CAPÍTULO 26
—¿Tenéis cobertura en los móviles? —nos preguntó Kaspar, mirando el suyo con irritación.
Todos sacudimos las cabezas diciendo que no. Estábamos incomunicados, no podíamos ni pedir ayuda ni informar sobre nuestra situación. La falta de señal de nuestros móviles no era algo que los ebionitas hubieran podido prever ocho siglos atrás pero parecía que la montaña se confabulaba con ellos para ayudarles a proteger su secreto. Por si acaso, decidimos que lo mejor sería mantener los teléfonos apagados para conservar las baterías, e ir buscando conexión con alguno de ellos por la empinada y larga escalera y por todos los rincones de aquella nueva cueva, clausurada en su muro este por otra rueda de piedra que debía de llevar siglos tapiando la salida.
Nos encontrábamos a bastante profundidad por debajo del nivel del suelo. Una vez pasada la tumba oficial de Hillel y sus discípulos, habíamos descendido otros veinticinco metros, según afirmaron Kaspar y Sabira, que tenían buen ojo para esas cosas, y habíamos llegado a una caverna bastante grande, obviamente excavada a mano y con el suelo salpicado por unos extraños agujeros llenos de agua. No teníamos ni idea de para qué habrían podido utilizarlos los ebionitas, pero no desprendían precisamente buen olor, así que nos sentamos a una cierta distancia usando las mochilas como apoyo. También apagamos algunas linternas para no gastar tontamente las pilas, aunque por ser de leds no consumían mucho. Como la cueva tenía unos cuatro metros de altura, nos rodeó súbitamente la penumbra y, por si nos faltaba algo, hacía un frío húmedo que calaba hasta los huesos. La temperatura había bajado drásticamente durante el descenso y debíamos de estar a unos ocho o diez grados como mucho, por eso todos nos habíamos puesto más ropa y guantes de PVC. Suerte de las mochilas preparadas por Kaspar y Abby, que no habían dejado ningún detalle al azar, ropa térmica incluida.
—¿Qué hora es? —preguntó Sabira, que no usaba reloj y no podía mirar su móvil.
—Las siete —respondió Gilad—. Deberíamos cenar.
El rostro granítico del ex Catón se volvió hacia mí y esbozó una siniestra sonrisa.
—¿Qué problema tienes? —le desafié.
—¿Me dices a mí? —fingió sorprenderse, pero lo hizo fatal, sin gracia. No hubiera sido un actor ni medianamente aceptable.
—Olvídame —respondí, cogiendo entre las manos la cajita de plástico transparente que me pasó Farag con un envoltorio de servilletas en el interior. Los demás estaban también ocupados buscando y sacando la cena. Cuando retiré la última servilleta de papel que protegía aquel… lo-que-fuera, solté una exclamación de horror.
—Pero, ¿qué demonios es esto? —gruñí.
—Pan de pita con hamburguesas kosher —explicó Kaspar muy divertido, antes de meterse en la boca, encantado de la vida, la mitad de uno de aquellos saquitos redondos hechos de pan.
—¡Quiero salir de aquí! —exclamé, recordando el fantástico hotel de Tel Aviv—. ¡No pienso cenar esta porquería!
Un pellizco discreto me hizo dar un brinco en el suelo. Farag me advertía de la inutilidad de mis quejas. Me volví a mirarlo y su cara inocente sólo reflejaba el placer que sentía masticando y saboreando aquellas horribles cosas rellenas de carne seca.
Todos llevábamos, además, un par de cantimploras de aluminio llenas de agua y eso sí me vino bien porque estaba sedienta aunque, al beber, desgraciadamente, me entró muchísima hambre. Pero no quería aquel maldito pan de pita con esa carne rara y esa papilla blanca indescifrable que rebosaba por los bordes y que parecía pasta de dientes. No soportaba ni el olor.
—¿No hay otra clase de comida? —le pregunté en voz baja a Farag, aprovechando que se había iniciado una conversación de grupo.
—Cómete ahora mismo esas hamburguesas sin protestar —me advirtió muy serio—. Eres peor que Isabella en plena adolescencia. Peor que un colegio de niños malcriados. Peor que…
—Vale, lo pillo —le interrumpí—. Soy lo peor. De acuerdo.
—¡Come! —masculló.
—¡Ya voy! No hace falta que me grites.
—Te grito en voz baja —susurró.
—Ya, pero me gritas —protesté, dando un mordisco al maldito pan. Bueno, no estaba tan malo. Sólo raro, seco y muy especiado. Como tenían que desangrar a los animales para seguir las normas kosher, la carne se volvía un poco correosa. Y la pasta blanca que asomaba por el ojal del pan era un queso muy salado y áspero, de textura viscosa. Por desgracia, como tenía bastante hambre, me vi obligada a comer los dos panes de pita bajo la siniestra sonrisa de la Roca, que estaba disfrutando de lo lindo desde el otro lado del corro. No sé por qué la vida me llevaba siempre a relacionarme con chusma de la peor calaña, pero era una desgracia que tenía asumida.
—¿Cuántos agujeros de ésos hay? —escuché preguntar a Abby entre pan y pan. Claramente, se refería a los hoyos del suelo.
—Voy a contarlos —dijo Gilad, poniéndose en pie ágilmente y tomando una de las linternas. Sabira y él ya se habían terminado la cena e, incluso, ambos habían comentado que las hamburguesas preparadas por el hotel de Safer estaban buenísimas. Luego supe que los musulmanes siguen unas reglas alimenticias muy parecidas a las judías. Aunque, extrañamente, a Abby, una canadiense rubia de exquisito paladar, también le encantaron. No pude hacer ningún inocente comentario al respecto porque, como siempre, adelantándose a mí, Farag me lo impidió con su habitual violencia.
Seguimos a Gilad con la mirada mientras se movía por la caverna con la luz apuntando hacia el suelo. Era como cenar viendo la tele, sólo que en plan cutre.
—Creo que son doce —exclamó desde el fondo.
—¿Para qué servirían? —preguntó Farag—. Alguna utilidad tenían que tener ya que, obviamente, los hicieron a propósito.
Los doce agujeros del suelo eran todos idénticos: perfectamente redondos, de unos treinta centímetros de diámetro y llenos de agua oscura y maloliente hasta casi el borde. Si no ibas con cuidado podías meter el pie en uno de ellos y a saber en qué estado lo sacabas.
—Supongamos que el agua hubiera estado limpia cuando excavaron esta cueva —reflexionó el ex Catón—. ¿Quizá la utilizaban los obreros para beber o lavarse? ¿Quizá practicaban algún rito religioso?
—No conozco ningún rito cristiano que utilice agujeros en el suelo —comenté, limpiándome los labios con las servilletas de papel.
—Pues judío tampoco, que yo sepa —dijo Gilad.
—Ni musulmán —añadió Sabira.
La piel blanca de Gilad enrojeció de golpe como si tuviera fiebre. Acababa de descubrir que aquella chica tan mona era musulmana. Claro que seguía sin saber que era Asesina.
—Entonces usarían el agua para beber o lavarse —afirmó Kaspar.
—Quizá los osarios estén escondidos dentro —propuso Farag—. Al fondo.
—¡No cabrían! —rechazó Sabira, asustada por la idea.
—No sabemos su tamaño exacto —objetó mi marido.
—Todos los osarios judíos del siglo I —balbuceó Gilad, intentado ocultar la fuerte impresión bajo la que aún se encontraba—, tenían forma de ortoedro, o prisma rectangular, y medían entre cincuenta y sesenta centímetros de largo por entre veinte y treinta de alto y ancho.
Deduje que ortoedro y prisma rectangular (yo era de griego bizantino) definían una especie de caja alargada que era como aparecían representados los osarios en la gruesa placa de oro que poseían los Simonson en la que Hulagu Khan, Dokuz Khatun y Makkikha adoraban los ortoedros prismáticos rectangulares con los restos de Jesús y su familia.
—Pues, entonces, no —admitió mi marido—. Si miden eso, no caben. A no ser que estén puestos en vertical y los agujeros tengan un metro de profundidad.
Gilad, todavía muy afectado por el hecho de que Sabira fuera musulmana (lo que, al parecer, levantaba una muralla insalvable entre ellos), se alejó otra vez de nosotros y recorrió de nuevo los hoyos iluminándolos mejor con su linterna para intentar ver a través del agua. Menos mal que las linternas que teníamos eran modernas y sumergibles porque, en más de una ocasión estuvo a punto de meter la suya en el agua.
—¿Y si morimos aquí encerrados? —le pregunté a Farag en voz baja observando la enorme rueda de piedra cubierta de tierra apelmazada que obstruía la única salida de aquella caverna—. No podemos pedir auxilio.
—No te preocupes, basíleia —me dijo muy tranquilo—. Si no saben nada de nosotros en unos días entrarán a buscarnos. El ejército israelí es muy eficaz y no te digo nada de la poderosa Fundación Simonson.
Le miré con desconfianza y, mientras él sonreía en silencio y bebía de su botella de agua, me puse en pie y me dirigí hacia donde estaba Gilad. Quería examinar los agujeros del suelo. Algo tenía que hacer para calmar la angustia, ¿no? Y siempre hay que enfrentarse a los miedos porque, si no, te paralizan. Así que, como la suerte favorece a los audaces y yo, indiscutiblemente, acababa de demostrar una vez más que lo era, en el primer agujero al que me asomé ya me encontré con algo extraño.
El agua hedía ligeramente a huevo podrido o a alcantarilla pero, a pesar de lo turbia y sucia que estaba, algo respondió a mi luz desde el fondo del hoyo con un centelleo brillante. Un bicho, sin duda. Algún tipo de gusano acuático o de pez que había mutado genéticamente por algún componente venenoso del agua y se había convertido en reflectante. Aun así, venciendo mis aprensiones, me incliné más sobre el agujero y lo enfoqué de cerca con mi linterna.
—Ottavia, ¿qué haces? —me preguntó mi marido, extrañado.
—He visto algo —murmuré antes de taparme la boca y la nariz con la mano izquierda porque el olor me estaba provocando nauseas.
Oí pasos acercándose mientras escrutaba inútilmente el fondo del agua turbia.
—¿Qué has visto? —preguntó la voz grave de Kaspar.
—No lo sé —admití con sinceridad sin destaparme del todo la boca—. Algo ha brillado por un momento bajo la luz pero no he vuelto a verlo. Quizá nada.
—Déjame a mí —ordenó la Roca.
—¿Tu vista y tu linterna son mejores que las mías? —mascullé desde debajo de la palma de mi mano.
—Mi linterna no, pero mi vista sí —respondió, arrodillándose a mi lado—. Yo no necesito gafas como tú.
Y al apuntar hacia el agua con los dos focos, reapareció el centelleo. Algo brilló intensamente por un segundo antes de volver a desaparecer.
—¡Farag, ven! —le llamó Kaspar—. ¡Aquí hay algo! ¡Abby, Sabira, Gilad, traed un palo largo!
Yo me levanté y me alejé un poco porque estaba a una décima de segundo de vomitar en el agua la maravillosa cena kosher.
Mientras luchaba por asentar el estómago y la cabeza, los demás removían el lodo del hoyo con la varilla de una tienda de campaña que habían sacado de la mochila de Kaspar. No pude evitar preguntarme si aquellas mochilas no serían como el bolso mágico de Mary Poppins, del que salía incluso un largo perchero. Recordaba aquella escena vivamente por lo mucho que me había impresionado cuando vi la película de pequeña en Palermo.
—¡Necesitamos algo para cogerlo! —bramó la Roca, incorporándose—. ¡Está como a medio metro de profundidad!
—¿Qué es? —pregunté.
—¡No lo sabemos! —repuso—. El agua cenagosa no nos deja verlo pero, sea lo que sea, está suelto porque se mueve y resbala cuando lo tocamos.
—¿Y si atamos una cuchara a la varilla? —propuso Abby.
Y entonces se produjo la escena más extraña que yo había visto en mi vida (incluyendo la del perchero de Mary Poppins): Kaspar sonrió y, cogiendo a Abby por la cintura, la levantó en el aire y le dio un largo beso en los labios. Abby, por lo que pude ver, respondió con entusiasmo, poniendo sus brazos alrededor del cuello de Kaspar. Vamos que, de haber durado un poco más, les habría pedido que se buscaran un rincón oscuro y alejado (allí no había habitaciones).
—Cariño, cierra la boca —me susurró mi marido.
Pero no podía, me había quedado de piedra. Como tampoco podía devolver mis ojos a sus órbitas ni reanudar el pulso de mis venas.
—Basíleia… —me reconvino Farag—. No mires tan fijamente, por favor.
¿Que no mirara fijamente? ¿Que me perdiera aquel momento histórico en el que el ex Catón, la Roca más dura, el tipo más desagradable y desesperante del mundo le estaba dando un largo beso de amor en los labios a Abby Simonson, la heredera de una familia alienígena que dominaba el mundo? ¡Venga ya! ¡Que se lo perdiera otra, no yo!
Y, de pronto, no pude contener la risa. Estallé en unas sonoras carcajadas que reverberaron en la caverna con un toque siniestro, aunque no eran siniestras sino divertidas: el muy tonto de Kaspar se había negado a contarme nada durante el vuelo a Israel y, ahora, él mismo descubría su secreto por un torpe arranque de entusiasmo que no había podido controlar. Como yo tampoco podía controlar mis carcajadas por muchos pisotones, pellizcos y golpecitos que me propinara Farag. Me partía de la risa, lo juro, me partía. Era lo mejor que había visto en mucho tiempo. ¡Kaspar y Abby! ¡Por el amor de Dios! Me dolía la cintura de tanto reírme y las lágrimas me rodaban por la cara como cataratas por más que me secara con las mangas una y otra vez. Mi plan había funcionado, pensé ahogándome de tanto reír.
Tuve suerte porque, como dice Farag, mi risa es muy contagiosa y, todos los demás, al cabo de un momento, empezaron a reírse tanto como yo, provocando la vergüenza de Abby y el cabreo monumental de Kaspar, que dejó a su chica en el suelo y se dirigió hacia mí como un bulldozer. Pero no me asustó, le veía tan gracioso con esos nuevos sentimientos cursis y románticos por Abby que sólo consiguió que me riera más. Cuando llegó frente a mí, su rostro había cambiado.
—Vale —suplicó tímidamente—. Ya puedes parar. Ahora ya sabes lo que hay entre Abby y yo.
Y bueno, ahí ya no pude más y tuve que apoyarme en el pecho de Farag porque creía que me moría. Me hubiera gustado responderle pero es que no podía, en serio. Hasta mi marido se estaba riendo porque lo noté. Todos se reían ruidosamente.
Cuando me calmé un poco —no mucho— y separé la cara del pecho de Farag vi que Abby sonreía junto a Kaspar, al que cogía de la mano. ¡Por Dios!, pensé, ¡esto me va a matar! Y volví a esconder la cara rápidamente, antes de que me diera algo. Aquello era lo que Isabella llamaba un momentazo. ¡Inolvidable!
Los pobres Kaspar y Abby resistieron estoicamente la situación hasta que, poco a poco, nos fuimos sosegando. A mí me costó más recuperar la compostura porque no tenía ningún interés en recuperarla. Estaba disfrutando y resarciéndome de un montón de cosas al mismo tiempo.
Farag, finalmente, me apartó y le tendió la mano a Kaspar.
—Me alegro mucho por vosotros —oí que decía mientras me secaba los ojos.
—No habíamos dicho nada —le respondió la Roca— porque sabíamos que Ottavia montaría una escenita como ésta.
—Tenía que ocurrir antes o después —farfullé entre sofocos—. Y siempre es mejor antes.
—¡Eres temible, Ottavia! —me soltó, molesto.
—Te aguantas —le respondí—. Nadie dijo que la vida fuera una fiesta. Pero, en fin, Kaspar, me alegro por los dos. Aunque no sé si Abby sabe dónde se está metiendo.
Sabira se acercó a besar a Abby para felicitarla y Gilad esperó a que se alejara para aproximarse también y dar la enhorabuena. Desde que sabía que Sabira era musulmana, la rehuía. Allá él y sus extraños prejuicios. Hubiera jurado que a la arqueóloga Asesina no le habían molestado sus primeras atenciones.
—Atemos una cuchara a la varilla de la tienda —volvió a decir Abby— para intentar sacar eso que hay en el hoyo.
Kaspar salió disparado hacia las mochilas para alejarse del círculo de escarnio y Farag y yo nos miramos con una sonrisa, satisfechos de ver feliz a nuestro ex Catón. Su tristeza de los últimos años nos había inquietado mucho y por eso estábamos contentos.
—No entiendo por qué necesitamos sacar del agua eso que brilla —comentó Sabira, poniéndose a mi lado—. Será un trozo de cristal o de metal. ¿De qué nos sirve para encontrar los osarios o salir de aquí?
Mi marido la miró con la condescendencia del arqueólogo experto hacia el arqueólogo novato.
—Escucha, Sabira —le dijo mientras Kaspar se afanaba a mil por hora uniendo con un alambre una cuchara de plástico a la varilla de la tienda—, quizá no haya ninguna razón lógica para hacerlo, pero nosotros sabemos por experiencia que, cuando alguien quiere esconder y proteger algo, no puede hacerlo desaparecer para siempre. Debe dejar una puerta trasera porque podría ocurrir que tuviera que volver por necesidad.
—Los antiguos reyes y nobles —añadí yo— no se hacían enterrar en tumbas discretas construidas en lugares secretos para ser olvidados con el tiempo y que sus nombres se borraran de la historia. Lo que hacían era proteger sus fastuosos y megalómanos mausoleos con trampas contra ladrones conocidas por sus familiares y hombres de confianza.
—Siempre se dejan llaves escondidas por lo que pueda ocurrir —concluyó Farag—. Y, como no sabemos qué llaves dejaron los ebionitas, debemos comprobarlo todo, por absurdo que parezca.
—¡Vamos allá! —dijo el hiperactivo Kaspar que se movía por la caverna como una bola de pinball, a riesgo de caer dentro de un agujero como en el juego de verdad.
Se arrodilló y, con él, lo hicimos todos en torno al hoyo, iluminándolo con las linternas de Abby y Farag. Empezó a remover el agua fangosa buscando el objeto brillante, que se le escurría una y otra vez como si estuviera vivo hasta que, al final, quedó atrapado entre la cuchara de plástico y la pared del agujero. Kaspar lo subió despacio para que no se le resbalara de nuevo y, cuando lo trajo hasta la superficie, vimos una bola perfectamente redonda, del tamaño de una pelota de golf, y roja como la sangre debajo de la porquería que arrastraba del agua.
Pero no era una bola normal. En cuanto Kaspar la puso en la palma de su mano y Gilad le echó por encima un poco de agua limpia de su botella, la bola roja de golf se transformó en una gema preciosa, en un bruñido rubí de color sangre, sin facetas de ninguna clase, perfectamente liso y que emitía sin cesar chispas de luz y destellos brillantes.
—Es un cabujón —murmuró Sabira—, un rubí cabujón que debe de valer una fortuna.
—¿Qué es un cabujón? —pregunté.
—Es el nombre de la forma de la talla —me explicó—. O, mejor aún, de la no talla, porque las piedras preciosas que se pulimentan y redondean se dice que tienen forma de cabujón.
—¡Qué nombre más feo para algo tan hermoso! —comenté, tocándolo levemente, como si quemara, con la yema del dedo índice—. Pero sí que debe de valer una fortuna, sí.
—Sin duda —confirmó Abby, con la confusión pintada en el rostro—. ¿Habrá más en los otros agujeros?
—Vamos a averiguarlo —repuso Kaspar levantándose y entregándole el rubí.
Avanzando en procesión, nos dirigimos todos al hoyo más cercano y, una vez allí, repetimos la operación de pesca y captura escurridiza. Al final, efectivamente, salió otra bola de golf pero ésta era realmente espectacular: una vez lavada con agua limpia, bajo la fría luz blanca de leds, aquel cabujón transparente fulguraba con resplandores iridiscentes que parecían nacer de su interior y resbalar por su pulida superficie.
—¡Es el diamante más bello que he visto jamás! —exclamó Sabira, perpleja.
—¿Por qué nunca me regalas joyas, Farag? —le pregunté a mi marido en un aparte sin dejar de mirar aquella preciosidad.
—Porque no te las pones —me respondió él—. Te regalé una gargantilla de perlas hace muchos años y ni la sacaste de la caja.
Sí, bueno, pero es que las joyas nunca me habían llamado la atención, nunca había sentido la necesidad de poseerlas o usarlas pero, en aquel momento, viendo a Sabira y a Abby con esos conocimientos sobre piedras preciosas y su valor, me sentía un poco acomplejada. Me dolió el alma por aquella gargantilla de perlas perdida en el incendio de nuestra casa de Toronto porque recordé la ilusión con la que me lo había regalado Farag en nuestro primer aniversario y el poco —o nulo— caso que yo le había hecho.
Durante más de dos horas estuvimos pescando, con bastante dificultad, bolas de golf de diferentes colores en los doce agujeros del suelo. Al final, teníamos una colección incomparable de gemas valiosísimas, aunque algunas de ellas ni Abby ni Sabira pudieron identificarlas y eso que a ambas se les notaba a la legua su familiaridad con la pedrería de lujo. Conforme las sacábamos del agua, las íbamos guardando en una bolsa de plástico porque cada vez eran más y pesaban mucho, y no podíamos cargar con ellas mientras seguíamos expectantes la extracción de la siguiente.
Por fin, una vez convencidos todos de que ya no quedaba nada en ninguno de los agujeros, regresamos a nuestro improvisado campamento de mochilas y volvimos a sentarnos en círculo en el silencio más absoluto. ¿Qué podíamos decir? Teníamos doce piedras preciosas de un valor incalculable y no sabíamos por qué estaban allí ni qué hacer con ellas, aparte de dejarlas en el centro para que todos pudiéramos contemplarlas.
—Sabira —dijo de pronto Farag—, ¿no decías que no entendías por qué teníamos que sacar del agua eso que brillaba?
Sabira sonrió, adivinando el pensamiento de Farag.
—¿Las piedras son las llaves para abrir la puerta? —preguntó con sencillez.
—Apostaría mi vida —afirmó Farag.
—Pues no apuestes lo que no es tuyo —repliqué rápidamente. Supongo que Kaspar y los demás creyeron que me refería al hecho de que todas las vidas pertenecían a Dios (lo que, sin duda, era cierto), pero la sonrisa de Farag indicó que me había comprendido perfectamente: su vida era mía como la mía era suya, y no podía apostar algo mío sin, al menos, preguntarme primero.
Tomé entre mis manos la bola de amatista, la de color violeta, que se acercó rodando hasta detenerse frente a mí y la examiné con cuidado, buscando en ella alguna marca o señal que nos indicara algo. Pero estaba tan perfectamente bruñida como las otras, con una delicadeza y maestría que parecía imposible de creer.
Por lo que sabíamos, en aquel montón de piedras preciosas teníamos un rubí rojo, un diamante transparente, una ágata de color mostaza, una amatista violeta, una esmeralda verde intenso, un zafiro de un profundo color azul oscuro, un jaspe rojo, un ónice negro, un topacio amarillo y un berilo verdemar. Pero, además, teníamos otras dos bolas que no sabíamos con seguridad qué eran: una de color verde, probablemente malaquita, y otra de color rojizo intenso aunque opaca que podía ser (o no ser, según las expertas) un ópalo. Desde algún lugar muy profundo y oscuro de mi cerebro, un recuerdo pugnaba por abrirse paso hacia la superficie y regresar a mi conciencia pero, era algo tan remoto y débil, que no le presté atención.
—¿Y qué hacemos con esto? —preguntó la Roca, reuniéndolas otra vez en el centro con sus largos brazos—. ¿Qué demonios significan? ¿Por qué estaban escondidas en los agujeros con agua?
—Mira, Kaspar —le dije con firmeza—, si lo que pretendes es desvelar el enigma por la vía rápida, ya te puedes ir despidiendo. Ahora no lo vamos a averiguar. Son más de las once de la noche y estamos agotados.
—Se me ocurre… —empezó a decir Abby—. Pero, no. No estoy segura.
—Di lo que sea —la animó dulcemente el ex Catón mirándola con amor.
—¡Dios mío! —exclamé—¡No voy a poder soportarlo! ¡Cortaos un poco!
—¡Basíleia, déjales en paz! —me regañó Farag, enojado.
—¡Pero si son ellos! ¿Es que no lo ves? —me defendí.
Abby optó por zanjar el asunto soltando la idea que tenía en la cabeza.
—¿Y si las piedras fueran las del Jóshen Mishpat del Kohen Gadol?
Antes de que nadie pudiera pedirle que dejara de hablar en el idioma vulcano de Star Trek, Gilad Abravanel voceó entusiasmado:
—¡Pues claro! ¡El Jóshen Mishpat! ¿Cómo no me había dado cuenta? Lo que pasa es que las piedras del Jóshen Mishpat son cuadradas o rectangulares. Nunca las he visto esféricas.
—¿Qué es el Jóshen Mishpat? —preguntamos Sabira y yo a la vez.
Pero nadie nos hizo caso. Todos parecían convencidos de que aquellas palabras en vulcano eran la verdad revelada. En realidad, debía de ser hebreo porque Gilad y Farag lo habían comprendido. Que Abby hablara hebreo ya era bastante extraño pero que la Roca también pareciera saber de lo que estaban hablando era mucho más raro aún.
Farag se dio cuenta de que me había quedado fuera de la conversación y vino rápidamente en mi auxilio y en el de Sabira:
—Jóshen Mishpat es el nombre judío del Pectoral del Juicio que el Kohen Gadol, el Sumo Sacerdote del Tabernáculo, lucía sobre las vestiduras rituales.
—El segundo libro de la Torá, el Shemot —inquirió Gilad, nervioso—, ¿está recogido en vuestro Antiguo Testamento cristiano?
—No —respondí. Los libros del Antiguo Testamento no eran exactamente los mismos que recogía la Biblia hebrea, algunos sí coincidían pero otros no, y yo no había oído jamás la palabra Shemot.
—Sí, sí que está —me rebatió Abby que, de repente, y por si no había cambiado lo suficiente, ahora se revelaba como una experta en hebreo y en Sagradas Escrituras—, pero se llama libro del Éxodo.
—¡Ah, perfecto! —profirió el arqueólogo aliviado—. Kaspar, por favor, ¿me dejas tu Biblia cristiana?
Kaspar, sin decir ni media, abrió su mochila, la sacó y se la pasó a Gilad, que la cogió con manos temblorosas.
—Libro del Éxodo, ¿verdad, Abby? —quiso asegurarse mientras consultaba el índice.
—Sé lo que estás buscando —replicó ella, sonriente—. Y la distribución de los capítulos es la misma. Mira en Éxodo 28, 15. ¿Quieres que te ayude?
Gilad se rió.
—Si sobreviví en la escuela talmúdica hasta los diecinueve años —dijo—, creo que podré defenderme con una Biblia cristiana aunque sea la primera vez que tengo una entre las manos. ¡Menos mal que mis padres no pueden verme!
Y volvió a reír sin ninguna malicia, aunque con algo de preocupación.
—Espero que no haya demasiadas modificaciones en el texto —añadió, pasando hojas con seguridad.
—Los cambios que se hicieron en el Antiguo Testamento fueron, en general, pequeños —le tranquilizó Abby—. Lo que convenía o molestaba a la naciente teología cristiana. Nada que nos afecte ahora.
La miré con ojos nuevos porque yo no conocía a aquella Abby que tenía delante. Y creo que lo mismo le pasaba a Farag, que me hizo señas disimuladas para llamar mi atención. Kaspar, por el contrario, estaba totalmente concentrado en el asunto del Éxodo-Shemot y del Pectoral-Jóshen.
—¡Lo encontré! —exclamó Gilad, golpeando con la palma de la mano las hojas por las que tenía abierta la Biblia—. «Harás el pectoral del juicio, artísticamente entretejido, de hechura igual que la del efod —empezó a leer—. Lo harás de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y de lino fino torzal. Será cuadrado, doble, de un palmo de largo y de uno de ancho. Lo adornarás de piedras engastadas, dispuestas en cuatro filas. Un rubí, un topacio y una esmeralda en la primera fila; una malaquita, un zafiro y un diamante en la segunda; un ópalo, un ágata y una amatista en la tercera; y un crisólito, un ónice y un jaspe en la cuarta. Todas estas piedras irán engastadas en oro.»
Los ojos se me cerraban de sueño. ¿Por qué no podíamos dejar todo aquello para el día siguiente? Estábamos cansados y dormir nos sentaría bien.
—¿Qué es el efod? —preguntó Sabira.
—La vestidura sin mangas que se ponía sobre la túnica —le explicó Gilad, volviendo a dirigirle la palabra por primera vez—. Se ceñía con un cinto ancho de la misma tela. Sobre el efod, en el pecho, como un colgante, iba el Pectoral con las doce piedras preciosas que representaban a las doce tribus de Israel. Pero no estoy seguro de que las piedras que menciona la Biblia cristiana sean las mismas que menciona el libro del Shemot.
—Si tuviéramos cobertura —comentó Kaspar— podríamos consultar el Shemot de la Torá en internet.
Abby lo miró con adoración y Farag me puso rápidamente una mano sobre la boca. Lo fulminé con la mirada pero no se inmutó. Cuando, por fin, me liberó de la mordaza, y mientras Sabira bostezaba disimuladamente, pude decir, no lo que me hubiera gustado de verdad, pero sí lo que me había pasado por la cabeza sobre el asunto:
—En caso de que tengáis razón sobre las piedras —murmuré—, ¿dónde está el dichoso pectoral de oro, de púrpura violeta y de fino lino torzal en el que debemos engastarlas? Porque yo no he visto ninguno por aquí.