CAPÍTULO 38

Una brisa fresca hizo que un mechón de pelo me hiciera cosquillas en la frente. «No puede ser una brisa, recuerdo que pensé, porque estamos dentro de una montaña». Pero la brisa continuaba soplando, agitándome el pelo y haciéndome cosquillas. Tenía que ser Farag, soplándome en la cara para despertarme.

—Para, por favor —le pedí.

—¡Basíleia! —exclamó desde algún lugar lejano.

Quise abrir los ojos pero no pude. Entonces recordé la estrella de David y la cruz unidas en una sola figura y me pareció una imagen hermosa, muy hermosa. El escudo de David protegiendo… Me gustaba la idea del escudo de David, como le llamaba Gilad. El escudo de David protegiendo la cruz de Jesús de Nazaret. Si de verdad Jesús había sido sólo un hombre, un gran hombre, y sus restos se encontraban ahora cerca de mí, quería arrodillarme ante ellos y venerarlos.

—¡Basíleia! —volvió a exclamar Farag un poco más cerca.

Si él no estaba a mi lado, ¿dónde estaba y quién me soplaba en la cara? Podía notar la brisa aunque no pudiera abrir los ojos. Tampoco podía moverme. ¿Por qué no podía moverme? ¿Por qué mi cuerpo no me obedecía? Empecé a ponerme nerviosa. Recordé el gas. Pero debía de poder hablar porque le había pedido a Farag que parara.

—Puedo hablar —mascullé. Sentía los labios y la boca hinchados y torpes.

—¿Qué ha dicho? —preguntó alguien a mucha distancia de mí.

—Ha inhalado más veneno que nosotros —dijo otra voz lejana—. Es lógico que le cueste más recuperarse.

Sí, lo recordaba. Había respirado gas venenoso procedente de la combustión del gas natural del pasillo de fuego. Pero no reconocía las voces, no sabía quién hablaba. Sólo reconocía la voz de Farag. En ese momento mi corazón dio un salto, un brinco dentro del pecho. «Una extrasístole», pensé, asustándome. Las extrasístoles me asustaban siempre. No quería morir, eso lo tenía clarísimo, así que ese cuerpo mío que no me respondía debía empezar ya a eliminar en serio el maldito veneno. La brisa. La brisa me ayudaría. Tenía que respirar aire limpio y el aire de la brisa olía bien, a campo, a madera y a hierba. Respirar aire limpio, eso era lo que debía hacer.

—Yo me quedaré contigo, Farag —dijo una voz gélida con tono marcial—. Los demás, id a dormir. Es tarde. Ottavia aún tardará en recuperarse.

No, no iba a tardar en recuperarme porque mi cerebro funcionaba a la perfección. Era mi cuerpo lo que no terminaba de arrancar pero, vamos, que sólo era cuestión de tiempo, porque los labios ya podía moverlos. Incluso las voces empezaban a resultarme familiares. Estaba casi segura de que conocía al tipo de la voz militar.

—Ottavia, cariño, si me oyes —me dijo mi marido—, haz alguna señal.

Abrí la boca todo lo que pude.

—Creo que ha movido los labios —dijo el militar.

—Sí, yo también lo he visto —convino Farag—. Basíleia, escúchame. Te has intoxicado con dióxido de carbono pero ahora estás debajo de un gran tubo en la montaña por el que baja aire limpio. También hay una rejilla en esta cámara que da al exterior, así que hay corriente de aire. ¿Has entendido lo que te he dicho?

Volví a abrir la boca (o a mover los labios, según afirmaban ellos).

—Te vas a curar —me dijo mi marido con seguridad—. Sólo deja que el aire limpio elimine el gas venenoso de tu cuerpo. Intenta dormir. Es tarde, así que no te pongas nerviosa y no te preocupes por nada. Duérmete y deja que el aire te cure. ¿De acuerdo? Yo voy a estar aquí, a tu lado, hasta que te repongas.

Eso me tranquilizó mucho. Si Farag decía que iba a estar a mi lado, es que no se iba a mover ni un milímetro. Me sentí muy orgullosa de nosotros, de él y de mí. Lo que Farag y yo habíamos construido juntos era algo que casi todas las personas del mundo se pasaban la vida buscando: un amor que duraba y evolucionaba, una relación cómplice, estable y cálida. Dios debía de amarme mucho si me había hecho un regalo tan grande por difícil que fuera todo lo demás y por poco que me quisiera mi familia. No quise pensar en mi familia y me dormí.

Horas después me desperté lentamente. Abrí los ojos. Todo estaba oscuro. Moví los dedos de las manos y de los pies y supe que me había desintoxicado lo suficiente como para poder mover el cuerpo.

—¿Ottavia? —susurró la voz de mi marido.

—Estoy bien —le susurré a mi vez.

—¡Menos mal! —me puso una mano en la mejilla y me besó en los labios—. ¡Menos mal!

—Anda, di «Gracias a Dios» por una vez en tu vida —le reproché.

Él se rió bajito.

—Duérmete —me pidió en susurros—. Es medianoche todavía.

—¿Ottavia se ha despertado? —preguntó la voz somnolienta de Kaspar. ¡El militar de antes era él! Caramba, sí que debía de haber estado intoxicada para no haberle reconocido. Lo cierto era que, realmente, ahora me sentía más lúcida.

—Sí, Kaspar —le dijo Farag—. Gracias por quedarte. Ve con Abby.

—De acuerdo —repuso, medio dormido—. Buenas noches.

—¿Dónde estamos? —le pregunté a Farag.

—En una especie de sanatorio para envenenados por dióxido de carbono. Mañana lo verás. Ahora, vuelve a dormirte.

No tuvo que repetírmelo. Como si mi cuerpo aún necesitara más horas de sueño reparador (algo completamente lógico dadas las circunstancias de los últimos nueve días), me quedé profundamente dormida en un instante.

Me despertó la luz de la mañana, por raro que parezca. Cuando abrí los ojos, lo primero que llamó mi atención fue que había luz y que, desde luego, no procedía de las linternas de leds. Era luz de día, de sol. Claro que tampoco era como para echar cohetes, pero me emocionó porque llegaba desde el exterior, de eso no cabía ninguna duda, y, además, llegaba por dos sitios. El primero estaba exactamente encima de mí: en el techo, como a unos tres metros de altura, se abría un agujero perfectamente redondo que se convertía en un largo tubo cuyo final no alcanzaba a distinguir. Por allí bajaba aire y un poquito de aquella luz escasa y cicatera. El segundo punto de entrada lo vi al girar la cabeza hacia la derecha: en la pared, una rejilla tallada en la piedra, de agujeros tan pequeños como los de la celosía de una ventana árabe, se abría al exterior de la montaña, lo que sin duda indicaba que, al otro lado, había una escarpada pared vertical. Por eso había sentido toda la noche esa brisa en la cara. Me habían puesto justo donde más circulaba la corriente, entre el aire que entraba por el tubo y el que entraba por la rejilla.

En ese momento, el vozarrón de Kaspar, nuestro despertador diario, sonó a plena potencia:

—¿Estáis despiertos? —preguntó rudamente—. Son las nueve de la mañana. En pie.

Él ya se había levantado tras darle un rápido beso a Abby y venía hacia mí como un tren de alta velocidad. ¡Y llevaba pantalones! Me sentí en extremo agradecida (y conmigo toda la humanidad) por aquel detalle de buen gusto. Por suerte, había tenido tiempo de recuperarlos antes de abandonar la caverna de la cruz y la estrella, lo que no dejaba de representar un gran alivio.

—Buenos días, doctora. ¿Cómo te encuentras?

Estaba aún un poco aturdida y no atiné a responderle con bastante celeridad.

—Farag —dijo la Roca—. Tu mujer no se encuentra bien.

Farag dio un salto y se quedó sentado en el suelo mirándome fijamente.

—¿Qué te pasa, cariño?

Se le veía tan preocupado que reaccioné de golpe.

—Estoy perfectamente —le sonreí—. Vuelvo a ser persona.

—¡Menudo susto me has dado, Kaspar! —protestó mi marido.

El ex Catón se encogió de hombros y empezó a alejarse para volver con Abby.

—Me había parecido que no se encontraba bien —comentó con indiferencia.

—¿Y Sabira? —pregunté yo, recordando lo mal que estaba la arqueóloga Asesina en la caverna de la cruz y la estrella.

—Mucho mejor, Ottavia, gracias —me respondió ella desde un rincón de aquel aireado lugar—. Ya no me duele la cabeza y, gracias a Gilad, me libré de volver a envenenarme con el gas, como te pasó a ti. Sólo tengo un enorme chichón que, si lo toco, sí que me duele. Pero nada más.

—Kaspar —le dije a la Roca—, deberíamos pedir ayuda ahora. Seguro que aquí tenemos cobertura. Podrían sacarnos con helicópteros si rompen la rejilla de la pared.

Todos, incluido Kaspar, me ignoraron.

—Ottavia —me reprochó mi marido en voz baja—, sólo nos queda una Bienaventuranza. Sólo una. ¿Lo entiendes? No podemos abandonar ahora. Estamos a punto de conseguirlo.

Entonces recordé lo que había pensado, o soñado, cuando aún estaba bajo los efectos del gas: si, de verdad, los restos de Jesús de Nazaret se encontraban ahora tan cerca de mí, quería arrodillarme ante ellos, quería honrarlos, sentir esa fuerte impresión de estar delante del hombre que había cambiado el mundo defendiendo a los pobres, a los hambrientos, a los humildes, y que nos había permitido conocer a Dios, tener una relación personal con Dios. No podía renunciar a ello aunque tuviera que cruzar corriendo una jaula de leones hambrientos. Nadie había hecho nunca nada tan grande.

—Tienes razón —admití—. La última Bienaventuranza. Vale la pena.

—¿Cuál es? —me preguntó Sabira, que me había oído.

—«Dichosos los justos perseguidos, porque de ellos será el reino.» —murmuré.

Los justos perseguidos. A saber qué espantoso peligro se escondía detrás de esas inocentes y bellas palabras. Pero encontrar a Jesús, estar delante del mismísimo Jesús de Nazaret… Eso podía con todo. Sería, sin duda, el momento más importante de mi vida.

—Venga, pues vamos —ordenó el ex Catón, echando una mirada alrededor como si tuviéramos algo que recoger—. No podemos perder más tiempo.

Unas gruesas argollas de hierro sujetas a la pared, que empezaban a poca altura del suelo justo debajo del agujero por el que llegaba aire y un poco de luz, eran la única salida aparente de aquella cámara. Estaban dispuestas de forma que facilitaban el ascenso, de manera discontinua e intercaladas a derecha e izquierda con una escasa separación. Cuando vi a Kaspar dirigirse hacia ellas y me di cuenta de que eran el nuevo tipo de escalera al que debíamos enfrentarnos, se me heló la sangre en las venas. El tubo era lo bastante ancho como para caer hasta abajo si alguna de aquellas anillas se soltaba o si fallabas al sujetarte. Y lo peor era que podías arrastrar contigo a los que vinieran detrás.

—¡Madre mía! —exclamé, mirando como Kaspar ponía un pie en la primera argolla de hierro.

—Esperad aquí —ordenó Kaspar—. Cuando llegue arriba os avisaré.

¡Ya se estaba haciendo el héroe otra vez!

—De eso nada —repliqué—. No vamos a quedarnos quietos esperando verte caer por el tubo y matarte delante de nuestros ojos. Sube el primero si quieres, pero yo voy detrás.

Escuché un murmulló de aprobación a mis espaldas.

—Y yo te seguiré a ti —dijo Farag colocándose a mi lado.

A la Roca le fastidiaba que siempre le impidiera hacer el papel de John Wayne, pero lo que más le fastidiaba era que nunca podía quitarme la razón porque todos estaban de acuerdo conmigo.

Iniciamos el ascenso por las argollas uno detrás de otro a lo largo del tubo de piedra. Era como hacer escalada vertical sólo que sujetándonos a unas viejas anillas de hierro por las que yo no hubiera apostado en cuanto a seguridad, sobre todo porque algunas de ellas, cuando las cogías con la mano, se movían un poco. Un escalofrío me recorría entonces la columna vertebral. Jamás he presumido de valiente, pero una vez que te encuentras a veinte o treinta metros del suelo, ¿qué más da seguir adelante? No hay alternativa. Sólo dejas de pensar y repites mecánicamente los movimientos intentando no matarte en el intento.

No quise mirar abajo ni una sola vez para no desmayarme del susto pero, cuando por fin llegamos arriba y pusimos los pies en suelo firme, Kaspar dijo que habíamos ascendido unos cincuenta metros.

—Eso significa —comentó Gilad, con gesto de sorpresa—, que ya no podemos estar muy lejos de la cima del monte Merón. Llevamos ascendiendo sin parar desde que salimos de la caverna de las arenas movedizas.

—No puedo creer que los osarios que estamos buscando —observó Abby— se encuentren tan cerca de la superficie que con una simple excavación hubiéramos podido llegar hasta ellos.

—Eso era lo que Spitteler y Rau sabían —comentó Farag, enfadándose por momentos—. Por eso vinieron al monte Merón con radares terrestres. Puede que ya tengan los osarios.

Habíamos salido del tubo justo en el centro de otra de esas cavernas circulares con el techo en forma de cúpula y una fuentecilla de agua en un lado. Pero la luz que llegaba hasta la cueva de abajo no procedía de allí sino de una abertura que me quedaba justo enfrente y por donde se colaba lo que para nosotros, después de tantos días de linternas, era una radiante luminosidad.

Abby, tras escuchar a Farag, se puso muy seria.

—No, eso es imposible —aseguró—. El Shin Bet, y la Fundación los han tenido bajo vigilancia desde que llegaron a Israel. Si hubieran encontrado los osarios, los habrían detenido y nos hubieran avisado.

Farag se sorprendió mucho.

—¿Y cómo nos hubieran avisado, Abby? —le preguntó.

La heredera titubeó pero, finalmente, tras sopesar lo que fuera que sopesara, decidió que lo mejor era hablar. De todas formas, el ex Catón se le adelantó:

—Usando la red de nodos del Paraíso Terrenal —dijo Kaspar—, la que inventó Isabella con nuestros ingenieros. Puse inmediatamente la red a disposición de la Fundación y les pedí que trabajaran juntos. Mi móvil se quedó sin batería hace algunos días. Ahora estamos usando el de Abby.

—¿Isabella ha escrito? —quise saber, molesta.

—Sabemos lo mismo que vosotros, Ottavia —explicó Abby—. No hemos tenido más comunicaciones. Lo que Kaspar hizo fue pedir a los staurofílakes que trabajaran con la Fundación y yo pedir a la Fundación que trabajara con los staurofílakes. No sabemos más, pero era importante que esa red pudiera usarla también la Fundación en caso necesario. Por eso he dicho que, si hubieran detenido a Hartwig y a Spitteler, nos hubiéramos enterado.

Kaspar y Abby sufrían algún síndrome secretista común que les llevaba a guardarse para ellos cosas que no tenían necesidad de callar. Quizá es que a ambos les gustaba el poder y el control o sentirse importantes o responsables o vaya usted a saber qué. Lo que estaba claro era que se había juntado el hambre con las ganas de comer.

—«Dichosos los justos perseguidos, porque de ellos será el reino.» —nos recordó Sabira señalando la abertura por la que entraba la luz. Fue un cambio de tema muy oportuno.

—Sí, mejor será que nos enfrentemos de una vez a la última Bienaventuranza —dijo Kaspar.

Sólo en aquel momento fui consciente de verdad de que nos enfrentábamos a la última Bienaventuranza y la adrenalina se me disparó. Recuerdo que cogí la mano de Farag y le sonreí.

—Lo vamos a conseguir, basíleia —me dijo muy orgulloso.

Y, siguiendo a los demás, entramos en aquel último túnel que nos llevaría hasta la última de las pruebas. La luz se volvía cada vez más intensa, como si avanzáramos hacia el exterior. Entonces oímos gruñir a Kaspar:

—¡No me lo puedo creer! ¡De verdad que no me lo puedo creer!

Fue un tremendo déjà vu. Era la segunda vez que oía esas palabras saliendo de la boca de Kaspar desde que estábamos dentro del Merón, y en la ocasión anterior fueron el preludio de una desgracia. El corazón se me aceleró más y Farag apretó el paso tirando de mí para llegar cuanto antes al lugar donde el ex Catón había visto algo que no se podía creer. Conforme nos acercábamos a la salida del túnel se notaba un creciente calor húmedo y pegajoso.

La verdad, yo tampoco pude creerlo cuando llegamos. Era exactamente como si hubiéramos regresado al gigantesco tubo de piedra con la escalera en espiral que terminaba en la prueba del hambre, sólo que habíamos salido por el lugar donde estaba la entrada de la cueva del liquen y que ya nos encontrábamos en la parte más alta, es decir, en el lugar donde el tubo se iba cerrando sobre sí mismo formando un cono. También allí, en la parte derecha del cono, había una gran rejilla de piedra desde la que caían plantas y largas raíces que dejaba pasar la luz y el bochornoso aire del exterior. Sólo encontré algunas pequeñas diferencias, además de la temperatura: de la rejilla colgaban cadenas al final de las cuales se veían antiguas tinajas y vasijas que parecían servir para recoger el agua de la lluvia (lo que no tenía mucho sentido), y, por otra parte, no había ninguna escalera, ni hacia arriba ni hacia abajo. Lo que sí había era un larguísimo puente de piedra suspendido sobre el vacío que iba desde donde nos encontrábamos nosotros hasta la pared de enfrente, en la que se veía otra abertura. Pero lo que resultaba realmente gracioso del puente era que, aunque larguísimo, se veía ridículamente estrecho y, encima, no tenía barandillas.

—Hay más de cien metros de caída —murmuró Sabira asustada, asomándose al precipicio.

—Sí —gruñó Kaspar—, y la maldita pasarela, que debe de medir unos sesenta metros desde aquí hasta allí, no tiene ni un metro de ancho.

—Tampoco márgenes o pasamanos —añadió Abby.

Volvimos a quedarnos en silencio, contemplando aquel peligroso camino de piedra sobre el abismo por el que, sin duda, debíamos pasar. Sentí un súbito picor en el brazo y comencé a rascarme con fuerza. Un mosquito zumbaba por allí y me había picado. A perro flaco, todo son pulgas.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Gilad, asomándose al vacío. Al fondo se veía (aunque no se oía) una especie de riachuelo que fluía entre grandes piedras. No resultaba alentador en absoluto: nada más fácil que perder pie en el estrecho pasadizo y acabar hecho puré contra las rocas de allá abajo.

—Bueno, por suerte —observó el ex Catón—, ninguno sufrimos de vértigo.

—Yo sí —avisé.

—Tú no, basíleia —negó Farag—. Tú sólo eres muy cobardica, pero no tienes vértigo.

—El sufrimiento es el mismo —me justifiqué.

—Para cruzar ese maldito puente —siguió diciendo el ex Catón—, será mejor que tomemos algunas precauciones puesto que no tenemos cuerdas ni material de escalada.

—Podemos echarnos al suelo —se me ocurrió— y avanzar boca abajo arrastrándonos con las manos.

—Tardaríamos horas en cruzarlo —observó Gilad, tras un breve silencio.

—Ya, pero todo nuestro cuerpo sería un punto de apoyo —insistí—. No correríamos el riesgo de perder el equilibrio y matarnos.

—Te olvidas —me dijo mi marido— que ni Kaspar, ni Gilad ni yo tenemos camisas porque las usamos para hacer los sacos de liquen. Nos quemaríamos el pecho y el abdomen al rozarnos contra la piedra. Y eso, te lo aseguro, dolería un montón.

Las caras de los tres expresaron el daño que sentían al pensarlo.

—Seamos sensatos —exclamó Abby con decisión—. Podemos cruzar ese puente si vamos despacio y llevamos mucho cuidado. No tenemos ninguna prisa. Cuanto más despacio avancemos asegurando bien los pies, menos peligro correremos.

—Y que nadie mire hacia abajo —recalcó Kaspar—. La vista al frente. Todos tranquilos, respirando profundamente, pisando con seguridad y avanzando despacio y sin miedo. Y nada de sujetarse al que va delante en caso de caída. Si alguien pierde pie, que no arrastre a otro. ¿De acuerdo?

—¿Y el que va detrás tampoco puede cogerte si ve que vas a caer? —pregunté.

—¡No! —tronó la Roca, mirándome peligrosamente para hacerme callar. Ni me inmuté. Él no tenía ese poder sobre mí. Si yo veía dar un traspié a quien tuviera delante, pensaba sujetarle con todas mis fuerzas. No iba a permitir que nadie se matara pudiendo evitarlo. Y la cantidad de peligro que supusiera para mí, ya la valoraría yo si llegaba el momento.

—¿Listos? —preguntó el ex Catón a todo el grupo—. Pues, venga. Yo iré delante.

¡Qué afán de protagonismo, por Dios! Aquel hombre era insufrible.

Otro mosquito me picó en la pierna, a través de la tela del pantalón. Me rasqué como pude y me dispuse a entrar en el puente. Delante de mí iban, por ese orden, Kaspar, Abby, Sabira y Gilad; detrás, Farag. No me gustaba que él fuera el último, pero los demás se habían adelantado y él se negaba a dejarme el sitio.

—Confía en mí, cariño —me dijo, tranquilo—. No me va a pasar nada.

Y, de repente, yo ya había puesto un pie en la peligrosa pasarela y trataba de calmar el ritmo acelerado de mi corazón respirando relajadamente y mirando al frente, como había dicho Kaspar. Supongo que era el sudor del miedo lo que me resbalaba por todo el cuerpo, unido, sin duda, a la asfixiante humedad de aquel lugar. Nuestros pasos eran lentos, pausados. La distancia entre cada uno de nosotros era amplia, como si, inconscientemente, nos rehuyéramos para no tener que tomar ninguna terrible decisión si llegaba el momento. La respiración se me aceleraba. Debía controlarla y no mirar abajo. Tranquilidad. Otro paso. Íbamos bien. La fila avanzaba poquito a poquito, sin prisa pero sin pausa.

Y, en ese momento, en el silencio del inmenso tubo, se oyó con claridad el sonido de un móvil. Todos nos detuvimos, espantados. Mi corazón iba al galope.

—No es nada —dijo Abby con voz tranquila y relajada—. Ha entrado un wasap en mi teléfono. Están intentando contactar con nosotros desde afuera.

—¡Pues no podían haber elegido peor momento! —se quejó Farag.

—No voy a contestar —repuso Abby, hablando pausadamente—, y el sonido no debe ponernos nerviosos. Cuando lleguemos al otro lado, veremos el mensaje.

Para llegar al otro lado aún nos faltaba mucho, pensé. Kaspar aún no había alcanzado ni la mitad del puente. Y teníamos más de cien metros de caída libre hasta el fondo de aquel barranco. Había que tranquilizarse porque no nos íbamos a matar por la musiquilla de un teléfono.

Otra picadura de mosquito me escoció en el tobillo. ¡Maldición! Y no podía rascarme. Pero, ¿por qué demonios había tanto bicho volador en aquel lugar? Desde luego, el calor y la humedad ayudaban. Tenía que bloquear ese picor con mi mente. ¿Qué prefería, rascarme o vivir?

Pero aquello sólo fue el principio. Al poco, una nube de mosquitos empezó a zumbar sobre nuestras cabezas y algunos de ellos se lanzaron como kamikazes sobre nosotros y nuestra sangre.

—¡Me están comiendo vivo! —exclamó Gilad, alarmado.

—¡Y a mí! —gimió Sabira.

A través de mis pies descalzos, noté los movimientos agitados de mis compañeros en la piedra del puente.

—¡Todos tranquilos, por favor! —bramó la Roca desde el principio de la fila—. No os pongáis nerviosos. Controlad. Dejad que os piquen y no os mováis.

La nube de mosquitos decidió en aquel momento que sí, que éramos comestibles, y se dejó caer en vertical y de manera fulminante sobre nosotros. Entendí entonces la función de las vasijas y tinajas que colgaban desde la rejilla: con el agua de lluvia que recogían, servían de criaderos para las larvas de mosquito. «Los justos perseguidos», pensé, aunque era más correcto decir hostigados y atosigados porque no era tanto el escozor de las picaduras como el hecho de estar rodeados por aquella masa de bichos voladores que zumbaban a nuestro alrededor obligándonos a sacudir los brazos poniendo así en peligro nuestro precario equilibrio. Se metían en los ojos, en la boca, en los oídos… Picaban a través de la ropa, en la espalda, las piernas, el cuero cabelludo… Era un infierno. No podíamos seguir o terminaríamos cayendo al precipicio.

Y entonces oí aullar a Gilad.

—¡Sabiiira!

Después, un grito largo, agudo, pidiendo socorro. El grito de Sabira cayendo al vacío y perdiéndose en la distancia. Luego, nada.