CAPÍTULO 9
Con un millón de dudas aún por resolver y otro millón de preguntas en la cabeza, el martes por la mañana nos dividimos en dos grupos: los que teníamos que trabajar nos fuimos de casa relativamente temprano y los que no tenían que hacerlo se levantaron tarde y se desparramaron por Toronto cuando les vino bien en busca de entretenimientos y diversiones. Siempre he dicho que la vida no es justa, y no es que yo tuviera muchas obligaciones a esas alturas del año, con el semestre acabado, pero me sentía agraviada por comparación. Quizá por eso la mañana se me hizo tan aburrida y larga.
Llegué a casa poco antes del mediodía y, nada más abrir la puerta, escuché una carcajada perfecta, musical y cristalina, que sin lugar a dudas pertenecía a Abby Simonson. Una animada reunión estaba teniendo lugar en mi salón, donde todos, incluso los niños, pasaban un rato de lo más agradable en compañía de la heredera, que ocupaba el lugar donde yo me sentaba habitualmente. O sea, que estaba sentada en mi sitio. Farag vino rápidamente a darme un beso.
—¡Cariño, ven! —me dijo tirando de mí hacia el centro de la sala con un brillo muy especial en la mirada—. Ven, siéntate junto a Isabella. Tenemos grandes noticias.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—¡Hola, Ottavia! —me saludó Abby, levantándose para besarme. ¡Qué obsesión! ¿Acaso era de mi familia? ¿Acaso sabía yo cuántas enfermedades infecciosas había padecido a lo largo de su vida? No, ¿verdad? Agradecida tenía que sentirse de que me dignara a hacerle un gesto amable con la mano de camino a mi asiento.
—Contadme esas buenas noticias —pedí, sentándome y dándole un beso a Isabella en la mejilla.
—Bueno, pues hemos descubierto algo increíble que podría darnos una pista clave sobre los osarios —declaró Kaspar. Linus, sentado como un hombrecito a su lado, me miraba con una preciosa sonrisa de bienvenida. Le hice un gesto y se acercó rápidamente a besarme.
—¿Ah, sí? —me extrañé, dándole una suave palmada a Linus en el trasero para que volviera junto a su padre.
—¿Acaso dudabas de nuestra habilidad para conseguir lo imposible? —me preguntó mi marido, muy digno—. ¡Encontraremos esos osarios porque somos los mejores!
—Muy bien —convine—. Somos los mejores. Pero necesito que alguien me explique, por favor, por qué estamos hablando de todo esto delante de Isabella y de Linus.
—¡Tía Ottavia! —se ofendió mi sobrina.
—Somos un equipo —me explicó Farag y, antes de que yo pudiera gruñir por semejante tontería, sus cejas se alzaron suavemente y su mirada azul turquesa se volvió más profunda; capté el mensaje y, aunque nada conforme, transigí: esperaría pacientemente antes de decir algo irremediable y escucharía con buena actitud—. Kaspar no puede separarse de Linus, no puede dejarlo con nadie y, por lo tanto, le hemos propuesto a Isabella que cuide del niño este verano.
—Isabella tiene que ir a Palermo a ver a sus padres y hermanos y al resto de la familia —comenté rechinando los dientes. Como llegara agosto y la manipuladora de mi sobrina se hubiera librado de ir a Sicilia, mi hermana mandaría asesinos a sueldo para acabar conmigo. Y no digo nada sobre lo que haría mi madre, que me los podía mandar de verdad.
—¡Por un verano que no vaya no pasa nada! —objetó la interesada—. Iré en Navidad, lo prometo.
Me di cuenta de que teníamos un problema grave: si Isabella había decidido no ir a Sicilia, ni toda la corte celestial cantándole las cuarenta a capela conseguiría que fuera. Pero no podía rendirme sin luchar:
—Eso dijiste la Navidad pasada —le recordé, enfadada— y tuviste a tu madre llorando quince días y llamándome a todas horas. ¿Es que no la echas de menos?
Sólo quería confirmar mi sospecha de que carecía de corazón.
—¡Claro que la echo de menos! —me replicó—. Pero eso no significa que tenga que hacer siempre lo que ordena la familia. Soy mayor de edad y tienen que darse cuenta de que tomo mis propias decisiones. No voy a renunciar a un fantástico viaje a Mongolia por unas aburridísimas semanas en Palermo aguantando a mis padres y, sobre todo, las malas caras de la abuela Filippa.
Cuando capté lo de Mongolia mi cerebro lo arrinconó momentáneamente porque, como siempre, la mención a mi madre me distraía de cualquier otra cosa. ¡La añoraba tanto! Pero, luego, lo de Mongolia volvió y tomó el protagonismo. Sólo había tardado unos segundos.
—¿Cómo que te vas a Mongolia? —exclamé en italiano a todo volumen—. ¡Por encima de mi cadáver! ¿A quién le has pedido permiso?
—Basíleia… —intentó mediar Farag.
—¿Te has vuelto loca? —seguí increpando a la tonta de mi sobrina—. ¡De ninguna de las maneras! ¿Me has entendido bien? ¡Si te vas a Mongolia, no vuelvas a esta casa!
—Pues vale —respondió con indiferencia y, cuando ya iba a lanzarme para estrangularla, añadió—, porque me voy contigo, así que…
—Basíleia —ahora, congelada como yo estaba, la voz de Farag consiguió llegar hasta la parte consciente de mi cerebro—. Basíleia, cariño, nos vamos todos a Mongolia.
¿A Mongolia? ¿Nos íbamos a Mongolia? ¿Qué se nos había perdido a nosotros en Mongolia? Cuando recuperé la movilidad y me giré para mirar a mi marido tropecé con la fea cara de la heredera que, aunque no había podido entender nada de lo que yo le había dicho a mi sobrina en italiano, estaba claro que jamás había visto, salvo en alguna película, una escena como aquella. Su perplejidad y azoramiento eran evidentes.
—Discúlpala, Abby —dijo Kaspar en ese momento—. Ottavia tiene estos prontos de vez en cuando. Ya te acostumbrarás. Nosotros, como ves, no le hacemos ni caso.
Mi sobrina agitó la cabeza vivamente con la sonrisa en la boca, confirmándole a la heredera que lo que acababa de ocurrir en aquel salón era algo sin importancia. Entonces todos se echaron a reír y Abby, viendo aquello, se relajó y se rió también. La única que seguía seria era yo. Siempre me pasaban estas cosas: me ponía hecha una furia antes de hora porque creía haberlo comprendido todo y, claro, me equivocaba y se me quedaba cara de idiota. A pesar de todo, no estaba dispuesta a perder mi orgullo.
—No escuches a Kaspar, cariño —me dijo Farag tomándome de la mano sin parar de reír—. Yo siempre te hago caso.
Le fulminé con la mirada pero no pareció afectarle en absoluto, así que dejé mi mano como muerta para que se diera cuenta de que no le respondía.
—¿Qué es eso de que nos vamos a Mongolia? —pregunté con frialdad, tragándome los restos devastados de mi dignidad.
—Esas eran las grandes noticias —me dijo mi marido—. Dentro de dos días estaremos en Ulán Bator. Ya tenemos los billetes para el vuelo. ¡En primera clase, ni más ni menos! Salimos mañana a estas mismas horas.
Era demasiada información. Si aún no me había hecho a la idea de que había llegado a mi casa, ¿cómo iba a comprender que dos días después estaría en Ulán Bator, capital de Mongolia?
—¿Podría explicarme alguien qué ha pasado? —supliqué, agotada—. ¿Por qué nos vamos a Mongolia?
—Yo te lo cuento, Ottavia —se ofreció amablemente Abby—. Kaspar ha sabido esta mañana por la hermandad que en el saqueo que siguió a la invasión de Irak en 2003, unas cajas conteniendo lo que parecen ser documentos de la corte de Hulagu fueron robadas de los fondos del Museo Arqueológico Nacional y vendidas una y otra vez a coleccionistas y anticuarios hasta que, en 2011, acabaron en manos de la doctora Oyun Shagdar, miembro de la Academia Mongola de Ciencias y de la Asociación Internacional para los Estudios Mongoles. La doctora Shagdar, historiadora y antropóloga de gran prestigio en su país, lleva trabajando tres años en esos documentos aunque, por falta de fondos, no ha podido avanzar demasiado. A ella no le interesa el Ilkhanato de Hulagu, sólo la información que pueda conseguir sobre el imperio mongol en su conjunto y sobre los tres Grandes Khanes nietos de Genghis: Mongke, Arik Boke y Kublai Khan.
—¿Y qué esperamos obtener nosotros? —pregunté, apoyando un codo en el respaldo del sofá.
—Bueno, Basíleia —me reprochó mi marido—, en alguno de esos documentos puede haber alguna referencia a los osarios. A fin de cuentas, la plancha de oro muestra a Hulagu con su esposa principal, Dokuz Khatun, arrodillada ante ellos.
—Por otro lado —comentó Kaspar—, los documentos de esas cajas iraquíes están escritos mayoritariamente en árabe, latín y, prepárate querida doctora, en griego bizantino, lenguas que, entre nosotros tres, dominamos bastante bien. Con seguridad se trata sobre todo de correspondencia diplomática con los diversos sultanatos árabes, así como con Roma, con los reinos europeos y con el Imperio Bizantino de Constantinopla.
—¡Vaya! —dejé escapar muy sorprendida. Empezaron a cosquillearme las yemas de los dedos ante la posibilidad de tener entre mis manos auténticos manuscritos bizantinos del siglo XIII.
—La doctora Shagdar, por su parte —continuó diciendo Kaspar—, sólo ha podido trabajar en los documentos escritos en alfabeto mongol-uigur, que para ella son los más valiosos porque los mongoles, por lo visto, hasta que llegó Kublai Khan al poder no escribieron demasiado. Su gran red de caminos entre Oriente y Occidente era recorrida diariamente por miles de mensajeros que memorizaban lo que tenían que decir. Parece que los comunicados dentro del imperio se aprendían en verso para que fuera más fácil recordarlos.
A mí eso me daba igual. Sólo sentía el hormigueo bizantino de mis dedos. De todos modos, caí súbitamente en la cuenta de un problema:
—Pero, ¿y la universidad? —pregunté—. ¿Y el Centro, Farag?
Mi marido se rió.
—¡Ah, se me olvidaba! —exclamó—. He recibido la orden del presidente Macalister de unirme, como director del Centro de Arqueología, al equipo de expertos de la Fundación Simonson que va a trabajar con la doctora Shagdar. Por cierto, tú también.
—¿Yo también, qué? —me molestaba que decidieran por mí sin consultarme.
—Tú, Ottavia —añadió Abby como si fuera una más de la familia—, como beneficiaria de la beca Owen-Alexandre de Investigación Científica, financiada, espero que lo sepas, por la Fundación Simonson, has recibido la misma orden que Farag de incorporarte al equipo de expertos. Eres la mayor especialista mundial en griego bizantino y la UofT ha firmado un acuerdo con la Fundación en el que estás incluida.
No daba crédito a lo que oía.
—¿Todo eso ha pasado esta mañana? —inquirí.
—Bueno, técnicamente sí —admitió ella, cruzando las manos—. Aunque, de manera legal, tendrá fecha de hace tres meses.
—¡Virgen Santa! —solté, pero algo me estaba escociendo en el cerebro—. ¿Cómo que la beca Owen-Alexandre está financiada por la Fundación Simonson? Creía que la costeaba el NAR, la Asociación Nacional de Investigaciones de Canadá.
—Bueno, sí, pero… no —se rió Abby, arrugando mucho la cara—. Aquí lo público sólo pone el nombre por prestigio, pero el dinero siempre es del sector privado. Tu beca está patrocinada por la Asociación Nacional de Investigaciones, en efecto, pero financiada por la Fundación Simonson, que mantiene el anonimato porque es más elegante hacer estas cosas sin divulgarlo.
Pero el cerebro me seguía escociendo.
—¿Sabes, Abby? —murmuré pensativa—. Empiezo a sospechar que nuestra presencia en la UofT no es tan accidental como nosotros creíamos. ¿Por casualidad tus abuelos influyeron de algún modo en Macalister para que nos contratara?
Abby se puso roja como un tomate debajo de su perfecto cutis de niña.
—Sí, lo hicieron —admitió un poco avergonzada.
Farag soltó una exhalación de sorpresa. Un pesado velo de silencio cayó súbitamente sobre el salón.
—¿Os apetece sushi para comer? —preguntó Isabella de pronto, rasgando el velo—. Es que tío Farag no ha preparado nada y es tarde.
—¿Qué es sushi? —preguntó Linus mirando a su padre.
—¡Está riquísimo! —le explicó Isabella—. Te va a encantar. Es lo que comen los japoneses. Ven, vamos a encargarlo desde el portátil de tía Ottavia. ¿Me ayudarás esta tarde a preparar mi maleta?
Había que reconocer que Isabella, para ser la menor de tres hermanos y de veinticinco primos, tenía una habilidad extraordinaria con los niños pequeños, además de una capacidad también extraordinaria para desaparecer en el momento adecuado. Linus y ella se fueron escaleras arriba e hicieron mutis por el foro.
—Empiezo a sentirme como una mosca en una telaraña —masculló mi marido, muy enfadado—, y tus abuelos y tú, Abby, sois las arañas.
Ella nos miró a los dos muy apurada. Kaspar, a su lado, se miraba los zapatos.
—Lo siento —se disculpó, sujetándose el largo pelo rubio detrás de la oreja con gesto nervioso—. No creo que sea tan terrible, después de todo. Estas cosas pasan todos los días. Las universidades se pelean por conseguir el claustro más prestigioso y atraer a las personalidades más destacadas en su campo. Mis abuelos, como bien sabéis, os conocían desde hacía mucho tiempo, pero como estabais en Estambul, en Turquía, trabajando en el mausoleo del emperador Constantino, tuvieron que esperar durante muchos años para poder traeros a Toronto. No creo que haya nada de malo en ello. Macalister, desde luego, estaba encantado con la propuesta.
—Pero, ¿por qué hacerlo a escondidas? —pregunté yo.
—¡No fue a escondidas! —se lamentó—. Vosotros no nos conocíais y podríais haber pensado que os estábamos sobornando si os hubiéramos ofrecido vuestros puestos de trabajo después de hablaros de los osarios. Y contrataros directamente era imposible porque sabíamos que tú, Ottavia, te hubieras negado en redondo.
—¡Desde luego!
—Una universidad era la mejor solución para traeros —siguió explicando—. Vuestro prestigio académico y el de la propia universidad aumentarían y, luego, cuando encontráramos el Lignum Crucis, podríamos intentar convenceros como lo hemos hecho. ¿Dónde está el problema?
—En que hemos sido manipulados —repuso Farag, con esa cara peligrosa de faraón egipcio a punto de estallar.
—Bueno, tampoco es tan grave —exclamó la Roca, dejando caer las manos sobre sus rodillas con un buen golpe—. Dejaos de tonterías. Como dice Abby, no habéis sido perjudicados en nada y hoy todos estamos satisfechos con el resultado.
Farag y yo permanecimos en silencio, malhumorados.
—¿La doctora Shagdar sabe que vamos a ir? —le preguntó Kaspar a Abby.
—Aún no —rechazó ella, mirando su reloj de pulsera—. Hay doce horas de diferencia entre Ulán Bator y Toronto. Si aquí es la una de la tarde allí es la una de la madrugada de mañana, miércoles. Pero supongo que la Fundación se pondrá en contacto con ella esta misma tarde para hacerle saber que le ha sido concedida una ayuda económica importante para que pueda llevar a cabo su trabajo y que un comité de expertos llegará pasado mañana para comprobar la documentación y evaluar sus necesidades.
—Tus abuelos no reparan en gastos, ¿eh? —ironicé.
—No, ni lo hacen ni lo harán —repuso Abby muy convencida—. Esto es muy importante para ellos.
—¿Por qué, Abby? —la increpó mi marido, todavía irritado por lo de la manipulación—. ¿Por qué es tan importante todo esto para tus abuelos?
Ella le miró confusa. ¿Fue impresión mía o Abby nos estaba ocultando algo?
—Quieren encontrar a Jesús antes de morir —balbució—. Desde que yo era pequeña mi abuela me hablaba de esos osarios perdidos que nosotros íbamos a encontrar. Nunca les he visto flaquear en esa confianza. Localizar los restos de Jesús y su Familia es su obsesión de toda la vida. Y también la mía. De hecho —y un casi imperceptible y perfectamente triste suspiro de resignación se escapó de su garganta—, mi matrimonio fracasó porque mi marido… mi ex marido, Hartwig, aun siendo arqueólogo, no pudo soportar por más tiempo esta locura, como él la llamaba.
—¿Hartwig? —se extrañó Farag—. No será Hartwig Rau, ¿verdad?, el famoso investigador alemán que trabaja en Egipto, en el Valle de los Reyes.
Abby sonrió con tristeza.
—Sí, ése es… era mi marido —murmuró—. Nos divorciamos hace dos años. Por suerte, no tuvimos hijos porque hoy todo sería mucho más complicado. El matrimonio no terminó bien y no mantenemos ninguna relación. Hartwig quería que dejara la fantasía de los osarios y que me fuera a El Cairo con él. Pero yo no pude. Así que…
Pobre Hartwig, pensé. Debía de haber terminado harto de osarios, harto de los Simonson y harto de que su mujer estuviera siempre lejos de él. Me dio mucha pena.
—¿Cuánto tardan en traer el sushi? —saltó de pronto Kaspar—. ¡Hace un montón de años que no lo como!
Otro que tal. Al ex Catón, la historia de Abby debía de haberle traído a la memoria a Khutenptah, por eso cambiaba de tema de aquella manera.
—Veinte minutos desde que Isabella haya hecho el pedido —le respondí—. De todos modos, que conste que el sushi aún no estaba de moda cuando tú te sepultaste en el Paraíso Terrenal.
—Yo lo comí antes, en Japón, durante un viaje de trabajo —repuso fatuo.
En ese momento, llamaron a la puerta y, casi simultáneamente, en el piso de arriba se oyeron gritos de alegría y pisadas a la carrera. No cabía ninguna duda de que los niños tenían hambre.
Aquella tarde Farag y yo volvimos a nuestros respectivos puestos de trabajo para despedirnos, recoger cosas, cerrar cajones, dar instrucciones, hacer llamadas y avisar de que regresaríamos antes de que comenzase el semestre de septiembre. Así nos había dicho Abby que debíamos comunicarlo. Luego, regresamos a casa y preparamos las maletas. En principio, no pensábamos estar fuera más de una semana ya que no teníamos que traducir los documentos sino sólo leerlos por encima en busca de alguna pista sobre los osarios. Vimos en internet que la temperatura de Mongolia en aquella época del año era bastante más fría que en Canadá, así que pusimos ropa de invierno en el equipaje. Mientras Farag recogía los cargadores de nuestros móviles y tablets, yo preparé la bolsita con los medicamentos de emergencia. Opté por dejarme las faldas en casa y llevarme sólo pantalones, por el frío y por no tener que cargar con revoltijos de medias.
Kaspar y Linus se marcharon a dar una vuelta por la universidad porque ya lo tenían todo preparado (apenas habían sacado nada de su maleta desde que llegaron, sólo la ropa para lavar) e Isabella terminó con todas sus cosas poco antes de acostarnos. No le cabían más chismes absolutamente innecesarios en su cursi maleta de flores de colores. Nos pidió que, al menos, le devolviéramos su móvil pero su tío me convenció para que le devolviéramos todo el arsenal. Según Farag, ya había aprendido la lección; según yo, su tía genética, lo único que Isabella había aprendido con todo aquello era que siempre acabaría saliéndose con la suya, pero no quise discutir. A fin de cuentas, nos esperaba un largo viaje al día siguiente y no valía la pena.
Aquella noche, con la casa ya en silencio, con todos ya en nuestras habitaciones y las maletas amontonadas en el salón, Farag y yo leíamos en la cama, pero a mí nada me llegaba al cerebro porque los nervios me consumían.
—¿Vas a parar ya de mover las piernas? —me preguntó él sin apartar los ojos de la lectura. La habitación estaba a oscuras pero las dos pantallas de nuestras tablets emitían resplandor suficiente como para ver las siluetas de los muebles y nuestros perfiles.
—No creo que pueda pegar ojo —suspiré.
—Lo imaginaba —dijo volviéndose a mirarme—. Intenta relajarte.
—Si no me he relajado en toda mi vida, Farag, no creo que lo consiga precisamente esta noche.
—¿Sabes? Creo que Kaspar tenía razón.
—¿En qué?
—Cuando dijo —murmuró apagando su tablet y dejándola sobre su mesilla de noche— que esta historia de los osarios parecía haber estado esperándole para atraparle en cuanto saliera del Paraíso Terrenal.
—Tengo el estómago un poco revuelto, como si tuviera hambre pero con angustia al mismo tiempo.
—Apaga eso, anda, y ven aquí.
Le hice caso y me acurruqué junto a él, apoyando la cabeza en su pecho. Me envolvió estrechamente con sus brazos y, al respirar el olor de su piel, dejé escapar un largo suspiro de tranquilidad.
—¿Ves cómo sí puedes relajarte? —me susurró.
Pero ya no fui capaz de contestarle porque, de puro agotamiento nervioso, me estaba quedando dormida. De nuevo estábamos en mitad de una aventura tan extraña como la primera. A saber cómo y dónde acabaríamos. Y, esta vez, viajábamos con niños, una de diecinueve años, atontada perdida, y otro de casi cinco. No quería ni pensarlo.
Al día siguiente, miércoles, 28 de mayo, exactamente a las doce y cuarto del mediodía, despegábamos de Toronto en un Airbus gigantesco de Korean Air con destino a Seúl, donde, tras trece horas y cincuenta minutos de viaje —durante las cuales Kaspar, Farag y yo, dejando a la pobre Abby con Isabella, no paramos de hablar—, hicimos una escala de cinco horas en el Aeropuerto Internacional de Incheon, en Corea del Sur. El pobre Linus estaba totalmente dormido y ni se enteró de que habíamos bajado de un avión y subido a otro rumbo a Mongolia.
Eran las diez y media de la noche, hora local, del jueves, 29 de mayo, cuando el segundo Airbus tomó tierra, por fin, en el Aeropuerto Internacional Chinggis Khaan de Ulán Bator.