CAPÍTULO 37
Caímos unos encima de otros y nos golpeamos con las ruedas de madera que nos habían salvado de las llamas. Formamos un batiburrillo de piernas, brazos, cabezas, ruedas, ejes y bolsas de liquen que tardó un poco en deshacerse y, desde luego, no con facilidad.
Tuve que soltar el paraguas de madera para poder emerger y respirar. Por suerte, las luces de las linternas de Kaspar y Farag servían como puntos de referencia en aquella negra oscuridad acuática. Qué suerte que fueran sumergibles porque, si no, se habrían estropeado y nos hubiéramos quedado sin ellas. Pero, para mi desgracia, el maldito liquen me lastraba hacia el fondo como si fuera una piedra ya que, al parecer, absorbía demasiada agua. Grité y me hundí, braceando desesperadamente y sacudiendo los pies para ascender pero sin conseguirlo. Noté unas manos en mi cintura que tanteaban buscando el nudo que sujetaba el saco. Cuando lo deshicieron, subí rápidamente hacia la superficie y tomé grandes bocanadas de aire porque tenía los pulmones a punto de reventar. Las voces me llegaban enredadas unas con otras por culpa de un gran ruido de fondo, de manera que no entendía nada. Sólo pensaba en respirar y seguir braceando y pataleando. ¿Cómo podía estar tan fría aquel agua? Parecía que acababa de deshelarse. Entonces me di cuenta de que, desde uno de los lados de aquella cámara me llegaba el ruido de varios manantiales que caían desde lo alto. Aquello me horrorizó: si la cisterna se rellenaba con agua helada, sin duda existía también un desaguadero en el fondo que podía tragarnos.
¿Y Farag? No veía nada. Sólo distinguía los reflejos de las linternas debajo del agua, muy al fondo. Entonces pensé que Farag se estaba ahogando. Tomé aire y me sumergí, buceando hacia la primera luz, pero una mano me sujetó con fuerza y tiró de mi hacia arriba. Peleé, desde luego, pero Gilad tenía mucha más fuerza que yo, así que acabó sacándome.
—¡No, Ottavia! ¡Déjales! —me dijo, con su cabeza junto a la mía.
—¡Pero Farag está ahí abajo! —exclamé angustiada.
—¡Están sacando a Kaspar y a Sabira! Las ruedas les han golpeado en la cabeza y han perdido el conocimiento. Tengo que ir a ayudarles. Tú, quédate aquí.
Gilad se sumergió con rapidez y me quedé sola en aquella cisterna oscura, viendo extraños reflejos de luz a varios metros por debajo de mí y escuchando caer los chorros de agua. ¿Y el borde? ¿Debía nadar en alguna dirección para encontrar el borde de la cisterna o quedarme quieta? Porque si me quedaba quieta acabaría congelándome. Pero los demás subieron enseguida. Farag y Abby aparecieron arrastrando entre los dos a un Kaspar inconsciente mientras que Gilad sacaba a flote a una Sabira atontada pero consciente, lo que le había permitido aguantar la respiración. Quien necesitaba ayuda de verdad era Kaspar.
—¡Ottavia! —gritó Farag.
—¡Aquí! —exclamé para que supiera que estaba viva y que estaba bien.
—¡Hacia allí! —vociferó mi marido señalando con la luz hacia una abertura al otro lado de la cisterna—. ¡Los que podáis, nadad hacia allí!
Ayudando a Gilad con Sabira, nos dirigimos, a oscuras, hacía donde había señalado Farag, alejándonos todo lo posible de los ruidosos surtidores, y pronto tropezamos con el borde de la cisterna.
—Sujeta a Sabira, por favor —me pidió Gilad, impulsándose con los brazos para salir del agua. Una vez fuera, se puso de pie y extendió un brazo—. ¡Pásamela!
La empujé por debajo de los hombros y la icé lo suficiente para que Gilad pudiera cogerla y sacarla.
—Espera que la tumbe —me dijo él—. Ahora mismo te ayudo.
Pronto estuvimos los tres sobre la húmeda piedra del borde de la cisterna. Gilad y yo sacamos nuestras linternas de los bolsillos de los pantalones y las encendimos pero mientras que él se inclinaba sobre la arqueóloga Asesina yo iluminé el extremo opuesto de la cisterna, buscando a Farag, a Kaspar y a Abby. Mi marido y la heredera le estaban practicando la reanimación cardiopulmonar a Kaspar quien, por alguna razón desconocida, siempre acababa llevándose la peor parte en todos los accidentes. Aunque tenía claro que Farag conocía la técnica de la reanimación, me pareció que era Abby quien dirigía la maniobra y Farag quien ayudaba. De pronto, Kaspar levantó la cabeza, la giró y vomitó un montón de agua que, en realidad, no salía de su estómago sino de sus pulmones. Si Kaspar y Sabira habían sido los primeros de la fila cuando cruzamos el pasillo de fuego y caímos al agua, estaba claro que habían sido mi rueda y la de Abby las que les habían golpeado.
Sabira, por fortuna, no había tragado agua. Cuando, más tranquila por Kaspar, me volví hacia mis compañeros de zona, la pobre arqueóloga estaba sentada en el suelo, con un gesto de dolor en la cara y un chichón enorme en la cabeza que se cubría con la mano. Me incliné hacia ella y le levanté la cara sujetándole la barbilla. Quería verle los ojos, ver cómo reaccionaban sus pupilas a la luz de la linterna. Sabía que si no se contraían o se contraía sólo una, tendría un problema muy serio. Pero sus pupilas reaccionaron con normalidad, así que solté un suspiro de alivio y la dejé en manos de Gilad para ver qué hacían los otros.
Farag, Kaspar y Abby nadaban hacia nosotros. Kaspar parecía un poco aturdido y Abby le iba animando y ayudando como una socorrista profesional. ¿Había algo que aquella perfecta heredera no supiera hacer bien? Bueno, sí, una cosa: enamorarse de los tipos adecuados (aunque debía admitir que, en su última elección, yo había jugado un pequeño pero malvado papel).
Entre Gilad y yo no podíamos con el peso de Kaspar de modo que Farag subió al borde para ayudarnos y Abby se quedó para empujar desde abajo. Al final, conseguimos sacarle y le pusimos junto a Sabira, que se iba recuperando del golpe.
—No preocuparos por mí —dijo con una vocecilla débil—. Sólo tengo un horrible dolor de cabeza. Atended a Kaspar.
Pero Kaspar estaba bien. Tenía la cabeza mucho más dura que Sabira y apenas se le apreciaba un pequeño bultito en la frente que se le iba poniendo morado pero no crecía. Pronto nos alejó con cajas destempladas.
—¡Que estoy bien! —bramó, apartándonos a todos menos a Abby—. ¡Dejadme respirar!
Éramos un grupo derrotado. Seis personas sentadas en un suelo de piedra frío y húmedo, con las ropas mojadas de agua helada, agotadas y descalzas.
—¿Y vuestros pies? —nos preguntó Farag—. ¿Tenéis quemaduras?
Con las linternas nos examinamos las plantas de los pies en los que apenas teníamos sensibilidad por culpa del frío y, aunque estábamos tiritando y nos castañeteaban los dientes, todos soltamos grandes exclamaciones de sorpresa: ninguno se había quemado, la gruesa capa de suturas quirúrgicas, un poco chamuscadas, habían terminado de protegernos hasta el final, cuando ya no nos quedaban suelas ni calcetines.
—¡Increíble! —exclamó Abby, mirando las suyas—. ¡No hemos podido tener más suerte!
—Las suelas de los pies de gato aguantaron bastante —musitó Kaspar—, y de algo servirían también los calcetines antes de carbonizarse. Supongo que apenas dimos un paso o dos con las suturas. Por eso no nos hemos quemado. ¡Qué idiotas fuimos al no pensar en el suelo! ¡Podíamos habernos fabricado unos zuecos de madera o algo así!
Como ya era tarde para eso, no le hice ni caso. Sólo era capaz de sentir un profundo agradecimiento por las suturas cutáneas. Habían perdido su transparencia para pasar a un marrón oscuro desagradable, pero nos habían salvado los pies.
—Deberíamos quitarnos estos tristes restos de zapatillas y calcetines mojados —propuse—. Ya no nos sirven de nada.
Todos asintieron y empezaron a quitarse lo que les quedaba de sus pies de gato.
—¿Y el liquen? —preguntó de pronto Sabira, alarmada.
—Lo hemos perdido —se lamentó Farag—. Tuve que quitaros las bolsas porque os hundían como si fueran de plomo.
—Es decir —murmuré entre escalofríos—, que ya no tenemos ni comida ni zapatos.
—Ya no tenemos nada —gruñó la Roca, escurriéndose los pantalones con las manos.
—Quizá estamos superando la siguiente Bienaventuranza —comentó Gilad.
Yo negué con la cabeza.
—No, y bien que lo siento —dije—. La séptima Bienaventuranza es la de los pacíficos. «Dichosos los pacíficos, porque serán hijos de Dios.»
Un silencio pesado y triste nos aprisionó. Aún debíamos superar dos Bienaventuranzas y, por no tener, no teníamos ni zapatos ni comida y, además, estábamos al límite de nuestras fuerzas. Los ebionitas deberían sentirse muy felices de haber desaparecido siglos atrás de la faz de la tierra, porque mis instintos asesinos hacia ellos se afilaron como navajas. Si hubiera pillado al último ebionita vivo, no creo que hubiera sido capaz de controlar esa vena Salina que se inclinaba hacia el asesinato.
—Debemos ponernos en marcha —farfulló Kaspar, haciendo esfuerzos por levantarse.
—No nos queda mucho tiempo —advirtió Abby, refiriéndose, como nos quedó claro a todos, a que realmente no nos quedaba mucho tiempo para morir de frío, de hambre o de lo que fuera.
Nos alejamos de la cisterna y de su ruido caminando lentamente por aquel pasillo helado, aunque casi de inmediato empezamos a notar que subía la temperatura. El pasillo terminaba en otra escalera ascendente y, descalzos como íbamos, nos metimos en aquel tubo y empezamos a subir mientras nos dábamos cuenta de que el calor aumentaba por momentos hasta que, al cabo de una media hora, sencillamente, no sólo no hacía nada de frío sino que, por suerte, tampoco parecía que avanzáramos hacia ningún otro horno crematorio. Nuestras ropas se secaron, dejamos de temblar y el cuerpo se nos atemperó agradablemente. Lo único molesto era que aquellas escaleras —que, como siempre, giraban suavemente hacia la izquierda— no se terminaban nunca.
Pero sí se terminaron. A eso de las dos de la tarde llegamos a un rellano en el que había una abertura con una enorme rueda de piedra dispuesta para cerrarse a nuestras espaldas en cuanto entráramos en aquella sala cuadrada de apariencia inofensiva. El instinto nos hizo detenernos a pesar de saber que no teníamos más opción que entrar y dejarnos encerrar.
—¿Cómo era la séptima Bienaventuranza, Ottavia? —me preguntó Gilad, inseguro.
—«Dichosos los pacíficos, porque serán hijos de Dios.»
—Si la cosa va de pacifismo —dijo Farag, animoso—, no creo que debamos temer ninguna catástrofe.
Le miré con amor porque de verdad que le quería mucho, pero no pude evitar pensar que esa confianza suya en todo lo bueno y positivo del mundo a veces tenía un punto de peligrosa inconsciencia. Menos mal que había ido a dar conmigo, me dije, la desconfiada por excelencia, ya que no quería ni pensar lo que hubiera sido de él sin mí.
—Venga, entremos en la jaula —masculló el ex Catón avanzando con paso decidido.
Al fondo de la caverna, perfectamente cúbica y de superficies pulidas —aunque sucias de polvo de siglos—, otra puerta clausurada por una pesada rueda de piedra parecía ser la salida si resolvíamos la Bienaventuranza de los pacíficos. Todos seguimos a Kaspar como si fuéramos ovejas camino del matadero. Íbamos a necesitar mucha ayuda de Dios para no morir allí dentro. Yo, por si acaso, empecé a rezar.
Nada más entrar descubrimos que la pared de la izquierda, además de tener, como siempre, una fuente de agua fresca, tenía en sus esquinas dos tumbas, dos antiguos enterramientos de aspecto muy diferente. Nos dirigimos hacia el primero de ellos como atraídos por un imán. Se parecía mucho al de Hillel el Anciano y unas letras hebreas talladas en la pared apuntaban claramente a un enterramiento judío.
—Rabí Eliyahu ben Shimeon —leyó Gilad en voz alta.
—¡Eliyahu ben Shimeon! —exclamó Abby, emocionada—. ¡El rabino de Susya que rescató los restos de Jesús de Nazaret y su familia y los escondió aquí, en el monte Merón!
—Es decir —bromeó Farag de una forma un tanto irrespetuosa—, el organizador de estos festejos de los que tanto estamos disfrutando. Tendríamos que darle las gracias.
Sabira, que estaba blanca como la nieve y con unas ojeras tan negras como la noche, se encaminó con paso lento hacia el otro enterramiento. Su dolor de cabeza debía de ser terrible aunque no se quejara.
—Está escrito en farsi —comentó desde allí con una voz apenas audible y con una leve sonrisa—. Es la tumba de Farhad Zakkar, líder de los sufat en la segunda mitad del siglo XIII.
—¡Caramba! —dejó escapar Kaspar—. ¡Los dos organizadores de los festejos!
—Sí, y enterrados juntos aquí —recalcó Abby con tono de reproche hacia Kaspar—, en el monte Merón y en la prueba de los pacíficos.
—Lo que nos viene a demostrar —comenté yo— que musulmanes y judíos no siempre se llevaron tan mal como ahora. Estos dos hombres trabajaron juntos por una causa común y se respetaban mutuamente.
Gilad, que no conocía la historia completa de los osarios y que probablemente no sabía quiénes eran los sufat ni por qué colaboraban con los ebionitas, se mordió los labios para no decir nada sobre mi afirmación de las antiguas buenas relaciones entre judíos y musulmanes.
—Esta prueba debe de ser importante —afirmó Farag, mucho más comedido—. Que el rabino Eliyahu, líder de los ebionitas de Susya, y Zakkar, líder de los sufat, estén aquí juntos, es impresionante.
Para cuando Sabira volvió lentamente a nuestro lado ya habíamos descubierto el objeto de nuestra prueba: la pared opuesta a la de la fuente y los enterramientos no era de piedra pulida como el resto de la cámara, sino de mampostería. Como si la hubieran derribado a golpes, luego hubieran machacado los trozos y, con ellos, hubieran vuelto a levantar la pared. Y eso era todo. Bueno, todo, no. También había un pequeño resorte en el suelo que Farag pisó desapercibidamente y que, tal y como habíamos sospechado, hizo rodar el disco de piedra de la entrada dejándonos encerrados.
—Quizá sólo haya que sentarse pacíficamente en este suelo y esperar —comentó Abby con una sonrisa.
—Me temo que esa pared de mampostería —bromeó Gilad— te está diciendo que no. En esta caverna cúbica todo está perfectamente pulido y liso salvo las tumbas y esa pared. Ahí tienes tu prueba pacifista.
—¿Y qué se supone que debemos hacer? —preguntó la pobre Sabira, que ya no podía tener un aspecto más débil—. ¿Derribarla?
—Tú deberías sentarte —le respondió Abby—. Necesitas descansar, Sabira.
—La verdad es que estoy un poco mareada —admitió, dejándose conducir por Abby hasta la fuente para sentarse en el suelo y apoyarse contra la pared. La heredera se mojó las manos con el agua y se las pasó a Sabira por la cara, para reanimarla un poco. Yo no entendía muy bien cómo una rueda de madera, por pesada que fuera, podía haberla golpeado con tanta fuerza dentro del agua. A Kaspar ya se le veía completamente restablecido y se había llevado un golpe similar. Está claro que cada uno reacciona de manera distinta frente a las mismas cosas.
Algunos aprovechamos ese momento para beber y descansar alrededor de Sabira. No teníamos comida, así que era mejor no pensar en ello. De todos modos, me dije mientras me sentaba, los ebionitas debían de saber que, a esas alturas, si alguien había conseguido llegar hasta allí se encontraría tan mal como nosotros, o incluso peor, de modo que, si tenían intención de matar a los ladrones de tumbas, no debía quedarnos mucho tiempo, pero si, en realidad, como buenos judeocristianos, no querían matar a nadie, quizá hubieran preparado dos últimas pruebas rápidas y fáciles para echar una mano a los valientes y osados como nosotros que habían superado todo lo anterior.
Farag y Kaspar, en lugar de beber y descansar, se quedaron plantados frente a la pared de mampostería, examinándola cuidadosamente.
—No tiene nada especial —oímos decir a Kaspar.
Mi marido apoyó la mano sobre uno de los mampuestos, es decir, sobre uno de los fragmentos de piedra que componían la pared, y lo tanteó con cuidado.
—Está suelto —comentó.
—Bueno, así se hacía antiguamente la mampostería —le respondió Kaspar—, colocando a mano trozos de material y encajándolos unos con otros sin utilizar ningún tipo de argamasa para sujetarlos entre sí.
—Lo que quiere decir —añadió Farag— que, si quitásemos algunos fragmentos de la parte de abajo, toda la pared se desmoronaría.
—¡Cuidadito con lo que hacéis! —les advertí a ambos—. A ver si vamos a tener un disgusto.
Gilad asintió.
—No creo que superar la prueba —dijo— consista en derribar una pared tan cuidadosamente elaborada. Ahí hay una trampa y aquí hay dos tumbas. Pensemos un poco más antes de tocar nada.
¿Cuál era el truco, siempre eficaz, para conseguir que Kaspar hiciera algo? Decirle que hiciera todo lo contrario.
—Sólo quiero comprobar si todos los trozos están sueltos —masculló, y antes de que nadie pudiera impedírselo, ya había empujado hacia atrás uno de los fragmentos de piedra de la parte superior de la pared. El resto de la estructura se mantuvo intacta.
El fragmento se hundió con facilidad y escuchamos el golpe que dio contra el suelo al otro lado.
—¡Kaspar! —le regañó Abby.
Kaspar se volvió hacia ella y se encogió de hombros.
—No he derribado la pared —se excusó—. Sólo quería saber si se podía.
—¡Pues ya lo sabes! —le sermoneé yo—. Te hago responsable de lo que nos ocurra a partir de ahora.
Farag y él sonrieron como si hubieran escuchado algo divertido.
—No tocaremos nada más, palabra —dijo el ex Catón girándose de nuevo hacia la pared de mampostería.
Abby, Gilad y yo, sentados en el suelo junto a una Sabira que apoyaba la cabeza contra la pared con los ojos cerrados, nos abstuvimos de hacer ningún comentario desagradable y comenzamos a darle vueltas a la idea de aquel extraño trabajo de construcción. Lo más acertado que se nos ocurrió antes de empezar a marearnos fue que podía tratarse de una especie de puzle pero, a partir de ahí, ya no fuimos capaces de pensar más. Yo comencé a sentir un sudor frío por todo el cuerpo que coincidió con el principio de los mareos, pero intenté no hacer demasiado caso de una simple sensación corporal. El problema era que iba en aumento y que, además, el mareo daba paso a un extraño dolor de cabeza y a un más extraño hormigueo en las manos y en los pies que ascendía por los brazos y las piernas. Cuando se me disparó el corazón poniéndose a mil por hora tuve que admitir que algo estaba pasando.
—Yo también me encuentro mal, Ottavia —balbució Abby con dificultad, al tiempo que contenía una arcada y se dejaba caer al suelo como muerta.
—¡Kaspar! —le llamó Gilad al mismo tiempo que yo llamaba a mi marido.
Ambos se giraron y muy mal nos tuvieron que ver porque se lanzaron hacia nosotros con gesto alarmado.
—¿Qué pasa? —me preguntó Farag, preocupadísimo, viendo que yo me caía al suelo como Abby, sin fuerzas.
—Creo que nos estamos envenenando —susurró Gilad, entre náuseas y arcadas.
—¿Envenenando? —Kaspar, a veces, parecía tonto.
—¿Vosotros dos estáis bien? —preguntó Gilad, cerrando los ojos.
Farag y Kaspar dijeron que sí.
—Entonces nos estamos envenenando con dióxido de carbono —murmuró el arqueólogo judío haciendo un enorme esfuerzo—. Tapad ese agujero de la pared, el gas debe de estar entrando por ahí. Pesa más que el aire, por eso nos ha afectado antes a los que estábamos en el suelo. Tenéis que ponernos de pie y mantenernos así, lejos del veneno. ¡Rápido!
Farag me levantó en medio segundo y Kaspar se quitó los pantalones a toda velocidad para cegar con ellos el agujero que había dejado al empujar la piedra.
—¡Apóyate en la fuente, cariño! —me dijo Farag—. ¡Tengo que levantar a los demás!
—Las piernas no me aguantan, Farag —susurré entre arcadas, dejándome hacer.
—¡El gas está en el suelo, Ottavia! De pie respirarás aire limpio y te recuperarás.
No pude oponer nada porque ya me había abandonado y estaba tratando de levantar a Gilad con un enorme esfuerzo. Por suerte, Kaspar ya había tapado el agujero de la pared y, vistiendo sólo unos horribles calzoncillos bóxer de color gris, comenzó a ayudar a Farag a levantar a Gilad, a Abby y a Sabira.
—¿No lo veis? —nos preguntó Sabira de repente. La pobre estaba realmente mal. Al dolor de cabeza había que sumarle ahora el envenenamiento—. ¿De verdad que no lo veis?
—No, Sabira, no lo vemos —le dijo Farag, mojándole la cara con agua fresca.
—Es el gas —intentó explicarnos Gilad, a quien le resbalaba de los labios un hilillo de saliva—. El gas que os dije antes. El de las llamaradas del pasillo de fuego.
—¿Lo han subido hasta aquí? —se sorprendió Kaspar, que sujetaba a una Abby casi inconsciente.
Gilad vomitó el agua que había bebido. No tenía otra cosa en el estómago.
—¿No lo veis? —seguía preguntando machaconamente Sabira. Algo terrible le estaba pasando. Tenía los ojos cerrados.
—Sí, lo han subido hasta aquí —explicó Gilad, que parecía encontrarse un poco mejor tras vomitar— y está acumulado detrás de esa pared de mampostería. Si quitamos las piedras, moriremos.
Cuanto más aire limpio respirábamos, mejor nos íbamos encontrando. Hasta Abby abrió los ojos y quiso meter la cara debajo del agua. Kaspar se lo permitió e, incluso, le mojó el pelo para refrescarla.
—Aquí no podemos dormir —comentó Gilad, bastante más repuesto—. El gas debe de haber alcanzado una altura superior a un metro desde el suelo. Si nos tumbáramos a dormir o nos sentáramos, moriríamos.
—Vamos a morir de todas formas —dije yo—, porque si no podemos comer, ni dormir…
—¡Tenemos que inspeccionar más a fondo esa maldita pared! —bramó Kaspar, abrazando fuertemente a Abby, que le pasó los brazos alrededor del cuello.
—¿Es que no lo veis? —insistió la pobre Sabira.
Farag, compasivo, decidió seguirle la corriente.
—¿Qué es lo que no vemos, Sabira? —le preguntó.
—El dibujo —respondió ella sin abrir los ojos—. En la pared.
—¿Qué dibujo en la pared? —inquirió Gilad, que ya había ganado fuerzas suficientes como para sujetarla. Sólo entonces mi marido dejó a Sabira y volvió a mi lado. Quizá él no se lo imaginara, pero yo había tomado nota del detalle.
—La cruz —balbució Sabira—. La estrella.
¡Por Dios! Pero, ¿de qué demonios hablaba? Mi preocupación por su estado creció enormemente. Necesitaba asistencia médica urgente.
—¿La cruz y la estrella? —repitió Gilad, sorprendido.
—Sí, mirad —y, ya con los ojos abiertos, levantó un brazo y, como si hubiera recuperado fuerzas de repente, señaló con seguridad la pared de mampostería—. La cruz en el centro de la estrella.
Juro que miré y remiré buscando aquella cruz y aquella estrella, pero no vi nada. Sólo mampostería, fragmentos irregulares de piedra encajados perfectamente unos con otros pero sin ninguna forma reconocible.
—No veo nada —murmuró Abby que, como yo, se estaba esforzando por encontrar lo que decía Sabira.
Los demás también sacudieron mustiamente las cabezas. Ninguno veía la cruz y la estrella. Había demasiados fragmentos (y todos demasiado irregulares) formando un enorme caos en el supuesto diseño de la pared.
—Vale, supongamos que Sabira tiene razón —dijo el casi desnudo Kaspar—. Nosotros no somos capaces de verlo pero ella es una artista, una dibujante. ¿Por qué no podría estar reconociendo unas formas que nosotros no distinguimos?
—Están ahí —murmuró Sabira—. La cruz y la estrella.
—Admitiendo que de verdad estuvieran ahí —dije yo, mirando a Kaspar—. ¿Qué se supone que deberíamos hacer? ¿Quitar las piedras que forman ese dibujo y terminar muriendo envenenados pacíficamente?
—Quizá es el riesgo que debemos correr —observó Farag con preocupación.
—Sabira —dijo Abby—, ¿la piedra que quitó Kaspar forma parte del diseño de la cruz y la estrella?
La arqueóloga Asesina negó suavemente con la cabeza.
—Perdonadme —murmuró—. El gas venenoso me ha aumentado el dolor de cabeza. Por eso me cuesta hablar.
—¿Estás segura, entonces, de que la piedra que quitó Kaspar no es una de las del diseño? —insistí yo, que seguía buscando desesperadamente la supuesta cruz y la supuesta estrella en la pared. Quizá el gas sólo saliera por las piedras que no formaban parte del diseño.
—Estoy segura, Ottavia —musitó ella—. Por favor, Gilad, ayúdame a mojarme la cabeza con el agua de la fuente. Eso me despejará.
Con muchísima delicadeza, Gilad la ayudó a inclinarse poco a poco hasta que el agua cayó sobre el pelo castaño (y sucio) de Sabira y, supongo que a propósito, la colocó de forma que el chorro frío incidiera directamente sobre el bulto que sobresalía entre los mechones mojados. La arqueóloga Asesina se frotó la cara varias veces con el agua y pareció que se encontraba mucho mejor cuando con ambas manos se recogió el pelo en la nuca, apartándoselo de la cara. Continuaba muy pálida y ojerosa, pero todos vimos una chispa de vida en sus ojos oscuros cuando se incorporó.
—Id hacia la pared —murmuró—. Yo os diré desde aquí qué piedras hay que quitar.
Kaspar y Farag se alejaron de nosotros y se colocaron frente al muro. Ellos no habían sufrido los efectos del veneno y se encontraban bien. Era curioso ver a mi marido en pantalones y a Kaspar en calzoncillos. Farag, incluso en un momento tan malo como aquel, aún podía robarme el aliento. Kaspar, para mi gusto, resultaba demasiado prismático ortogonal.
—Señalad alguna piedra y yo os diré lo que debéis hacer —dijo Sabira cuando los vio preparados.
Fue sorprendente. Conforme iban empujando piedras a toda velocidad según las indicaciones de Sabira, empecé a ver la cruz y la estrella. En realidad, se trataba de una extraña combinación de dos importantes símbolos que, aunque supuestamente hostiles y enemigos hasta el enfrentamiento durante dos mil años, los ebionitas habían unido en un nuevo y único símbolo de paz. De ahí la Bienaventuranza de los pacíficos, los hijos de Dios, los que no luchaban entre sí. La estrella era la estrella de seis puntas de David o, como nos corrigió Gilad, del escudo de David: dos triángulos equiláteros colocados uno sobre otro en direcciones opuestas en cuyo eje estaba ahora la cruz de Jesús, más concretamente el madero vertical de la misma, que iba de arriba abajo del hexágono central, ocupando el corazón de la estrella.
Lo empecé a ver y a comprender con total claridad al mismo tiempo que empecé a sentir de nuevo los síntomas del dióxido de carbono. No quise angustiarme ni angustiar a los demás pero el mareo, la taquicardia, el sudor frío, las náuseas, el zumbido en los oídos y las arcadas eran cada vez más fuertes. El gas estaba entrando en grandes cantidades en la cámara y hasta que Farag y Kaspar no terminaran de empujar la última piedra para dejar a la vista el símbolo ebionita, el disco de piedra que cerraba la salida no rodaría para permitirnos escapar.
—Kaspar, date prisa —le pidió Abby con voz débil.
Me volví para mirarla y, en medio de un vértigo descomunal descubrí que también ella estaba empezando a notar los síntomas del gas y que Gilad, el más alto, adivinando lo que ocurría, había cogido en brazos a Sabira y la mantenía por encima de nuestras cabezas para pudiera continuar señalando piedras.
Yo ya no podía más. Vomité bilis y, aunque quise limpiarme en la fuente, no lo conseguí. Miré la cara angustiada de Farag, que también me miraba, y, completamente envenenada, me desplomé sobre el suelo.