CAPÍTULO 34
El pitido agudo y prolongado del teléfono móvil de Kaspar sonó mientras esperábamos que, una vez apagado el incendio y consumido el liquen, la temperatura dentro de la caverna bajara hasta ser humanamente soportable para no convertirnos en carne asada en su jugo.
—¡Isabella! —exclamé.
De algún modo extraño e incomprensible, saber que mi sobrina nos llamaba y que estaba ahí me hacía sentir oleadas de amor hacia ella.
—¡Farag, es Isabella! —le dije a mi marido, que también sonreía.
Permanecíamos sentados en los escalones de la parte superior del tubo porque, a pesar de que ya no salía humo de la cueva, la roca debía de haber alcanzado temperaturas tan enormes durante el incendio que no había quien se acercara a un metros de la puerta.
—No es Isabella —gruñó Kaspar—. Encended todos vuestros móviles.
—Y, si no es Isabella, ¿quién te llama? —pregunté.
Curiosamente, en aquel lugar, mi teléfono lucía un puntito de cobertura. Pero si Kaspar nos pedía que encendiéramos los móviles, significaba que el mensaje llegaba a través de la malla de nodos establecida por el Paraíso Terrenal.
—Es Navil, uno de los ingenieros —repuso la Roca—. Los servicios forestales israelíes han detectado una columna de humo en la cara norte del monte Merón, a unos cuatrocientos metros de la cima, en una cresta estrecha y abrupta cerrada al público. Me da las coordenadas y quiere saber si somos nosotros y si necesitamos ayuda.
—Claro que somos nosotros —afirmé—. Y claro que queremos que nos rescaten y nos saquen de aquí.
—¿Esos servicios forestales van a mandar bomberos o algún equipo de observación? —se preocupó Farag. Andábamos un poco descoordinados esos días en cuanto a seguridad personal y calidad de vida.
Kaspar, que seguía recibiendo mensajes y leyéndolos en silencio, asintió.
—Ya lo han hecho, pero no han visto llamas. De todos modos, me dice Navil que van a seguir patrullando desde el aire, con helicópteros, por si el humo se convirtiera en incendio.
—Bueno, pues no tardarán en marcharse —comentó Sabira—. Ya no sale humo.
—Es increíble que, desde el exterior —se admiró Gilad—, no vean las rejillas de piedra. Deben de estar perfectamente camufladas por la vegetación o las rocas.
—Pregúntale a ese tal Navil por Isabella —le pedí a Kaspar.
—Isabella está bien —refunfuñó el ex Catón—. No voy a preguntar nada.
Contuve mi ira porque, en el fondo, sabía que Isabella se encontraba perfectamente y porque tenía otra pregunta mucho más importante que hacer:
—Y tú, Abby, ¿no quieres preguntar por Jake y Becky?
Y sí, lo vi, vi de nuevo aquel fugaz gesto de temor que desapareció instantáneamente disolviéndose en una perfecta y amable sonrisa.
—¿Y cómo iban a saber en el Paraíso Terrenal cómo se encuentran mis abuelos?
—Voy a pedir que lo averigüen —murmuró Kaspar tecleando sin parar y sin esperar a que Abby se lo pidiera.
—¿No estás preocupada? —insistí.
—Estoy muy preocupada, Ottavia —me dijo con tal sinceridad en el rostro y en la voz, y con tanta extrañeza por mis preguntas, que me sentí idiota. Realmente, me dije, Farag tenía razón cuando me acusaba de ser insoportablemente desconfiada—. Pienso en ellos continuamente y sólo deseo que se estén recuperando para poder abrazarles cuando salgamos de aquí y darles la buena noticia que llevan esperando toda su vida.
—Nos informarán en cuanto lo averigüen —anunció Kaspar, levantando la cabeza y mirando a Abby.
Abby sonrió con tanto agradecimiento que, para no sentirme más vil y despreciable, borré cualquier duda de mi cabeza.
—Isabella y Linus están bien —concluyó el ex Catón, apagando la pantalla de su móvil. La conexión había terminado.
Pasamos casi todo el día en la dichosa escalera, aburridos y en silencio, esperando que la caverna se enfriara y, cerca ya del anochecer, cuando apenas entraba un resto de luz por las rejillas del cono, Sabira, que se había hecho responsable de ir controlando la temperatura de la cueva al ser la que estaba más cerca de la puerta, nos avisó de que ya podíamos entrar.
Encendimos las linternas y, siguiéndola, atravesamos aquel siniestro lugar antes recubierto por completo de liquen y ahora negro como la noche por el hollín del incendio. El hueco de la salida estaba al otro lado, justo enfrente de la entrada. Si nos hubiéramos molestado un poco en pensar con lógica quizá no hubiera sido necesario quemar tanta comida, pensé, porque, por mi educación, destruir comida era tan horrible para mí como destruir libros: algo espantoso, irresponsable y criminal.
La nueva abertura daba paso a una escalera ascendente que giraba con suavidad hacia la izquierda para introducirse otra vez en el interior de la montaña y alejarnos de la ladera. Como en ocasiones anteriores, se trataba de una escalera de piedra entre dos muros con un feo techo abovedado.
Estuvimos subiendo y girando como unos diez o quince minutos hasta que llegamos a una nueva caverna, el lugar donde, sin duda, tendríamos que sudarnos duramente la misericordia (si no la misericordia divina, al menos la misericordia ebionita). Se trataba de otra cueva redonda, también con techo en forma de cúpula y una fuentecilla de agua fresca en el lado izquierdo. En esta ocasión, sin embargo, había dos diferencias significativas respecto a las cuevas anteriores: la primera de ellas era que, no sólo una enorme rueda de piedra clausuraba la salida que se encontraba enfrente, sino que había, además, otras cuatro ruedas más pequeñas llenas de símbolos situadas a su izquierda e incrustadas en un rectángulo tallado en la pared de unos cinco metros de largo por uno de alto. El diámetro de cada una de estas cuatro ruedas de piedra sería como de medio metro y su ancho sería el mismo que la profundidad del rectángulo, es decir, unos veinte o treinta centímetros. A saber qué se suponía que debíamos hacer.
La segunda diferencia era que el suelo de la caverna estaba cubierto por restos de lo que parecían haber sido unas esbeltas columnas decorativas de estilo egipcio con capiteles campaniformes, columnas que habían terminado por desmoronarse dejando pesados trozos de fustes, zócalos y adornos de piedra por todas partes. Seguramente, como Israel estaba justo encima de esa falla donde colisionaban las placas tectónicas Arábiga y Africana, se habían venido abajo durante algún pequeño movimiento sísmico que había tenido lugar en los últimos ochocientos años.
—«Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia» —recordó Farag cuando los seis nos quedamos parados en el centro de aquel círculo mirando las cuatro ruedas pequeñas.
Como una de esas bandadas de pájaros que giran a la vez en el cielo o uno de esos bancos de peces que cambian simultáneamente de rumbo en el agua, los seis dimos el primer paso al mismo tiempo en dirección a las ruedas y seguimos avanzando hasta colocarnos frente a ellas. Parecían estar sujetas al fondo del rectángulo por un eje central fijo, como si fueran volantes de coche que tuvieran que mover, detrás de la pared, algún tipo de engranaje.
—¿Qué demonios tiene que ver todo esto con la misericordia? —bramó Kaspar hecho una furia.
Cada una de las cuatro ruedecillas tenía grabados ocho radios, es decir, que estaba dividida en ocho partes u ocho porciones si hubieran sido gráficos circulares, y en cada una de dichas porciones había un símbolo que, finalmente y mirando más de cerca, resultaron no ser símbolos sino letras, unas bonitas letras grabadas delicadamente que así, a primera vista, parecían pertenecer a muchos alfabetos diferentes. Reconocí letras hebreas y latinas y, además, vi, en la primera de las ruedecillas, una preciosa letra Pi mayúscula griega (Π) que me aceleró el corazón. Resultaba evidente que había también letras griegas, el problema era que, precisamente por estar en mayúscula, se confundían con las latinas, al ser ambos alfabetos bastante parecidos. Si hubieran estado en minúscula hubiera sido mucho más fácil distinguirlas. Y, luego, había también otras letras que, para mí, eran puro galimatías hasta que Gilad, que sabía arameo, las reconoció:
—Son siríacas —afirmó rotundamente—. Ésta es, sin duda, una waw siríaca.
Y señaló, en la primera ruedecilla, este símbolo:
Abby dio un paso atrás para mirar con perspectiva (porque todos nos habíamos echado hacia delante, hacia la primera rueda, para mirar la waw siríaca) y nos preguntó con humor y de manera retórica:
—¿Queréis saber en qué consiste esta prueba?
Nos volvimos a mirarla con gesto de niños aplicados que atienden a la profesora durante una visita escolar a un museo.
—En marcar el número secreto en un cajero automático —dijo con una alegre sonrisa de orgullo—. Hay que encontrar los cuatro dígitos correctos para que el cajero te entregue el dinero o, en este caso, para que el enorme disco que cierra la salida se aparte y nos deje salir.
—Y esos cuatro dígitos, o letras de distintos alfabetos —añadió Farag, pensativo—, están, de algún modo, relacionados con la misericordia.
—Esto va a ser una locura —dijo Gilad, volviendo a examinar las cuatro ruedecillas de piedra—. Veo tres alfabetos diferentes…
—Cuatro —señalé yo, poniendo un dedo sobre la letra Pi griega. Sabía que se estaba confundiendo con las letras mayúsculas latinas.
—Pues cuatro; aún peor —se lamentó.
—Ocho letras por cuatro ruedas —calculó Kaspar—. Eso nos da treinta y dos letras de cuatro alfabetos diferentes. ¿Y hay que encontrar una única combinación de cuatro dígitos para superar la Bienaventuranza de la misericordia? Creo que vamos a pasar aquí mucho tiempo.
Farag suspiró con paciencia y yo le leí el pensamiento. Es lo que tiene la fusión de dos en uno al cabo de tantos años.
—Te equivocas, Kaspar —dije apresuradamente—. Ésta va a ser la prueba más fácil. Es nuestro territorio. Las lenguas clásicas son nuestra especialidad. Y estas cuatro, el hebreo, el siríaco, el griego y el latín tienen en común la característica de ser, hasta el día de hoy, las lenguas más usadas por el cristianismo durante dos mil años. Yo domino el griego…
—Yo también —me cortó el ex Catón, obligándome a morderme la lengua para no decirle que, comparado conmigo, él sabía de griego lo que yo de informática.
—Yo domino el griego —repetí pronunciando cuidadosamente cada sílaba para que le quedara clarito el concepto—. Farag, además del hebreo, también sabe latín y un poquito de siríaco. Gilad no sólo tiene el hebreo como lengua materna sino que domina el arameo.
—Pero, Ottavia —objetó Gilad—, el arameo y el siríaco no son exactamente iguales. El siríaco es un dialecto del arameo, es verdad, y puedo reconocer las letras e, incluso, leerlo un poco. Pero el siríaco no es mi especialidad.
—Pues Farag y tú trabajaréis juntos en el siríaco —decreté, asumiendo con gran placer la jefatura suprema de las FEOPR. Las mujeres también teníamos derecho a deleitarnos con el dulce sabor del poder y de la autoridad suprema. A mí, en concreto, me encantaba.
—Yo trabajaré contigo en el griego, Ottavia —repitió Kaspar, amargándome el momento. Volví a morderme la lengua. ¡La llevaba clara!
—Entonces, Sabira y yo no podemos hacer nada —se quejó Abby, aunque le vi en la cara que le costaba guardar por más tiempo su secreto.
—¡Oh, vaya! —repuse muy sorprendida—. ¡Y yo que te iba a encomendar el hebreo! Durante estos días me había parecido que lo dominabas bastante bien.
Sus ojos cruzaron una mirada de inteligencia con los míos y sonrió.
—Creí que se lo encargarías a Gilad —se excusó inteligentemente—, por eso no me había ofrecido.
—Gilad trabajará con Farag en el siríaco —concedí desde mi trono victorioso—, pero también puede echarte una mano si lo necesitas.
—Pues, entonces, yo trabajaré con Abby en el hebreo — anunció raudamente el mudable y celoso ex Catón—. También lo he estudiado durante estos años en el Paraíso Terrenal.
«¡Uff, menos mal!», pensé, aliviada por habérmelo quitado de encima.
—Yo estudié latín durante la carrera —dijo Sabira con un cierto pesar—, pero lo cierto es que ya no recuerdo nada. No he vuelto a tocarlo desde entonces.
—Tranquila —le dije—. Yo también recuerdo un poco y algo haré, sobre todo porque, de momento, las letras latinas son indistinguibles de las griegas y es bueno que trabaje con las dos lenguas. Además, cuando Farag termine con el siríaco, le pasaré el latín.
—Bien, pues entonces —repuso, aliviada—, yo me encargaré de dibujar las ruedas y las letras. Haré una copia para cada uno y así podréis trabajar con mayor comodidad.
La idea nos pareció fantástica. Nos concentraríamos mejor si trabajábamos sobre croquis de los grabados que permaneciendo todos de pie delante de ellos queriendo girar las ruedas a la vez en distintas direcciones.
—Es tarde —dijo Abby—. Cenemos y descansemos. Luego, nos pondremos con el código hasta que tengamos sueño.
—Llevamos todo el día sentados en las escaleras del tubo, Abby —le reprochó la Roca—. No me dirás que estás cansada.
—Pues sí, Kaspar —replicó ella, empezando a enfadarse. «¿Problemas en el paraíso?», me pregunté sorprendida—, estoy cansada. Hoy hace exactamente una semana que entramos en el monte Merón. ¡Una semana! Y no creo necesario recordarte todo lo que nos ha pasado durante esta semana.
Kaspar arrió velas rápidamente. Me encantaba verlo tan dócil y sumiso. Por supuesto, lo usaría en su contra en cuanto se me presentara la primera ocasión.
—De acuerdo —admitió él—. Si a los demás les parece bien, por mí no hay problema.
—Los demás estamos encantados con la propuesta de Abby —declaré, sentándome con las piernas cruzadas en el mismo sitio en el que nos encontrábamos. ¿Para qué buscar otro lugar si no teníamos nada más que tres bultos de comida? Pero mi marido, que cargaba con uno de esos bultos, se agachó un poco, me cogió por el brazo y tiró de mí hacia arriba.
—Vayamos más cerca de la fuente —propuso—. Podemos utilizar algunos de esos trozos desperdigados de columnas rotas para fabricar asientos.
De modo que, al final, acampamos. No con el lujo oriental de los primeros días en el Merón pero, dentro de nuestra miseria, con una cierta comodidad. Entre todos, arrastramos o rodamos trozos de fuste y los pusimos en pie, de forma que, aunque sentados en el suelo, disponíamos de respaldos. Los trozos más pequeños y finos de los capiteles campaniformes rotos, nos servirían luego para apoyar las cabezas a la hora de dormir. Le dimos a todo un aspecto acogedor alrededor de la fuente (aunque nos hubieran hecho falta unas flores para que resultara realmente hogareño) y, una vez acabados los preparativos, por turnos, nos descalzamos y nos lavamos bien los pies, que, felizmente, conservaban aún las suturas cutáneas bajo las cuales las heridas tenían un aspecto excelente. Luego, apoyamos las piernas sobre fragmentos de columna para que tanto pies como suturas se secaran al aire y sacamos los pedazos de maná de la cena. Tuvimos que volver a calzarnos para llegar hasta la fuente y beber la tan necesaria agua que ayudaba a tragar el liquen.
—Misericordia. Cuatro letras —bromeó Farag mientras volvía a mi lado después de beber.
—¡Ojalá fuera un crucigrama! —exclamé, tragando en seco mi propio pedazo.
Sabira se dio mucha prisa con la cena, de forma que terminó la primera y, llevando su linterna y sus hojas en blanco, se encaminó hacia las cuatro ruedas de piedra para empezar a dibujar. El resto, no sin cierta culpabilidad, continuamos cenando y bromeando como si aquello fuera una divertida acampada de fin de semana en lugar de lo que era en realidad: una tortura maquiavélica pensada por un grupo de ebionitas fanáticos para proteger lo más sagrado e importante que tenían de los ladrones de tumbas. Pero, pensándolo bien, ¿qué ladrón de tumbas aguantaría todos aquellos tormentos por robar los restos de Jesús de Nazaret y su familia? Sí, bueno, como dijo Kaspar, cualquier ladrón y también cualquiera que no fuera ladrón como, por ejemplo, nosotros mismos, es decir, académicos, investigadores y arqueólogos. De hecho, la impresión que teníamos era la de ser los primeros (y los únicos en ocho siglos) que estaban superando aquellas pruebas. No parecía que nadie hubiera pasado antes por allí.
Sabira regresó al grupo con un primer croquis de las ruedas y sus letras pero se negó a enseñárnoslo porque, dijo, tenía papel suficiente y quería hacer una copia para cada uno. Y sí, las copias fueron pasando de mano en mano poco a poco y sin que ninguno abriera la boca para comentar nada. Al final, como la pobre Sabira casi había llegado a memorizar el dibujo, lo ejecutaba ya a toda velocidad. Cuando me tocó el turno, y conste que fui la última, me entregó mi hoja:
—Me he fijado —dijo ella en ese momento— que, encima del hueco rectangular, en la parte de afuera y coincidiendo con el eje vertical de cada rueda, hay cuatro pequeñas marcas casi imperceptibles. Creo que indican que debemos poner arriba la letra correcta de cada rueda, coincidiendo con la marca, para formar el código.
No teníamos bolígrafos para hacer anotaciones o probar combinaciones de letras. Sólo estaba el lápiz de Sabira, el precioso portaminas dorado, y aunque ella dijo que tenía minas suficientes y que no nos preocupáramos porque no se iban a gastar, éramos tres equipos de trabajo para un único lápiz. La solución no parecía sencilla. Al final se decidió que lo iríamos pidiendo conforme lo necesitáramos y que Sabira nos lo iría dejando y controlando los tiempos de uso de cada grupo. Claro que en mi grupo sólo estaba yo y trabajaba con dos lenguas, mientras que los otros eran dos por grupo para una sola lengua. Se consideró justo que yo tuviera derecho a usar el lápiz el doble de tiempo que el resto de equipos.
—¿Tienes goma de borrar? —le pregunté a la arqueóloga Asesina.
—Sí, el portaminas tiene su propio borrador —me respondió, entregándomelo a mí la primera—. Quita el tapón metálico de arriba y lo encontrarás.
Hice lo que me decía y encontré el minúsculo trocito de goma de borrar. A toda velocidad (porque sabía que Sabira había empezado a contar el tiempo y que era sumamente metódica), borré de mi croquis las letras de los alfabetos hebreo y siríaco. No sólo no me interesaban sino que me distraían, así que mis ruedas conservaron sólo las letras griegas y latinas:
Tenía cuatro letras por rueda, todas en mayúscula, dieciséis en total, de las cuales sólo dos (la letra Π —Pi— de la primera rueda y la letra Ω —Omega— de la tercera) eran claramente griegas. También tenía una letra R en la tercera rueda que era indudablemente latina. Las trece restantes podían ser tanto griegas como latinas aunque no debía olvidar que, por definición, dos de las cuatro letras de cada rueda eran griegas y las otras dos latinas.
Parecía un problema complejo, pero sabía que se trataba de una simple cuestión de probabilidades estadísticas. Además, me di cuenta de que tenía otras ventajas en las que no había caído hasta ese momento: en la primera rueda había dos letras iguales, que tanto podían ser la I latina como la I —Iota— griega. En la segunda rueda pasaba exactamente lo mismo: tenía una N latina que podía ser también una N —Ny— griega. Y en la cuarta rueda, para rematar mi gran suerte, tenía tres letras I latinas o Iotas que podía utilizar indistintamente.
El lápiz estaba ahora en poder de los siríacos, así que tuve que esperar un poco hasta que Sabira se lo quitó y me lo dio a mí con el doble de tiempo que a los demás, de modo que empecé a combinar letras rápidamente en la parte vacía de la hoja de papel.
Tenía que empezar dando por sentado que todas las letras (menos la R) eran griegas, ya que sólo así podría formar el código (si es que era tal, si es que existía en griego y si es que estaba relacionado con la misericordia). De esta manera, la primera letra sólo podía ser alguna de las tres diferentes de la primera rueda: Π —Pi—, Ι —Iota—, o Μ—My—.
Si empezaba por la primera, la Π —Pi—, las tres letras diferentes de la segunda rueda formaban ΠΝ —Pi-Ny— o ΠΡ —Pi-Rho— o ΠΑ —Pi-Alfa—. Muchas palabras griegas empezaban por esas tres combinaciones de dos letras, de modo que las tres seguían siendo válidas. Continué por la primera combinación, ΠΝ, y le añadí las tres letras de la tercera rueda: ΠΝΩ —Pi-Ny-Omega—, ΠΝΒ —Pi-Ny-Beta— y ΠΝΝ —Pi-Ny-Ny—. Y ahí se terminaba todo. Que yo supiera, ninguna palabra griega empezaba por esas tres combinaciones, así que retrocedí. Pero era mi turno de devolver el portaminas, de manera que traté de continuar sin notas, haciendo las construcciones en mi cabeza.
La primera letra tenía que ser otra vez la Π —Pi—, pero ahora debía añadirle la letra Ρ —Rho— de la segunda rueda y las tres de la tercera. Ésta era muy fácil, porque las combinaciones ΠΡΒ —Pi-Rho-Beta— y ΠΡΝ —Pi-Rho-Ny—, no existían en griego, así que sólo me quedaba ΠΡΩ —Pi-Rho-Omega—. En la cuarta rueda, según la premisa de «todo en griego» sobre la que trabajaba, tenía tres I —Iota— y una E —Épsilon—, de modo que sólo tenía dos combinaciones posibles ΠΡΩΙ y ΠΡΩΕ, y la última no significaba nada, no existía en griego. La primera, en cambio, sí. ΠΡΩΙ significaba «temprano» o «pronto». No le vi ninguna relación con la misericordia, pero tomé nota mental de que había encontrado mi primera palabra griega con sentido.
Ya sólo me quedaba combinar Π —Pi— con Α —Alfa— y, luego, seguir el ciclo de asociaciones con las letras de la tercera y la cuarta ruedas. Sólo una de las seis posibilidades dio resultado: ΠΑΝΙ —Pi-Alfa-Ny-Iota—, que significaba «paño». Pero tampoco le vi ninguna relación con la Misericordia. De todas formas, volví a tomar nota mental para contarlo cuando pusiéramos en común nuestros descubrimientos. ¿Quién sabía…? Quizá alguien le encontrara algo misericordioso al «temprano» o al «paño». Pero bueno, sólo habían sido las combinaciones de la primera letra de la primera rueda. Debía continuar con la siguiente y, dado que tenía dos I —Iotas— y una M —My—, opté por la I —Iota—, ya que las probabilidades eran dobles.
Tuve la suerte de que en ese momento el lápiz quedó libre y pedí mi turno de uso. De modo que, a toda velocidad, y sin intención de encontrar aún sentido a ninguna palabra que apareciera, empecé a dibujar un diagrama escribiendo las letras y dibujando las flechas que salían de cada una de ellas con todas sus combinaciones posibles. De la primera I —Iota—, salían tres flechas, al final de las cuales anoté Ν —Ny—, Ρ —Rho— y Α —Alfa—. De cada una de ella salían también otras tres flechas (nueve combinaciones en total), con la repetición de las tres letras de la tercera rueda (Ω —Omega—, Β —Beta— y Ν —Ny—). Y terminé haciendo lo mismo con las dos letras posibles de la cuarta y última rueda, la I —Iota— y la Ε —Épsilon—. Dieciocho posibilidades de cuatro letras. Y, sin duda, alguna de ella tendría sentido en griego. Pero, en ese momento, Sabira me reclamó el portaminas entre las protestas y las quejas tanto de los siríacos como de los hebreos, que reclamaban de malos modos sus tiempos de lápiz acusándome de abuso e injusticia.
Entregué el lápiz a regañadientes y, cuando se calmaron las aguas, me quedé a solas con mi hoja y mi diagrama. Y, entonces, lo vi.
Ahí estaba, tan claro como la luz del sol, tan evidente como el mar y el cielo. La línea de flechas de una de las dieciocho posibilidades, concretamente la tercera, se iluminó por sí sola ante mis alucinados ojos como el filamento de una vieja bombilla incandescente. Ahí estaba el código del cajero automático del siglo XIII, ahí el símbolo del mayor acto de amor y misericordia de la historia del mundo. Los ebionitas no podían haber encontrado, no una palabra (porque no lo era), sino un acrónimo que representara mejor para todos los cristianos de cualquier época y lugar la misericordia divina. Y no sólo lo vi en griego, que a mí ya me hubiera bastado, sino que también lo vi en latín, dándole sentido, así, a esa letra latina, la R, de la tercera rueda de piedra.
No dije nada. Un nudo me apretaba la garganta mientras los ojos se me llenaban de lágrimas y la vista se me nublaba, a pesar de lo cual, seguía viendo con total claridad la combinación de cuatro letras que, en cierta ocasión, cambió el mundo para siempre:
El código era, en griego, ΙΝΒΙ (Ιησους ó Ναζωραιος ó Βασιλευς των Ιουδαιων), pero su versión más conocida en Occidente era en latín: INRI, Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos».