CAPÍTULO 14
Con el joyero de oro guardado entre mi traje de neopreno y la chaqueta polar (mejor no recordar dónde había estado la dichosa cajita durante los últimos ochocientos años), remaba en uno de los lados de la balsa hinchable en la que Abby, Nuran y yo regresábamos hacia la salida para volver al hotel. Kaspar y los otros cuatro turcos del equipo de fortachones se habían quedado allí con los prisioneros, a los cuales, una vez que nosotros nos hubiéramos alejado lo suficiente, iban a someter a un dulce y cariñoso interrogatorio. Vamos que, conociendo a Kaspar —y dejando a un lado su dignidad espiritual, muy menguada por otra parte desde la muerte de su mujer—, ya veía a Gottfried Spitteler y a Hartwig Rau cantando a dúo La Traviata de Verdi con voces de castrati. Kaspar no se andaba con tonterías y en eso el Vaticano había hecho un gran trabajo con él. Y qué decir de los cuatro turcos de las Fuerzas Especiales (Yakut, Mehmet, Kemal y Basar), en cuyas manos no pondría yo ni una caja de cerillas no fuera que incendiaran el mundo.
Mi único temor era por mi marido, por Farag, que, como arqueólogo, erudito y académico de dimensiones físicas un tanto enclenques, no pegaba ni con cola en medio de aquel peligroso grupo de matones ni en aquella situación. En realidad, Farag se había quedado para recomponer el muro de mampostería de la cripta secreta de Santa María de los Mongoles ya que era el único que podía hacerlo con la habilidad necesaria como para no dejar una huella demasiado evidente de nuestro paso por allí. María Paleologina merecía ser respetada en su lugar de descanso final.
Abby y yo regresábamos en el bote con Nuran para llegar al hotel cuanto antes y poner a salvo el joyero, además de empezar a enviar el material de su interior a Jake y a Becky en Toronto. Ya no teníamos prisa por detener ninguna solicitud de excavación del Vaticano puesto que la habíamos neutralizado de manera radical pero convenía que una copia de seguridad de toda aquella nueva documentación quedara a buen recaudo en manos de los Simonson. ¿Quién podía asegurar que no hubiera otro comando del Vaticano dispuesto a robárnosla?
Llegamos al Çira an Palace cuando el sol ya empezaba a pintar de oro las aguas del Bósforo. Nuran se despidió de nosotras en la misma puerta de servicio por la que habíamos salido horas antes, asegurándonos que en el hotel estábamos completamente seguras porque tenía hombres apostados en todas las plantas. Abby y yo, sin hablar, cogimos el ascensor más cercano y nos dirigimos directamente a la suite Sultán, donde Isabella y Linus dormían en el segundo dormitorio.
Nada más cerrar con cuidado la puerta detrás de nosotras sentí una debilidad agotadora que casi me hizo caer al suelo. La dichosa cajita de oro pesaba como un muerto y yo no podía con mi alma, así que me abrí la chaqueta y abandoné el joyero de María Paleologina sobre la primera superficie que vi, dirigiéndome inmediatamente a la habitación en la que dormían los niños. Antes de desmayarme debía cerciorarme de que Linus e Isabella estaban bien.
Abrí con cuidado la puerta del segundo (e increíblemente fastuoso) dormitorio de la suite y los vi a ambos en la gigantesca cama de matrimonio tranquilamente dormidos bajo la luz dorada que entraba por los grandes ventanales. Solté un largo suspiro de bienestar y retrocedí con cuidado para no hacer ruido.
—¿Duermen? —preguntó Abby en susurros.
Asentí con la cabeza.
—¿Quieres ir tú también a dormir, Ottavia? No tienes muy buena cara.
Un pelo me faltó para decirle que ella no tenía muy buena cara nunca, pero me contuve. Al fin y al cabo, la pobre no tenía la culpa y, en realidad, era muy buena persona. Allí, la bruja agotada era yo.
—Gracias, Abby, pero no. No voy a acostarme hasta que no regrese Farag.
—Entonces, ¿quieres ducharte y desayunar? Estos trajes de neopreno apestan y son muy incómodos después de tantas horas. En mi habitación hay dos cuartos de baño.
—Esa invitación sí te la acepto —le dije intentando recuperar el buen humor. Como la noche anterior nos habíamos cambiado en la suite de Abby, mi ropa estaba allí, de modo que podía ducharme y volver a ponérmela mientras esperaba a Farag. Aunque me estuviera muriendo de cansancio, sabía que no podría pegar ojo hasta que regresara sano y salvo de las cisternas pues, gracias a mis formidables habilidades, era capaz de imaginar unas trescientas cosas terribles que le podían ocurrir.
Me fui a la ducha arrastrando el peso de mi cuerpo y de mi alma mientras Abby descolgaba el teléfono y encargaba un desayuno sencillo para veinte minutos más tarde. Lo cierto es que me reanimé un poco después de pasar por el agua y el secador de pelo.
—Farag y tú formáis una pareja maravillosa —me soltó Abby en cuanto ambas volvimos a reunirnos en el enorme salón con vistas al Bósforo.
—No te voy a decir que no —repuse con orgullo, sentándome.
Y entonces caí en la cuenta de que Abby debía de encontrarse fatal. Había descubierto a su ex marido en el bando de los malos aprovechándose de toda la información que había sacado de ella y de su familia cuando estaban casados. No quería ni imaginar lo duro que tenía que ser aquello.
—¿Aún estás enamorada de Hartwig? —le pregunté.
Me miró de una manera indescifrable.
—Supongo que no —respondió, llegando hasta mí y sentándose a mi lado en el sofá—. No. Creo que ya no le quiero. Si me lo hubieras preguntado anoche no habría sabido qué responderte. Pero, después de lo que ha pasado hoy, algo se ha roto para siempre dentro de mí. Creía que era un hombre absolutamente maravilloso pero ha resultado no serlo.
—¿Pues sabes quién sí es un hombre maravilloso de verdad?
—¿Farag? —me preguntó con una sonrisilla maliciosa.
—¡Por supuesto! Pero ése es mío y no está en el mercado. No, yo te hablo de otro hombre tan maravilloso como Farag aunque bastante más bruto y con una faceta desagradable que puede llegar a tener su encanto.
—Kaspar —afirmó con rotundidad.
—Exacto, Kaspar. ¿No te has fijado un poco en él? Te lo digo porque me parece que le gustas.
Su fea cara no pudo expresar una sorpresa mayor.
—¿Lo estás diciendo en serio? —balbuceó—. Pero si… es Catón.
—Lo conozco desde hace quince años —dije llevándome la mano al corazón con un gesto dramático para impresionar a la romántica Abby—, y es el tipo más íntegro y honrado que conocerás en tu vida. Tiene un pasado turbio y siniestro del que es mejor no hablar, pero no fue elegido Catón por casualidad y, aunque no pueda verse ni con telescopio porque lo oculta detrás de un muro de varias toneladas de cemento, es un hombre dulce y encantador.
Vale, quizá lo estaba pintando demasiado bien, pero estaba vendiendo un producto y no iba a contarle a la posible compradora las muchas pifias y taras del objeto en cuestión.
—Y porque lo conozco —concluí—, estoy convencida de que le gustas.
Como Abby se había quedado estupefacta y con la boca abierta, fui yo quien abrió la puerta cuando llegó el desayuno.
La comida y el café nos reanimaron mucho, hasta el punto de que recuperé las fuerzas suficientes para trabajar un rato con los documentos de María Paleologina mientras volvían Farag y Kaspar. En realidad, no era trabajar porque sólo había seis papeles, tres de ellos blancos como la nieve, y, además, no hubiera sido capaz de leer ni una letra. Se trataba, simplemente, de sacar el contenido del joyero para tomar fotografías y enviarlas a Toronto. Sólo necesité mis gafas y unos guantes limpios de algodón que me subieron de la lencería y, en cuestión de un momento, la heredera y yo formamos un equipo de trabajo bastante eficaz. La verdad era que la caja de oro había protegido perfectamente el papel y las tintas de la humedad, las polillas y la luz. Era increíble el buen estado en el que se encontraba todo.
Ni Abby ni yo podíamos evitar entretenernos contemplando más de lo necesario las cartas firmadas por «Marcus Paulus Venetus» o, a veces, por Μαρχο Πολο τò Βενετικο, pronunciado Marko Polo to Veneticó. Había otros tres documentos, desde luego, pero las cartas de Marco Polo a María Paleologina resultaban un poderoso imán para nuestros ojos cansados. Eran increíblemente bellas y, además, únicas en el mundo: nunca se había encontrado ningún manuscrito original del veneciano, pues hasta su testamento quedó sin firmar.
Como buena italiana, educada en un buen colegio de monjas italianas, no sólo había tenido que sufrir horriblemente con las clases de literatura sobre la Divina Comedia de Dante Alighieri (que tanto significó más tarde para Kaspar, para Farag y para mí), sino también, por supuesto, con el Libro de las maravillas del mundo de Marco Polo y Rustichello da Pisa, su compañero de prisión a la vuelta de Oriente y redactor de la obra. El Libro de las maravillas era más llevadero que la Divina Comedia, sin duda, pero, con todo, especialmente entre los diez y los dieciocho años, resultaba soporífero. Bueno, luego también, pero la edad te hacía sentirte orgullosa de que Dante y Marco Polo fueran las grandes figuras universales que realmente eran. Ahora, eso sí, que te los hicieran estudiar en la infancia y en la adolescencia dejaba secuelas para siempre. En aquellos momentos, allí, en Estambul, no podía evitar preguntarme qué habría hecho yo de malo en esta vida como para merecer la persecución y el acoso de la literatura italiana de los siglos XIII y XIV. Alguna explicación, por absurda que fuera, tenía que haber para semejante maldición.
Ya estábamos acabando cuando sonó el teléfono de la suite. Abby descolgó y atendió la llamada en silencio. Luego, sin mirarme, colgó.
—Ottavia —me dijo con voz grave—, ha ocurrido algo. Era Nuran.
El mundo se hundió bajo mis pies. Todo se detuvo y yo dejé de respirar. Farag.
—Tenemos que ir al Hospital Académico Özel —siguió diciendo—. Han ingresado allí a Farag y a Kaspar.
Empecé a temblar de los pies a la cabeza, de manera incontrolable. Pero daba igual porque no sentía nada. Abby vino corriendo hacia mí y me sujetó las manos.
—Están bien, están bien… —repetía, buscando mi turbia mirada.
—¿Qué…? —susurré.
—¿… les ha pasado? —completó ella—. Les han disparado. Han muerto dos de los hombres de Nuran. El tercero fue el que dio aviso. Kaspar tiene una herida en una pierna y Farag en un hombro. Les están preparando para quirófano.
—¿Les…?
—Sí, les tienen que operar, pero no son heridas graves. No te preocupes. Se van a recuperar. Los dos. Farag está bastante mejor que Kaspar. Los esbirros de Gottfried Spitteler, Hartwig incluido, lograron escapar.
—¿Cómo?
—Gottfried logró soltarse de las bridas de seguridad y hacerse con un arma.
Gottfried. Un incendio desconocido prendió en mi pecho. Nunca antes lo había sentido pero sabía lo que era: deseo de venganza, deseo de matar a Gottfried. Antes de que acabara aquella historia, Gottfried Spitteler iba a pagar por dispararle a Farag, por intentar asesinarlo. Había cruzado la raya. Y había hecho que yo la cruzara.
No razonaba con mucha cordura, lo sé. Mi pensamiento era errático y apenas recuerdo el trayecto hasta el hospital en el vehículo que conducía Nuran. Menos mal que los niños aún dormían cuando salimos. Debían de ser las ocho o las nueve de la mañana. Mi marido, Farag, la otra mitad de mí, estaba herido, había podido morir, había podido perderle para siempre por culpa de Gottfried Spitteler. Y ahí estaba varada. En ese único pensamiento. Una, y otra, y otra vez. Farag había podido morir. Farag estaba herido. Por supuesto que me preocupaba Kaspar, pero no tenía mucho sitio para él en mi cabeza en ese momento. Sólo quería ver a Farag, ver que estaba bien, que estaba vivo, que respiraba.
—Ottavia, hemos llegado.
Conocía el Hospital Académico. Había estado antes allí cuando Beste dio a luz al pequeño Hüseyin. Estaba cerca de la Universidad de Mármara.
—Ven, Ottavia, vamos juntas.
La heredera me cogió tímidamente del brazo y me condujo por una rampa en pos de Nuran, que ya estaba entrando por una puerta automática. Urgencias. Estábamos entrando por Urgencias.
Cuando llegamos a la puerta automática Nuran ya regresaba.
—Acaban de entrar los dos en quirófano. Tenemos que esperar en la planta de cirugía. Allí nos informarán.
Llegamos a cirugía y nos sentamos en unas sillas rojas y yo miraba fijamente el suelo sin ver nada. Recuerdo que pensé que quizá debería llamar a Isabella pero me dije que no, que aún no, que después, cuando su tío saliera del quirófano y nos dijeran cómo estaba. Sé que Abby estuvo hablando con sus abuelos durante mucho rato, y no una vez sino varias. Nuran me trajo un vaso de agua en algún momento y lo dejé en el suelo, junto a la silla roja, sin tocarlo. Allí se quedó. También sé que Nuran nos contó lo que había ocurrido bajo Santa María de los Mongoles. Mehmet fue el único de sus hombres que se salvó.
—El militar del Vaticano logró cortar las bridas de seguridad —nos contó a Abby y a mí—, y tenía una pistola escondida que no vimos al maniatarle. Empezó a disparar a quemarropa, a sangre fría. Mató a Yakut y a Kemal. Luego, le disparó a su amigo Kaspar que se había tirado sobre él y le hirió en la pierna. Con un cuchillo cortó las bridas de los demás y, con todos libres, Mehmet y Basar no tenían ninguna oportunidad. El profesor Boswell, estando ya herido, consiguió refugiarse dentro de la cripta, aunque casi había terminado de cerrarla. El alemán al que usted llamó Hartwig —le dijo a Abby—, huyó, salió de allí corriendo. Y, entonces, uno de los tipos del Vaticano mató a Basar. Mehmet había caído y se había golpeado en la cabeza perdiendo el conocimiento. Por suerte, le dieron por muerto. Así pudo ayudar al profesor Boswell y a su amigo Kaspar, que estaba muy mal y, luego, buscó un sitio donde el móvil tuviera cobertura y me llamó pidiendo auxilio.
Oía la voz de Nuran y veía la escena en mi cabeza, pero no podía decir nada. Todo me daba igual menos Farag. Quería verlo, quería que saliera de aquel maldito quirófano de una vez. Quería abrazarlo. Quería recuperar nuestra vida, nuestra tranquila y feliz vida, y que los Simonson y toda su locura desaparecieran para siempre y nos dejaran en paz.
—Oye, Ottavia…
¡Cargante y pesada Abby Simonson! ¿Por qué no se iba a otra parte del mundo?
—Toma —dijo ofreciéndome un pañuelo de papel.
—No lo necesito, gracias —murmuré disgustada.
—Pues deberías secarte las lágrimas con algo. Tienes toda la cara mojada.
Ni lo había notado. Ni siquiera había sido consciente de estar llorando. Hacía tantísimos años que no lloraba que no recordaba que podía hacerlo. Cogí el pañuelo que me ofrecía y me sequé los ojos y las mejillas.
Pasó mucho tiempo. Horas. Por fin, a media mañana, un médico con traje de quirófano (no se había quitado ni las calzas ni el gorro, y la mascarilla le colgaba de una oreja), salió por una puerta mirando a derecha e izquierda.
—¿Familiares de Farag Boswell?
Salté de la maldita silla roja y me planté frente a él en menos de un latido.
—Soy su mujer —dije humildemente en turco. Aquel médico tenía a mi marido, sabía cómo estaba mi marido, podía devolverme a mi marido. Aquel médico era un dios para mí en aquel momento.
—¡Ah, doctora Salina! —sonrió—. Es un placer conocerla. Soy el doctor Akoğlu. No se preocupe por el profesor Boswell. Se encuentra perfectamente. La bala atravesó el hombro izquierdo, pasando entre la clavícula y el omóplato sin causar grandes daños. Sólo hemos tenido que coserle un poco. En un par de días estará como nuevo.
Suspiré tan profundamente, con tanto alivio, que el cirujano se rió. También yo me reí. De repente, la vida volvía a tener sentido y las cosas volvían a tener color. Aquel lugar olía a hospital y hacía mucho calor. No había notado nada hasta entonces. El tiempo se puso en marcha de nuevo.
—¿Y Kaspar Jensen? —pregunté, usando el apellido falso de la Roca.
—Es amigo suyo, ¿verdad? Su marido también ha preguntado por él. Verá, el señor Jensen está peor. La bala no rompió ninguna arteria pero, aun así, perdió mucha sangre y ha sufrido dos paradas cardiacas en quirófano. Ha habido que hacerle varias transfusiones. Por suerte, al final hemos conseguido estabilizarle. Saldrá de ésta, aunque tardará un poco más que el profesor Boswell. Es un hombre muy fuerte. Habría muerto si no lo fuera.
—¿Puedo ver a mi marido?
—Lo subirán ahora mismo por aquel ascensor de allá —dijo señalando unas puertas metálicas en el lado opuesto de la planta—. Lo estaban sacando de reanimación hace un momento.
—¿Y Kaspar Jensen? —preguntó Abby a mi lado.
—Todavía estamos con él —se lamentó el cirujano, que hablaba inglés y la había comprendido—. Pero acabaremos en una media hora, más o menos. Hay tejido que recomponer en el muslo izquierdo. Vuelvo a quirófano. Ha sido un placer conocerla, doctora Salina.
En cuanto el médico desapareció me volví hacia Abby muy despacio.
—Volvemos a casa —le comuniqué mirándola a los ojos con dureza—. Diles a tus abuelos que esta estúpida aventura se ha terminado. En cuanto Farag y Kaspar se recuperen, regresaremos a Canadá y no quiero que volváis a llenarles la cabeza con historias fantásticas. No quiero que los pongáis en peligro de nuevo. ¿Me has oído?
Abby asintió.
—No te preocupes, Ottavia —me dijo desolada—. Está todo preparado. Volvemos a Canadá en cuanto Kaspar salga de quirófano. Mis abuelos han contratado un avión medicalizado con personal sanitario y regresamos a Toronto directamente.
Me llevé una sorpresa mayúscula pero no protesté. Quería volver a casa. Con Farag e Isabella.
—Los niños —musité.
—Yo voy al hotel ahora a recogerlo todo y los llevaré conmigo al aeropuerto. Estaremos allí cuando lleguéis con las ambulancias. Nuran se queda contigo para encargarse de todo.
—Gracias —le dije con aspereza. Estaba enfadada con ella y con sus abuelos.
Abby se dio media vuelta y se alejó por el pasillo del hospital. Su perfecta melena rubia, su elegante forma de andar y ese glamour que irradiaba por los cuatro costados pregonaban a voces que era la exquisita heredera de una poderosa familia. No podía ocultarlo ni queriendo.
Me quedé allí, mirando la puerta del ascensor por el que tenía que aparecer Farag. Nuran no me molestó. Se colocó a un lado de las sillas y se quedó inmóvil. Cinco minutos después, las puertas se abrieron. Un celador maniobraba con dificultad para sacar la cama por la puerta mientras otro mantenía en alto el palo metálico con los sueros. Y en el centro, sonriente como un príncipe en el día de su coronación, mi héroe me miraba como si yo fuera la única estrella en el firmamento, la única persona sobre la tierra. Me dirigí hacia él con paso rápido y llegué a su lado justo cuando la cama abandonaba el ascensor.
—Apártese, señora, por favor —me dijo en turco el celador de los sueros—. ¿No ve que estamos intentando salir?
Me abracé a Farag y él me rodeó también con uno de sus brazos. Reconocí su olor y su calor, la forma de su cuerpo y su voz cuando exclamó:
—¡Basíleia, que me haces daño!
—¿Que te hago daño? —dije riéndome y soltándole—. Lo que voy es a matarte como vuelvas tú a hacerme algo así.
—¿Has llorado por mí? —preguntó encantando y feliz.
La cama avanzaba por el pasillo hacia una habitación y yo caminaba a su lado.
—¿Llorar por ti…? ¡Ya te gustaría!
—Pero, ¿has llorado? —insistió, cogiéndome de la mano con su mano libre porque la otra estaba oculta bajo un montón de vendajes.
Pese a su piel morena de egipcio mestizo, se le veía muy pálido y estaba totalmente despeinado. Sin dejar de andar le arreglé un poco el pelo sucio.
—¡Pues claro que he llorado por ti! Y bastante, por cierto.
Rió, feliz como un niño cargado de regalos.
—Yo sólo podía pensar en ti cuando me dispararon. Pensaba que, si me moría, no volvería a verte. Y me parecía absurdo porque tenía muy claro que, aunque me muriera, yo seguiría contigo siempre. Es extraño, ¿verdad?
Me acerqué y le di un beso en los labios. Nunca se lo había dicho pero, desde que me enamoré de él, hacía ya muchísimo tiempo, a veces, cuando le miraba sin que se diera cuenta, pensaba que, aunque tuviera más de una vida, aún me faltaría tiempo para estar a su lado. Y no se lo había dicho porque era un engreído y un fatuo y porque me pediría que se lo repitiera continuamente. Pero lo sabía. Vaya si lo sabía. Igual que yo sabía que, aunque apóstata e impío, soñaba con un más allá juntos, con una eternidad nuestra tan imposible para él como hermosa.
—¡Qué ateo más original! —le dije, sujetando más fuerte su mano y sin dejar de andar—. ¡Pues claro que seguiremos juntos cuando nos muramos! Pero dentro de sesenta o setenta años, ¿eh? Que aún tenemos mucho por vivir.