CAPÍTULO 22

—Ojalá vivas en tiempos interesantes —murmuró Kaspar, mirando el amanecer por la ventanilla del avión.

Acabábamos de quedarnos solos en aquel lujoso salón volador.

—¿Qué has dicho? —le pregunté, alzando los ojos de mi tablet.

—Repetía una antigua maldición china: Ojalá vivas en tiempos interesantes.

—Creía que esa frase era una invención de Terry Pratchett, el autor de la saga Mundodisco —comenté sorprendida.

—Pues no —repuso él, sin volverse—. Es una antigua maldición china de verdad, y nosotros tres, Farag, tú y yo, tenemos la inmensa suerte de haber sido maldecidos con ella. Míranos, doctora. Mira todo lo que hacemos. Mira lo que ya hemos hecho y lo que hemos sido. Piensa en lo que aún haremos y seremos. Tenemos vidas extrañas y complicadas porque vivimos siempre en tiempos interesantes.

—Pues yo preferiría tiempos más aburridos, la verdad —afirmé, rotunda.

—Pues, para ti, los tiempos aburridos —dijo, y rió con esa risa suya que ni era risa ni era nada—, y, para nosotros, los tiempos interesantes.

Llevábamos ya siete horas volando hacia Tel Aviv y tanto Abby como Farag se acababan de ir a dormir, exhaustos. Para nosotros, que íbamos con la hora de Canadá, eran casi las once de la noche aunque pronto llegaríamos a Israel donde sería primera hora de la mañana del lunes 30 de junio. Aquellos cambios de horario tan desconcertantes me sentaban fatal pero, como el maldito ex Catón no había querido acostarse, allí estaba yo, sin dormir y perdiendo la oportunidad de entrar a formar parte con Farag del Mile High Club porque era el momento perfecto para hablar con él a solas sobre Abby y lo que fuera que estuviera pasando entre ellos. En realidad, sólo quería ser buena amiga y darle la oportunidad de explicarse.

Aquel avión en el que viajábamos era propiedad del príncipe Karim. Estaba dotado con todas las medidas de seguridad imaginables y hasta emitía falsos códigos de vuelo comercial con pasajeros para los centros y radares de control aéreo internacional. Pero, como el de los Simonson, era un palacio flotante y, en este caso, además, de las mil y una noches orientales. La poderosa maquinaria Simonson se había puesto en marcha y había descubierto que el avión particular del Aga Khan era el más seguro del mundo. Por eso estábamos allí. Viajábamos, además, con identidades falsas de agregados comerciales por aquello de la inmunidad diplomática, de modo que ahora éramos legalmente belgas. Al parecer, estábamos protegidos veinticuatro horas al día de tantas maneras distintas que no quise conocer ninguna para no ponerme de los nervios.

Así pues, fingía leer en mi tablet la documentación sobre los ebionitas que nos habían pasado los ismailíes mientras que, en realidad, sólo estaba esperando el momento oportuno para lanzarme a la yugular de Kaspar y obligarle a contarme su historia con Abby.

—Y hablando de cosas interesantes… —empecé.

—¡No, no! —negó con la cabeza—. ¡No vayas por ahí!

—Pero, ¿qué dices? —pregunté aparentando sorpresa. Tenía una magnífica vena de actriz. Hubiera podido ser mi carrera de haber seguido haciendo teatro en el colegio.

—De Abby —repuso con su voz más catoniana y distante.

—¡No iba a hablarte de Abby! —mentí, mostrándome indignada.

El ex Catón alzó el extremo de su ceja izquierda. Estaba claro que no me creía. Tuve que buscar a toda prisa algo con lo que salir airosa de aquella situación. Bueno, no era que me faltaran temas precisamente. Los tenía a patadas.

—¿A ti te parece normal cómo actúan los Simonson?

—¿A qué te refieres?

—Jake y Becky están muy graves en el hospital. Nat Simonson, su hijo mayor, ha sido asesinado. Les han destruido tantos pozos de petróleo que han bajado las bolsas mundiales. Y a nosotros nos han quemado la casa y hemos tenido que mandar a nuestros niños a la otra punta del mundo.

—¿Y…? —me animó a seguir.

—Y… ¿Dónde estamos? —pregunté enigmáticamente, entrecerrando los ojos para afilar mi mirada.

—¿En un avión? —aventuró, no muy seguro.

—¡Exacto! —exclamé, dejando mi tablet en el asiento que había ocupado Farag e inclinándome hacia Kaspar—. ¡En un avión! ¡En el avión de uno de sus mejores amigos y con su nieta favorita! ¡Seguimos buscando los osarios perdidos!

—No te comprendo —admitió, preocupado.

—Ante una lista de desgracias como ésa, lo lógico hubiera sido parar, ¿no? El asunto tendría que haber quedado detenido, en pausa, en stand by. Al menos hasta saber qué pasa con Jake y Becky.

—Abby dijo que debíamos seguir buscando por sus abuelos, porque ellos lo hubieran querido así. Además, detenernos era lo que Tournier pretendía. Abandonar es dejarle ganar.

—Yo no he dicho que deberíamos haber abandonado, he dicho que deberíamos habernos quedado en pausa al menos unos días… Un día. Pero, ¿tú has visto que haya habido un solo segundo de vacilación, de paréntesis? ¡Te estoy diciendo que hoy es domingo, que todas esas cosas pasaron antes de ayer y que ya estamos volando hacia Tel Aviv en el avión del líder de los Asesinos!

—En realidad —repuso, pensativo—, ya es lunes. Pero tienes razón en lo que dices.

—¡Ajá! —exclamé, satisfecha, echándome hacia atrás en el asiento.

—Supongo que este asunto se ha vuelto urgente por alguna razón —murmuró.

—¿Qué razón puede haber para que Abby no esté ahora mismo en el Mount Sinai Hospital de Toronto con sus abuelos?

—Quizá llegar a los osarios antes que Tournier, Gottfried Spitteler y Hartwig Rau, su ex marido.

—¡Esos ya no saben nada! —solté despectivamente—. Se han quedado tan atrás que no podrían alcanzarnos ni queriendo. Quizá, incluso, estén convencidos de habernos ganado, de habernos detenido.

—Te olvidas de algo —apuntó.

Le sonreí con incredulidad y suficiencia desde mi atalaya de certezas.

—Los Archivos Secretos Vaticanos —dijo.

Me pinché como un globo y me hundí en la miseria. Le había comprendido antes de que terminara de hablar. No en vano, conocía perfectamente el Archivo.

—Podrían tener —comenzó a enumerar— la carta original que Heraclio de Auvernia, el Patriarca latino de Jerusalén, envió al papa Urbano III en 1187 con la traducción de las inscripciones de los nueve osarios encontrados en Nazaret. Podrían tener copia de la carta que Urbano III envió a Jerusalén con las instrucciones para la destrucción de los osarios. Podrían tener cartas de las órdenes militares del Temple y del Hospital informando del fracaso de la misión y del enfrentamiento con los jinetes de Saladino. Podrían, incluso —dijo, saltándose un siglo para abreviar—, tener cartas de Marco Polo con la misma información sobre Kodungallur, Susya, los ebionitas y los sufat que tenemos nosotros. Al fin y al cabo, los Polo eran enviados papales. Lo extraño hubiera sido que no comunicaran al papado sus descubrimientos.

—Eso último es imposible —le contradije.

—¿Por qué?

—Porque Gottfried y Hartwig no hubieran intentado entrar en la cripta de María Paleologina en Estambul, donde nos atacaron y os hirieron a Farag y a ti. Si hubieran tenido la información, ¿para qué ir hasta allí y montar ese numerito?

—Porque no están sólo buscando los osarios, doctora —me gruñó en la cara—. Porque también los quieren destruir. Quieren cerrar este capítulo de la historia de la Iglesia de manera definitiva, eliminar todas las pruebas y limpiar completamente el camino para que nadie, nunca más, pueda encontrar una pista que vuelva a destapar el asunto.

—Pero, ¿y si fuera verdad que uno de esos osarios contiene los restos de Jesús de Nazaret? ¿Cómo iban a atreverse a destruirlo? ¡Sería una locura!

¿Había sido yo quien había dicho eso o había alguien más con nosotros? ¿Había sido mi voz la que había enunciado esas preguntas? ¿Me había vuelto loca?

—Tú también estás empezando a creerlo, ¿verdad? —murmuró él.

Empecé a verle tras una cortina borrosa de lágrimas.

—En cierta ocasión, hace muchos años y en una situación como ésta —declaró con una leve sonrisa y una voz que parecía querer consolarme—, te comenté algo que sabía sobre la vida. ¿Lo recuerdas?

Negué con la cabeza.

—Te dije que todo es relativo, todo es temporal y todo es mudable. Y que siempre, siempre, tenemos la oportunidad de cambiar. Nosotros dos somos el ejemplo.

—¡Pero yo no quiero cambiar mi fe! —susurré ahogadamente. Me sentía desconsolada y terriblemente culpable por mis dudas.

—En aquella ocasión que no recuerdas, tú me preguntaste: «¿Por qué creemos que vivimos nuestras vidas cuando son nuestras vidas las que nos viven a nosotros?». Hay cosas sobre las que no tenemos control, doctora. Aunque queramos con todas nuestras fuerzas. Si, como decían los ebyonim, Jesús era sólo un hombre, un hombre que desde luego predominaba sobre los demás por su justicia, su prudencia y su sabiduría, y probablemente también por su valiente interpretación, como judío que era, de la Ley de Moisés, ¿en qué puede eso dañar nuestra fe en Dios? No en Jesús como Dios, sino en Dios.

—Es complicado, capitán —las raras ocasiones en que Kaspar y yo hablábamos a solas, siempre nos llamábamos el uno al otro doctora y capitán, quizá porque ahora esos títulos expresaban cariño—. Yo siempre he creído que Jesús era Dios. Que es Dios. Un Dios encarnado por amor para salvarnos de nuestros pecados. He creído en la Santa Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y, ¿ahora voy a pensar que todo eso no era cierto? ¿Cómo? —exclamé con dolor—. ¿Cómo podría creerlo, capitán? Todo mi mundo se derrumbaría.

—No, eso no es cierto, doctora —rechazó categóricamente—. Tu mundo no se derrumbaría. Tú, quizá sí, pero tu mundo, no. Escúchame. Jesús nunca fue cristiano porque el cristianismo aún no existía cuando Él vivió. Jesús fue judío. Jesús fue un rabino judío que hizo una nueva interpretación de la Ley judía, la Ley de Moisés[17]. Jesús observaba el Sabbat, el descanso obligatorio del sábado que aún siguen guardando los judíos, Jesús estaba circuncidado como manda la Ley judía, Jesús cumplía las reglas alimentarias kosher del Levítico y celebraba la Pascua judía como la ha celebrado el pueblo judío durante miles de años. Jesús no conoció los Evangelios, ni a Pablo y sus cartas, ni los Hechos de los Apóstoles que son, más bien, los Hechos de Pablo porque a los verdaderos Apóstoles se les ignora. Jesús era un rabino que había estudiado la Tanaj, la Biblia hebrea, lo que nosotros llamamos Antiguo Testamento. Y lo que hizo, como rabino, fue una nueva interpretación de esa Ley contenida en la Tanaj: rechazó la tradición judía añadida al mensaje de Dios y fue directo a lo esencial, a lo importante, y eso le supuso enfrentarse al Sanedrín, a los sacerdotes del Templo, que basaban su autoridad, como hoy la Iglesia Católica, en esas tradiciones o doctrinas añadidas al mensaje fundamental[18].

Aunque cierto, todo aquello me sonaba muy raro, sobre todo eso de que Jesús nunca había sido cristiano.

—Jesús de Nazaret —siguió diciendo Kaspar sin alterarse ni un ápice por el perverso contenido de sus palabras— era, ante todo, un buen judío que quería ser un judío mejor con planteamientos del tipo vayamos a lo importante, vayamos a lo esencial y dejémonos de liturgias y tonterías. Ése fue el Jesús histórico, y si sólo era un hombre y no un dios como afirmó san Pablo, que fue el primero en decirlo[19], ¿qué importa? Jesús acercó a Dios hasta nosotros, nos permitió hablar directamente con Él, tener una relación personal con Él, algo que era impensable para el judaísmo de su tiempo. ¿Qué hizo mal? ¿No resucitar de entre los muertos y ser hijo de José y María? Cálmate, doctora, e intenta darte cuenta de que encontrar un antiguo osario hebreo del siglo I con los restos mortales de Jesús de Nazaret significaría más una enorme alegría que una desgracia. Quizá sea una desgracia para la Iglesia Católica, para las Iglesias cristianas, pero, si tu fe en Dios es fuerte, encontrar el osario del Mesías sería un gran motivo de satisfacción. Puede que Pablo de Tarso fuera el vencedor, el que escribió la historia, pero quizá no escribió la verdad.

No podía estar menos de acuerdo. Yo me había formado en la Iglesia Católica, que siempre me había dicho claramente cómo debía ser mi fe y cuáles debían ser mis creencias y que, además, me había enseñado el lenguaje que yo comprendía para relacionarme con Dios, un Dios que se parecía más a Jesús que a…, bueno, a Dios.

—Hay un cuento escrito por el jesuita indio Anthony de Mello —comentó— que se llama «El gato del gurú». En ese cuento se narra cómo, cada día, cuando el gurú practicaba el culto, había un gato rondando por allí que distraía tanto a los fieles que, al final, tuvieron que atarlo. Mucho tiempo después de que hubiera muerto el gurú, seguían atando al gato durante el culto. Luego, murió el gato, y llevaron otro para poder atarlo. Por fin, siglos más tarde, se escribieron doctos tratados sobre el importante papel que desempeñaba el gato en la realización del culto.

Kaspar rió de esa forma suya tan sosa.

—Por cierto, la Inquisición o, como se llama ahora, la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo el mandato del cardenal Ratzinger, es decir, de Benedicto XVI, calificó los cuentos de Anthony de Mello como incompatibles con la fe católica. Te he contado un cuento hereje.

Y volvió a reír.

Sí, bueno, la estrechez de miras de la Iglesia Católica era proverbial. Vaya novedad. Pero eso no implicaba que estuviera equivocada en todo. Claro que si la Iglesia Católica se había construido desde sus cimientos sobre premisas equivocadas, la cosa cambiaba bastante.

—¿Por qué los ebionitas utilizarían sólo el Evangelio de Mateo? —pregunté, recordando de pronto aquel extraño detalle—. ¿Por qué lo preferirían a otros? Había cientos de Evangelios en el siglo II, cuando Ireneo de Lyon escribió Adversus haereses.

—Ésa es la única pregunta fácil de responder en esta historia —repuso—. El Evangelio de Mateo era el más cercano de todos a la tradición judía.

—¿A qué te refieres? ¿Acaso era un Evangelio judío?

No podía sonarme ni más absurdo ni más ridículo.

—Como tú muy bien sabes —me explicó, cargándose de paciencia—, los primeros textos del Nuevo Testamento que se escribieron fueron las cartas de san Pablo, escritas en griego en torno al año 50 de nuestra era. A continuación, y recogiendo ya las ideas de Pablo y las tradiciones orales, se escribieron, entre otros, los cuatro Evangelios canónicos: primero el de Marcos, hacía el año 70; luego, Mateo, en los 80; después, Lucas, en los 90; y, por último, Juan, entre los años 90 y 100. Todos redactados originalmente en griego y, después, traducidos al latín. Esta es la versión oficial a día de hoy.

—Conozco bien esos datos —confirmé, molesta.

—Sí, pero lo que veo que no conoces —añadió para hacer sangre— es que, según distintos testimonios de los primeros siglos[20], Mateo fue el único que compuso su Evangelio en hebreo. Eusebio de Cesarea afirma, incluso, que Mateo escribió el Evangelio en su lengua materna, es decir, en arameo, la lengua de Jesús y de los primeros Apóstoles. Y aquel texto en hebreo o arameo debía de ser muy diferente del que conocemos hoy, ya que hasta san Ireneo de Lyon, hablando por cierto de los ebionitas, menciona una importantísima diferencia entre aquel texto y los demás Evangelios.

¡Un momento!, me dije. ¿Desde cuándo tenía Kaspar semejantes conocimientos por muy Catón de secta que hubiera sido durante un montón de años?

—¿Cómo sabes tú todas esas cosas? —le pregunté con enorme desconfianza.

Su rostro granítico expresó algo parecido a la candidez.

—Porque, a diferencia de ti —respondió—, yo he leído toda la documentación que nos han facilitado los ismailíes. Lo que te estoy contando lo tienes en tu tablet.

Odiaba cuando hacía esas cosas. Le hubiera matado, por supuesto.

—Vale, pues termina —le dije, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón y levantando la mirada hacia el techo de la cabina. Cuando llegara mi turno, se iba a enterar.

—Bueno, sólo iba a añadir el pequeño detalle sobre la Virginidad de María —di un respingo en el asiento—. Es sumamente interesante.

—¿Qué tienen que ver los ebionitas y san Mateo con ese asunto? —protesté.

—Es lo que te iba a contar —replicó muy tranquilo—. ¿Conoces la Septuaginta?

No le ahogué con mis propias manos porque no hubiera podido abarcar aquella columna que tenía por cuello, pero no me faltaron ganas. ¡A mí, a una experta mundial en griego, le preguntaba si conocía la Septuaginta!

—¿Te refieres, acaso —silabeé—, a la traducción del Antiguo Testamento, Biblia hebrea o Tanaj, como quieras llamarlo, del hebreo y arameo al griego, realizada dos o tres siglos antes de Jesucristo en Alejandría, Egipto? ¿Esa Septuaginta?

—Ésa misma, en efecto —convino—. El griego era entonces como el inglés de hoy, el idioma común para todo el mundo.

—¿En serio…? No lo sabía.

—Pues sí —tuvo la desvergüenza de responderme—. De hecho, la Septuaginta es la traducción utilizada en todos los textos del Nuevo Testamento. Es decir, cuando san Pablo o los evangelistas, que escribieron en griego, hacen referencia a las antiguas escrituras, esa cita está tomada directamente de la traducción griega de la Septuaginta. No de los textos judíos originales, que presentan grandes diferencias, sino de la Septuaginta, traducción que, aunque plagada de gravísimos errores y equivocaciones, utilizaron todos los escritores del Nuevo Testamento, excepto…

—Excepto Mateo —concluí.

—Exactamente, excepto el evangelista Mateo. Las citas del Antiguo Testamento que utiliza Mateo están tomadas de los textos hebreos o arameos originales, no de su traducción al griego. Ésa es otra de las importantes diferencias que lo hizo preferible a ojos de los ebionitas. De manera que, cuando en los Evangelios canónicos se lee que Jesús fue engendrado por el Espíritu Santo en cumplimiento de lo que había profetizado Isaías, «He aquí que una virgen concebirá en su seno y dará a luz un hijo»[21], se evidencia que eso lo escribió algún seguidor posterior de Pablo porque el profeta Isaías, en el texto original hebreo, lo que dice textualmente es «He aquí que una joven concebirá en su seno y dará a luz un hijo». Una joven, ¿te das cuenta?, no una virgen. ¿Y dónde encontramos ese error de traducción?

—En la Septuaginta.

—Así es. Los malísimos traductores de la Septuaginta, en la que se basa el Nuevo Testamento, al trasladar al griego al profeta Isaías, entendieron la palabra hebrea almah, que significa muchacha joven, como betulá, virgen, y, por tanto la tradujeron por parthenos, y cuando los escritores de la línea paulina (que, obviamente, no sabían hebreo ni arameo) estaban creando los nuevos textos de los Evangelios, al querer aplicarle a Jesús todas las profecías del Antiguo Testamento sobre el Mesías de Israel, se encontraron con que su madre, según el Isaías de la Septuaginta, tenía que ser virgen. Y de ahí viene todo.

Menos mal que, pese a ser monja tantos años, nunca había sido especialmente marianista, porque Kaspar y los dichosos ebyonim acababan de tirarme por tierra la virginidad de María. Aunque, al mismo tiempo, concordaba con la idea de que Jesús hubiera podido tener hermanos y hermanas. Vale, un punto más para los malditos osarios.

—Sin duda —añadí yo, dándole vueltas a la idea en plan masoquista—, la versión del Evangelio de Mateo que utilizaban los ebionitas no podía ser la versión griega que conocemos hoy y que consideramos la original.

—Eso está claro. Los ebionitas manejaban un Evangelio de Mateo más antiguo, más acorde con la realidad, escrito en hebreo o en arameo, sin añadidos y sin retocar. Tiene todo el sentido del mundo, pues, que rechazaran a Pablo por traidor. Debían de considerarlo el padre de la desviación del mensaje original de Jesús o el inventor de algo completamente nuevo y distinto a lo que había dicho Jesús.

Y María, si es que alguna importancia tuvo para ellos como mujer en aquella época, sólo era María de Nazaret, la madre de Jesús, no la Madre de Dios. ¡Me parecía tan raro todo aquello, tan extraño! ¿Cómo podía aceptar algo semejante si durante toda mi vida había creído que esas personas tenían realidad divina? Era como el hueco que hace la gota de agua en la piedra tras caer incesantemente durante mucho tiempo. Yo tenía ya hecho el hueco de la creencia, de la fe. No podía simplemente ignorarlo y pasar página como si tal cosa. Tenía una herida muy grande que cicatrizar.

—Y aún no sabes lo más impactante de todo —dijo Kaspar, arreglándose las perneras de su perfectamente planchado pantalón.

—¡No, por favor —supliqué muy en serio—, no me mortifiques más!

—Sé que es difícil, pero debes escucharlo. Luego, tú decides.

Solté un suspiro tan hondo y tan largo que me vacié como un odre.

—Como cristiana y católica —afirmó con seguridad—, tú siempre has creído que las herejías aparecieron a posteriori como una degeneración, o mala interpretación, del verdadero mensaje de Jesús[22], ¿no es verdad?

—Sí, así es —admití, ya absolutamente desarmada.

—Pero si analizas todo lo que hemos descubierto hasta ahora, te darás cuenta de un detalle importante. Como sabemos, en el Concilio de Jerusalén del año 50, Pablo se enfrenta a los Apóstoles, presididos por Santiago, el hermano del Señor, diciendo que para ser cristiano no es necesario convertirse antes al judaísmo y, por lo tanto, no hace falta circuncidarse, que era el problema principal con los gentiles.

—Cierto —musité.

—Pero si eliminas a Pablo de la ecuación, lo que te queda es que los Apóstoles, presididos por Santiago, el hermano del Señor, sostenían que, para ser cristiano, antes había que ser judío o haberse convertido al judaísmo y circuncidarse, o bautizarse en el caso de las mujeres. Está todo en Hechos, capítulo 15. Lo puedes comprobar.

Aquello estaba tomando mal cariz.

—Los Apóstoles y Santiago, el hermano del Señor, habían estado con Jesús, habían hablado con Él, vivido con Él y escuchado su mensaje. Pablo nunca conoció a Jesús en persona y se pasó la vida defendiendo su condición de apóstol por nombramiento milagroso en el camino de Damasco. Saca tus propias conclusiones.

No quería sacarlas. Y no quería porque la postura de los Apóstoles se parecía mucho, muchísimo, a la de los ebionitas.

—Poco después del Concilio de Jerusalén, donde se llega con dificultad a un acuerdo de mínimos, Pablo decide ignorarlo todo e independizarse y hace una declaración, en el año 54, con la carta a los Gálatas, que no tiene desperdicio. Reniega totalmente de las ideas de los Apóstoles y de Santiago, el hermano del Señor, pero, como no puede criticarles abiertamente porque, a fin de cuentas, ellos son quienes son, les da otros nombres: a veces los llama judaizantes y, en otras ocasiones, pobres[23].

—¿Pobres…? —ahí estaba la miga.

—Exacto, los pobres de Jerusalén, que eran los miembros de la comunidad de Jerusalén, los que observaban las leyes judías y seguían fuertemente anclados a lo que había dicho y hecho Jesús. Pero, cuando les llama pobres lo escribe en griego. Si lo hubiera escrito en hebreo, los hubiera llamado ebyonim, ebionitas.

—Espera un momento —le interrumpí.

Sólo quería que se callara, que no siguiera hablando. Pero no lo hizo:

—Santiago, el hermano del Señor, es, indudablemente, el Yaakov ben Yehosef akhui d’Yeshua ha-Messiah de los osarios, porque el nombre de Santiago con el que aparece en el Nuevo Testamento es la derivación de Sancti Iacob, san Jacob en latín. Este Santiago-Jacob murió en el año 62, según el historiador judío Flavio Josefo, y le sucedió al frente de la Iglesia de Jerusalén otro pariente del Señor, Simeón, de quien Eusebio de Cesarea, tres siglos después, dice que era primo del Salvador[24] pero bien podría tratarse del Shimeon ben Yehosef akhui d’Yeshua ha-Messiah de los osarios, ya que primos era el parentesco que se le daba a los hermanos de Jesús en la versión griega de Pablo, puesto que Jesús no podía tener hermanos porque era Dios e hijo de una mujer que siempre fue virgen. Sin embargo, si buscas en la lista oficial de papas de la Iglesia Católica, verás que ninguno de ellos aparece: después de Pedro, los primeros son todos discípulos de Pablo. Hasta ese punto llegaron borrando, cambiando y reescribiendo la historia.

Empezaba a sentir un horrible dolor de cabeza. No quería oír nada más ni saber nada más. Buscaría los osarios porque me había comprometido a ello, pero no estaba dispuesta a perder ni mi vida ni la fe que conformaba mi vida.

—Bueno, a ver —dije enfadadísima y dejando claro lo muy peligrosa que era en aquel momento—. ¿Qué demonios hay entre Abby y tú? ¿Estáis juntos o qué?

La voz del comandante de la nave vino a fastidiarme la respuesta. ¡Con lo que me había costado! Prácticamente, toda una historia nueva del cristianismo. El muy idiota anunciaba que no faltaba nada para aterrizar en el aeropuerto Ben Gurión de Tel Aviv y que hacía un tiempo excelente.

—¡Respóndeme! —le exigí a la Roca, apoyando las manos en los reposabrazos para inclinarme amenazadoramente hacia él.

El ex Catón sonrió (o algo así) y se arregló con cuidado el cuello de la chaqueta.

—Bueno —repuso al fin, tras romperme los nervios en pedacitos varias veces—, Abby se está encargando de invertir mi dinero, el que yo tenía antes de ser Catón. Ya sabes, la herencia de mi familia en Suiza, las cuentas bancarias, el piso de Roma…

Si me hubieran pinchado, no habría salido ni gota de sangre.

—¿Abby está invirtiendo tu dinero? —exclamé con los ojos como platos, oyendo ya ruidos en las habitaciones de los que habían tenido la suerte de dormir.

—¿Cómo no voy a permitir —repuso muy tranquilo— que la presidenta del SFG, el Simonson Finance Group, que engloba a más de treinta bancos de inversión por todo el mundo, gestione mi patrimonio? Sería idiota si no lo hiciera, ¿no te parece?