CAPÍTULO 25

—¡Aquí tiene que haber una puerta! —bramó la Roca, agitando el foco de su linterna de un lado a otro como un loco.

Farag, Kaspar, Abby y yo habíamos caminado en torno a la tumba de Hillel durante más de quince minutos empujando las tres paredes del nicho palmo a palmo desde el suelo hasta el techo, y habíamos quitado todas las sucias velas y los pegotes de cera de las hornacinas para ver si había algo detrás. Pero, por desgracia, las paredes eran de roca sólida y en las hornacinas no había nada más que porquería. Nos estábamos equivocando en algo.

A Gilad tuvimos que sacarlo de la tumba de Hillel porque, en cuanto Kaspar empezó a pisar con sus botazas el interior del nicho, pareció que iba a sufrir un infarto o algo peor, así que Abby le susurró unas palabras al oído a Sabira y ésta, utilizando encantadoras artimañas (que se había mareado por el mal olor y que no se encontraba bien) se lo llevó afuera para recibir sus cuidados. Gilad no era tonto y por esa razón se dio cuenta de la treta pero la aceptó encantado por la parte que le interesaba. Así que allí estábamos nosotros cuatro, cometiendo un terrible sacrilegio al profanar la tumba de uno de los rabinos y hombres santos más importantes de toda la historia de Israel. Claro que los judíos tampoco se habían preocupado demasiado por aquel lugar abandonado. Con todo, intentábamos respetar el rectángulo de tierra bajo el que descansaban los restos de Hillel, pero el espacio a su alrededor no era muy grande, apenas tres o cuatro palmos hasta las paredes así que, aunque habíamos dejado las mochilas fuera con los discípulos del rabino, nos movíamos con bastante dificultad.

Fue entonces cuando Kaspar exclamó enfurecido que allí tenía que haber una puerta porque sí, porque él lo decía, mientras agitaba su linterna con rabia.

—¡Ay! —dejó escapar la heredera cuando recibió en la cara el fuerte golpe que le propinó Kaspar.

—¡Abby! —se asustó él, volviéndose a mirarla, con la inquietud pintada en cada célula de su enorme corpachón.

Los dos estaban a un lado del nicho y Farag y yo en el opuesto, así que nosotros nos quedamos inmóviles mientras Kaspar, en su giro hacia Abby, perdía el equilibrio en el borde del escalón del enterramiento y, para no caer, ponía la suela de su bota de la talla cuarenta y ocho sobre la tierra húmeda de la tumba de Hillel.

—¡Kaspar! —exclamó Farag horrorizado, estirando el brazo hacia él.

Abby y yo nos quedamos paralizadas de espanto. Aquello era un tremendo ultraje religioso, seguramente incluso un delito de varias clases (contra el patrimonio nacional, arqueológico, histórico…), y, por si faltaba algo, cuando la Roca se incorporó, la huella de su bota estaba perfectamente marcada en la tierra sucia del enterramiento. En fin, más que marcada, yo hubiera dicho estampada por un martillo hidráulico.

Enmudecimos y nos miramos, pensando en cómo arreglar aquel desastre sin que se notara demasiado. No bastaba con rellenar el hueco: el color de la tierra cambiaba de la superficie, más seca, hasta un tono oscuro en las húmedas capas inferiores. Por eso era tan blanda.

Pero, además, cuando Kaspar había pisado la tumba, y si no me había vuelto loca por el susto, hubiera jurado que había oído algo, un chasquido prolongado como cuando friccionas una piedra contra otra. Pero no podría decir de dónde había venido ese sonido si es que, acaso, lo había oído de verdad. Por eso no dije nada.

Para asombro de mis compañeros y por aquello de que ya no teníamos nada que perder, salté el escalón del enterramiento y pisoteé la tierra para aplanarla (y para ver si se repetía el ruido). Pero no oí nada y sólo conseguí paralizar los corazones de mis compañeros que no cayeron fulminados de puro milagro.

—¡Basíleia! —balbució mi marido con voz de muerto—. ¿Qué haces?

—Lo único qué podemos hacer: igualar el suelo del enterramiento. ¿O preferís dejar la marca de la bota de Kaspar? No creo que Hillel el Anciano se moleste con nosotros porque, a fin de cuentas, debe de saber el enorme respeto que nos inspira, algo que nunca pasaría por la cabeza de esos judíos ultra ortodoxos que vienen por aquí en Lag Ba’omer una vez al año. Para la próxima primavera, no se notará nada. Pero si dejamos la huella, se verá.

Sabían que tenía razón, así que los tres bajaron al enterramiento conmigo y empezaron a alisar la superficie. Y entonces sí que ocurrió algo. No sólo volví a escuchar el chasquido sino que, además, el techo del nicho empezó a izarse como una placa de piedra levantada por una grúa. Era el peso sobre la tumba de Hillel lo que ponía en marcha el mecanismo. Yo no pesaba bastante y por eso conmigo no se había movido, aunque sí con Kaspar. Y, obviamente, con los cuatro a la vez, el dispositivo se había disparado a lo loco.

La perplejidad detuvo nuestro trabajo. Los cuatro alzamos la cabeza para ver como ascendía la placa del techo y se internaba en la oscuridad hasta desaparecer. Por supuesto, una lluvia de polvo mohoso, telarañas y tierra cayó sobre nuestras caras y nuestros pelos limpios, ya que tampoco llevábamos puestas las gorras en ese momento. A Abby, incluso, se le metió en la boca, por tenerla abierta, así que empezó a toser y a escupir con asco. Kaspar le pasó un pañuelo por los labios y la barbilla, como haría un padre con una hija que ha comido tierra en el parque. O como haría un tipo que estuviera loco por ella y hubiera perdido el sentido del ridículo, que me cuadraba más.

Allí teníamos la entrada. Los ebionitas no nos habían engañado. Aunque tampoco nos lo habían puesto fácil, desde luego.

—Me preocupa —murmuró Farag—, que su intención fuera obligarnos a pisotear la tumba de Hillel. Quizá para ellos era un gesto de desprecio o humillación.

—Pues lo que a mí me preocupa —comentó Kaspar—, es cómo subir hasta allí arriba. Necesitamos una escalera.

Tampoco era para tanto, pensé. La altura sería de dos metros y algo, como mucho, de manera que Kaspar, Abby y Farag podían meter la mano por el hueco. La única que tendría problemas era yo por ser la más bajita pero, ¿para qué estaban los hombres? Ésa era la función que la naturaleza les había concedido: la fuerza física. Que me levantaran. Ahora, eso sí, no estaba dispuesta a ser la primera en asomar la cara por aquel agujero.

Abby salió afuera para, con toda la delicadeza posible, explicarle a Gilad lo que había sucedido. Pese a su profundo judaísmo, Gilad era un hombre práctico que, cuando debía elegir entre dos opciones, se quedaba con la más científica (véase el malestar de Sabira). De modo que superó sus reparos religiosos y regresó al interior de la tumba, dispuesto a pisar la tierra que cubría los restos del gran rabino Hillel.

Por lógica, la Roca, aunque todavía con la pierna un poco torpe, debía de ser el primero en subir con ayuda de Farag pero, para mi sorpresa, fue Abby quien, con gesto resuelto, puso el pie en las manos cruzadas de Kaspar y se izó hacia el agujero del techo. Esta nueva Abby, tan decidida, ganaba no sólo en firmeza de carácter sino, increíblemente, también en atractivo. No es que, de repente, fuera una belleza, ni mucho menos, pero, por alguna misteriosa metamorfosis que ya venía produciéndose desde tiempo atrás y que ahora culminaba con este cambio de carácter, ya no era fea. ¿Acaso no tenía los ojos demasiado pequeños, los dientes demasiado grandes, la nariz aguileña y carecía de labios? Pues no. En realidad, sí tenía labios, no gruesos y sensuales, pero normales; la nariz seguía siendo aguileña pero le daba estilo y distinción (¡cómo si le hiciera falta!); los dientes también eran grandes y cuadrados pero, de nuevo, dentro de la más absoluta normalidad, no de caballo como yo se los había visto; y los ojos azules, sin ser grandes, no eran tan pequeños.

—Farag —susurré, tirando del brazo de mi marido para que se agachara—. ¿A ti te parece que Abby está menos fea que antes?

—¿Menos fea? —se sorprendió, susurrando también en mi oído—. ¡Abby nunca ha sido fea!

—¿Cómo que no? —me enfadé—. ¿Tú te has fijado bien?

—Cariño, un hombre siempre se fija en esas cosas. Abby no es tan guapa como tú, desde luego, pero es bastante atractiva. Comprendo que le guste a Kaspar.

—¡Pero era fea! —volví a susurrarle a mi marido.

Él se rió.

—¡Anda, sube! —dijo empujándome hacia Kaspar que me esperaba con las manos cruzadas y cara de pocos amigos.

Tendría que pensar en todo aquello, pero ahora no tenía tiempo. El techo se había abierto sobre nuestras cabezas invitándonos a subir y Abby ya estaba allí arriba tendiéndome la mano para ayudarme. Kaspar me empujó desde abajo y la heredera tiró desde arriba, de manera que no me costó nada llegar al nuevo nicho iluminado por la linterna abandonada de Abby. Mientras subían los demás y nos pasaban las mochilas, observé aquel lugar: era una cámara cuadrada, un cubo perfecto en realidad, y, puesto que nos adentrábamos en la montaña, también excavada en la roca. La humedad había disminuido aunque no el mal olor, que me pareció, incluso, más intenso, como a muerto o a huevos podridos.

Pronto estuvimos todos arriba y, para nuestra sorpresa, aunque aún más para sorpresa de Gilad Abravanel, en una esquina de la cámara había un nuevo enterramiento con los auténticos restos de Hillel el Anciano. Su nombre estaba cincelado en la pared en hebreo y arameo.

—¿Ves, Farag? —le dije a mi marido señalando la tumba—. Los ebionitas no querían que fuera pisoteada. Escondieron el resorte en el único lugar que nadie profanaría jamás.

Farag asintió, pero Kaspar estaba enfadado.

—¿Y los osarios? —repetía mirando en todas direcciones, techo incluido.

Allí no estaban, eso era evidente. Aquella cámara se hallaba totalmente vacía a excepción de la tumba de Hillel, la placa de piedra que se balanceaba a media altura sobre el agujero de acceso y una abertura rectangular a modo de puerta, situada junto a la tumba, que daba a unas oscuras escaleras cuyo final se perdía en la profundidad de la tierra. También había, en la pared de la derecha, el grabado de una enorme espiral formada por pequeños símbolos hebreos.

—¿Qué dice, Gilad? —le preguntó Sabira, tomando fotografías.

Farag me miró. Él hubiera podido leer la inscripción hebrea, pero me sonrió y me hizo un gesto para que me diera cuenta de la actitud de la arqueóloga Asesina hacia el arqueólogo judío.

Gilad pidió más luz y se la dimos. La única sombra sobre el extraño grabado era la de su propio cuerpo y él la iba esquivando para estudiar el texto.

—«Dichosos los pobres —empezó a traducir, señalando las palabras con los dedos y empezando desde el centro de la espiral hacia fuera—, porque de ellos será el reino. Dichosos los que lloran, porque serán consolados.»

—¿Las Bienaventuranzas…? —inquirí, asombrada.

Kaspar y Farag asintieron, con tanta perplejidad en el rostro como yo.

—¿Qué son las Bienaventuranzas? —preguntó Gilad.

La ignorancia de los judíos sobre temas cristianos era tan sangrante como la de los cristianos sobre temas judíos. Cuando se lo dije, Gilad saltó como si le hubiera picado un escorpión:

—¿Sabes que, entre nosotros, Jesús de Nazaret está considerado como enemigo de Israel? —soltó con rabia—. ¿Sabes cómo le llamamos? No Yeshúa, no, sino Yeshu.

El rostro de mi marido se ensombreció. Los demás no habíamos comprendido lo que había querido decir Gilad, pero él sí.

—Sabrás —continuó explicando el musculoso arqueólogo—que, en hebreo, los acrónimos, las palabras formadas por las letras iniciales de otras palabras, han sido siempre una práctica habitual, una costumbre de siglos. Pues bien, ¿sabes por qué le llamamos Yeshu? Porque es el acrónimo de la expresión «Sean su nombre y memoria borrados». Ningún judío lee nunca vuestro Nuevo Testamento porque está lleno de mentiras. Ningún judío cree que Yeshu fuera Dios, ¡menuda barbaridad!, y mucho menos que fuera el Mesías, el salvador del pueblo de Israel. ¿Y sabes por qué? Porque murió, porque no salvó a nadie, porque no era así como nuestra Biblia, la Tanaj, describía la figura salvadora del Mesías y, para nosotros, un Mesías muerto era un Mesías fracasado. Por eso los cristianos os inventasteis la Resurrección. Y, ¿sabes por qué le despreciamos tanto? —su voz, cargada de rencor, sonaba también muy dolorida—. Porque, en nombre de Yeshu, uno más de los veinticuatro aspirantes a Mesías que, según el historiador Flavio Josefo, Roma crucificó en el siglo I, el mundo cristiano ha perseguido, marginado, maltratado y asesinado al pueblo judío durante dos mil años. ¿Nunca has oído la bonita frase «Los judíos mataron a Jesús»?

Sí, claro que la había oído. Sobre todo cuando era pequeña. De boca de mi madre y de las monjas del colegio. Pero hacía muchos años que ya nadie la decía porque ahora había mucho más respeto hacia esas cosas y porque, más o menos, se aceptaba la idea de que Jesús había sido judío, un pequeño detalle que durante siglos había pasado inadvertido dentro del cristianismo. Jesús sólo había sido Dios y los judíos lo habían matado. Claro que, pensándolo fríamente, matar a Dios era imposible.

—Pero lo que yo me pregunto —siguió diciendo Gilad— es por qué nadie acusó nunca a los romanos de matar a Yeshu, cuando fueron ellos quienes le crucificaron. ¿A la Inquisición, por ejemplo, no se le pasó nunca por la cabeza que los italianos eran tan culpables como los judíos?

Cerré la boca por si las moscas. Gilad estaba demasiado enfadado y yo era italiana. Además, podía entender su rabia. Realmente, el pueblo judío había sufrido lo indecible a lo largo de los siglos por prejuicios sin sentido, alimentados, quizá, por el propio cristianismo para levantar esa barrera infranqueable que lo separaba del judaísmo. Pero, ¿por qué? ¿qué peligro entrañaba el judaísmo para el cristianismo? ¿Por qué el judaísmo asustaba tanto al cristianismo?

—Por eso no conozco vuestras Bienaventuranzas, Ottavia —terminó Gilad, cambiando por completo de tono de voz, como si se arrepintiera profundamente de su explosivo arrebato—. Nunca he oído hablar de ellas, aunque reconozco el estilo porque tanto en los Tehilim, lo que vosotros llamáis Salmos, como en los Nevlim, los Profetas, numerosas oraciones empiezan por eh’sher, «Dichosos» o «Felices». ¿Podrías hablarme de ellas, por favor?

Tardé unos segundos en recuperarme lo suficiente como para retomar el hilo de la conversación, unos segundos durante los cuales el silencio fue total en aquella silenciosa cámara de piedra. Nunca había pensado en el punto de vista judío y las palabras de Gilad me habían sorprendido tanto como todo lo que estaba descubriendo desde el día en que Jake y Becky habían aparecido en la puerta de mi casa de Toronto con el presidente Macalister. Pero tampoco ahora tenía tiempo para rezar y meditar. ¿Qué eran las Bienaventuranzas?, me pregunté a mí misma respirando profundamente.

—Las Bienaventuranzas —se me adelantó mi marido—, eran los puntos básicos del programa electoral de Jesús de Nazaret.

—¿Del programa electoral? —me escandalicé—. ¡Ni que Jesús hubiera sido un partido político!

Farag me ignoró, para variar.

—Cuando Jesús dio comienzo a su vida pública —explicó—, lo primero que hizo fue subirse a una montaña[28] y pronunciar el sermón de las Bienaventuranzas, un resumen de lo que sería su mensaje posterior, es decir, que Dios iba a venir muy pronto para librar al mundo de la pobreza, el dolor, el hambre y la injusticia y había que estar preparado. Por eso he dicho que eran su programa electoral porque, como todo programa electoral, no sólo no se ha cumplido sino que no parece que se vaya a cumplir nunca.

—¡Por el amor de Dios, Farag! —solté, horrorizada—. ¡Qué manera de hablar!

Kaspar sonreía, divertido. Abby, Sabira y Gilad nos miraban como si estuviéramos locos.

—Me gustaría añadir —dijo la Roca—, como detalle significativo, que las Bienaventuranzas sólo aparecen mencionadas en el Evangelio de Mateo[29].

—Eso no es cierto —le rebatí—. También Lucas las menciona.

—Perdona, Ottavia —objetó el ex Catón—, pero Lucas sólo señala tres de las ocho Bienaventuranzas y las mezcla con tres maldiciones que Mateo no menciona. Además, afirma que el Sermón de la Montaña se pronunció en un llano, en una explanada al pie de un monte. Compruébalo[30]. Los otros evangelistas ni siquiera hablan de ellas. Por lo tanto, las Bienaventuranzas, o lo que conocemos por ese nombre, sólo aparecen como tales en el Evangelio de Mateo.

—El único que usaban los ebionitas —destacó Abby.

—En efecto.

—Y para exponer su programa electoral —añadió Gilad mirándome de reojo—, recurre a la fórmula literaria judía del eh’sher, los «dichosos» o «felices».

—Si sigues traduciendo la inscripción de la espiral —le indiqué con aspereza—, sabremos cómo eran las Bienaventuranzas de Mateo que leían los ebionitas porque lo que antes dijiste no se ajusta exactamente al texto del Nuevo Testamento.

—Tampoco se ajustan Mateo y Lucas entre sí —insistió Kaspar, que había sacado de su mochila una pequeña Biblia y pasaba las hojas a toda velocidad. ¿Llevaba una Biblia en su mochila?

Gilad regresó al grabado de la pared y todos, excepto Kaspar, le iluminamos de nuevo con nuestras linternas.

—«Dichosos los pobres —volvió a leer, empezando de nuevo por el centro de la espiral—, porque de ellos será el reino. Dichosos los que lloran, porque serán consolados.»

—Lucas dice «Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis» —le interrumpió Kaspar, leyendo en su Biblia.

—Lucas no nos interesa, Kaspar —le cortó Farag—. Mejor que no nos liemos.

Kaspar guardó dócilmente su Biblia de nuevo en la mochila mientras Gilad retomaba la traducción:

—«Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra.»

—¿La tercera Bienaventuranza —me sorprendí— no decía «Dichosos los que sufren»? ¿Seguro que ahí pone «los humildes», Gilad? Farag, ¿tú qué dices?

Los dos arqueólogos, el musculoso judío y el guapísimo egipcio, comprobaron la inscripción y, luego, se volvieron hacia los focos, guiñaron los ojos cegados por la luz —sobre todo Farag— y asintieron.

—El Mizmor 37 —comentó Gilad que, de inmediato, se detuvo y, luego, se corrigió—, es decir, el Salmo 37 afirmaba ya que los humildes heredarían la tierra. Quizá los ebionitas utilizaban una versión de Mateo más basada en nuestra Biblia hebrea.

No íbamos a admitir allí, y menos aún delante de él, que tenía razón, que el Evangelio de Mateo era el más judío y original de los cuatro canónicos y que todos ellos estaban llenos de errores de traducción e, incluso, de modificaciones y añadidos intencionados. Sería como echar leña al fuego. O gasolina, para ser más modernos.

—Sigue con la cuarta Bienaventuranza —le pidió Kaspar.

—«Dichosos los que tienen hambre, porque serán saciados.»

«Hambre y sed de justicia», murmuré para mí, advirtiendo otra diferencia más. Al parecer, Jesús había hablado concretamente de los pobres, los afligidos, los humildes y los hambrientos de verdad, no de los simbólicos, que debieron de ser otro apaño de los primeros Padres de la Iglesia.

—«Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia —siguió traduciendo Gilad a buen ritmo, sin tanto titubeo como al principio—. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los pacíficos, porque serán hijos de Dios. Y dichosos los justos perseguidos, porque de ellos será el reino.»

Gilad había llegado al final de la espiral. Se volvió hacia nosotros al tiempo que bajábamos nuestras linternas hacia el suelo.

—No sabía que Yeshu había dicho estas cosas —murmuró—. Todo esto es judaísmo en estado puro. Torá al cien por cien. Y, desde luego, en la línea de interpretación compasiva de Hillel.

Estuve a punto de aclararle que ni muchísimo menos era judaísmo sino la esencia misma del cristianismo, el mensaje de amor y compasión de Jesús de Nazaret, pero algo me detuvo. Quizá no hubiera tanta diferencia entre unos y otros. Quizá sólo nos lo habían hecho creer. Opté por callar y anotarlo en mi lista de asuntos a pensar e investigar cuando tuviera tiempo.

—Muy bien —dijo Kaspar, recogiendo su mochila del suelo—, pues ya hemos leído las Bienaventuranzas, o las Dichas y Felicidades del Evangelio original de Mateo. Bajemos esas escaleras a ver adónde nos llevan.

—¡Un momento! —discrepé alzando una mano—. No son horas ya para meternos en las tripas de una montaña. Mejor volvemos al hotel, nos duchamos, cenamos, dormimos bien y regresamos mañana.

Todos me miraron como si me hubiera trastornado.

—¿Por qué? —me preguntó Abby, sorprendida—. Quizá los osarios se encuentren al final de esa escalera.

Kaspar echó a andar sin molestarse en decir nada, y los demás le siguieron. Farag se me acercó.

—Venga, cariño, aguanta un poco más —me dijo—. Aún es pronto. Comprobemos adónde llevan las escaleras y, si no hay nada allá abajo, regresamos al hotel y seguimos mañana, ¿vale?

Asentí porque me lo pedía él, aunque no lo hice demasiado convencida. Mi natural desconfianza me hacía sospechar que allí había gato encerrado. ¿Acaso los ebionitas no habían pasado veinte malditos años preparando aquel escondite en el monte Merón? ¿Y todo lo que habían hecho era una cámara para enterrar a Hillel con un grabado en espiral de las Bienaventuranzas? No, allí había mucho más de lo que se veía pero, como los demás parecían tontos (en especial Kaspar), no se daban cuenta de que nos estábamos metiendo en la boca del lobo como un grupo de candorosas ovejas.

Cuando se lo dije a Farag, me sonrió con paciencia, admitiendo aquello como uno más de mis miedos y manías.

—¡Vamos, basíleia! —repuso, recogiendo con esfuerzo nuestras dos mochilas del suelo, las últimas que quedaban, y dándome la otra mano—. Aunque fuera como dices, ¿no te parece una experiencia apasionante?

—No.

Bajé el primer escalón llena de reparos, temiendo que una afilada cuchilla cayera sobre mí cortándome por la mitad. Miré hacia el suelo por si había sangre de los que nos habían precedido, pero no, no la había. De hecho, se veía luz allá abajo. Es decir, que seguían vivos y descendiendo. Pues qué bien, pensé. Bueno, a lo mejor tenían razón y los osarios estaban al final de aquella empinada y tortuosa escalera de piedra con techo abovedado. De un momento a otro, me dije, escucharía las exclamaciones de Kaspar celebrando el hallazgo (o sus gritos de agonía y muerte).

Pero lo que escuché fue un traqueteo metálico detrás del muro de la izquierda, como el de una cadena que se enrolla o desenrolla de un eje y el susurro de una gran cantidad de arena deslizándose por algún lado. A continuación, el vozarrón grave de Kaspar, nos advirtió a todo pulmón:

—¡Atención! ¡El último escalón es un resorte!

No hubo transición ni pausa. En cuanto terminó de hablar, oímos de nuevo el chasquido prolongado de la fricción de una piedra contra otra. Me giré hacia atrás a toda velocidad para darme de bruces con la espalda de mi marido que también se había girado hacia atrás. Me incliné a un lado y miré por su costado. El foco de su linterna apuntaba a lo que antes era el vano que unía la escalera con la cámara de la espiral. Pero ya no había vano: un enorme disco de piedra como el que habíamos visto en el muro de la sinagoga de Susya lo había clausurado. De algún modo, al pisar Kaspar el último escalón había activado algún mecanismo que había soltado el disco de piedra haciéndolo rodar hasta tapar la abertura. Moverlo era imposible: debía de pesar más de una tonelada, seguro.

Mi marido se volvió para mirarme apuntando al suelo con la linterna.

—¿Todo bien ahí arriba? —preguntó a voces el ex Catón. Había un poco de reverberación del sonido.

—¡Estamos encerrados! —voceó Farag, sin dejar de mirarme fijamente.

—¿Qué has dicho? —aulló Kaspar.

—¡Que la puerta de la cámara se ha cerrado! —voceó mi marido con más fuerza—. ¡Que estamos atrapados!

Mientras escuchábamos la loca carrera del grupo subiendo la escalera, mi marido me acarició la mejilla.

—Tenías razón —me dijo pesaroso—. Había gato encerrado.

—Sí —asentí—. Y éramos nosotros.