queda una brizna de la ética médica... —Hizo una pausa—. Aún quedan médicos así. Pero no en las corporaciones.

—¿Dónde están? —preguntó Toby.

—Algunos de ellos están aquí, con nosotros —dijo Pilar. Sonrió—. Katuro el Curvatubos era internista. Ahora se ocupa de nuestras cañerías. Surya era cirujana oftalmológica. Stuart era oncólogo. Marushka era ginecóloga.

—¿Y los demás médicos? ¿Los que no están aquí?

—Digamos que están a salvo, en otro sitio —explicó Pilar—. Por el momento. Pero ahora has de prometerme algo: estas píldoras de la corporación son la comida de los muertos, querida. No de nuestra clase de muertos, de los malos. Los muertos que aún están vivos. Hemos de enseñar a los niños a evitar estas pastillas: son el mal. No se trata sólo de una regla de fe entre nosotros, es una cuestión de certeza.

—Pero ¿cómo puedes estar tan segura? —preguntó Toby—. Nadie sabe lo que están haciendo las corporaciones. Están encerradas en esos complejos suyos, nada sale...

—Te sorprendería —dijo Pilar—. Nunca se ha construido un bote que no tenga una filtración en alguna parte. Ahora, prométemelo.

Toby lo prometió.

—Un día —dijo Pilar—, cuando seas una Eva, lo comprenderás mejor.

—Ah, no creo que sea nunca una Eva —dijo Toby sin darle importancia.

Pilar sonrió.

Esa misma tarde, cuando Pilar y Toby habían terminado con la extracción de miel, y Pilar estaba dando las gracias a la colmena y a la abeja reina por su cooperación, Zeb subió por la escalera de la salida de incendios. Llevaba una chaqueta de polipiel negra de las que gustaban a los moteros solares. Hacían cortes a las chaquetas para que circulara el aire caliente mientras iban en moto, pero en ésa había cuchilladas extra.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Toby—. ¿Qué puedo hacer?

Zeb tenía las manazas aferradas al estómago; le brotaba sangre de entre los dedos. Toby se mareó un poco, pero al mismo tiempo sintió la urgencia de decir: «No gotees sangre a las abejas.»

—Me he caído y me he cortado —dijo Zeb—. Con cristales rotos. —Respiraba con dificultad.

—Eso no me lo creo —dijo Toby.

—No esperaba que lo hicieras —repuso Zeb, sonriéndole—. Toma —le dijo a Pilar—. Te he traído un regalo. Un especial de SecretBurgers.

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de polipiel y sacó un puñado de carne picada. Por un momento, Toby tuvo la horrible impresión de que era carne del propio Zeb, pero Pilar sonrió.

—Gracias, querido Zeb —dijo—. ¡Siempre puedo confiar en ti! Ven conmigo, te curaremos. Toby, ¿puedes ir a buscar a Rebecca y pedirle que traiga papel de cocina limpio? Y a Katuro. Que venga también.

No parecía en absoluto nerviosa por la visión de la sangre.

¿Qué edad tendré antes de poder estar así de tranquila?, pensó Toby. Se sentía vulnerable como porcelana china.

El año del diluvio
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