CAPÍTULO 23

No pudimos poner el pie en Israel en peor momento. Bueno, quizá sí porque allí ya se sabe cómo están siempre las cosas, pero aquél fue bastante malo: poco después de comer (en el Hilton Tel Aviv, donde nos alojábamos, porque allí los Simonson no tenían hotel propio), los cadáveres de tres muchachos judíos que habían sido secuestrados en Cisjordania dieciocho días atrás fueron encontrados, escondidos bajo un montón de piedras, al noroeste de la ciudad de Hebrón. El gobierno israelí afirmaba que el secuestro y el asesinato habían sido llevados a cabo por la organización terrorista Hamás, el Movimiento de Resistencia Islámico, de manera que Israel estaba otra vez en pie de guerra y viajar, trasladarse o incluso salir a la calle era prácticamente imposible, y eso que no estábamos en Jerusalén sino en Tel Aviv, mucho más tranquila y segura. Tuvimos, pues, que quedarnos en el hotel y dejar el trabajo de campo para el día siguiente, aunque ni siquiera sabíamos si sería posible.

También se alojaba en el Hilton, y también con identidad falsa, el arqueólogo de la Fundación Aga Khan para la Cultura que iba a participar con nosotros en la búsqueda de los osarios. Sólo que no era un arqueólogo sino una arqueóloga, Sabira Tamir, una mujer de unos treinta y cinco o treinta y seis años, delgada, no demasiado alta, de melena suelta color castaño dorado, piel morena y, por contraste con la pobre Abby, bastante guapa. Llevaba un brillante muy pequeño en la aleta izquierda de la nariz, las cejas magníficamente depiladas dibujando un arco largo y delicado sobre los ojos negros y unos labios suavemente pintados enmarcando unos dientes blancos y perfectos. Además, por más señas, Sabira era de Turquía aunque de origen kurdo, nacida en Diyarbakir, la capital de la zona oriental de Anatolia. Y, por supuesto, era una Asesina, es decir… Bueno, que era ismailita nizarí. No sé por qué me despertaban tanta curiosidad los ismailitas aun sabiendo que no tenían nada que ver con sus antecesores medievales. Sabira era encantadora y, en cuanto se inició la conversación sobre el asunto de los osarios en el gran salón de la suite de Abby, demostró ser también un cerebro del alto nivel. Kaspar, Farag y los guardias de seguridad que llevábamos pegados como lapas, no podían apartar la vista de ella ni un segundo, para escarnio mío y humillación de Abby. Ahora que, desde luego, las costillas de Farag se llevaron los codazos necesarios y oportunos. No eran celos, por supuesto. Era simple justicia.

También apareció por el Hilton aquella noche, con habitación reservada por la Fundación Simonson, un tal Gilad Abravanel, arqueólogo y académico, subdirector del Instituto de Arqueología de la Universidad Hebrea de Jerusalén, alumno y ahora colaborador de los famosos arqueólogos Israël Finkelstein y Neil Asher Silberman[25]. Había sido contratado por la Fundación para trabajar con nosotros porque, buscando a un buen experto en arqueología bíblica, habían descubierto que Gilad tenía publicados numerosos trabajos sobre antiguos asentamientos judíos en Israel y Palestina, entre ellos uno doctísimo sobre los asentamientos en Susya durante los últimos tres mil años. Y Susya era lo que nosotros estábamos buscando, precisamente.

Gilad era alto y atlético, y debía venir directamente de alguna excavación porque su piel blanquísima estaba quemada en la cara y en los brazos. Y cuando digo quemada no estoy diciendo bronceada, estoy diciendo literalmente quemada, roja. Con seguridad, no disponía de melanina suficiente en el cuerpo para ponerse moreno, lo que delataba unos orígenes genéticos europeos por mucha nariz judía que tuviera, mucho pelo corto y rizado tirando a pelirrojo y por muy oscuros que fueran sus ojos. También era bastante simpático, así que todos nos fuimos relajando conforme nos dimos cuenta de que el equipo, aunque ampliado con desconocidos, podía funcionar bien.

—Lo importante ahora —nos dijo Abby aquella noche mientras se oían los gritos de las manifestaciones de protesta en las calles por las muertes de los jóvenes de Cisjordania—, es que compartamos la información que tenemos por separado y que establezcamos un plan de trabajo.

Abby ejercía, con naturalidad y elegancia, de coordinadora y directora ejecutiva del grupo. Desde el terrible atentado de sus abuelos se había producido en ella un cambio significativo: la buena, romántica y dulce Abby que habíamos conocido en la mansión Simonson se había transformado en la enérgica y resuelta directiva que, en realidad, siempre debía de haber sido puesto que, como había dicho Kaspar, su trabajo era el de presidenta del Simonson Finance Group, es decir, que dirigía un montón de bancos por todo el mundo, y no veía yo a la sensible Abby en ese papel aunque sí a la enérgica Abby que ahora teníamos delante. Lo que no me había quedado claro era si había o no había algo entre Kaspar y ella, porque el maldito ex Catón se me había escurrido como arena entre los dedos justo cuando estábamos a punto de aterrizar.

—Creo que, antes —objetó Gilad, que vestía vaqueros gastados y una camiseta gris de algodón que le marcaba estupendamente todos los músculos del pecho—, deberíais explicarnos a Sabira y a mí la naturaleza de este trabajo.

—Sabira ya lo sabe —declaró Abby—. El único que aún no lo conoce eres tú. De todas formas, antes de entrar en materia, debería informar a los demás de que has firmado un contrato con una cláusula de confidencialidad, para que se sientan libres de hablar delante de ti.

Gilad sonrió y miró a Sabira decepcionado por no compartir con ella la categoría de novato. Claramente, como no sabía que era Asesina, le gustaba, pero Sabira parecía más pendiente de sus notas.

—Trabajar con los descubridores del mausoleo de Constantino —dijo lisonjero el arqueólogo israelí—, es una oportunidad que no se puede despreciar, como tampoco trabajar para la Fundación Simonson.

Mucho mausoleo y mucha Fundación Simonson, sí, pero, en cuanto se enteró de qué iba la historia, en cuanto oyó hablar de los osarios, sus ojos brillaron como ónices y la emoción se le salía por las orejas. Claro que no se le contó todo. Se obviaron detalles menores como Marco Polo (que yo ya consideraba mío), la Secta de los Asesinos y, sí, el resto de la historia también. Abby ni siquiera le dijo que Sabira era ismailita y que los restos de Hasan i-Sabbah estaban con los de Jesús. Sólo le informó del descubrimiento en Kerala, en una excavación de la Fundación, de un antiguo libro con una leyenda aún más antigua que hablaba sobre los osarios, según la cual habían sido escondidos en Susya por una extraña secta judía. En este punto, su rostro se ensombreció.

—En Susya no están. Eso puedo garantizarlo —declaró con rotundidad.

Nadie habló. Estábamos sorprendidos pero, sobre todo, preocupados.

—¿Por qué estás tan seguro? —le preguntó hoscamente el ex Catón.

Gilad se sobresaltó un poco.

—Conozco Susya como la palma de mi mano —repuso—. Viví allí mientras excavábamos en la antigua Sinagoga. Conozco cada trozo de terreno, los antiguos baños, las cuevas… No vi nada parecido y dado que ahora es imposible ir a Susya…

—¿Cómo dices? —exclamé.

—Bueno, doctora Salina, en este momento no podemos desplazarnos hasta Susya. ¿No sabe que está al sur de Hebrón, en plena Cisjordania?

Todos nos volvimos para mirar a Abby, a ver qué decía. Pero ella, como Kaspar, ahora tenía la capacidad de no demostrar nada en su rostro.

—No os preocupéis —nos dijo, aunque me miraba a mí—. Ya está resuelto. Viajaremos mañana por la mañana.

—Abby, por el amor de Dios —le supliqué por no gritar ante desconocidos—, quieres meternos en plena guerra, en el territorio más peligroso del enfrentamiento entre judíos y palestinos. Esperemos unos días. Será mucho más prudente.

Ella sonrió, comprendiendo que me estaba controlando para no dar la nota.

—La guerra no está en Cisjordania aunque los secuestros y asesinatos hayan sido allí —me explicó—. La guerra está en la Franja de Gaza, territorio bajo control de Hamás. Son dos zonas distintas. Cisjordania está en manos de la Autoridad Nacional Palestina que no es un grupo terrorista como Hamás. Según me ha informado Moshé Yaalon, el ministro de Defensa israelí, Israel planea atacar Gaza, no Cisjordania, y, además, durante estas últimas semanas, hasta que se han encontrado los cuerpos de los muchachos, el ejército israelí, con ayuda de unidades de élite y antiterroristas, ya ha limpiado Cisjordania de miembros de Hamás. El ministro en persona nos ha garantizado protección absoluta.

Los Simonson eran omnímodamente todopoderosos, pensé sobrecogida. Una cosa era verlos en publicaciones más o menos frívolas o en conferencias económicas mundiales, y otra muy distinta tenerlos delante y comprobar de primera mano hasta dónde podían llegar sus influencias, que no conocían límite.

Aquella noche, en la cama, recostada sobre Farag, que miraba el techo desde su cómoda posición horizontal con un brazo bajo la cabeza, dejé salir, por fin, el miedo que sentía:

—Vamos a morir —afirmé, angustiada.

—No vamos a morir, basíleia —me tranquilizó.

—Si morimos, ¿cómo saldrá Isabella del Paraíso Terrenal? ¡No puede terminar convertida en staurofílax!

—Estás delirando —repuso, estrechándome más fuerte con el brazo que me rodeaba los hombros—. No digas tonterías, anda.

—Pero, Farag, uno de esos cohetes que se disparan entre sí los judíos y los palestinos puede caer sobre nosotros por accidente. ¿No has visto las imágenes en la televisión? Son horribles.

—Bueno, pues si vamos a morir mañana —susurró en mi oído, como si hiciera falta—, deberíamos aprovechar nuestra última noche de vida. ¿Qué te parece?

—Me parece bien —admití, levantando la cabeza hacia él hasta dejar mis labios a la altura de los suyos—. Es más, me parece una idea excelente. No se me ocurre otra manera mejor para despedirme de la vida.

Lo cierto es que llevábamos un tiempo, desde que había empezado aquella historia, que prácticamente no podíamos hacer nunca el amor. Así que fue, ¿cómo lo diría para que nadie se sintiera humillado o hiciera tristes comparaciones…? Bien, pues fue insuperable, increíble y maravilloso. En las relaciones largas, cuando los años se han llevado la novedad y la sorpresa, el conocimiento mutuo y el amor obran su magia de igual manera… de vez en cuando. Y aquél fue uno de esos cuándos. No podía amar más a Farag ni desearle más, ni disfrutar más de aquel cuerpo que era sólo mío desde hacía tanto tiempo. Así que sí, me despedí de la vida a gusto, muy a gusto, pero no morimos al día siguiente, ni tampoco durante los días siguientes, aunque poco faltó en más de una ocasión por culpa de los malditos ebionitas. Pero debo admitir que valió la pena la despedida.

A las cinco de la madrugada del primero de julio despegamos desde el aeropuerto de Tel Aviv en un helicóptero enorme, con pinta de helicóptero militar camuflado de civil, idéntico a otros siete u ocho que se despegaron del suelo al mismo tiempo que el nuestro y que nos rodearon, volando con nosotros en dirección a la ciudad ebionita de Susya. Mientras volábamos por un cielo profundamente azul cruzado por jirones alargados y mansos de nubes muy blancas, recordé lo que Gilad nos había contado la tarde anterior con su cierta carga de incomodidad e indignación: siendo cierto, admitía, que la importante sinagoga judía de Susya, una de las más antiguas del mundo, del siglo IV, albergaba un mosaico en el suelo con un texto en arameo que hablaba sobre «Yeshúa, el mártir», se trataba sólo de una mera casualidad y no significaba, ni muchísimo menos, que la sinagoga hubiera sido una iglesia cristiana, sino que, por el contrario, evidenciaba incuestionable la presencia judía (y sólo judía) en aquellas tierras desde el siglo III. A fin de cuentas se trataba de una sinagoga, ¿no era cierto? Aquél Yeshúa mencionado en el mosaico no podía ser, de ninguna manera, Jesús de Nazaret, y los muy importantes arqueólogos judíos que habían estudiado el mosaico desde 1937, cuando se descubrió la sinagoga, no habían visto nada cristiano en él.

¿Un texto en arameo hablando de Jesús en la sinagoga de Susya…? Nos quedamos aturdidos durante unos segundos. ¡Allí estaba nuestra pista! ¿Qué decía aquél texto?, le preguntamos con avidez a Gilad. Pero Gilad ya no lo recordaba bien porque no era un detalle importante; algo sobre que aquél Yeshúa había sido un mártir o alguien que había dado testimonio con su vida. Pero, bueno, lo íbamos a ver al día siguiente, así que tranquilos. Nos lo traduciría fácilmente.

De manera que allí estábamos, viajando hacia la antigua Susya en helicóptero y sobrevolando territorios en permanente conflicto armado entre judíos y palestinos. Mejor no pensar en muertos ni en muerte ni en conflictos mortales mientras mi vida dependiera de una máquina que podía ser borrada del cielo por un misil antiaéreo en menos de lo que cuesta decir amén. Sí, aquello era Tierra Santa y, cada vez que la visitaba, me sorprendía la idea de que un lugar tan sagrado para tres religiones distintas fuera, precisamente, el más empapado en sangre, odio y rencor del mundo. No lo entendía por más vueltas que le diera. Donde se juntaban religión y política siempre había muertes y dolor, como allí, en Israel, o en Tíbet, por ejemplo. Mejor mantener ambas cosas todo lo separadas que fuera posible.

Viajábamos sin poder hablar por el espantoso ruido que hacían las hélices del helicóptero y sólo Kaspar, que volaba junto al piloto, mantenía con éste una amena conversación a través del micrófono del casco que llevaba en la cabeza. En un momento dado, Kaspar se volvió hacia nosotros y, señalando hacia abajo, nos mostró una pequeña pizarra donde se leía: «Hebrón. Tumba de los Patriarcas». Volábamos sobre el corazón del antiguo reino de Judea aunque, al asomarnos por las ventanillas, sólo vimos una ciudad normal y corriente. Pero no, no lo era, porque, como muy bien había escrito Kaspar, allá abajo se encontraban, con bastante seguridad histórica y arqueológica, las tumbas de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, y de Jacob y Lea. Los tres Patriarcas de Israel y sus mujeres, ni más ni menos. En el Antiguo Testamento[26] se narraba con todo detalle como Abraham había comprado a un hitita llamado Efrón un campo en Hebrón con una cueva que quería utilizar a modo de mausoleo familiar. El lugar estaba perfectamente localizado y las referencias bíblicas eran muy precisas, así que allá abajo se encontraba, sin duda, la famosa Tumba de Abraham, Isaac y Jacob, un lugar que los cristianos, a diferencia de judíos y musulmanes, raramente visitábamos.

Y de allí, de Hebrón y de sus cercanías, eran los tres chicos judíos asesinados por Hamás que iban a ser enterrados aquel mismo martes, 1 de julio. Sin embargo, lo más triste de todo fue que, al día siguiente, otro chico, un palestino, fue asesinado en Jerusalén como venganza. Ojo por ojo y diente por diente. ¡Qué absurdo! Aquella no era la manera. Nunca lo sería porque así jamás se pondría fin a la espiral de odio. Alguien tendría que ser el primero en quitar el dedo del gatillo para que tantas personas dejaran de sufrir y el rencor llegara a su final. Con el argumento de que hay otra vida después de ésta, a ésta no se le ha dado nunca el respeto y el cuidado que merece. ¡Y la vida es sagrada, por Dios!

Por fin, aquella batería de helicópteros gigantescos entre los que nos camuflábamos empezó a descender con gran estrépito, levantado grandes masas de polvo hasta posar los patines en tierra, en un descampado dentro del espacio protegido de la zona arqueológica cuyo centro era la famosa sinagoga. Cerca de allí se encontraba la moderna Susya, un pueblecito de reciente creación que, por su aspecto desde el aire (una de esas grandes urbanizaciones de chalets idénticos levantados a ambos lados de una carretera serpenteante), sólo podía ser un asentamiento judío.

Notamos la sacudida cuando nuestro helicóptero tocó tierra y escuchamos apagarse los motores pero, como por las ventanillas no se veía nada, los cinco que viajábamos en la cabina posterior —Farag, Abby, Sabira, Gilad y yo— nos quedamos inmóviles y con cara de tontos hasta que, aún con las paletas del rotor girando, alguien no demasiado listo abrió la puerta de golpe y fuimos embestidos por una enorme cantidad de polvo y de piedrecitas volantes. Además, nos golpeó con saña un puño de aire tórridamente caliente.

—¡Kaspar! —aullé cuando distinguí al culpable entre las sombras.

—¡Oh, vaya, lo siento! —dijo tendiéndole la mano a Abby para que fuera la primera en bajar. O sea, que las señoras de mediana edad ya no teníamos derecho a ciertas deferencias. Eso, o que Abby gestionaba muy bien los fondos de Kaspar, pensé con malhumor.

Por fin, se disipó la polvareda y pude mirar a mi alrededor sin quedar cegada por la metralla. Bueno, en realidad no había mucho que ver ya que aquel lugar recordaba, como un grano de arena a otro, al planeta Tatooine, el mundo desértico de La Guerra de las Galaxias. Es decir, un sol abrasador sobre una tierra abrasada llena de restos arqueológicos abrasados y todo de un mismo color, ese beige claro de las dunas que te seca las mucosas del cuerpo con sólo mirarlo. Aquello era Susya y, una vez vista, lo que yo deseaba era montar otra vez en el helicóptero, regresar al Hilton Tel Aviv y beberme hasta el agua de los floreros.

—¿Cómo pudo prosperar aquí, durante siglos, una ciudad? —pregunté sintiendo la boca pastosa por la tierra que había tragado y llevándome la mano a la frente a modo de visera—. ¡No hay quien resista este calor!

Nos rodeaba un silencio sepulcral roto únicamente por el canto monótono de los grillos y por nuestras voces. De los otros helicópteros no descendió nadie y el piloto del nuestro se quedó en su asiento mirándonos a través del parabrisas y de sus gafas oscuras. Eran todos del ejército, seguro. Aquella disciplina no dejaba mucho lugar a dudas. Probablemente iban armados hasta los dientes.

Una figura se interpuso súbitamente entre la luz radiante y yo, clavándome en las orejas y la nariz unas gafas de sol.

—Despistada —me dijo mi marido, que sin las suyas, con esos preciosos ojos claros que tenía, se cegaba en seguida como un topo.

Seamos sinceros. A Farag le encantaba tener la oportunidad de demostrar lo terrible y amarga que sería mi vida si él no estuviera a mi lado. Y, como era verdad, pues yo me despreocupaba totalmente de un montón de cosas.

Me coloqué bien mis bonitas y elegantes gafas y, en ese momento, Gilad, que caminaba ya en dirección a un extraño recinto de sillares de piedra cubierto por una enorme carpa negra y situado sobre una distante elevación del terreno, exclamó:

—Se calcula que la población media de Susya estuvo siempre en torno a los tres mil habitantes. Vivían en casas de piedra bajo las cuales había cuevas subterráneas muy frescas que utilizaban como almacén, dormitorios o zonas de baño ritual.

La imagen de una piscina de aguas azules y heladas me vino a la mente como el deseo más urgente de mi vida. Pero allí sólo había pedruscos y grillos incansables bajo un sol de justicia.

Conforme ascendíamos y nos acercábamos al recinto de sillares, sus diferentes partes empezaron a distinguirse. Se trataba de la importante sinagoga de Susya, desde luego. Lo que más destacaba, por supuesto, era la moderna carpa negra que la protegía del sol. Debíamos llegar cuanto antes y guarecernos bajo aquella carpa o pillaríamos una insolación de órdago. Apreté el paso. El muro de sillares se abría ya frente a nosotros y, detrás de él, a la izquierda, había una enorme piedra circular, más alta que una persona, puesta en vertical como una rueda y con un extraño agujerillo en el centro.

—¿Qué es esa piedra? —preguntó mi marido.

—La puerta —respondió Gilad, sin detenerse—. El muro es doble y la piedra giraba por el centro para clausurar la entrada en caso de peligro. Era el sistema utilizado tanto en las sinagogas, como en los sepulcros y en los almacenes. Introducían un palo por ese agujero del centro para hacerla rodar. Como veis, una forma totalmente segura de proteger lo importante.

—Según los Evangelios —comentó Abby—, el sepulcro de Jesús tenía una puerta como ésta.

Me fijé en la posición del sol y en la hora que marcaba mi reloj y me di cuenta de que la sinagoga estaba orientada hacia el este, hacia Oriente, como las iglesias cristianas, que habían heredado esa tradición del judaísmo. Atravesamos el hueco del muro subiendo unos modernos peldaños de madera (Kaspar, el pobre, los subió renqueando un poco), pasamos bajo un arco de medio punto perfectamente conservado —había otros dos adosados por columnas, también en buen estado— y, cuando ya tenía la sombra de la carpa al alcance de mi mano y de mi calcinada cabeza, Gilad ascendió a saltos cinco grandes escalones de piedra y torció a la derecha en lo que en algún momento fue el atrio de aquella sinagoga, arrodillándose delante de un mosaico en el suelo que representaba una cenefa de hojas rojas y tallos negros en volutas.

—Aquí —dijo señalando con el dedo—. Aquí se menciona al tal Yeshúa.

Los cinco restantes, desdeñando ya cualquier molestia, nos abalanzamos hacia Gilad y el mosaico y nos apiñamos delante, en cuclillas o de rodillas como el arqueólogo israelí. En la parte superior de la cenefa de hojas rojas con forma de corazón, en un pequeño ribete, se veían unas extrañas letras apretujadas que parecían alfabeto hebreo. Pero era arameo, la lengua que hablaba Jesús. Y lo iba a escuchar a continuación por primera vez en mi vida:

Dachiram latav —empezó a leer Gilad en voz alta—, menechama Yeshua sahada, u’menechama Shim… Se puede asumir que la última palabra, la que está cortada, es Simeón.

—¿Qué dice el texto? —la impaciencia en la voz de Abby, me hizo girar la cabeza para mirarla. Nunca la había visto tan nerviosa. Sabira, por su parte, tomaba notas en un cuaderno como si supiera escribir arameo o hubiera entendido lo que había dicho Gilad.

—«Recordado para bien es el confortador Yeshúa —tradujo Gilad—, quien murió como mártir, y el confortador Simeón…». No habla de Jesús de Nazaret, como podéis ver, habla de dos confortadores, Yeshúa y Simeón, dos judíos de la comunidad de Susya, quizá dos rabinos importantes.

—Eso es pura especulación —le cortó Sabira, poniéndose en pie para tomar fotografías del mosaico—. La palabra cortada podría ser cualquier palabra aramea. No hay mayúsculas ni nada que indique que se trata de un nombre propio. El texto podría seguir hablando sobre Yeshúa.

Gilad, que estaba totalmente deslumbrado por la atractiva Sabira, luchó durante algunos segundos entre su nacionalismo judío y su imperioso deseo de agradar a la arqueóloga Asesina. Por supuesto, ganó la arqueóloga.

—Sí, bueno —titubeó, alzándose también—, podría ser cualquier palabra. En realidad nunca lo sabremos. Los arqueólogos tendemos a ver una vasija completa en un trozo de cerámica.

—Es cierto —admitió Farag—. Pero eso no nos ayuda a encontrar los osarios.

—Seguimos sin saber dónde están —gruñó la Roca.

Mientras los demás parloteaban, yo miraba la hermosa cenefa de hojas y el texto en arameo. Desconocía la datación del mosaico pero, en cualquier caso, transmitía muy claramente, al menos para los que éramos conscientes de la existencia de los ebionitas, que aquella sinagoga había sido el templo de una comunidad de judíos que creían en Jesús, que creían que Jesús era el Mesías, «el confortador», con su mensaje de justicia y su muerte testimonial (en el mosaico no se le atribuía ningún tipo de condición divina ni tampoco se hablaba de resurrección). No era una iglesia, de acuerdo, pero allí habían orado judíos cristianos durante siglos, aunque para el actual Israel sólo fueran judíos y para la Iglesia Católica no fueran nada porque los había borrado de la historia y los había olvidado. Unos judíos cristianos despreciados por los judíos y despreciados por los cristianos. Es lo que tiene ser diferente, no sumarse a las corrientes mayoritarias y a los pensamientos únicos que siempre ganan.

—¡Piensa, Gilad! —le estaba exigiendo Abby al arqueólogo cuando me incorporé para unirme al grupo, que permanecía bajo el sol y sobre las piedras calientes sin notarlo y sin buscar la sombra.

—¡Claro que hay inscripciones en las cuevas! —se defendía él—. Pero son dibujos sin sentido. Las judíos que vivieron aquí eran humildes agricultores. ¿Qué esperabas? ¿Una biblioteca? Sólo los rabinos sabían leer y escribir.

—Quiero ver esos dibujos —rezongó Kaspar, cojeando hacia los escalones.

—¡Sólo son garabatos! —protestó Gilad, que lucía unas manchas de sudor cada vez más grandes en su camiseta. Los demás sudábamos igual pero no llevábamos la ropa ceñida para marcar la tableta abdominal—. Además, quedan lejos de aquí. Deberíamos esperar a que cayera el sol.

—No tenemos tiempo —murmuró Abby, sacando el móvil del bolsillo de su pantalón vaquero que se ajustaba como un guante a sus caderas y sus piernas perfectas.

—Pero aún no hemos visto la sinagoga por dentro —objetó Sabira, sujetando con fuerza su carpeta de notas contra el pecho.

—Pues vamos —dijo Kaspar, entrando, por fin, bajo la carpa.

Si aquello había sido una sinagoga, yo había visto contenedores de escombros bastante más grandes. Claro que para una comunidad tan pequeña como la de Susya tampoco hacía falta mucho más. Era de planta rectangular, de unos diez por quince metros aproximadamente, pero, en lugar de tener el bimah (la plataforma para la lectura de la Torá) en el centro del recinto, lo tenía a la derecha, en la cara norte del edificio, y las gradas de los asientos estaban construidas en piedra en torno a las paredes. En el suelo se veían paneles de mosaico bastante deteriorados y con muchas zonas perdidas, representando menorás —las típicas lámparas judías de siete brazos—, ciervos, carneros, unas preciosas ruedas zodiacales y algunos motivos florales y frutales.

Aún estábamos disfrutando de la sombra de la carpa y recorriendo la sinagoga cuando, levantando una gran polvareda, un par de vehículos militares se acercaron ruidosamente por un camino de tierra dando tumbos sobre el suelo irregular. Se detuvieron delante de la entrada y un soldado israelí salió a buscarnos con un fusil automático en la mano derecha, apuntando hacia abajo, y un chaleco con bolsillos repletos de munición y del que salían antenas y micrófonos como si fuera un astronauta.

Abby se adelantó para hablar con él y el soldado, tras escucharla atentamente, asintió con la cabeza volviendo al vehículo que, visto más de cerca, era un todoterreno blindado y con artillería. Abby nos hizo gestos para que todos menos Gilad subiéramos en el segundo de los coches. El arqueólogo y ella irían en el primero. Desde luego, estábamos conociendo a una presidenta ejecutiva que sabía utilizar perfectamente su autoridad. Mandaba incluso sobre el ejército israelí. Aunque a mí, tanta arma y tanta munición por todos lados me ponía mal cuerpo.

Después de un rato de avanzar por caminos solitarios, abandonamos la zona arqueológica cruzando una gran verja de hierro y nos internamos, por senderos sin señalizar, entre campos de cultivo en los que abundaba el forraje y los olivos. ¿De dónde demonios salía el agua para aquel nuevo verdor que contemplaban mis ojos? Deduje que debía de haber algún acuífero subterráneo en toda aquella zona porque de algún lado tenía que salir el agua para los baños rituales en las cuevas halladas bajo las antiguas casas de Susya.

Al poco, los blindados se detuvieron en seco, de golpe, zarandeándonos como sacos hacia los cuatro puntos cardinales. El brazo de Farag me sujetó por los hombros para evitar que me cayera. El sendero terminaba allí. Abandonamos los vehículos y, escoltados por aquellos soldados y guiados por Gilad, nos internamos en un bosque de pinos de tronco delgado y copa en forma de punta de flecha. El arqueólogo judío caminaba con resolución, como si conociera muy bien la zona.

Unos doscientos metros adelante llegamos a un claro. El suelo no parecía muy firme ya que estaba formado por enormes lajas de piedra que dejaban ver la entrada a varias cuevas oscuras.

—No pienso meterme ahí dentro —le susurré a Farag, cogiéndome de su mano.

Gilad y Abby, seguidos por dos soldados con grandes linternas, se agacharon para pasar por debajo de una de las lajas, la más grande y gruesa. Kaspar no se lo pensó dos veces y les siguió, acompañado también por un soldado que miraba en todas direcciones como si nos fueran a atacar en cualquier momento. Sabira entró después, encogida sobre su cuaderno y ayudada por otro soldado que parecía encantado con la protegida que le había tocado. «¡Si supieras que es una Asesina!», pensé sonriendo. Y, de pronto, la mano de Farag tiró de mí, pillándome desprevenida, y me arrastró hacia la cueva.

—¡Que no, Farag! —exclamé, oponiéndome con todas mis fuerzas—. ¡Que no voy a entrar! Seguro que hay montones de bichos.

—Probablemente —dijo mi marido poniéndome una mano en la nuca y agachándome para que pudiera cruzar la entrada. Luché y me debatí, pero no logré zafarme de Farag. Tampoco es que él hiciera mucha fuerza ni que yo me defendiera demasiado, esa es la verdad. Los protocolos de conocimiento mutuo.

Aquel lugar olía mal y estaba horriblemente sucio, además de ser tenebroso y horrible.

—Creemos que podría tratarse de otra sinagoga —explicaba Gilad—, la que utilizaban cuando estaban en peligro y se refugiaban en las cuevas. A lo largo de los siglos, esta zona fue atacada por romanos, bizantinos, cruzados y musulmanes. En realidad no lo sabemos a ciencia cierta porque no existe ninguna referencia sobre Susya en la literatura judía ni quedó registro alguno en ningún texto, judío o no. Todo lo que sabemos es por las excavaciones y por los datos históricos de las localidades cercanas.

El techo estaba lleno de unas horribles manchas negras que tanto podían ser colonias de hongos como restos de humo de antorchas. A mí me daba igual, el asco que sentía era el mismo. Y el suelo era de tierra, mezclado con ramas, hojas secas, excrementos de animales, agujas de pino y piedras. Había telarañas extensas como sábanas que iban de pared a pared, y eso que aquella cueva circular era más grande que la propia sinagoga del recinto arqueológico, además de fría y húmeda, muy húmeda. En seguida empecé a sentirme pringosa y pegajosa, y no era por mi propio sudor sino por aquella humedad maloliente.

—¿Y los dibujos? —preguntó secamente Kaspar.

—Aquí —indicó Gilad, dirigiéndose hacia un extremo de la cueva—, en la pared norte.

Menos mal que las potentes linternas de los soldados iluminaban como focos televisivos y me permitieron comprobar que no había ningún peligro real a la vista y que podía seguir a mi marido hacia la pared de los dibujos.

Sí, allí estaban, grabados en la roca y bien visibles bajo la luz, pero no se trataba de garabatos, como los había descrito Gilad. Eran unos dibujos preciosos y bastante bien trazados a pesar de sus lógicas deficiencias. De un simple vistazo descubrí la narración, el relato de los hechos, y eso que estaban ordenados al revés, como la escritura hebrea, pero cuando has leído a Marco Polo y sabes lo que dijo sobre los ebionitas, el enigma se resolvía por sí solo. Claro que no podía ser lo mismo para unos arqueólogos israelíes ofuscados por demostrar la presencia judía en Israel desde el principio de los tiempos. Para ellos, aquello no tenía sentido. Pero para nosotros sí lo tenía. De hecho, me acerqué hasta la pared y, sin recordar el asco, la mugre y el miedo a pincharme o cortarme y pillar alguna enfermedad, fui pasando un dedo por debajo de los dibujos siguiendo la línea argumental. Escuché exclamaciones detrás de mí, conforme mis compañeros se iban dando cuenta de lo que intentaba mostrarles.

Y lo que intentaba mostrarles era un primer grabado de ocho rectángulos pequeños formando un círculo en torno a otro un poco mayor que destacaba en el centro, y también que los ebionitas de Susya habían estado en la India, en Kerala, como podía verse en el siguiente dibujo que representaba un elefante con su trompa, sus colmillos torcidos hacia dentro y su larga cola. Después, desde Kerala habían hecho un gran viaje por mar, afrontando enormes peligros, y así lo contaba el tallado de una nave con su mástil, su vela y su caña, que aparecía casi en vertical sobre unas olas muy altas. A continuación, habían cruzado el desierto con una larga caravana de camellos, que podían distinguirse por sus jorobas y sus cabezas perrunas. Había una fila muy extensa de ellos, atados unos a otros. Y, por fin, el viaje terminaba en un sitio muy raro, tan raro que realmente parecía un auténtico garabato, pero uno muy grande, grandísimo según las proporciones del grabado, con forma de suaves olas marinas de largas patas en los extremos y abiertas hacia fuera como las de una mosca. Y, entre ambas patas, conteniéndolo, se repetía el grabado circular de ocho pequeños rectángulos en torno a otro un poco mayor. Es decir, que una mosca monstruosa se había tragado los osarios. Pero había un detalle curioso más: al final de la pata descendente de la derecha podía verse una especie de iglú. Bueno, obviamente no era un iglú, pero tenía exactamente ese aspecto, es decir, un semicírculo cortado en horizontal con un cuadradito muy pequeño a modo de puerta. Parecía ser el punto de acceso hacia los osarios.

—¿Qué es esto, Gilad? —le pregunté volviéndome hacia él y señalando el dibujo.

—¿Qué es eso? —repitió, extrañado—. Ya les dije que aquí no había nada que tuviera sentido.

—Todo tiene sentido —objeté con paciencia—, y esto es algo realmente importante. ¿Reconoces la forma? ¿Es algún símbolo judío?

Gilad empezó a fijarse atentamente en el grabado, buscando algo similar en su base de datos mental.

—Yo sé lo que es—murmuró alguien, en inglés, a nuestra espalda.

El que había hablado era uno de los soldados del ejército israelí que nos acompañaban. Todos nos giramos hacia él aunque no pudimos verle porque nos cegaron las linternas.

—Es Har Meron —dijo la voz—, la montaña más alta de Israel. Está en el norte, en la Alta Galilea. ¿Ven la cima ondulada? Y eso pequeño que hay al pie, a la derecha, es la tumba de Hillel el Anciano, el sabio que organizó la Mishná y el Talmud. La entrada a la tumba real es idéntica. Yo soy de Safed, un pueblo cercano a Merón, y conozco bien esa montaña y esa tumba.

Me costó un poco comprender la idea: ¿los osarios con los restos de Jesús de Nazaret y su familia estaban en el interior de una montaña?