CAPÍTULO 21

Los niños se marcharon a las cinco de la madrugada en un avión de British Airways con destino a Londres. Antes de embarcar, Abby se encargó de conseguir, para ellos y para nosotros, ropas y zapatos en las tiendas duty-free del aeropuerto. De alguna parte salió una exquisita azafata de tierra que empezó a comportarse como una asistente personal de Abby y que la ayudó tanto a comprar con rapidez como a llevarnos sigilosamente hasta una sala privada donde, además de asearnos y vestirnos, pudimos descansar y preparar a Linus para el viaje. El niño debía recordar que ahora tenía otro nombre, Andreas Hoch, y que no podía soltarse de la mano de su hermana Isabella bajo ningún concepto, e Isabella, por su parte, debía recordar que ahora también ella tenía otro nombre, Gudrun Hoch, y que no podía separarse ni medio metro de su madre Diane, que ahora se llamaba Hanni Hoch. Todos ellos, los Hoch, eran ciudadanos del Principado de Liechtenstein, en Europa, según los falsos pasaportes que afirmaban que habían entrado en Canadá seis días atrás por vacaciones.

En la sala, antes de marcharse, y mientras Kaspar abrazaba a Linus como si no fuera a volver a verlo en la vida (en el fondo, como le había dicho a Abby en Estambul, era casi un sentimental), Isabella-Gudrun intentaba tranquilizarnos a su tío y a mí con palabras cariñosas. Se la veía tan exultante y emocionada por su viaje al Paraíso Terrenal que, sin duda, los que nos quedábamos allí le parecíamos unos pobres y desafortunados seres humanos. Prometió mandar un wasap a su tío cada vez que aterrizara en un nuevo aeropuerto para que supiéramos que todo iba bien. Ni Farag ni yo le dijimos nada, por supuesto. Ella no sabía que, en algún momento del viaje, cuando más distraída estuviera, alguien —probablemente Diane, aunque vaya usted a saber—, la dormiría con alguna de aquellas drogas con las que nos dormían a nosotros después de cada prueba de los Círculos de Dante. Probablemente, no viajaría en avión más que en esa ocasión, hasta Londres. Después… Bueno, mil caminos llevaban hasta el Paraíso Terrenal pero ninguno de ellos los conocía quien no fuera staurofílax. Probablemente la despertarían cuando ya estuviera en Stauros, la capital de aquel hermoso mundo escondido en el interior de un colosal sistema de cavernas subterráneas, donde, por cierto, seguramente no tendría cobertura de móvil ni wifi. Ya vería yo lo que hacía con mi hermana Águeda el día que llamara preguntando por su hija. Lo único importante era proteger a Isabella. Queríamos que estuviera segura, que su vida no corriera peligro y que pudiera volver con nosotros tan feliz como se estaba marchando.

Cuando Diane y los niños abandonaron la sala privada para embarcar, Su Eminencia y los cuatro maltrechos supervivientes de la horrible semana, del trágico día, de la noche y de aquella triste madrugada de separación, salimos del aeropuerto utilizando pasillos y puertas para el uso exclusivo del personal de las compañías aéreas y subimos a un taxi que nos esperaba con el motor en marcha. El Cardenal Hamilton se bajó en la primera iglesia católica con la que tropezamos por el camino, un camino que en absoluto seguía la ruta más lógica hacia nuestro destino, y, cinco manzanas más adelante, la más glamurosa —aunque no la más guapa— de los cuatro supervivientes se bajó del vehículo y subió a otro de su propiedad (y blindado) que la esperaba en una esquina para llevarla hasta el Mount Sinai Hospital. Los tres restantes nos dirigimos en silencio hacia la mansión Simonson, donde nos esperaban.

Tal cual cruzamos la verja y llegamos a la casa, el mayordomo principal indicó a un par de robustos sirvientes que llevaran a Kaspar, que apenas podía ya caminar, hasta la que había sido su habitación durante los últimos veinte días, mientras que él mismo nos acompañó a Farag y a mí hasta la habitación de invitados en la que habíamos sido temporalmente instalados. Como he dicho en otras ocasiones, la vida me ha enseñado a bofetones que nunca te puedes fiar de lo que pasará en los siguientes quince minutos, de manera que, vestida con la ropa comprada en el aeropuerto (por si acaso había que salir corriendo), me dejé caer de bruces sobre la gran cama que ocupaba el centro del cuarto y me sumergí en un coma profundo sin mediar palabra con mi marido que, por lo visto, hizo exactamente lo mismo. Dormí tan profundamente que, cuando abrí los ojos a mediodía, estaba exactamente en la misma posición en la que me había dejado caer. Y aún tenía los zapatos puestos.

Nunca en toda mi vida me había emborrachado, así que desconocía el verdadero sentido de la palabra resaca pero, por lo que tenía oído, sin duda servía para describir cómo me encontraba yo en aquel momento. Cuando me despejé un poco, traté de ubicarme en el espacio-tiempo y busqué con la mano el siempre cercano cuerpo de Farag. Lo primero que toqué fueron sus gafas y, luego, a poca distancia, su barbilla áspera que pedía a gritos un afeitado. Bueno, si él estaba allí todo iba bien, el mundo funcionaba y la vida seguía.

Me encontraba como un faquir novato al levantarse de su lecho de púas: no quedaba en mi cuerpo ni un solo nervio, músculo, hueso, tendón o trozo de piel que no estuviera magullado. Y cuando el gran amor de mi vida se estiró en la cama cuan largo era con un gran bostezo, sus posteriores quejidos y lamentaciones me informaron de que estaba tan dolorido como yo.

Pero, por supuesto, en la mansión Simonson las cosas no funcionaban según los esquemas normales. Nos trajeron un abundante almuerzo a la habitación que nos fue servido como si estuviéramos en el restaurante del hotel Ritz de París. Luego, con las fuerzas repuestas, fuimos llevados a la sauna y al masajista. Después de una ducha con agua caliente y fría, y envueltos en albornoces y toallas de esos de los que nunca quieres salir, nos llevaron de vuelta a la habitación y descubrimos que tenía dos vestidores, uno para mí y otro para Farag. Una chica muy amable, que no recuerdo exactamente qué trabajo dijo que hacía, me ayudó a elegir la ropa viendo la pereza enorme que me daba pensar en lo que debía ponerme (y todo lo que había en los armarios de aquel vestidor era, misteriosamente, de mi talla). Me ofreció un precioso y cómodo conjunto de pantalón negro y blusa y zapatos beige que me encantó. Mi marido apareció vistiendo un juvenil polo blanco y unos vaqueros que le sentaban divinamente y que le hacían parecer un atractivo playboy hollywoodense. ¡Cómo mejoraba sin esa horrorosa pajarita que tanto le gustaba!

Finalmente, hechos un pincel, Farag y yo fuimos conducidos hasta la biblioteca pequeña donde otro pincel —éste de brocha gorda— ya nos estaba esperando en compañía de Abby, que tenía bastante mejor cara que cuando la habíamos dejado en mitad de la calle aquella mañana. Ambos, el pincel de brocha gorda y la heredera, parecían encontrarse muy a gusto en mi biblioteca, juntos y solos, muy próximos, hablando en voz baja y riendo como dos idiotas. En cuanto entramos, Abby dio un paso atrás para separarse de Kaspar.

—¿Molestamos? —pregunté con toda intención.

—Los niños han llegado bien a Inglaterra —anunció el ex Catón sin inmutarse.

—¡Ah, menos mal! —repuso mi marido, llevándose la mano al bolsillo trasero del pantalón con un gesto inconsciente—. Estaba un poco preocupado porque no hemos recibido ningún wasap de Isabella desde Londres.

Kaspar sonrió.

—¿Acaso lo esperabas? —replicó, dándonos a entender que nuestra sobrina viajaba desde hacía tiempo en brazos de Morfeo hacia el Paraíso Terrenal.

—Yo no —reconocí tan tranquila, avanzando hacia ellos—. ¿Cómo están tus abuelos, Abby?

—Resisten, Ottavia —murmuró apenada—. Y ya es mucho.

—Rezo por ellos —le aseguré.

—Lo sé. Y te lo agradezco. Que sigan estables, en realidad, es buena señal.

Mi marido se acercó a la heredera y le puso una mano en el hombro.

—Tus abuelos son muy fuertes —la animó—. Saldrán de ésta.

Abby sonrió.

—Bueno, ya sabes: somos alienígenas. En este planeta no hay nada que pueda matarnos.

El tonto número uno y el tonto número dos se echaron a reír a carcajadas, pero yo me mantuve seria recordando que Isabella no había tenido tiempo de investigar a la familia Simonson y que ahora ya no podría hacerlo. Aquello me molestó. Puede que Tournier sólo hubiera tenido la intención de alarmarme, como dijo Farag, pero yo me hubiese quedado mucho más tranquila si Isabella hubiera podido averiguar algo.

—En fin —siguió diciendo Abby—, ahora que ya estamos aquí los cuatro, me gustaría presentaros a alguien. Disculpadme un momento, por favor. Vuelvo enseguida.

Con paso desenvuelto y una distinción perfecta, Abby se dirigió a la puerta y salió de mi biblioteca.

Farag y yo nos sentamos en las sillas que seguían formando un círculo bajo la ventana elevada y que tanto nos hacían recordar a Jake y a Becky. Kaspar se nos unió. Caminaba mejor ahora, sin ayuda de muletas. Podíamos haber hablado, pero no lo hicimos. Estábamos bien en silencio. Tendí mi mano a Farag y él la tomó. Y así seguimos los tres hasta que Abby regresó. Creo que descansé más en esos tres o cuatro minutos de paz acompañada que en las siete u ocho horas de sueño.

La puerta de la biblioteca pequeña se abrió dando paso a la heredera que venía seguida por un anciano extremadamente elegante, un poquito más bajo que ella y, desde luego, bastante más grueso. De nuevo, como me había ocurrido con los Simonson cuando se presentaron en casa por primera vez, la cara de aquel individuo me resultaba familiar sin saber la razón.

Detrás de ellos entraron varias personas más: un par de espigados caballeros de edad avanzada con aspecto de lores ingleses de toda la vida, dos sólidos guardaespaldas —llevaban audífonos con micrófono en las orejas— que se aposentaron marcialmente a cada lado de la puerta, y un par de muchachos jóvenes de largas y bien cuidadas melenas, también vestidos con traje de chaqueta aunque, por su aspecto, parecía que les habían obligado a dejar sus harapos habituales para enfundarse aquellos atavíos que no iban con ellos.

Kaspar, Farag y yo nos levantamos de nuestros asientos mientras la extraña comitiva se nos acercaba. Entonces, de pronto, Kaspar dio un paso adelante e inclinó respetuosamente la cabeza.

—Su Alteza… —murmuró.

El grueso anciano, que estaba prácticamente calvo salvo por un semicírculo de pelo gris que le iba de larga patilla blanca a larga patilla blanca, inclinó a su vez la cabeza ante Kaspar y dijo:

—Es un honor conocerle, Catón.

—Ya no soy el Catón de los Staurofílakes, Su Alteza.

—Nunca dejará de serlo, Catón —le replicó el otro respetuosamente, tendiéndole la mano—, como yo nunca dejaré de ser el Imán de los ismailíes.

La sangre se me congeló en las venas. ¿El Imán de los ismailíes…? ¿De los ismailíes nizaríes…? Mis ojos se clavaron como flechas en la cara de aquel hombre.

—Ottavia, Farag… —dijo Abby, muy complacida—. Os presento a Su Alteza Real el príncipe Karim al-Hussayni, Aga Khan IV, Imán de los musulmanes ismailíes. Karim, estos son la doctora Ottavia Salina y el profesor Farag Boswell.

—¡Los descubridores del mausoleo de Constantino! —exclamó él, estrechando nuestras manos con entusiasmo. Se le veía muy campechano.

Farag le saludó con mucha simpatía y yo, que estaba petrificada, le di la mano sintiendo que la vida se me escapaba por ella. Aquel era el Viejo de la Montaña del siglo XXI, el líder de la Secta de los Asesinos en la era de internet.

—¿Se encuentra bien, doctora? —me preguntó el príncipe Karim, mirándome extrañado con unos profundos ojos oscuros que aún me petrificaron más.

Mi marido se volvió hacia mí y, rápido como el rayo, adivinando lo que ocurría, me puso la mano en la espalda con toda naturalidad y empezó a darme golpecitos urgentes con los dedos para hacerme reaccionar.

—Perfectamente —proferí de golpe—. Es un placer.

—Gracias —dijo, satisfecho—. También para mí, no lo dude. Permítanme presentarles a mis acompañantes.

Los dos caballeros ingleses de toda la vida, de ojos claros y piel blanca como la nieve, resultaron ser un español llamado Luis Monreal, director general de la Fundación Aga Khan para la Cultura, y el príncipe Amyn Mohamed, hermano del príncipe Karim y presidente del Comité Ejecutivo del Fondo Aga Khan para el Desarrollo Económico. Al parecer, durante el próximo mes de septiembre se iban a inaugurar en Toronto tanto un Centro Ismailí para actividades culturales como un importantísimo museo de arte islámico, el Aga Khan Museum, y ambos supuestos lores estaban en Toronto desde hacía ya algunas semanas por esta razón. El príncipe Karim, en cambio, había acudido presuroso a Canadá con su avión particular por motivos bien distintos, el primero de los cuales era el estado de sus amigos Jake y Becky (él era de las pocas personas en el mundo que sabían lo ocurrido) y el segundo, al parecer, eran aquellos dos muchachos melenudos que permanecían taciturnos e inertes a cierta distancia del grupo.

Abby se sentó en el lugar que habitualmente ocupaba su abuela Becky cediéndole el sillón de Jake al grueso líder de la Secta de los Asesinos. Cada vez que mis ojos le pasaban por encima, un escalofrío me subía por la columna vertebral, y eso que su aspecto no era desagradable en absoluto y que incluso se comportaba como un hombre normal, exquisitamente educado y tranquilo. ¿Dónde escondería la daga?, me pregunté examinando las arrugas que hacía su chaqueta en torno a su oronda cintura.

Los demás nos acomodamos en los asientos del círculo y, como faltaba una silla, uno de los guardaespaldas la acercó. Los muchachos permanecieron de pie, alejados de nosotros.

—Bien, aquí estamos —empezó a decir el Aga Khan con una agradable sonrisa—. No tenemos mucho tiempo, así que vayamos directos al grano. Jake y Becky me informaron de que uno de los servidores de la AKDN, en concreto el de Londres, estaba siendo utilizado para espiar a Abby y, por extensión, a todos ustedes. Ya saben que hemos colaborado en sus investigaciones desde el principio, así que este hecho nos sorprendió. Realizadas las oportunas averiguaciones descubrimos que los espías eran estos dos estudiantes de la Universidad Aga Khan, alumnos de Historia de las Civilizaciones Musulmanas. Resulta que estos chicos, con otros tres compañeros de clase, han rescatado de los libros una olvidada herejía de los tiempos en los que se nos consideraba una secta de asesinos consumidores de hachís —el Aga Khan sonrió divertido y, luego, suspiró—. En fin, todos tenemos un pasado. Así pues, permítanme presentarles —dijo extendiendo el brazo hacia los melenudos— a los recientemente autoproclamados nuevos sufat. «Los puros».

Y el Aga Khan estalló en unas sonoras carcajadas que mi mente silenció para escuchar en mi interior la potente voz de Marco Polo: «El obispo de los nasarani, Mar Sahda, que habló con los ebyonim, nos contó que viajaban escoltados por unos soldados mahometanos que se hacían llamar sufat, «los puros», pero que eran sarracenos de los que no siguen la ley de Mahoma sino la del Viejo de la Montaña. Los ebyonim se marcharon afirmando que volverían a recoger los osarios cuando encontraran un refugio seguro en el que guardarlos para siempre, y así lo hicieron hace doce años, de nuevo acompañados por soldados sufat

Miré, totalmente desconcertada, a aquellos pobres y atemorizados veinteañeros, apenas un poco más mayores que Isabella, intentando descubrir en ellos rastros de aquellos soldados, de aquellos guerreros sufat que, en el siglo XIII, habían protegido los osarios tanto en el viaje desde Bagdad hasta la India como en el de vuelta hasta… hasta donde fuera que los hubieran escondido los ebyonim, pero no vi nada más que a unos jóvenes asustados por la presencia y las palabras de su Imán. Si los habían traído desde Londres sólo para esto, era comprensible que no les llegara la camisa al cuerpo.

—Y, ¿por qué me espiaban estos nuevos sufat? —quiso saber Abby, ceñuda.

—Hablad —les dijo el Imán a los chicos.

—Antes —ordenó súbitamente el príncipe Amyn—, acercaos y presentaos.

Los chicos dieron unos pocos pasos en nuestra dirección aunque, eso sí, siempre encarados hacia su Imán y, a continuación, se miraron entre ellos hasta que uno, el de piel más morena y cara afilada con una pequeña perilla, se decidió a tomar la palabra:

—Mi nombre es Hussein Kasem y mi compañero es Malek Zanjani —hablaba un inglés británico perfecto con una voz clara y grave en la que se apreciaba el pánico que intentaba disimular—. Somos ismailíes sufat.

El príncipe Karim volvió a reír, aunque esta vez disimuladamente y pidiendo disculpas con la mano para que los chicos siguieran hablando.

—Investigando antiguos documentos —continuó explicando el joven Hussein—, hemos encontrado pruebas que demuestran que los mongoles no destruyeron los restos de nuestro maestro Hasan i-Sabbah cuando arrasaron su mausoleo en las montañas de Alamut en 1256. El visir del conquistador Hulagu Ilkhan, Alâ-Malik Yuwayni, metió sus huesos en un osario y se los entregó a Hulagu como botín de guerra junto con los nueve osarios que contenían los restos del profeta Al-Masïh Isa y su familia.

—¡El décimo osario era el de Hasan i-Sabbah! —exclamó Farag, impresionado.

—La cuestión es —dijo el príncipe Karim Aga Khan— que, gracias a estos nuevos sufat, ahora sabemos que los restos de nuestro maestro no fueron destruidos y que pueden hallarse con los nueve osarios que ustedes están buscando. Comprenderán la importancia que esto tiene para nosotros, los ismailíes.

—Tanta —añadió Kaspar— como tienen los restos de Jesús y Su Familia para nosotros, los cristianos.

Los melenudos se removieron inquietos.

—¿Cómo lo descubristeis? —les pregunté.

—Por casualidad —afirmó Hussein, bajando la cabeza y mirando hacia el suelo—. En la intranet de la universidad descubrimos una carpeta con unos antiguos trabajos realizados por algunos de nuestros profesores. En esos trabajos se explicaba el papel que los ismailíes habíamos tenido en la historia de los osarios cristianos, los del profeta Al-Masïh Isa y su familia.

Hussein se detuvo un momento y carraspeó.

—Todos esos trabajos se habían realizado a petición de la familia Simonson y eso aún nos llamó más la atención. Decidimos investigar y… Bueno —alzó la cabeza y miró a Abby avergonzado—, descubrimos que su ordenador no estaba protegido.

—Culpa mía —admitió la heredera, frunciendo aún más el ceño. No parecía la Abby de siempre. Tenía un aire duro y firme que no le había visto antes.

—Sigue, Hussein —dijo el príncipe Amyn, viendo que el chico estaba esperando tener suerte y ser succionado por la tierra.

—Luego, hace un mes —murmuró Hussein—, el 31 de mayo, los puertos por los que nos colábamos se cerraron de repente.

Sí, recordé orgullosa, Isabella había limpiado el ordenador de Abby de software espía y lo había protegido mientras estábamos en el avión, volando desde Ulán Bator a Estambul.

—Así que tuvimos que empezar a buscar en otros sitios —confesó el chico—. Sólo queríamos saber más, no intentábamos apropiarnos de nada ni perjudicar a nadie, y de ninguna manera nos imaginábamos lo que íbamos a encontrar. Los archivos históricos que teníamos a mano eran los de la Fundación Aga Khan para la Cultura. Por suerte, acababa de llegar a la Fundación una colección privada de documentos ismailíes que nadie había revisado aún.

—A veces aparecen joyas como ésta —destacó, muy satisfecho, Luis Monreal, el director general de la Fundación—. Los fondos documentales de los que disponemos son escasos.

Hussein tenía la mirada perdida en la ventana como si quisiera escapar por ella volando.

—El documento que encontramos —continuó diciendo— fue una carta que un rabino judío llamado Eliyahu le escribió en farsi al último líder sufat reconocido, Farhad Zakkar, en 1260. Eliyahu le decía a Zakkar que los osarios con los restos de nuestro maestro Hasan i-Sabbah y los del profeta Al-Masïh Isa y su familia se encontraban en Bagdad porque habían sido robados durante la destrucción de Alamut por Hulagu Ilkhan en 1256. Le proponía recuperarlos y ponerlos a salvo pues creía que los mongoles se iban a apoderar de toda la tierra y que su dominio iba a ser eterno. Fue en ese momento cuando descubrimos que los restos de nuestro maestro estaban con los del profeta Al-Masïh Isa y, por si fuera poco, descubrimos también la existencia del credo sufat, del que nadie nos había hablado nunca. Lo estamos estudiando a fondo, leyendo todo cuanto encontramos y creemos que ha llegado el momento de recuperar aquella antigua interpretación de los significados del Corán.

—Y todo esto —señaló el príncipe Karim Aga Khan muy serio— sólo en las últimas dos semanas. Quiero que este detalle quede bien claro.

—¿Han traído ustedes ese documento? —pregunté.

El moderno líder de la Secta de los Asesinos extendió un brazo hacia uno de los escoltas de la puerta y éste se desabrochó la chaqueta y, de algún lugar, sacó una carpeta de plástico que, acercándose, entregó al Imán.

—No es el original, por supuesto —me aclaró el príncipe Karim mientras se la pasaba a su hermano para que me la hiciera llegar—. Pero es una copia bastante buena. El original se encuentra en una cámara acorazada en Londres. ¿Puede usted leer farsi, doctora?

—Obviamente, no —repuse ojeando la hermosa fotografía—. Mi especialidad es el griego bizantino, como bien sabe.

—Bien, ya lo suponíamos. Verá que tiene la traducción en una hoja aparte.

Le pasé la fotografía a Farag y busqué la traducción dentro de la carpeta, donde había varios papeles más. Era un texto de poco menos de un folio y en él, como muy bien había explicado Hussein, un tal Eliyahu ben Shimeon, rabino de Susya, en Judea, informaba a Farhad Zakkar, guía espiritual y líder de los sufat, sobre la existencia de los restos de Hasan i-Sabbah en poder de Hulagu Ilkhan y se ofrecía a colaborar con él para rescatarlos si, a su vez, él le ayudaba a rescatar los restos de Yeshúa Hanotzri y su familia, también en poder de Hulagu.

—¿«Yeshúa Hanotzri»? —pregunté sin levantar la mirada del papel.

—«Jesús de Nazaret» en hebreo —me tradujo mi marido.

La carta, efectivamente, estaba fechada el 5 de mayo de 1260, pero no según nuestro calendario gregoriano sino conforme a los calendarios judío (16 iyyar, 5020) e islámico (15 jumada al-ula, 658). La fecha gregoriana había sido añadida por el traductor como nota a pie de página. Al parecer, Eliyahu creía que los sufat eran los últimos ismailíes vivos tras el exterminio realizado por los mongoles ya que, como herejes de la Secta de los Asesinos, habían vivido lejos de ella y escondidos durante más de un siglo en las montañas de Siria, librándose así de la masacre. Eliyahu estaba realmente asustado por el poderío mongol y le anunciaba a Zakkar la llegada de largos tiempos de dolor y muerte, de sangre y fuego para la humanidad. Por eso resultaba imprescindible, decía Eliyahu, que los sufat de Siria y ellos, los ebyonim de Judea, se reunieran cuanto antes para buscar la forma de rescatar los osarios robados por Hulagu, no fuera que, por su negligencia, terminaran destruidos. Le proponía un encuentro secreto en Damasco en el mes de dhu al-hijja (kislev para ellos y noviembre para nosotros) y quedaba a la espera de su decisión y de los detalles del encuentro.

Levanté la cabeza del papel, enfadada como pocas veces en mi vida (es un decir, por supuesto) y exclamé con rabia:

—Pero, ¿quién demonios son estos judíos ebyonim que se hacen pasar por cristianos en la India y, encima, protegen desesperadamente los restos de Jesús de Nazaret de los mongoles?

—Herejes, doctora —me contestó el actual Viejo de la Montaña—. Pero, en este caso, sus herejes, no los nuestros.

—¿Herejes? —me sorprendí.

—Herejes cristianos —insistió, creyendo que era ese pequeño matiz el que yo no había pillado.

Pero sí lo había hecho y por eso precisamente me parecía un despropósito descomunal. La separación entre judíos y cristianos había sido casi absoluta desde el principio. San Pablo empezó a predicar a gentiles, es decir, a no judíos, apenas diez o doce años después de la muerte de Jesús, en torno al año 40, tras su propia conversión en el camino de Damasco (donde, por cierto, no se cayó de ningún caballo, se diga lo que se diga). Y en el año 50 tuvo ya un enfrentamiento importante con la iglesia de Jerusalén, narrado con pelos y señales en Hechos de los Apóstoles capítulo 15, porque, según él, si se le decía a un romano o a un griego adultos que para hacerse cristiano antes debía circuncidarse, como exigían tanto la Ley judía como los Apóstoles que aún vivían, de ninguna manera querrían convertirse al cristianismo. De modo que se enfrentó a los Apóstoles y ganó, librando de la circuncisión a los varones que deseaban seguir a Jesús (las mujeres sólo precisaban bautizarse en agua) y dando así una apertura universal a la Iglesia de Dios, que pasó a tener su nuevo centro en el corazón del imperio, en Roma.

Desde aquella primera época, el judaísmo y el cristianismo habían seguido caminos muy distintos y las únicas herejías cristianas conocidas, al menos que yo supiera, habían empezado en torno al siglo II, dando lugar a los cristianos coptos como mi marido o a los cristianos de Santo Tomás, o a los Nestorianos, o a los ortodoxos griegos o, incluso, a los cátaros y los protestantes. Pero lo que no resultaba concebible en modo alguno era hablar de cristianos que, a la vez, eran judíos, es decir, no existía nada parecido a la figura de un rabino cristiano como ése que escribía la carta.

—Si busca en la carpeta —continuó diciendo el Aga Khan—, encontrará otra hoja con un texto de uno de los llamados Padres de la Iglesia, san Ireneo de Lyon, del siglo II, en el que explica quiénes son esos ebyonim, o ebionitas. Ebyonim es el nombre hebreo y significa «pobres».

—¿Ya existían en el siglo II? —pregunté perpleja, buscando en la carpeta.

—Por lo que hemos podido averiguar —declaró misteriosamente el príncipe Karim—, existían desde un poco antes.

¡Once siglos de supervivencia, ni más ni menos! Esos ebyonim, o ebionitas, debían de haber sido unos tipos muy listos para escapar a las persecuciones de la Iglesia durante tanto tiempo porque, admitámoslo, si los antiguos romanos —mis antepasados— habían perseguido al principio a los cristianos haciéndolos mártires, después fuimos los propios cristianos quienes perseguimos con saña a los herejes condenándolos a la hoguera y al infierno.

Encontré la hoja que decía el Aga Khan con el texto de san Ireneo de Lyon. Yo conocía muy por encima la obra de Ireneo y, desde luego, no hasta el punto de recordar que hablara de los ebionitas. Su trabajo principal, Adversus haereses (o Contra las Herejías) era el primer tratado de la historia sobre las discrepancias teológicas que empezaron a aparecer en el seno del cristianismo del siglo II. El texto era un fragmento del capítulo veintiséis, libro I de esa obra, que decía:

«Aquellos a los que se llama ebionitas admiten que el mundo está hecho por el verdadero Dios, pero, por lo que respecta al Señor, profesan las mismas opiniones que Cerinto y Carpócrates. No utilizan más que el evangelio de Mateo, rechazan al apóstol Pablo, al que acusan de apostasía con respecto a la Ley. Se aplican a comentar las profecías con una minucia excesiva. Practican la circuncisión y perseveran en las costumbres legales y en las prácticas judías, hasta el punto de llegar a adorar a Jerusalén como la casa de Dios»[15].

Podía entenderlo todo, aunque necesitaría analizarlo detenidamente más tarde para hacerme una idea completa de quiénes eran esos dichosos ebyonim, pero, como desconocía a Cerinto y a Carpócrates, la idea fundamental, la opinión de los ebyonim sobre el Señor, es decir, sobre ese Jesús al que tanto protegían, se me escapaba.

—La información sobre Cerinto y Carpócrates la encontrará… —dijo en ese punto el Aga Khan.

—Sí, ya lo sé —le interrumpí—. En otra hoja dentro de la carpeta.

—En efecto —repuso muy orgulloso.

Conforme terminaba de hojear un documento, se lo pasaba a Farag y éste, a su vez, a Kaspar y a Abby, de manera que los cuatro nos pudiéramos enterar del asunto.

Al parecer, también según Ireneo, los herejes Cerinto y Carpócrates, uno de finales del siglo I y otro de principios del II, consideraban a Jesús sólo como un hombre. Por supuesto, no había nacido de una Virgen sino que había sido hijo de José y María y concebido como todos, aunque había predominado por su justicia, su prudencia y su sabiduría[16].

Sentí cómo el frío subía lentamente desde mis pies hasta mi espalda, mis manos y mi frente. No era un frío como el que podía producirme conocer al actual líder de la Secta de los Asesinos, que tenía más que ver con el miedo. Era un frío interior, un frío desde dentro hacia fuera. El frío nacía en mí y me destemplaba como una enfermedad. Quizá la machacona repetición de la existencia de esos malditos osarios con los restos de Jesús de Nazaret y su familia había carcomido los fundamentos de mis más profundas creencias de tal manera que la idea de que Jesús había sido sólo un hombre, concebido como los demás hombres, hijo de José y María, justo, prudente y sabio, y no el Hijo de Dios, concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo, encontró un sutil eco en mi interior, una sutil resonancia. Y de ahí procedía ese frío espantoso. No podía perder a mi Dios. Mi Dios era como el aire para mí, lo necesitaba para vivir, lo amaba tanto que había llegado a entregarle trece años de mi vida, mis años de vocación religiosa antes de enamorarme de Farag.

Necesitaba alejarme de aquello. Tenía que salvaguardar mi fe, que protegerla.

—Disponemos de más información sobre los ebionitas —estaba diciendo el Aga Khan cuando desperté— y se la podemos facilitar si lo desean.

—Por supuesto. Gracias, Karim —oí decir a Abby con voz firme.

—¿Tendrían algún inconveniente —preguntó Luis Monreal— en que uno de nuestros mejores arqueólogos participara con ustedes en la búsqueda de los osarios?

—Ningún inconveniente —afirmó el ex Catón, tajante—. Nos será de gran ayuda.

—¡Estupendo, pues! —exclamó muy satisfecho el Aga Khan—. ¿Qué piensan hacer ahora?

Yo, emigrar, desaparecer, marcharme con Farag a la otra punta del mundo, lejos de aquellos locos peligrosos, destructores de vidas y creencias.

—En el punto en el que estamos —oí decir a mi marido—, se impone viajar a Israel, a Susya, la ciudad de origen de los ebyonim. No tenemos ni idea de adónde fueron con los osarios después de regresar de la India pero lo que sí sabemos con seguridad es que, antes de robarlos, su hogar estaba en Susya, en Judea. De allí venían y allí vivían, allí estaban sus familias y allí tuvieron que volver después de esconderlos. Así que, en primer lugar, debemos localizar la ciudad de Susya, si es que aún existe y se llama así, y, luego, buscar en ella alguna pista, lo que sea, cualquier cosa que nos diga qué pudieron hacer con los osarios.

Entonces lo comprendí. Supe lo que me estaba pasando. Aquello era una prueba de fe. Dios me estaba poniendo a prueba, enfrentándome a la lógica y a la razón más crudas para ver si resistía la experiencia, si yo creía en Él con suficiente fuerza como para vencer tales desafíos. Oré en silencio. No sé cómo discurrió el resto de la conversación porque estaba rezando.

Iría a Susya.