CAPÍTULO 39
Totalmente horrorizados por lo que acababa de ocurrir, las sacudidas en el puente cesaron. Los mosquitos seguían atacándonos con furia, pero Sabira había caído al precipicio y eso nos había conmocionado.
—¿Y si aún está viva? —pregunté, desesperada, apartando a los bichos de mi boca con las manos—. ¡Tenemos que rescatarla!
Oí un gemido ahogado. Era Gilad. Pero también escuché un llanto y era de Abby.
—¡Tenemos que rescatarla! —repetí trastornada. No podía creer que Sabira hubiera caído al fondo del barranco y hubiera… No, Sabira nos necesitaba, teníamos que ayudarla.
—Cálmate, basíleia —me dijo mi marido desde atrás—. Ya no podemos hacer nada por ella. No mires hacia abajo, por favor.
No pensaba mirar. Pero no podía aceptar que Sabira, la arqueóloga Asesina, la buena y valiente Sabira, hubiera muerto. No, no podía. No lo aceptaba. La preciosa mujer con aspecto de niña, inteligente, artista, dulce, no podía haber muerto. Las lágrimas, esas que no solían brotar en mis ojos, empezaron a rodar por mis mejillas. No, Sabira no, por favor, recé. Los mosquitos seguían picándonos vorazmente pero, durante unos segundos, dejé de notarlo y eso debió de pasarnos a todos porque la pasarela de piedra, que había quedado inmovilizada, empezó a sacudirse de nuevo cuando el prurito de las picaduras se impuso otra vez en nuestros cerebros. Sólo que ahora las sacudidas eran más fuertes, como si todos quisiéramos caer al vacío como Sabira.
—¡Al suelo! —gritó Farag, detrás de mí—. ¡Todos al suelo! ¡Tumbaos y avanzad arrastrándoos como dijo antes Ottavia!
Estaba muerta de miedo. Me tumbé y mis hombros quedaron a escasa distancia de los bordes. Las lágrimas seguían cayendo de mis ojos por la pobre Sabira, pero ahora sólo quería salir de allí. Salir de una maldita vez y salir viva.
Una vez tumbados, la nube de mosquitos siguió picándonos, pero ahora, al menos, no nos picaban por la parte delantera del cuerpo, aunque seguían atacando los ojos, los oídos y la boca con verdadera saña. Magnífico símbolo el que habían ido a elegir los ebionitas con los justos perseguidos porque, al final, sus perversas trampas contra ladrones habían conseguido matar a una mujer admirable que tenía una larga vida por delante. Ellos eran los perseguidores y Sabira su injusta víctima. Sentí una rabia sorda hacia ellos, hacia los ebyonim.
Con el corazón angustiado y afligido, traté de sacar de mi cabeza esos negros pensamientos. Los mosquitos volvieron a centrar mi atención. Lo peor eran los nervios, la necesidad imperiosa, ordenada por el cerebro, de sacudirte aquellos malditos bichos de encima y echar a correr lejos de las picaduras. Y también el escozor, la urgencia por rascar aquel picor infernal que te bloqueaba hasta el instinto de supervivencia, como le había pasado a Sabira. Busqué un lugar profundo en mi mente, un lugar oscuro (me lo podía permitir puesto que tenía los ojos cerrados), un lugar tranquilo donde poder rezar. Y empecé a hablar con Dios, con ese Dios a quien todavía veía de forma difusa, con un cierto toque de Yahvé, otro toque del Padre de la Trinidad y un toque más de alguien nuevo a quién aún debía conocer pero que se parecía mucho a la idea del Jesús Dios que había tenido toda mi vida y que tan cercana me resultaba. Y mientras rezaba, mientras buscaba consuelo y tranquilidad en Dios, seguía avanzando, alargando los brazos todo lo que podía, sujetándome a los bordes del puente y arrastrándome hacia delante al tiempo que empujaba con los dedos de mis pobres pies, que también estaban siendo masacrados por los asquerosos insectos voladores.
De vez en cuando, me sacudía la cara contra el suelo (casi limpio después de haber pasado sobre él los tres cuerpos que iban delante del mío), en un intento inútil por apartar a los mosquitos de mis ojos y mi boca. Al menos, se iban de la nariz, lo cual ya era muy de agradecer.
No sé cuánto tiempo pasamos en aquel infierno. Una eternidad. En algún momento, oí la voz de Farag preguntándome cómo estaba. Mientras me hablaba, escupía, alejando a los bichos de su boca. Oírle me tranquilizó. Si él estaba bien, lo demás no importaba. Le respondí como pude y seguí avanzando. Choqué con los pies de Gilad casi al final del trayecto y eso que él era mucho más musculoso y fuerte que yo. Quizá Kaspar o Abby le habían frenado. Yo ya no notaba el picor. Notaba los picotazos, notaba que estaba cubierta por una capa de mosquitos desde la cabeza hasta los pies, pero ya no notaba nada en el cuerpo, como si se me hubiera dormido.
La última vez que estiré los brazos y mis manos chocaron contra los muros de la pared de roca del abismo, sentí unos deseos locos de ponerme en pie y correr, pero fui prudente y esperé hasta que Gilad salió del puente. Entonces me arrastré hasta el final, me incorporé y me quedé allí, sola, aguantando más picotazos hasta que Farag estuvo a mi lado. Sólo entonces echamos los dos a correr hacia la abertura en la pared por la que ya habían desaparecido nuestros compañeros. Era la entrada a otro túnel, un túnel estrecho y frío que giraba y ascendía sin cesar. Los mosquitos se quedaron atrás. No nos siguieron. Supongo que ya habían comido suficiente o que no les gustaba el frío. Pero nosotros necesitábamos alejarnos del lugar en el que habíamos perdido a Sabira. Por otra parte, el escozor del cuerpo se estaba volviendo más insoportable. El frío túnel seguía subiendo, con tramos en rampa y giros bruscos, tan bruscos como su final en otra caverna oscura que las linternas de Kaspar y Abby iluminaban. Una enorme cisterna de agua nos cortaba el paso. Cuando Farag y yo llegamos, Gilad estaba llorando.
Sólo entonces me di cuenta de que Kaspar, Gilad y Farag tenían el torso lleno de arañazos y quemaduras por haberse arrastrado contra el suelo y, encima, toda la parte superior del cuerpo, espalda incluida, lleno de ronchas abultadas y puntos rojos. Uno de los párpados de Abby estaba espantosamente hinchado, cerrándole el ojo por completo, y los cinco, porque ahora Sabira no estaba, teníamos las caras enrojecidas y abotagadas.
Cuatro grandes fuentes de agua salían de la pared, alimentando la cisterna y enfriando el aire de la caverna.
—Supongo que el agua helada nos sentará bien —murmuró Farag.
—En cualquier caso —comentó Kaspar—, tenemos que nadar hasta el otro lado.
—Eso nos calmará el picor y nos bajará las inflamaciones —afirmó mi marido.
—¿La viste caer, Gilad? —preguntó Abby de pronto.
Todos enmudecimos. Sólo se oía el sonido de los chorros de agua.
—Sí, la vi caer —asintió él—. Se movía demasiado intentando apartar a los mosquitos. La sujeté por los brazos para que parara pero, en cuanto la solté, volvió a sacudir los brazos y el cuerpo intentando huir de las picaduras y, simplemente, cayó. Dejó de estar delante de mí antes de que me diera cuenta. No veía bien pero la seguí con la mirada hasta que se estrelló contra una roca del fondo y resbaló al cauce.
—¿El riachuelo la arrastró? —le pregunté yo, acariciándome los brazos para aliviar el picor.
—No, se quedó allí —me respondió, volviendo a llorar silenciosamente.
—Deberíamos echarnos al agua —nos urgió el ex Catón.
—¡No creas que no tenemos ganas, Kaspar! —le reprochó Abby, sacando su móvil del bolsillo impermeable del pantalón—. Por favor, encended vuestros móviles.
Obedecí tragándome las lágrimas. Volveríamos por Sabira. No íbamos a abandonarla allí. Su familia podría enterrarla adecuadamente.
—Es de la Fundación —dijo Abby, mirando la pantalla con el único ojo que tenía abierto—. Han localizado la señal del GPS de mi móvil muy cerca de la superficie de la montaña. Dicen que envían un equipo de rescate porque suponen que hemos llegado al final y que ya tenemos lo que buscábamos. Nos piden que dejemos los móviles encendidos para mayor seguridad.
—Pues les va a costar un poco rescatarnos aquí dentro —afirmé, echando una ojeada a la nueva cueva oscura.
—¡Insisto en que deberíamos meternos en la cisterna ya! —repitió Kaspar de mal talante.
Guardamos los móviles encendidos en los bolsillos de los pantalones y le obedecimos. En esta ocasión, en lugar de caer por sorpresa, cada uno fue entrando con el estilo que consideró más adecuado, desde el elegante y perfecto salto de Abby hasta mi prudente inmersión bajando poco a poco sin soltar las manos del borde porque no me fiaba ni un pelo de lo que pudiera haber en el agua.
Pero no había nada. Sólo era agua helada, gélida, que, como había dicho Farag, nos calmó muchísimo el picor y nos mejoró las ronchas inflamadas, deshinchando hasta el párpado de Abby. Las marcas rojas casi desaparecieron y las caras recuperaron su color y su aspecto normal. No es que resultara agradable estar allí dentro, pero notábamos un enorme alivio en las picaduras, así que aguantamos el frío todo lo que pudimos y, de paso, nos limpiamos algo de la mucha suciedad que llevábamos acumulada en el cuerpo.
Abby fue la primera en salir de la cisterna por el otro lado y, luego, salió Kaspar, y ambos se dejaron caer en el suelo, uno junto a otro, para descansar y entrar en calor. Farag, que parecía estar acompañando a Gilad, salió del agua con él pero, cuando salí yo, se sentó a mi lado apoyando la espalda contra la pared. Nadie dijo nada. A veces, el silencio en común es el mejor consuelo.
Con todo, no debía de haberme recuperado por completo de las picaduras porque noté un extraño calambre en la pierna. Me llevé la mano al muslo para masajearlo, sorprendiéndome al descubrir que lo que había confundido con un calambre era una vibración de mi móvil. Miré a los demás, esperando oír el pitido de sus teléfonos, pero todos permanecían muy quietos y con los ojos cerrados.
Saqué el móvil con cuidado del bolsillo del pantalón y miré la pantalla. «Tía, no digas nada». ¡Isabella! ¡Mi querida, dulce y añorada Isabella! ¡Mi niña! ¿Por qué no podía decir nada? Bueno, en realidad, todos estaban descansando, así que me limité a quitarle el sonido al teléfono antes de que emitiera cualquier pitido delator. En cuanto lo hice, entraron seis silenciosos mensajes de WhatsApp. Abrí la aplicación y vi que Isabella seguía con esa manía tan rara de escribir los mensajes en trozos pequeños.
«Ante todo, no me respondas. Estoy ahora con Jake y Becky.»
«Averigüé algo raro sobre ellos, como me pediste.»
«La madre de Jake era italiana y se llamaba Gabriella Simonini.»
«Una de sus bisabuelas era polaca y se llamaba Janina Simowicz.»
«Becky nació en Noruega y su apellido de soltera era Simonsen.»
«No me respondas. Besos.»
Me quedé tan perpleja que volví a releer todos los mensajes una vez más antes de volver a guardar el teléfono. ¿Por qué había vuelto Isabella a Toronto si nosotros la habíamos enviado con Linus al Paraíso Terrenal para que estuvieran a salvo de los esbirros de Tournier? ¿Por qué estaba con Jake y Becky en el hospital? No entendía nada. Algo muy extraño estaba ocurriendo fuera del monte Merón, aunque mucho más extraño era lo de los apellidos del árbol genealógico de los Simonson. De acuerdo que, estadísticamente hablando, la cantidad de Simo-algo era pequeña y podía ser una mera coincidencia, pero dejando de lado la estadística, esa coincidencia resultaba verdaderamente asombrosa, sin tener en cuenta que los cuatro apellidos (Simonson, Simonini, Simowicz y Simonsen) significaban lo mismo, «Hijo de Simón». La cabeza empezó a darme vueltas y no porque estuviera mareada.
Simón, Simeón, Shimeon, Shimon… Todos eran variaciones del mismo y antiguo nombre hebreo. De hecho, el verdadero origen de los cuatro apellidos sería «ben Shimeon», como el rabino de Susya, Eliyahu ben Shimeon. Pero, por sorprendente que todo esto pudiera parecerme (y me lo parecía mucho), lo que me atormentaba era que Isabella estaba fuera del Paraíso Terrenal. ¿Por qué? ¿Qué demonios hacía la niña en Toronto sin nuestro permiso? Al menos, Gottfried y Rau estaban aquí, en el monte Merón, pero eso no significaba que monseñor Tournier no tuviera capacidad para llevar a cabo cualquier otra barbaridad criminal en Toronto.
—Creo que deberíamos ponernos en marcha —oí decir a Abby.
Abby ben Shimeon, pensé sin poder evitarlo. Y, de pronto, me di cuenta de algo más. Abby era el diminutivo de Abigail. Su nombre auténtico era el nombre hebreo Abigail. Abigail ben Shimeon. Y Jake era el diminutivo de Jacob. Jacob ben Shimeon. ¿Y Becky? Becky era Rebeca, Rebeca Simonsen, Rebeca ben Shimeon. ¿Cómo se llamaba el hijo mayor de Jake y Becky, el que murió esquiando en Nueva Zelanda? ¡Nat, Nathan Simonson! Natán ben Shimeon. ¿Y el padre de Abby, el hijo pequeño de Jake y Becky…? ¡Dan! Daniel ben Shimeon. Los Simonson eran judíos, eran totalmente judíos aunque se hubieran empeñado en disimularlo muy bien. Además, conocían la Biblia y los Evangelios hasta el punto de que Jake, la primera noche que estuvo en casa, citó un versículo del Evangelio de… Mateo. El Evangelio de Mateo, el único que usaban los ebionitas.
Aquellos pensamientos me daban la loca sensación de que mi cabeza era el badajo de una inmensa campana que repicaba en el centro mismo de mi cerebro. ¿Los Simonson eran judíos y descendían del rabino ebionita Eliyahu ben Shimeon?
—¿No queréis encontrar los osarios? —insistió Abby, con cierta alegría en la voz—. Hemos llegado al final. Los osarios nos esperan.
La miré pero no la reconocí. No era la Abby Simonson con la que llevaba conviviendo casi dos meses. Era Abigail ben Shimeon. Tendría que haberle enseñado a Farag los mensajes de Isabella pero ahora ya no teníamos tiempo ni oportunidad. Todos nos estábamos incorporando para ir en busca de los osarios y me hubieran visto entregarle el móvil para que leyera algo.
Encendimos las luces de nuestras linternas y sólo entonces vimos la puerta. Una puerta de verdad, no una abertura tallada en el muro. De hecho, para hablar con propiedad, más que una puerta era un arco, un arco de medio punto con sus dovelas y sus jambas. Había que subir un par de escalones para pasar bajo el arco y ver lo que había detrás, que permanecía en penumbra. Sobre la piedra clave del arco, el símbolo ebionita de la estrella de David con la cruz en su interior aparecía tallado como un escudo o una señal de lo que representaba el lugar en el que íbamos a entrar.
Abby fue la primera en subir los escalones e iluminar el interior. El resto entramos detrás. Sin duda, ahora comprendía la importancia que aquello tenía para ella y para sus abuelos. Todas las piezas encajaban en mi cabeza.
De repente, habíamos salido de una montaña y habíamos entrado en una pequeña iglesia románica perfectamente construida, con los muros cubiertos por sillares, el suelo adoquinado y tres naves abovedadas separadas por columnas de fuste liso y capiteles con motivos geométricos.
—¡Una sinagoga! —exclamó Gilad asombrado.
Supongo que él sabría por qué lo decía porque, para mí, aquello era una iglesia medieval, claro que más horizontal que vertical, pues su ancho era de unos ciento veinte metros mientras que su largo apenas alcanzaría los sesenta. Frente a nosotros, sobre una especie de altar no demasiado alto, un único osario de piedra caliza de color claro destacaba como lo más importante de aquel recinto. Detrás, había un altar más grande y, al fondo, unas viejas puertas de madera que cerraban un armario. En la nave de la derecha, un grupo de otros ocho osarios idénticos al anterior formaban un círculo sobre el suelo y, en la de la izquierda, un osario solitario, cubierto por una vistosa tela de ajado terciopelo verde decorado con letras árabes bordadas en oro, descansaba apoyado sobre el suelo y contra la pared de la entrada. De algún modo, por sus posiciones, número y lugares de ubicación, adiviné de inmediato de quién era el osario de piedra que tenía delante de mí, a menos de treinta metros. Pero no quise creerlo. No todavía. No así.
Avanzamos hacia el altarcillo con pasos lentos y tímidos. Supongo que cada uno viviría aquel momento de forma diferente, desde sus creencias o desde sus afinidades o enemistades. Para mí era una sensación tan potente, tan poderosa, que no sentía que caminaba, ni que avanzaba, ni que llegaba. Sólo era consciente de que allí, frente a mí, tenía los restos de la persona más importante de la historia del mundo, alguien a quien yo había amado inmensamente como Dios y al que seguía amando inmensamente como ser humano. Tenía un intenso sentimiento de amor y familiaridad, como el de quien se acerca a la tumba de un padre o un hermano. Jesús de Nazaret, si es que de verdad estaba allí, si es que de verdad era él, representaba una de las partes más importantes de mi vida, la que le daba sentido, la que lo explicaba todo.
Gilad se inclinó hacia el osario, que se nos mostraba por uno de sus lados largos con su tejadillo a dos aguas, y, sin reverencia alguna, aunque sí con experiencia de arqueólogo, pasó suavemente la mano sobre la caliza para desprender el polvo y la tierra que los siglos habían acumulado. De inmediato, salieron a la luz dos inscripciones cuidadosamente talladas, escritas con bellos caracteres en hebreo y arameo. Iluminando con su linterna y señalando las letras hebreas con el dedo, de derecha a izquierda, empezó a leer:
—Yeshua ha-Messiah ben Yehosef.
—«Jesús el Mesías hijo de José.» —tradujo Farag, con voz de sorpresa, como si hasta ese momento no hubiera creído de verdad que habíamos encontrado los auténticos restos de Jesús de Nazaret.
—Dice lo mismo en arameo —añadió Gilad con un murmullo.
Un sollozo subió por mi garganta y caí de rodillas delante del osario, inclinando la cabeza. «Jesús, Jesús, Jesús…», empecé a repetir dentro de mí como una salmodia interminable, como una oración compuesta por una única palabra. Había sentido miedo desde el principio de que mi mundo se desmoronara si llegaba aquel momento, pero no se desmoronó. Fue como romper el cascarón y nacer a una vida nueva, más libre, más plena, más lógica.
No había notado que Kaspar también había caído de rodillas a mi lado y que todo su corpachón se inclinaba hasta el suelo en un extraordinario acto de humildad y devoción. Me di cuenta porque me rozó y, al volver la cabeza, vi que también él, casi desde el suelo, movía silenciosamente los labios como si rezara.
No podía creer que estuviera viviendo realmente aquel momento. Todo ocurría como un sueño, como si fuera una fiesta y estuviera recibiendo el mejor regalo que nadie pudiera recibir en su vida. Y, entonces, empecé a rezar. Empecé rezando a Dios, al único Dios y, sin darme cuenta, en mi diálogo introduje a Jesús, di gracias por haberle encontrado, por haber tenido la oportunidad de vivir aquel precioso momento que también iba a cambiar mi vida para siempre. Fue delante del osario de Jesús donde, por fin, conocí a mi Dios, al que me acompañaría durante el resto de mi vida y fue Jesús quien me lo dio, como hizo en vida para toda la humanidad aunque, luego, gente como Pablo de Tarso, el seudoapóstol, lo cambiara todo para crear una nueva religión hecha a su imagen y semejanza, no a la de Dios y no a la de Jesús.
Una mano se posó dulcemente en mi hombro para llamar mi atención y, al girarme, vi a Farag haciéndome señas para que mirara hacia la nave de la derecha. Me quedé de piedra cuando, siguiendo su indicación, vi a Abby Simonson, arrodillada como Kaspar y como yo frente a otra de las arquetas de piedra caliza. Farag se inclinó hacia mi oído:
—Le ha pedido a Gilad que buscara el osario de Simón, hijo de José y hermano de Jesús el Mesías.
Un destello luminoso y eléctrico cruzó mi cerebro dejándome sin respiración. Abigail ben Shimeon había buscado, en primer lugar, los restos de Shimeon ben Yehosef akhui d’Yeshua ha-Messiah. No podía ser casualidad. No era casualidad.
Mientras Kaspar seguía rezando ante Jesús, Abby permanecía arrodillada ante los restos de Shimeon, el hermano de Jesús, y Gilad abría con infinito cuidado las puertas de vieja madera del armario de la pared del fondo, me incorporé y saqué mi móvil del bolsillo. Abrí el WhatsApp y le pasé a Farag los mensajes de Isabella sin decir nada. Él los leyó, me miró alucinado, volvió a leerlos, miró a Abby y me devolvió el móvil. Su cabeza echaba humo, como la mía.
—No puede ser —me dijo moviendo los labios pero sin emitir ningún sonido.
—Pensé que descendían del rabino Eliyahu ben Shimeon —musité en su oído con una voz casi inaudible—, pero me parece que descienden de Shimeon akhui d’Yeshua. Farag, ¡son descendientes de Jesús!
—Indirectamente —susurró. Su rostro barbudo era la viva imagen de la confusión.
—¡Tan indirectamente como quieras, pero descienden de José y María, los padres de Jesús de Nazaret! —siseé con la excitación saliéndome por las orejas. O todo aquello era una irreverencia descomunal, una blasfemia y una abominación, o, desde el nuevo punto de vista que nos daba la realidad que nos envolvía, estábamos descubriendo secretos histórico religiosos de proporciones incalculables.
—Recuerda que Eusebio de Cesarea —me recordó Farag— afirma que Judas, Yehuda, el hermano de Jesús tuvo dos nietos[40]. Y es evidente que, si Jesús tuvo hermanos y hermanas y muchos primos, la mayoría de ellos tendrían hijos y nietos. De hecho, hay constancia histórica de que hubo descendientes de la familia de Jesús en Nazaret hasta mediados del siglo III.
—¡Los Simonson! —afirmé con rotundidad (aunque en susurros).
—Posiblemente —admitió mi marido volviendo los ojos hacia Abby, que ahora se arrodillaba, juntaba las palmas de las manos e inclinaba la cabeza, ante cada uno de los otros siete osarios. Cuando terminó, se puso en pie y se encaminó hacia el osario de Jesús de Nazaret, pero, entonces, nos descubrió observándola. Se detuvo, nos miró, nos sonrió con afecto y siguió lentamente su camino hasta que llegó junto a Kaspar, a cuyo lado volvió a arrodillarse aunque, en esta ocasión, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente.
—¿Qué hace Gilad? —me preguntó de pronto mi marido.
Busqué al arqueólogo judío con la mirada y lo encontré sacando unos fardos enormes del interior del armario. Farag y yo, rodeando el altar de Jesús y otro altar más grande que había detrás, nos apresuramos a ayudarle.
—Deja que te eche una mano —le dijo Farag.
Pero Gilad se negó.
—Son antiguos rollos de la Torá —nos dijo, dejándolos con cuidado sobre el altar grande que debía de ser el bimah, la plataforma para la lectura—. Ese armario es el Arca, el Aron Kodesh, donde se guardan los rollos en todas las sinagogas del mundo.
—Entonces, ¿este lugar es de verdad una sinagoga? —pregunté. Para mí, aunque fuera una sinagoga, también era una iglesia. La presencia de los restos de Jesús de Nazaret, de María, su madre, y del resto de su familia, convertían aquel lugar en lo que yo entendía por una iglesia cristiana. Aunque, claro, como todo lo que hacían los ebionitas, la mezcla entre judaísmo y cristianismo era absoluta. Ya lo indicaba la cruz y la estrella sobre el arco de entrada.
—Una sinagoga del siglo XIII, Ottavia —afirmó—. Un hallazgo impresionante.
—¿Eres consciente, Gilad, de que ahí mismo están los restos de Jesús de Nazaret? —no pretendía incomodarlo, sólo me sorprendía que estuviera más impresionado por la sinagoga que por los osarios. Se detuvo en seco.
—¿Debería mostrar más respeto? —se preocupó. Para él Jesús no significaba nada y temía haber actuado inapropiadamente sin darse cuenta.
—No, no —le tranquilizó Farag—. No es necesario.
Gilad asintió con la cabeza y fue a por el quinto y último rollo de la Torá. Había cuatro rollos sobre el bimah, enfundados en sacos de terciopelo negro ricamente bordados en plata con letras hebreas y representaciones de las tablas de Moisés, las de los Diez Mandamientos. De los sacos, salían los extremos de unos rodillos de plata ennegrecida en torno a los cuales debían de estar enrollados los pergaminos con los textos de los cinco libros de la Torá, lo que nosotros llamábamos el Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio).
Y, entonces, escuché el clásico sonido de uno de aquellos resortes que habíamos pisado por toda la montaña durante once días y me volví rápidamente hacia su punto de origen: el Aron Kodesh, el Arca Santa, de donde Gilad acababa de coger el último rollo de la Torá. Él también se había quedado petrificado, convertido en una estatua con el enorme rollo entre los brazos.
—¡Oh, oh! —dejó escapar Farag esperando, como Gilad y yo, que ocurriera alguna catástrofe en aquel mismo momento.
Al punto, empecé a escuchar el siseo de la arena moviéndose por detrás de todas las paredes de aquella sinagoga cristiana. Enormes cantidades de arena se desplazaban a toda velocidad dando paso, a continuación, al ya conocido traqueteo metálico de numerosas cadenas enrollándose o desenrollándose. Kaspar, de un salto, se puso en pie y, con Abby, se acercó hasta nosotros.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con su vozarrón grave. Tenía los ojos húmedos.
Farag y yo señalamos acusadoramente a Gilad, que seguía sin moverse con el monumental rollo de la Torá entre los brazos. Había que ser muy fuerte para soportar tanto tiempo el peso de aquel fardo.
En ese momento, el más espantoso de los ruidos, el de la fricción entre dos piedras, me puso los pelos de punta porque, además, vino acompañado por un terremoto en el techo y un ruido de cadenas soltándose de golpe. Pero la parte de techo que se desencajó con gran estrépito, entre chirridos, crujidos y chasquidos fue la del centro de la nave de la izquierda, donde, pegado a la pared de la puerta, permanecía el osario de Hasan i-Sabbah, el fundador de la secta de los Asesinos (o de los ismailitas nizaríes), al que no habíamos prestado la menor atención. Si Sabira hubiera estado aún con nosotros, seguramente hubiera sido el momento más importante de su vida, pero nosotros apenas nos habíamos fijado en su presencia más que para adivinar desde lejos a quién pertenecían aquellos restos.
La gruesa pasarela de piedra que cayó del techo como un tobogán, colgando de dos cadenas en el extremo que tocó suelo a unos cinco metros del osario de Hasan i-Sabbah, se abría al exterior, dejando pasar raudales de luz y de aire de montaña (además de una cantidad enorme de tierra, hojas, raíces, plantas y, probablemente, también una gran cantidad de bichos, que ensuciaron el adoquinado de la sinagoga).
Aún no nos habíamos repuesto de la impresión cuando un escuadrón paramilitar con trajes de camuflaje y provistos con todo tipo de armamento empezó a descender por la pasarela apuntándonos con sus fusiles.