CAPÍTULO 7

Si los tres Simonson palidecieron a la vez, yo palidecí por todos ellos sólo de pensar en las implicaciones de lo que Kaspar acababa de decir. En primer lugar, no entendía por qué la noche anterior, en casa, escuchando la historia, no había mencionado a sus infiltrados en la mansión ni por qué había callado respecto a Dositheos y sus dichosas cartas. Nos había hecho creer que no sabía nada sobre los malditos osarios cuando, con toda probabilidad, sabía más que los propios Simonson. Ahora, a falta de una historia, teníamos dos, y aquella patraña estaba creciendo como una bola de nieve colina abajo. Necesitaba rezar, necesitaba salir de aquella casa para poder reflexionar a solas y hablar con Farag sin extraños delante. Kaspar, para mí, había dejado de ser trigo limpio y me iba a costar mucho readmitirle como amigo. Ya no era Kaspar ni la Roca. Sólo era Catón (o ex Catón) y, con gran pesar por mi parte, me dije que tendría que empezar a hacerme a la idea de su transformación por dolorosa que fuera. Además, allí estaba pasando algo muy raro y no me gustaba nada. Me acerqué un poco a Farag en busca de consuelo y él me pasó el brazo por los hombros transmitiéndome con ese gesto lo muy desconcertado y preocupado que estaba. Al menos, aquel contacto nos ponía en comunicación y eso me calmó bastante.

—Ustedes primero —invitó Kaspar a los Simonson en medio del profundo silencio que se había hecho en la biblioteca pequeña—. Cuando terminen, les contaré todo lo que sabemos.

Pero, como era de esperar, los Simonson no estaban en condiciones de decir absolutamente nada, convertidos por arte de magia en dramáticas estatuas de sal.

—Muy bien —continuó el Catón, un tanto impaciente—, empezaré yo si lo prefieren.

Los tres Simonson cruzaron miradas entre sí y casi pude ver las líneas de corriente eléctrica chisporroteando entre sus cabezas. Luego, Jake asintió.

—Adelante, Catón, por favor —musitó.

—Gracias —repuso Kaspar, dando comienzo a su explicación—. En enero de 1187, el Patriarca Ortodoxo de Jerusalén, Dositheos, envió una carta a la hermandad refiriendo lo mismo que le había explicado al Patriarca de Constantinopla sobre el descubrimiento del antiguo sepulcro judío en Nazaret y los nueve osarios de la Sagrada Familia. Pero aquellos eran tiempos revueltos para nosotros: sólo un año antes, en 1186, la hermandad había sido cruelmente masacrada en Jerusalén y Constantinopla por los ejércitos cruzados, que nos consideraban excomulgados y traidores por no haber tomado partido durante el Gran Cisma de la Iglesia. En aquellos momentos difíciles, poco o nada podía hacerse respecto a unos osarios que, como es lógico, el Catón de entonces consideró falsas reliquias.

Pasó la palma de la mano suavemente sobre la mesa, acariciándola.

—Dositheos —continuó diciendo— volvió a escribir a la hermandad aquel mismo año, contando que había llegado a Jerusalén un navío con las instrucciones de Urbano III para la destrucción de los osarios: en primer lugar, el Papa disponía que todos cuantos conocían o llegaran a conocer la existencia de los osarios jurasen ante el Patriarca latino guardar silencio para siempre; en segundo lugar, que los osarios fueran destruidos inmediata y personalmente por los dos Grandes Maestres de las órdenes militares del Temple y del Hospital, Gérard de Ridefort y Roger de Moulins, ya que la fuerza del diablo en esos objetos podía ser muy grande y estaba claro que no podía destruirlos cualquiera; y, en tercer y último lugar, ordenaba que Joscio, arzobispo de Tiro, realizase una ceremonia de exorcismo del sepulcro para limpiar el lugar de demonios. Sin embargo, pese a todo, la destrucción no pudo llevarse a cabo por culpa de Saladino.

—El papel de Saladino en esta historia —le interrumpió Abby— lo dedujimos nosotros del contenido de la carta que les hemos mostrado, la que escribió al-Athir a su hermano menor en 1192. Luego verán por qué.

—Me gustaría leer una traducción de esa carta, si la tienen —solicitó Kaspar.

—Por supuesto —accedió Abby—, pero acabe antes con su historia, por favor.

Kaspar siguió contando que, según Dositheos, aunque el Papa Urbano había enviado sus órdenes utilizando una galera genovesa de velas negras para que llegaran a Jerusalén tan rápidamente como fuera posible, no hubo tiempo material para destruir los osarios porque todo se complicó. La cuestión fue que el rey de Jerusalén, Guy de Lusignan, que estaba peleado con el príncipe de Galilea, Raimundo III de Trípoli, iba a enviarle una embajada para hacer las paces. Los Grandes Maestres de las órdenes militares y el arzobispo de Tiro, que tenían que cumplir las órdenes papales, partieron, pues, con la embajada hacia Galilea aprovechando el viaje. Pero, sin que pudieran sospecharlo, el desastre se cernía sobre ellos. La noche anterior a su llegada a Nazaret, los Grandes Maestres fueron informados de que un ejército de Saladino pasaría, al amanecer, por la zona del mar de Galilea con el permiso expreso de Raimundo III de Trípoli, que había firmado una tregua con Saladino. Afrentados por aquella presencia musulmana en Tierra Santa, pasaron la noche reuniendo a las tropas cruzadas de las guarniciones cercanas y, al día siguiente, 1 de mayo de 1187, en lugar de destruir los osarios como hubiera sido su deber, atacaron a los siete mil jinetes de Saladino con sólo quinientos soldados. La batalla —que, obviamente, duró poco— se saldó con la muerte de todos los cristianos.

Total, que los osarios continuaron en Nazaret bajo la protección de Letardo, el arzobispo latino de la ciudad, mientras las tropas cruzadas, mayoritariamente templarias y hospitalarias, se rehacían de tan vergonzosa derrota. En realidad, no pudieron terminar de rehacerse porque Saladino, a quien le vino de perlas que los Grandes Maestres rompieran la tregua que tenía con Raimundo, aprovechó para iniciar la tan deseada conquista de Tierra Santa.

—Y hasta aquí llega —terminó Kaspar— la información de la que disponemos. Dos años después, en 1189, el Patriarca Dositheos fue nombrado Patriarca de Constantinopla y ya no volvió a escribir sobre los osarios. Además, como he dicho, en aquellos tiempos estábamos bastante ocupados tratando de sobrevivir.

Abby, con mucha tranquilidad, se retiró el pelo de la cara con un gesto perfecto y se lo sujetó detrás de la oreja mientras sus abuelos, que habían estado escuchando a Kaspar tan absortos como ella, cansados de estar de pie y adivinando que aquello iba para largo, se sentaron en los dos preciosos sillones de terciopelo negro. ¿Dónde estaban los criados que debían acercarnos las sillas a los demás? Suspiré resignadamente y me dirigí hacia uno de los escritorios, el más cercano, para coger una yo misma y la llevé hasta donde se encontraban los viejos Simonson. Los otros, al verme, hicieron lo mismo y acabamos los seis sentados, juntos, formando un círculo bajo una de las ventanas altas por las que aún entraba la luz. Miré mi reloj de pulsera y me sorprendí al descubrir que sólo eran las seis y media. Habían ocurrido tantas cosas, y tan intensas, que mi percepción del tiempo se había alterado por completo. Me parecía que hacía siglos que había llegado a la mansión de los Simonson.

—¿Conserváis las cartas de Dositheos? —le preguntó Farag a Kaspar, inclinándose hacia delante, muy interesado.

—Naturalmente —respondió el ex Catón—. Tenemos las dos cartas de Dositheos y alguna cosa más.

—¡Lo sabía! —rezongó el viejo Jake cruzando los retorcidos dedos de sus manos con la soltura y facilidad que da la práctica.

—Pues si usted se detiene en este punto de la historia —dijo Abby—, seguiré yo. ¿Les parece bien?

Todos asentimos y su abuela, que estaba sentada a su lado, le dio una palmadita cariñosa en el brazo para animarla a empezar.

—Como usted ha dicho, Catón, los Grandes Maestres del Temple y del Hospital no sólo no cumplieron la misión de destruir los osarios, sino que rompieron la tregua con Saladino, dándole a éste la oportunidad de oro que había estado esperando para emprender la yihad y apoderarse de Tierra Santa —Abby, cómo no, también tenía una voz perfecta y, encima, combinaba seductoramente las notas musicales de sus palabras—. Saladino avanzó hacia el sur mientras los ejércitos cristianos se reunían en la ciudad de Séforis y se preparaban para atacar.

—Conocemos muy bien esta parte de la historia —declaró Kaspar.

—¿La conocemos? —me sorprendí y, de repente, me di cuenta de que podía estar refiriéndose a la hermandad y no a nosotros.

—¿No te acuerdas, Ottavia? —insistió. O sea, que sí se refería a nosotros.

—¿De qué me tengo que acordar? —repuse sin comprender nada.

—El 4 de julio de 1187 —explicó Kaspar—, los ejércitos cristianos, con el rey Guy de Lusignan a la cabeza portando la Vera Cruz que Godofredo de Bouillon nos había robado en la conquista de Jerusalén de 1099, atacaron a Saladino y la batalla tuvo lugar en un lugar llamado Cuernos de Hattin. Esa fue la conocida batalla de Hattina en la que Saladino, que ganó, se apoderó de la Madera Santa haciéndola desaparecer para siempre.

—¡Ah, claro que me acuerdo! —exclamé.

Kaspar sonrió y afirmó con la cabeza. La Vera Cruz, efectivamente, desapareció para siempre tras la batalla de Hattina aunque, años después y sin que la cristiandad se enterase, cinco esforzados staurofílakes consiguieron rescatarla de manos musulmanas y esconderla en el Paraíso Terrenal, donde seguía desde entonces.

Abby también asintió complacida.

—Es verdad —dijo—, Saladino se apoderó ese día de la reliquia de la Vera Cruz. Lo cierto es que, una vez ganada esa primera batalla, el resto de la conquista de Tierra Santa fue poco más que un paseo militar. En los Cuernos de Hattin, el sultán ayyubí capturó al rey Guy de Lusignan y a otros grandes nobles del reino de Jerusalén. Se dice que cuando, en octubre de ese año, el Papa Urbano III se enteró de la pérdida de la Vera Cruz, murió de pena.

—Pero no fue sólo por eso —se adelantó Kaspar.

—No, no fue sólo por eso —convino Abby—. Es cierto que murió en octubre de 1187, en Ferrara, aunque no de pena sino de un ataque al corazón.

—Ataque que, desde luego, le sobrevino cuando le contaron que se había perdido la Vera Cruz en la batalla de Hattina —apuntó de nuevo el ex Catón.

—Cierto —admitió ella con una sonrisa—. Pero también le dijeron dos cosas más: que Saladino se había apoderado de los osarios y que se había perdido Jerusalén.

—¡Hombre, si eres el Papa y tienes un montón de años —declaró Farag con una gran sensibilidad—, es lógico que te mueras si te sueltan todo eso de golpe!

Por algo era el gran amor de mi vida.

—¿Cómo se apoderó Saladino de los osarios? —quiso saber Kaspar, mucho menos sentimental.

—El responsable del robo —le explicó Abby— fue uno de sus emires, Muzafar al-Din Kukburi, que conquistó y saqueó Nazaret, la ciudad de Jesús. Durante el saqueo, profanó todas las iglesias latinas y ortodoxas de la ciudad, torturó y mató a todos sus habitantes y sólo permitió que conservaran la vida unos pocos hombres que convirtió en esclavos. Curiosamente, el arzobispo Letardo logró escapar, nadie sabe cómo, y fue él quien llevó la noticia a Jerusalén y quien escribió la crónica de lo sucedido. Por eso se sabe que Kukburi «se apoderó de todos los cálices —recitó ella de memoria—, sagrarios, ropas, copones, crucifijos y joyas de oro, plata y piedras preciosas que encontró, así como de todas las santas reliquias y de las inmundas obras del demonio que se hallaban bajo mi custodia».

—Es decir —concluí—, que el tal Kukburi se apoderó de los osarios.

—Desde luego —asintió Abby—, y está bastante claro que alguien le habló sobre ellos y le dio todo tipo de detalles, puesto que, más tarde, Saladino sabía perfectamente la importancia que tenían. Sospechamos que pudo ser el propio Letardo quien se lo contó, a cambio de su vida y su libertad, pero sólo es una sospecha.

—Es decir, que los osarios llegaron a manos de Saladino el mismo año en que se apoderó de la Vera Cruz y conquistó Jerusalén —resumió Farag—. ¡Caramba, tenía armas muy poderosas para doblegar a los cristianos!

—Pero no los doblegó —le dijo Kaspar hoscamente—. La Vera Cruz, al menos, a Saladino no le sirvió para nada.

—Se equivoca, Catón —intervino Jake, satisfecho de poder, al fin, contradecir en algo a tan insigne autoridad religiosa—. Los osarios sí que le sirvieron. ¡Vaya si le sirvieron!

El ex Catón se sorprendió y alzó el extremo de su ceja izquierda. Le miré extrañada: no tenía ni idea de que podía hacer eso.

—¿Cuándo? —preguntó, curioso—. Y, ¿cómo?

—Está todo en la carta de al-Athir —dijo Abby, recogiéndose de nuevo el pelo detrás de la oreja y haciendo con la barbilla un gesto encantador hacia el documento. Me pareció que Kaspar la miraba de una manera… Pero no, no podía ser.

—Adelante —la invitó Farag—. Estoy deseando conocer su contenido.

—De acuerdo, pues regresemos a 1187 —propuso ella—. Como bien indicó el Catón Glauser-Röist…

—Kaspar, por favor.

—Gracias —le respondió ella de manera perfecta y, encima, añadió una sonrisa preciosa—. Pues, como bien indicó Kaspar, el papa Urbano III murió tras conocer las terribles noticias sobre las pérdidas de la Vera Cruz, los osarios y Jerusalén. Para entonces, se encontraba ya en la ciudad de Tiro, último reducto cristiano de Tierra Santa, Conrado de Montferrato, un hombre aventurero, carismático y brillante, que se enfrentó con valor a Saladino y que se ganó el amor y el respeto de todos los habitantes de la ciudad —alzó soñadoramente los ojos hacia la ventana por la que apenas entraba ya un resto de luz y supe en ese mismo instante que nos encontrábamos ante una romántica de corazón flojo—. El problema fue que, dos años después, en 1189, el débil e ineficaz rey de Jerusalén, Guy de Lusignan, compró su libertad y regresó a Tiro reclamando la corona y la ciudad.

En ese momento, aprovechando el instante en que Abby se detuvo para tomar aire, su abuela se levantó del sillón y encendió las luces de la biblioteca pequeña. Todos parpadeamos, momentáneamente cegados por el brillante resplandor que brotaba de las lámparas del techo.

—Sigue, cariño —le dijo volviendo al sillón.

Eran casi las siete de la tarde y yo empezaba a sufrir los primeros síntomas de hipoglucemia. Cuando llegamos a Canadá, habíamos tenido que acostumbrarnos a cenar a las cinco de la tarde y ahora me iban a dar de cenar con horario europeo.

Abby retomó el hilo del relato en el punto en el que lo había dejado antes de encender las luces: el valiente y heroico Conrado de Montferrato y el tonto de Guy de Lusignan se enfrentaron por lo poco que quedaba del reino de Jerusalén y en ésas anduvieron dos o tres años hasta que llegó Ricardo Corazón de León para la Tercera Cruzada. Ricardo, como máxima autoridad de sangre real, apoyaba la candidatura de Guy de Lusignan porque era vasallo suyo pero se dio cuenta de que, por mayoría abrumadora, todos los habitantes de la muy disminuida Tierra Santa, nobles incluidos, preferían a Conrado. Así que aceptó de mala gana y lo eligió definitivamente como rey de Jerusalén, aunque la coronación se tuvo que aplazar porque Ricardo estaba ocupado luchando contra Saladino.

La cuestión fue que, poco después, una noche de abril de 1192, mientras Conrado paseaba tranquilamente por las calles de Tiro en dirección a la casa de un amigo, se le acercaron dos jóvenes monjes a los que conocía y con los que entabló una agradable charla. Los monjes eran dos muchachos de Tiro que habían realizado estudios en Italia, habían tomado los votos y habían regresado hacía apenas unas semanas. Y allí estaban los tres, conversando amigablemente cuando, de pronto, los dos frailes sacaron unas dagas de sus hábitos y apuñalaron a Conrado repetidamente hasta que cayó al suelo herido de muerte. La comitiva de Conrado mató en el acto a uno de los Asesinos pero el otro huyó y se refugió en una iglesia cercana, donde poco después fue reducido y apresado.

—¿Dos frailes cristianos mataron a Conrado? —me sorprendí.

—Bueno —titubeó Abby—, sí y no.

—¿Cómo que sí y no? —inquirí—. ¿Lo mataron dos monjes o no?

—Bueno, sin duda habían recibido las órdenes monacales. Pero, en realidad, antes que monjes eran Asesinos.

—¡Eso ya lo sé! —dejé escapar con un bufido.

—Verá, doctora Salina…

—Ottavia, por favor —no iba a ser yo menos que Kaspar.

—Gracias, Ottavia —repuso la heredera—. Verás, cuando digo que eran Asesinos no me refiero a que lo fueran por matar a Conrado, que también, sino porque pertenecían a una rama del chiismo musulmán conocida como la secta de los ismailitas nizaríes, los llamados hashshashins o Asesinos. Hoy día son muy populares por la saga de videojuegos Assassin’s Creed, pero los Asesinos de Assassin’s Creed no tienen nada que ver con la realidad de lo que fueron los verdaderos hashshashins nizaríes durante la Edad Media. El fundador de la secta en Irán, en el siglo XII, fue Hasan i-Sabbah, al que se llama erróneamente Viejo de la Montaña por confundirlo con otro líder de la secta en Siria, Rashid al-Din Sinan. Sinan fue el auténtico Viejo de la Montaña y, según confesó antes de morir el monje que fue capturado vivo en la iglesia tras matar a Conrado de Montferrato, el propio Sinan les dio la orden de matarlo porque se lo había pedido Ricardo Corazón de León, que prefería ver a Guy de Lusignan como rey de Jerusalén antes que a Conrado.

—O sea, que no eran monjes —insistí, más tranquila.

—Eran fida’i o «devotos» nizaríes —me explicó Abby—. La Secta de los Asesinos se caracterizaba por su increíble capacidad para el disfraz, para la paciencia y para el engaño. Los jóvenes fida’i que mataron a Conrado eran naturales de Tiro, dominaban perfectamente la lengua de los francos, se hicieron cristianos, y no sólo cristianos, sino que tomaron los hábitos religiosos mientras estudiaban en Italia. Y así, volvieron a Tiro perfectamente preparados para llevar a cabo su misión sin pestañear, aunque les supusiera la muerte. Y no actuaban así porque consumieran hachís, como se ha dicho repetidamente a lo largo de los siglos. El hachís, en todo caso, les hubiera atontado y vuelto imprecisos para cometer los asesinatos, legendarios por su perfección y rapidez. Era su fe en Alá, su fanatismo religioso lo que les motivaba, así como la confianza ciega en su imán, al que consideraban descendiente directo de Mahoma.

—¡Espera, espera, Abby, por favor! —la detuvo Farag pasando directamente al tuteo para ahorrarse circunloquios—. ¿Qué tiene que ver toda esta historia de Conrado de Montferrato, Ricardo Corazón de León y el Viejo de la Montaña con los nueve osarios de Jesús y la Sagrada Familia?

Los Simonson al completo sonrieron complacidos y Abby hizo un gesto de comprensión ante la impaciencia de Farag:

—Te responderé a eso inmediatamente —le dijo—. No fue Ricardo Corazón de León quien, a pesar de mantener una buena relación con la Secta de los Asesinos, pidió al Viejo de la Montaña que sus fida’i mataran a Conrado de Montferrato. Fue Saladino quien contrató a los nizaríes no sólo para que mataran a Conrado sino también al propio Ricardo de Inglaterra.

—¿Y por qué iba a querer Saladino —pregunté sorprendida— matar a Conrado? Matar a Ricardo sí, porque era su enemigo en la Cruzada, pero, ¿a Conrado? ¿Por qué?

—Porque la gente le adoraba —respondió Abby—, y, si hubiera sido coronado rey de Jerusalén se habría convertido en un enemigo muy peligroso. Saladino quería deshacerse de Ricardo y de Conrado. De los dos. Y, como no podía por las armas, recurrió a los nizaríes. Por alguna razón, Sinan no quiso matar al rey Ricardo pero acabó con Conrado de tal manera que le endosó al monarca la culpa del asesinato.

Se levantó apresuradamente de la silla y, encaminándose hacia una de las librerías, extrajo un libro de entre una colección idéntica de varios tomos, todos de igual grosor y encuadernación, y lo abrió por una página marcada con un trozo de papel.

—El cronista al-Athir —dijo, sentándose de nuevo— que, por aquellos años, luchaba en el ejército de Saladino, escribe sobre la muerte de Conrado en su obra La Historia Completa: «La causa de su muerte —empezó a leer— fueron las negociaciones de Saladino con Sinan, jefe de los ismailíes, con el cual acordó que éste enviaría un hombre para que matara al rey de Inglaterra; si luego mataba al marqués, recibiría dos mil dinares»[3]. El marqués del que habla es Conrado, marqués de Montferrato.

—Sin embargo —añadió su abuelo, nervioso como una liebre desde que habíamos empezado a hablar de la Secta de los Asesinos—, aunque al-Athir diga eso en su crónica, en la carta que le escribió a su hermano Diya ad-Din en 1192, es decir, al mismo tiempo que ocurrían los hechos, afirma algo muy diferente.

—Y, con esto, llegamos por fin donde queríamos llegar —añadió Becky serena.

Bueno, pensé yo con resignación, sólo les ha costado tres horas de reloj y varios siglos de historia, nada más.

—En efecto, en la carta que le escribe a su hermano —y, diciendo esto, Abby se volvió a levantar, caminó resueltamente de forma perfecta hasta el final de la mesa y, una vez allí, sin ningún reparo retiró el cristal que cubría la carta de al-Athir y, para nuestro pasmo y horror, cogió los documentos con las manos desnudas antes de regresar junto a nosotros— el historiador afirma algo muy diferente, como dice mi abuelo. ¿Podrías leer aquí, Farag, por favor? —y le entregó los papeles a mi marido que, con un gesto respetuoso, los sujetó delicadamente, fijando la vista en las líneas que Abby le señalaba con el dedo.

—Sí, claro —dijo, calzándose las gafitas redondas en la parte más alta de la nariz. Cada vez que hacía eso, se manchaba los cristales con las pestañas—. «Y le dijo Saladino a Sinan delante de mí que si mataba al rey de Inglaterra y al marqués — Farag leía despacio, traduciendo cuidadosamente aquellas palabras árabes escritas más de ochocientos años atrás— le pagaría dos mil dinares. Pero el señor de…» ¿Masyaf?

—Sí, Masyaf —afirmó Jake—. La principal fortaleza de los nizaríes en Siria.

—«Pero el señor de Masyaf —continuó Farag— le contestó que por dos mil dinares no mataría ni al uno ni al otro. Saladino se ofendió porque su oferta era buena pero le preguntó a Sinan cuánto dinero quería y Sinan le dijo que no quería dinero, que por la muerte de uno de los dos francos quería los restos del profeta Al-Masïh Isa y su familia, y por la muerte del otro, los dos mil dinares. Al principio Saladino se negó a reconocer que tenía los restos del profeta, pero Sinan le advirtió que no tratara de engañarle, que sus fida’i habían estado junto al emir Kukburi cuando se apoderó de ellos en Nazaret y junto a Saladino cuando el emir se los entregó, haciéndole saber así al sultán que estaba rodeado de ismailíes. Y Saladino aceptó.»

—Hasta ahí, director Boswell —le interrumpió Becky—. Esa es la parte importante. Ésta era la traducción que usted pedía, Catón.

—¿El profeta Al-Masïh Isa es Nuestro Señor Jesús? —pregunté con curiosidad. Que los musulmanes llamaban Isa a Jesús lo sabía, así como que le consideraban profeta de Alá y no Dios ni Hijo de Dios, pero el otro nombre no lo había oído nunca.

—Al-Masïh Isa significa en árabe lo mismo que Yeshúa ha-Mashiahh en arameo o hebreo —me aclaró Farag—. Es decir, «Jesús el Mesías». Masïh y Mashiahh es lo mismo que Cristo en griego. Todos quieren decir «Ungido».

—Y, bueno, para terminar, baste decir que Saladino pagó —terció Abby—. Eso lo sabemos con total seguridad.

—¿Con total seguridad? —se extrañó Kaspar.

Abby sonrió. Sus abuelos, que parecían inmunes al hambre que a mí ya me estaba matando, sonrieron también.

—En este caso, Catón —murmuró Becky con una voz cargada de íntimo regocijo—, no necesitamos ni especular ni buscar pruebas. Sabemos con seguridad que Saladino pagó. Los osarios pasaron a ser propiedad de la Secta de los Asesinos el 19 de mayo de 1192. Año 588 de la Hégira.

Tanta precisión y certeza resultaban un poco sorprendentes, desde luego. Sin embargo, Kaspar, que parecía estar atando en su cabeza misteriosos cabos sueltos, comenzó a asentir como si lo hubiera comprendido todo.

—Los detalles de la entrega —añadió Jake con satisfacción— nos los contó en su día nuestro viejo y querido amigo Karim, con el que mantenemos una estrecha relación desde hace más de sesenta años.

—Karim Aga Khan —nos aclaró rápidamente Abby a Farag y a mí, viendo que Kaspar ya lo había adivinado—. Su Alteza Real el Aga Khan IV, el actual Imán de los ismailitas nizaríes.

El sonido de una pluma cayendo en el aire hubiera sonado como el motor de un tractor en el silencio que siguió a la explicación de Abby Simonson. Yo tardé unos segundos en reaccionar y lo mismo le pasó a Farag, en cuyas manos los papeles de la carta de al-Athir empezaron a agitarse. Él, como yo, conocía de oídas al Aga Khan: un famoso playboy de los años ’60 y ’70 del siglo anterior que salía en todas las revistas de moda con guapísimas modelos o con guapísimos caballos. Sabíamos también que era el líder de alguna extraña secta cuyos seguidores le entregaban fortunas como regalo de cumpleaños o de lo que fuera. Pero lo que los Simonson nos estaban diciendo significaba que, en pocas y muy concretas palabras, el Aga Khan IV era el actual Imán de los ismailitas nizaríes, es decir, el actual Imán de los hashshashins, es decir, el actual Imán de los Asesinos… La Secta de los Asesinos no había desaparecido en la Edad Media. ¡Seguía existiendo!