CAPÍTULO 40

Abby dio un paso al frente.

—Soy Abby Simonson —dijo con la voz de la presidenta del Simonson Finance Group.

Uno de los paramilitares habló por un micrófono que llevaba en el hombro. Los demás, bajaron las armas. El que iba delante y que ya había pisado el suelo de adoquines, se adelantó hasta ella.

—Capitán Roy Madden, escuadrón de seguridad de la Fundación Simonson.

Una figura alta y delgada como un alambre, que lucía una preciosa melena suelta de color castaño claro, bajó corriendo por la pasarela.

—¡Tía Ottavia! —gritó como una loca—. ¡Tío Farag!

Los paramilitares tuvieron que apartarse para dejar sitio a aquella demente que, con un salto acrobático, se me había tirado al cuello y me abrazaba como cuando era pequeña. Isabella, que no se destacaba precisamente por ser cariñosa, me abrazaba y me besaba como si hubiera perdido la cabeza y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, ya me había soltado y abrazaba y besaba a su tío Farag, que parecía el hombre más feliz del mundo en aquel momento.

—¡Isabella! —balbuceé, incrédula. ¿Qué hacía allí, cómo había llegado, qué significaba aquello?

Pero Isabella ya había soltado a su tío y estaba saludando a Kaspar y a Abby.

—¿Cómo estáis? —nos preguntó a los cuatro.

—¡Abby! —exclamó en ese momento una voz desde lo alto de la pasarela.

Una estupenda y milagrosamente recuperada Becky Simonson, ataviada con una elegante y estilosa ropa deportiva de montaña que le sentaba como un guante, descendió mucho más rápido de lo que una mujer de su avanzada edad podía permitirse para llegar hasta su nieta y fundirse ambas en un abrazo tan largo que a Jake, también disfrazado de montañero y más lento en sus pasos a pesar de su magnífico aspecto, le dio tiempo de llegar hasta ellas y quedarse los tres así, unidos, por un tiempo que se me hizo eterno, a pesar de que tenía a Isabella otra vez colgada del cuello y pegada como una lapa.

—¿Qué demonios…? —empecé a preguntar.

—Tranquila, tía. Todo tiene su explicación. Ahora debemos salir de aquí cuanto antes. Estos mercenarios tienen que recorrer el monte Merón para encontrar al grupo de Spitteler y Rau, que están por alguna parte. Parece que iban detrás de vosotros.

—¡Qué! —exclamé horrorizada.

—En Tel Aviv os lo contaremos todo —zanjó mi sobrina, estrechándome más entre sus largos brazos. Estaba tan cariñosa que no la reconocía. Al menos, me dije aliviada, no le había dado por convertirse en staurofílax y quedarse en el Paraíso Terrenal con ese chico que le gustaba. En cuanto tuviera ocasión, le iba a dar un repaso de cuerpo entero para ver si tenía alguna escarificación que nos estuviera ocultando.

Gilad se había acercado hasta nosotros tres mientras que Kaspar, el Judas más grande de la historia de la humanidad después del verdadero Judas, seguía junto a Abby y saludaba, por fin, a Jake y a Becky como si no le sorprendiera en absoluto verlos allí, de una pieza y en perfecto estado.

El capitán Roy Madden se acercó a Jake.

—Señor —le dijo—, deben salir de aquí cuanto antes.

—¿Y el equipo de arqueólogos?

El soldado del micrófono en el hombro volvió a hablar con alguien en el exterior.

—Ya bajan —anunció.

—Los helicópteros para el transporte están listos —explicó el capitán—. Mis hombres y yo vamos a entrar en la montaña. Salgan y vuelvan a Tel Aviv. Les iremos informando.

Más paramilitares de la Fundación habían ido descendiendo por la pasarela equipados con todo tipo de material tanto guerrero como montañero. Serían unos veinte y, tras ellos, otras diez personas vestidas con monos blancos y cargando diez cajas de metal bajaron hasta la sinagoga para hacerse cargo de los osarios.

—¿Puedo quedarme? —preguntó Gilad a Jake Simonson—. Hay muchas cosas aquí que deben ser rescatadas y estudiadas.

—Todo lo que hay aquí, señor Abravanel —le respondió Jake, cortésmente—, va a ser trasladado a un lugar seguro donde le garantizo que será meticulosamente estudiado con tiempo, medios y tranquilidad. Pero, ahora, debemos marcharnos.

—No, Jake —me opuse—. Yo no me voy de aquí sin el cuerpo de Sabira Tamir.

Jake y Becky miraron a un lado y a otro, buscando a la arqueóloga Asesina.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Becky, alarmada.

Les contamos el accidente y les dijimos dónde estaban sus restos y la dificultad que entrañaba recuperarlos.

—¡Capitán Madden! —llamó Jake—. Tengo otra misión para usted.

El paramilitar de la Fundación asintió sin mover un músculo de la cara. Me recordó a Kaspar, aunque Madden era mucho más guapo que el ex Catón.

—No hay problema —nos indicó Jake con tristeza—. Rescatarán el cuerpo de Sabira Tamir en cuanto terminen con el grupo de Hartwig y Spitteler. Yo hablaré con el príncipe Karim y le explicaré lo ocurrido.

—Vámonos ya —nos urgió Becky, quien para haber sido arrollada por un gigantesco camión maderero y aplastada por unos troncos descomunales, lucía un aspecto espléndido y un vigor y una salud sorprendentes.

Mientras ascendíamos por la rampa para salir del monte Merón eché una última mirada al osario de Jesús de Nazaret. Dos personas, un hombre y una mujer con monos blancos, lo estaban izando cuidadosamente de su pequeño altar para introducirlo en una de aquellas cajas metálicas. Quería atesorar esa última imagen como el recuerdo más valioso de mi vida porque estaba segura de que no volvería a verlo nunca.

Cuando salimos al exterior, la luz del mediodía me cegó y no digo ya a Farag, que se puso el brazo sobre los ojos, incapaz de soportar tanta claridad. Pero los Simonson, los ben Shimeon hablando con propiedad, no hacían jamás las cosas a medias. Otro grupo de gente que parecía personal sanitario nos ofreció a todos gafas de sol completamente negras de esas que cubren hasta las sienes y botellines de agua que vaciamos con fruición. A los tres hombres se les ofrecieron, además, camisas limpias de sus tallas y a todos nos tomaron, allí mismo, la tensión, la temperatura y muestras de sangre y saliva. Isabella cabrioleaba como una cabritilla alrededor de su tío y de mí como cuando tenía once o doce años. Se la veía nerviosa como un pájaro pero es que era demasiado joven para las increíbles experiencias que estaba viviendo. Antes de salir de la sinagoga, se había soltado de mi cuello y se había acercado tímidamente al osario de Jesús, quedándose allí parada y silenciosa hasta que Becky nos pidió que nos marcháramos. No sabía qué había pasado por su cabeza pero, dada la malísima influencia que ejercía su tío sobre ella y el abandono de su familia de Palermo, iba a tener que esforzarme mucho para explicarle todo aquello de manera que lo comprendiera bien y no le causara una crisis de fe irreparable.

En el exterior hacía muchísimo calor y, aun así, el personal de la Fundación nos cubrió con unas telas muy finas de color azul celeste que, para mi sorpresa, estaban agradablemente frescas. Sentí un alivio inmediato. Jake y Becky, con la ayuda de dos sanitarios, iniciaron el corto ascenso hasta la cima, a escasos diez metros del lugar por donde habíamos salido. Abby y Kaspar, con sus gafas y sus mantas azules y acompañados por otros dos sanitarios, les siguieron. Isabella fue detrás de ellos dando saltos por el monte, y Gilad, Farag y yo fuimos los últimos, también acompañados por un amable personal que nos ayudó hasta que llegamos arriba, donde cinco enormes helicópteros pusieron los rotores en marcha en cuanto nos vieron llegar. Los ocho subimos a uno de aquellos monstruos voladores con capacidad no sólo para nosotros sino también para el personal que acompañaba a los Simonson y, en pocos minutos, nos despegamos del suelo e iniciamos el viaje de regreso hacia Tel Aviv. Supuse que el resto de helicópteros recogerían a los paramilitares y a sus prisioneros, así como al equipo de arqueólogos y su importantísima carga.

Estábamos fuera. No podía creerlo pero estábamos fuera. Habíamos salido, habíamos sobrevivido y habíamos encontrado los osarios. Una sonrisa de felicidad empezó a dibujarse en mi cara y, de repente, me sobraban las gafas negras y la manta fresca. Quería ver el mundo por las ventanillas del helicóptero. Quería ver el cielo, las nubes, la tierra, el verde de las montañas, las manchas de las ciudades, las líneas de las carreteras. ¡Quería volver al siglo XXI, por Dios, que ya estaba harta de siglo XIII! Me sentía exultante, feliz. Rabiosamente feliz. ¡Lo habíamos conseguido! ¡Éramos los mejores!

Farag me miró y sonrió, adivinando mis pensamientos. También él se quitó las gafas negras y la manta. Dentro de aquel aparato volador había aire acondicionado y la luz exterior entraba muy matizada por los cristales tintados. Los dos nos miramos y nos echamos a reír. Era una risa floja, de esas que no puedes parar ni queriendo aunque no se nos oyera por el ruido de las hélices. Me sentía estallar de felicidad. Isabella, sentada junto a Farag, empezó a reírse también, primero por contagio, al vernos a su tío y a mí, y, luego, supongo que por las mismas razones que nosotros, por haberlo conseguido todo, por encontrar a sus tíos sanos y salvos fuera del monte Merón y lejos de las trampas de las Bienaventuranzas, de los ebionitas… Al final, las catorce o quince personas que ocupábamos la gran cabina (contando al personal sanitario) terminamos riendo a carcajadas.

Pero, ¡un momento!, me dije entonces mirando a Jake, a Becky y a Abby. No, de eso nada, de los ebionitas no nos habíamos salvado. De ninguna manera. Los teníamos allí mismo, en los asientos de enfrente. Es más, éramos sus prisioneros. La vista se me nubló. ¡Éramos prisioneros de los ebionitas del siglo XXI! Además, me di cuenta de inmediato de que no volábamos solos: otros siete u ocho helicópteros militares, camuflados como los que nos acompañaron en el viaje hasta Susya, volaban alrededor nuestro. Debían de haber permanecido esperando en el aire hasta que despegamos. Estábamos atrapados y no sabíamos con seguridad hacia dónde nos dirigíamos. ¿Y si querían guardar su secreto hasta el punto de tener que silenciarnos… para siempre? Fingiendo cansancio, volví a ponerme las gafas oscuras de manera que no se me notara el instinto asesino de la fiera acorralada.

Menos de una hora después, nuestro helicóptero aterrizó en uno de los lujosos jardines del Hilton Tel Aviv mientras que la batería de helicópteros de escolta se perdía entre las nubes y desaparecía. Nadie nos preguntó nada. Todo lo que debía de hacerse parecía estar completamente organizado de antemano.

Fuimos llevados discretamente hasta nuestras habitaciones, las que habíamos abandonado doce días atrás —a mí me parecían doce meses atrás o, incluso, doce años atrás—, y allí estaba nuestro equipaje con todas nuestras cosas. En el pequeño rincón del comedor de la suite la mesa rebosaba comida. Era casi la hora de cenar. Pero, antes, debíamos ducharnos, quitarnos las gruesas capas de suciedad que traíamos pegadas al cuerpo. Dejé a Farag con Isabella y me duché primero. Fue un placer salir limpia y ponerme ropa cómoda. Farag aprovechó su turno en el baño para quitarse la barba de dos semanas. Mientras se duchaba, traté de sonsacarle información a la niña, pero lo único que conseguí fue terminar contándole, por encima, todo lo que nos había pasado dentro del monte Merón. Farag apareció de pronto tan limpio y tan guapo que sólo me retuvo la presencia de Isabella. Y, para qué vamos a negarlo, el cansancio también.

A las seis y media nos sentamos a cenar. Recuerdo la hora porque la dijo la niña mientras empezaba a devorar aquella abundante y suculenta comida que de ninguna manera podía ser kosher, estaba segura. Entonces fuimos Farag y yo al mismo tiempo los que intentamos por todos los medios que Isabella nos explicara por qué estaba allí y no en el Paraíso Terrenal, adonde nosotros la habíamos mandado. Pero ella, terca como buena Salina, no soltó prenda. Se negó en redondo a decir ni media palabra escudándose en que ya lo sabríamos todo en su debido momento porque, ahora, no íbamos a entender nada. Sólo accedió a contarnos cómo había averiguado el asunto de los apellidos.

—Al principio no encontré nada anormal —nos explicó, pinchando con su tenedor un montón de ensalada— pero, como en Stauros tenía mucho tiempo libre, fui siguiendo pistas por aquí y por allá. Me sorprendí un poco cuando descubrí el apellido de soltera de Becky por lo mucho que se parecía al de Jake. Cuando averigüé que, en noruego, la terminación ssen significaba «hijo de», como son en inglés o ini en italiano, la cosa empezó a ponerse interesante. Busqué entre los antepasados conocidos de Jake y ya sabéis lo que descubrí. No me pareció que fuera casualidad.

—Cuando leí tus wasaps —comentó Farag, cortando su entrecot— recordé la costumbre de las casas reales de casarse entre ellas una y otra vez. Lo malo es que, por la consanguineidad, terminaban todos deformes o con enfermedades raras. Ahora se casan con plebeyos y ya no tienen ese problema.

—Sí —dijo Isabella—, pero los Simonson tienen muchas ramas diferentes y no siempre se casan entre sí. Ninguno de los nietos y biznietos de Jake y Becky que he conocido, incluida Abby, parece sufrir nada raro. Creo que lo hacen a propósito, de forma meticulosamente calculada.

Acabada la cena, sonaron unos golpecitos en la puerta e Isabella fue a abrir. Era uno de los médicos y uno de los enfermeros que nos habían acompañado desde el Merón hasta Tel Aviv en el helicóptero. El médico nos traía unas pastillas para dormir. Isabella insistió en que nos las tomáramos mientras el enfermero curaba las quemaduras del torso de Farag y el médico me quitaba los restos chamuscados de las suturas quirúrgicas de los pies que seguían pegados como si ya formaran parte de mi cuerpo. Yo, por supuesto, me negué a tomarme la pastilla. No venía en ningún blíster que identificara la marca o el compuesto del medicamento y lo enviaban unos ebionitas. Como para fiarse. Pero, cuando me volví hacia Farag con la intención de advertirle que no se tragara aquella píldora desconocida, el tonto de mi marido ya lo había hecho, y había vaciado un vaso de agua acusador que aún sostenía en la mano.

Isabella, como si fuera una adulta al cuidado de dos niños díscolos, nos dio un beso a cada uno (se le pasaría, lo tenía claro; en cuanto volviéramos a la normalidad, dejaría de dar besos a diestro y siniestro), nos deseó felices sueños y se marchó con el médico y el enfermero.

—Está rara, ¿verdad? —me preguntó Farag en cuanto se cerró la puerta.

—¿En qué sentido? —repliqué yo—. ¿Por estar tan cariñosa o porque se ha pasado al bando ebionita?

Farag se rió.

—¿No tenías miedo de que se hiciera staurofílax?

—¿Es que crees que se va a librar de un reconocimiento completo? —repliqué.

—Entonces, staurofílax y ebionita.

—Hasta que no pueda hablar tranquilamente con ella —repuse—, no sabré a qué atenerme. Tanto beso y tanto abrazo no son normales. Algún lavado de cerebro le han hecho o en el Paraíso Terrenal o los ben Shimeon.

—Pues a mí me gusta que dé besos y abrazos —admitió Farag, yendo hacia el dormitorio—. La pastilla que me he tomado debe de ser muy fuerte. Estoy quedándome dormido.

—¿Ya tienes sueño? —le pregunté sorprendida al tiempo que disimulaba un bostezo. No hay nada peor que tener el estómago lleno para caer en picado, pero me preocupó que él ya no despertara nunca de aquel sueño químico. De ser así, mataría a los Simonson.

—Espero poder ponerme el pijama —me respondió farfullando como si estuviera borracho.

Él sí pudo ponérselo. Quien no pudo fui yo que, sin pastilla ni nada, me desperté de madrugada tumbada en el sofá y me fui directa a la cama, dejándome caer como un bulto.

Dormimos trece horas, hasta las nueve en punto, cuando sonó el teléfono de la habitación y, naturalmente, era el maldito ex Catón.

—Kaspar pregunta si ya estamos despiertos —repitió muy divertido Farag, recordando los despertares dentro de la montaña.

—Dile que no y que se vaya al Merón con viento fresco —mascullé con la boca torcida desde el borde de mi almohada.

—Estamos invitados a desayunar en la suite de los Simonson, en el último piso.

—Que se vayan todos al Merón —insistí.

—Dice que Gilad se marcha a Jerusalén y que le gustaría despedirse de nosotros.

Abrí los ojos de golpe.

—¿Que Gilad se marcha? —pregunté, despejada por completo.

—Eso ha dicho —repuso mi marido, colgando el teléfono—. Y que nos demos prisa.

—¡Para variar! —dije saltando de la cama vestida con la ropa que me había puesto la noche anterior. Aún tenía dolores y pinchazos varios en distintas partes del cuerpo, pero me sentía descansada y fuerte.

—¡Basíleia, al final te tomaste la pastilla! —se rió mi marido desde la cama al verme vestida.

—No me tomé nada —rezongué, corriendo al aseo—. Caí en coma yo solita.

Media hora después, duchados y arreglados como personas normales y no como expedicionarios, senderistas, exploradores o montañeros (Farag llevaba una camisa blanca de cuello mao, con pantalones y zapatos marrones, y yo un vestido con estampado de flores de color rojo), llamábamos al timbre de la suite presidencial en el piso decimoséptimo. Un tipo cuadrado como Kaspar y con un auricular dentro de la oreja, nos abrió la puerta y nos invitó a pasar. En el salón, que tenía unas vistas impresionantes del Mediterráneo y del puerto de Jaffa, estaban ya reunidos Isabella, Jake, Becky, Abby, Kaspar y Gilad. Kaspar y Gilad, sin barba, me resultaron un poco extraños.

El arqueólogo israelí, vestido con unos elegantes pantalones negros y una bonita camisa azul, se acercó hasta nosotros, sonriente.

—Doctora Salina —dijo inclinándose ante mí—. Profesor Boswell —y le tendió la mano.

—Subdirector Abravanel —replicó mi marido, siguiendo la broma y estrechando la mano tendida.

—Ha sido un honor trabajar con vosotros —murmuró Gilad, emocionado. Su piel blanca se coloreó de un rojo desteñido parecido al de su pelo.

—Entonces —repuse, nerviosa—, ¿es verdad que te vas?

—He terminado el trabajo para el que fui contratado —me explicó con un cierto tono melancólico—. Ha sido la experiencia más importante de mi vida.

—De la que nunca podrá hablar con nadie —apuntó discretamente Jake Simonson desde su espalda.

Gilad se volvió hacia él.

—Por supuesto —afirmó—. Así lo estipula el contrato y así lo cumpliré. Además, han sido ustedes muy generosos, extraordinariamente generosos con todo. Por favor, cuenten conmigo para lo que necesiten.

—¡Pero si vas a trabajar para la Fundación Simonson, Gilad! —se rió Abby, que vestía un bonito pantalón beige y una blusa blanca sin mangas y corta de cintura, con una cenefa de piedrecitas brillantes en torno al cuello redondo.

Ahora la piel del arqueólogo judío sí que se tiñó de un rojo intenso.

—Me refería a… —empezó a decir, abarcándonos con los brazos a Kaspar, a la propia Abby, a Farag y a mí.

—Te hemos comprendido —asintió Kaspar, acercándose hasta él y dándole uno de sus abrazos de oso. Cuando Kaspar le soltó, fue Abby quien le abrazó y, después, Farag. O sea, que también me tocaba abrazarle si no quería quedar fatal. Intenté que me saliera de la forma más espontánea y natural posible y creo que lo conseguí.

Becky, que llevaba un veraniego vestido de color coral con un collar a juego, le tendió su mano de piel transparente —ahora sabíamos que era de origen noruego— y Gilad la tomó y se inclinó ante ella. Después estrechó la mano tendida de Jake.

—Gracias, muchacho —le dijo Jake por toda despedida. Aquella sencilla gratitud era sincera y muy grande, y se notó tanto en la voz como en el gesto.

La nueva Isabella, esa que ahora daba besos a cualquiera que se le pusiera por delante, le tendió tímidamente la mano y Gilad se la estrechó con una sonrisa de simpatía. Luego, se dirigió hacia la puerta.

—Llamadme si pasáis por Israel —susurró antes de salir de la suite. El tipo del auricular en la oreja salió tras él, cerrando la puerta. Sentí un hueco muy grande por dentro. Quién hubiera dicho que no hacía ni quince días que nos conocíamos. ¡Habían pasado tantas cosas! ¡Habíamos vivido juntos tantos peligros!

—¡Eh, despertad! —se rió Becky.

Isabella, Jake y Becky ya estaban sentados en los sofás y sillones. Sólo Kaspar, Abby, Farag y yo seguíamos de pie, mirando silenciosos la puerta por la que había salido Gilad.

Nos movimos como marionetas, aturdidos, y mientras tomábamos asiento, un silencioso y discreto ejército de camareros apareció desde la cocina de la suite empujando carritos llenos de platos y jarras para el desayuno. Como eran tantos, nos sirvieron en un santiamén y, a continuación, desaparecieron por la misma puerta por la que se había marchado Gilad.

—¡Bueno, al fin solos! —bromeó Jake—. Ahora podremos hablar tranquilamente de todo lo que ha pasado y os contaremos muchas cosas que no sabéis.

Sentí la ira subiéndome por la garganta.

—¿Te refieres, Jake, al hecho de que vosotros tres —y les señalé con el dedo Salina— sois ebionitas y a que por vuestras venas corre la sangre de Jesús de Nazaret?

Jacob, Rebeca y Abigail se quedaron petrificados.