CAPÍTULO 6

No sabíamos cómo iban a ponerse en contacto con nosotros los Simonson ese lunes, así que cada uno se fue a lo suyo y nuestros invitados salieron de casa con la intención de visitar el parque de atracciones Canada’s Wonderland. Resultó que Kaspar y Linus estaban en Orlando, Florida, cuando el ex Catón recibió nuestro aviso, disfrutando de Disney World, ya que, por extraño que pueda parecer, a sus casi cinco años Linus no conocía a Mickey Mouse ni a Blancanieves, ni tampoco había visto El rey León o Frozen. Es lo que tiene nacer de unos padres un poco raritos en el interior de un colosal sistema de cavernas bajo el suelo de un país situado en el Cuerno de África. Pero bueno, el niño parecía estar superándolo bien, con mucho ánimo y una enorme curiosidad.

Tanto Kaspar como Linus habían cambiado de apellido y Kaspar tenía una nueva identidad danesa. No es que eso fuera a salvarle al final de Gottfried Spitteler y sus esbirros pero, de momento, le ayudaba a moverse con rapidez por el mundo sin ser detectado. Kaspar, según su flamante pasaporte europeo, se llamaba Kaspar Jensen y Linus, su hijo, era, por tanto Linus Jensen. El apellido Jensen era tan común en Dinamarca y la pinta de vikingos de Kaspar y Linus tan acusada, que no iban a tener ningún problema —al menos durante algún tiempo— para pasar desapercibidos. Disponían también de otros pasaportes con otros nombres, perfectamente legales todos ellos, pues, cuando la hermandad hacía las cosas no las hacía nunca a medias. Kaspar era, a efectos legales, un honrado ciudadano danés que aparecía en todos los ordenadores oficiales de Dinamarca con una vida impoluta y absolutamente comprobable.

Había, además, algo importante en este cambio que nadie parecía haber tenido en cuenta: Gottfried Spitteler estaba buscando a Kaspar Glauser-Röist el Catón, no a Kaspar Jensen padre de un hijo pequeño. Nadie conocía la existencia de Linus y su presencia junto a Kaspar era la mejor garantía para que no fueran descubiertos.

A las cuatro y media de la tarde llamaron a la puerta de casa. Un extraño chino de dos metros de estatura, vestido con traje y corbata negros y con una gorra de plato también negra en la mano, nos entregó una invitación para cenar en casa de los Simonson a nombre de Farag y mío y, sorprendentemente, también al de Kaspar, que aparecía en el papel con su verdadero apellido, Glauser-Röist. Sabían que él estaba con nosotros, así que nos habían estado espiando. Entre Isabella y los Simonson, mi intimidad se diluía en la nada a pasos agigantados. No tenía claro si aquello sería denunciable, pero me puso de un humor de perros.

El gigantesco chino aseguró que esperaría sin problemas hasta que estuviéramos preparados, así que regresó tranquilamente al lujoso Lincoln negro de cristales tintados que había aparcado frente a nuestra casa y se encerró dentro. Estaba claro que los Simonson, aunque llevaran una vida cosmopolita e internacional, tenían casa propia en Toronto ya que, a fin de cuentas, era su ciudad.

Nos pusimos todo lo guapos que era necesario para una cena elegante en una residencia de postín (aunque algunos se disfrazaron poniéndose una pajarita en el cuello) y, antes de salir, advertimos encarecidamente a Isabella que cuidara de Linus, que nos miraba con sus ojazos grises desde el sopor del agotamiento físico y la felicidad: había jugado con Charlie Brown y Snoopy, había luchado contra monstruos marinos en un barco pirata, había visto dinosaurios y había comido pizza. La vida, desde luego, no podía ser mejor. Su padre le dio de cenar, lo bañó y le puso el pijama antes de irnos, así que estaba listo para meterse a la cama después de ver un rato la televisión con Isabella.

Los Simonson, cómo no, vivían en el exclusivo y carísimo barrio de Lawrence Park, en el mismo centro de Toronto. Bajo el sol radiante de la tarde, recorrimos Yonge Street, avanzamos por la inmensa Mount Pleasant Road y giramos a la derecha por Blythwood Road, pasando entre los altos muros de vegetación que ocultaban las lujosas residencias de millones y millones de dólares canadienses. Finalmente, nada más pasar Stratford Cescent, el Lincoln entró por una carreterilla a la derecha y ascendió una empinada cuesta hasta que se detuvo delante de unas inmensas y sólidas puertas automáticas que no dejaban ver por las ventanillas del coche ni lo que había detrás ni lo que había arriba, ni debajo, ni a la derecha ni a la izquierda. Es decir, que no dejaban ver nada. El chofer, del que nos separaba una mampara de cristal, pulsó el botón de un mando a distancia y las puertas comenzaron a abrirse suavemente. Así, descubrimos un tupido bosque de enormes abetos, cedros y altísimos pinos. Un camino asfaltado, decorado a ambos lados por antiguas farolas de cerámica, hierro y cristal, atravesaba la arboleda y se introducía en la inmensa propiedad, arrancándonos de la realidad de la moderna ciudad de Toronto del siglo XXI para llevarnos al hermoso parque parisino del Bois de Boulogne del siglo XIX.

Para nuestra sorpresa, al final de aquel agreste recorrido, nos esperaba una inmensa vivienda de dos plantas, de estilo francés, con fuentes versallescas frente a la entrada, balcón corrido y tejados oscuros. El Lincoln se detuvo frente a la elegante puerta de madera tallada y cristales esmerilados, y nuestro conductor oriental, con movimientos sinuosos y ágiles como los de un tigre, nos abrió la puerta para que saliéramos. Desde luego, aquel chofer era experto en artes marciales y probablemente ejercía también como guardaespaldas de la familia.

Un criado vestido de negro nos abrió de par en par las dos hojas de la puerta y nos dio la bienvenida, y el mayordomo principal, con traje de chaqueta también negro, nos llevó, a través de un par de corredores decorados con flores y amueblados con sillones y veladores, hasta el salón donde nos esperaban los Simonson. Decir que aquella mansión era fabulosa sería quedarse muy corta: irradiaba grandeza y exquisitez en cada alfombra, cortina, mueble y lámpara, en cada pintura, en cada jarrón, tapiz o escultura. Era de una belleza mucho más notable y aristocrática que la de cualquier palacio que yo hubiera visitado en mi vida. La casa exudaba poder y, sobre todo, conciencia de ese poder.

—Quiero una casa como ésta —le susurré a Farag.

—Mañana —me aseguró llevándose una mano al corazón.

En cuanto entramos en el salón, iluminado por grandes ventanales que daban a una galería exterior y caldeado por el fuego de una chimenea, los Simonson se levantaron para saludarnos. El viejo Jake, con chaqueta y corbata en tonos beige, y la elegante Becky, que ese día iba vestida enteramente de blanco y llevaba más joyas de oro de las que se podían contar, no lograban apartar la mirada de Kaspar ni siquiera mientras nos daban la bienvenida a Farag y a mí. No es que fueran groseros en ningún momento, en absoluto, pero supongo que tener delante nada más y nada menos que al mismísimo Catón —o al mismísimo ex Catón— era algo que, incluso para la gente como ellos acostumbrada a tratar con presidentes de gobierno, monarcas o papas, los sobrepasaba de algún modo. Ambos le estrecharon la mano pero tuve la impresión de que Jake inclinaba ligeramente la cabeza y que Becky se quedaba con ganas de hacer una genuflexión.

Estábamos sentándonos en aquellos largos y cómodos sofás de terciopelo verde, cuando, de no sé sabe dónde, apareció otro criado con una bandeja de plata en la mano ofreciéndonos champán. Jake Simonson esperó a que todos tuviéramos nuestra copa en la mano para alzar la suya en un brindis.

—Por ustedes —dijo con una amplia sonrisa— y por su éxito.

Yo no sabía dónde dejar mi copa cuando vi que Becky dejaba la suya directamente sobre la mesa de café, una mesa sobre la que yo hubiera podido tumbarme bien estirada y aún me hubiera sobrado sitio por arriba y por abajo. No parecía preocuparla estropear o manchar la delicada madera, así que hice lo mismo. Lo hicimos todos, en realidad.

—¿Está disfrutando de su viaje por los Estados Unidos y Canadá, señor Glauser-Röist? —preguntó ella amablemente a Kaspar.

—Mucho, sí —respondió la Roca con una seriedad tal que más bien parecía todo lo contrario.

—¿Y su hijo? —añadió Jake, dejándolo caer como si nada—. ¿Le está gustando a Linus la vida fuera del Paraíso Terrenal?

—Sí, los dos lo estamos pasando muy bien, gracias.

—Quizá desconozcan que Kaspar ya no es el Catón de la hermandad de los staurofílakes —soltó mi marido a bocajarro.

—Bueno —repuso Becky, llevándose la mano al ancho collar de piezas de oro que descansaba sobre su escote—, lo habíamos sospechado. Su presencia aquí es buena prueba de que ya no dirige el destino de la hermandad. Pero un Catón es como un Papa: jamás deja de ser Catón aunque renuncie al cargo. Ahora mismo la Iglesia Católica tiene dos Papas, Benedicto y Francisco, y muy pronto la hermandad tendrá dos Catones. Los tiempos cambian y hay que adaptarse. El único que se salva es el Dalai Lama, que no puede dejarle el cargo a su próxima reencarnación.

A pesar de que todos sonreímos, la situación no era ni mucho menos relajada.

—¿Les gustaría que resolviéramos los asuntos que tenemos pendientes? —inquirió el viejo Jake mirando a Kaspar—. ¿Qué dice usted, señor Glauser-Röist?

—Si a Ottavia y a Farag les parece bien —repuso él—, yo preferiría ver la reliquia de la Vera Cruz cuanto antes.

Los Simonson se mostraron absolutamente satisfechos, como si hubieran estado esperando con impaciencia esa petición. Jake se levantó de pronto con una agilidad sorprendente y se dirigió a la vitrina de caoba que tenía a su derecha, al lado de la chimenea encendida. Antes de que la abriera vi, a través de las puertas de cristal, el relicario del siglo XIII sobre uno de los anaqueles, expuesto completamente a la vista entre otros objetos decorativos de plata y, por eso mismo, pasando totalmente desapercibido. ¿Acaso era aquella antigua vitrina la cámara de alta seguridad en la que la reliquia iba a estar a salvo de los staurofílakes para toda la eternidad? Apreté los labios conteniendo la risa. Bueno, resultaba obvio que no, pero la idea me había hecho gracia. Ni dos segundos duraría allí la astilla si la hermandad quisiera apoderarse de ella.

Jake cogió el relicario y se detuvo en seco como si le hubiera caído un rayo del cielo. Al poco, lo abrió y metió los dedos artríticos como buscando algo. Yo no podía creer lo que estaba viendo y esa incredulidad me paralizaba. Becky soltó una exclamación de aprensión.

—¡Jake, Jake! —llamó a su marido que, en lugar de responder, se volvió hacia nosotros—. ¿Qué pasa, Jake?

Pero Jake se había quedado completamente mudo, tieso como una estatua, sosteniendo con descuido el relicario entre las manos mientras contemplaba sin pestañear a Kaspar.

—Haga venir a Geoffrey —ordenó el ex Catón muy despacio con una voz que me asustó. Me volví a mirarlo y no le reconocí. Aquel no era Kaspar. Era el Catón de los staurofílakes.

—¿Geoffrey…? —se sorprendió la angustiada Becky—. ¿El mayordomo?

—Geoffrey —musitó el viejo Jake saliendo de su estupor—. ¡Geoffrey! No, no, no… No puede ser.

En ese momento la puerta del salón se abrió y, como si hubiera estado escuchando, el mayordomo que nos había acompañado hasta allí entró con paso resuelto y se dirigió hacia Kaspar. Se plantó delante de él y, extendiendo el brazo, abrió su mano enguantada de blanco.

—Aquí tienes, Catón —dijo, entregándole la astilla. Luego, se giró hacia los Simonson—. Si no desean nada más, me marcho. He dejado mi renuncia a Jane, el ama de llaves.

Kaspar le miró, satisfecho.

—Ve en paz, Geoffrey —le dijo, sujetando con reverencia la reliquia.

—Ve tú también en paz, Catón.

—Ya no soy tu Catón y lo sabes.

Geoffrey sonrió.

—Como muy bien ha dicho la señora Simonson —repuso antes de abandonar el salón—, un Catón jamás deja de ser Catón aunque renuncie al cargo.

Con los Simonson convertidos en estatuas de sal y con Farag y yo literalmente sin pulso, los pasos del mayordomo alejándose se escucharon con total claridad, así como el suave clic de la puerta al cerrarse.

Sólo las llamas de la chimenea se movían. Yo busqué la mirada de Farag y él la mía. Estábamos tan sorprendidos como los pobres archimillonarios, que no reaccionaban ni lograban salir de su aturdimiento. Una ceja de mi marido se alzó inquisitivamente, preguntándose y preguntándome qué era lo que acababa de pasar allí. Como si yo lo supiera, pensé. En el mejor de los casos, lo que acababa de pasar era que, una vez más, la hermandad había demostrado sus extraordinarios poderes mágicos; en el peor, que la hermandad había allanado la vivienda de la todopoderosa familia Simonson y les había robado.

Becky se había quedado muy afectada y por eso le costó un poco más regresar del inframundo. Jake, aún con el relicario entre las manos, dio un paso hacia delante y regresó poco a poco, muy despacio, a su lugar en el sofá junto a su mujer.

—Geoffrey… —masculló inseguro, sentándose—. Llevaba más de veinte años trabajando en esta casa.

—Lo sé —asintió Kaspar.

—Era de nuestra total confianza —continuó diciendo el aturdido centenario.

—Eso también lo sé —volvió a asentir el ex Catón.

—Todo nuestro personal pasa pruebas de selección muy rigurosas y son investigados cada dos años —concluyó Jake, tirando descuidadamente el relicario vacío sobre la mesa. El golpe me reavivó.

—Geoffrey es un staurofílax, ¿verdad? —le pregunté, como una boba, a la Roca.

—¡Oh, sí! —se rió él, volviendo a ser Kaspar otra vez—. Nació en el Paraíso Terrenal.

—¡No tenía escarificaciones en el cuerpo! —explotó Jake, terriblemente enfadado—. ¡Pasó exámenes médicos completos!

—Bueno —repuso con tranquilidad Kaspar—. Mi hijo Linus tampoco las tiene. A los que nacen allí se les encargan las misiones en las que resulta imprescindible no tener marcas y reciben sus escarificaciones al volver.

Becky, que aún no había dicho esta boca es mía, suspiró.

—Catón, por favor —le rogó a la Roca—, dígale a Geoffrey que no se vaya. Le apreciamos mucho y su trabajo es inmejorable. Será difícil encontrar otro mayordomo tan bueno como él.

Kaspar sacudió la cabeza con pesar.

—En primer lugar, Becky, ya no soy el Catón. Y en segundo, Geoffrey no es su mayordomo. Es un staurofílax y está deseando volver a casa después de tanto tiempo. Debe comprenderlo.

—¡Nos mintió durante veinte años! —rugió el viejo Jake que tenía las venas del cuello y de la frente a punto de explotar—. ¡Un staurofílax! ¡En nuestra propia casa! ¡Espiándonos!

—Ustedes nos estuvieron espiando a nosotros desde mucho antes de que enviáramos a Geoffrey.

Jake Simonson le miró sorprendido y pareció recobrar poco a poco la cordura. Lo que había dicho Kaspar era cierto y él mismo nos lo había confesado el viernes por la noche en casa y, puesto que había espiado primero, no tenía ningún derecho a enfadarse de aquella manera. Además, en realidad ni siquiera le habían robado la reliquia.

—¿Hay otros? —preguntó encarándose a Kaspar, aunque más sereno—. ¿Hay más staurofílakes entre mi personal, aquí o en cualquier otra parte?

La Roca sonrió levemente.

—¿De verdad cree, Jake, que voy a responder a esa pregunta? ¡Ni en un millón de años!

Me admiraba la desfachatez de Kaspar para llamar a los Simonson por sus nombres de pila, como si les conociera de toda la vida. Ellos no le habían dado permiso para hacerlo pero parecía que le otorgaban una autoridad mayor que la suya a pesar de tener mucha más edad que él y de ser también mucho más ricos y mucho más famosos. Quizá fuera una vieja costumbre alienígena.

Farag y yo nos habíamos transformado en los convidados de piedra. Estábamos tan perplejos como los Simonson pero formábamos parte del bando ganador y preferíamos ver cómo nuestro líder seguía vapuleando al enemigo sin darle tregua. Bueno, al menos yo lo prefería; había otro que no.

—Creo que deberíamos tranquilizarnos todos —propuso Farag alzando la voz—. Lo que ha pasado aquí sólo demuestra la buena fe de la hermandad, señor Simonson. La reliquia no ha salido de su casa. Y no creo que nadie tenga intención de robársela. Como ha visto, si la hermandad hubiera querido, habría podido hacerse con ella sin ningún problema, pero no ha sido así —dijo señalando la mano de la Roca—, y creo que hay una buena explicación para todo esto, ¿verdad, Kaspar?

Ese «¿verdad, Kaspar?» de Farag contenía una advertencia que yo conocía muy bien: o Kaspar empezaba a cantar en ese mismo momento como un jilguero o las consecuencias serían imprevisibles. Mi marido era de esas personas que callan y aguantan pero que, luego, cuando revientan, lo hacen de la peor manera posible. Y Kaspar lo sabía igual que yo.

—Quería que entendiera, Jake —empezó a explicar el ex Catón—, que, con nosotros, no puede obtener lo que desea a su manera. Que la forma de conseguir nuestra ayuda es otra. ¿Nos necesita para encontrar esos osarios de los que Ottavia y Farag me han hablado? Muy bien, pida ayuda, pídala adecuadamente, pero no intente comprarla.

Dicho esto, se levantó y, bordeando la mesa, se acercó hasta el relicario, lo cogió y puso dentro con todo cuidado la astilla de la Vera Cruz. Luego, lo cerró y se lo entregó al viejo Jake.

—Usted sabe que no podríamos desear más ninguna otra cosa en el mundo —siguió diciendo Kaspar—, pero no use como moneda lo que veneramos desde hace mil setecientos años. Pida nuestra ayuda y la tendrá. Entréguenos o no este Lignum Crucis, como quiera, pero de ningún modo lo use como soborno.

Jake estaba tratando de ingerir aquella dosis de bilis que Kaspar le había puesto en la boca, así que fue Becky quien habló por los dos:

—El Lignum Crucis es suyo, Catón —declaró rotundamente, arrancando el relicario de las manos inertes de su marido y poniéndolo de nuevo en las manos de Kaspar.

—Gracias. ¿Serían tan amables de hacer venir a Jeremy?

—¿Jeremy? —balbució Jake—. ¿El… chofer?

—¿El chofer chino? —repetí yo, sin poder dar crédito a lo que estaba pasando.

—Sí, el chofer chino. Llámenle.

Pero Becky ya se había levantado y pulsado un pequeño botón junto al tiro de la chimenea. De inmediato, otro de los criados que nos había atendido a nuestra llegada apareció por la puerta.

—Por favor —dijo Becky—, que venga Jeremy inmediatamente.

—También es staurofílax, ¿verdad? —quiso saber, desolado, el viejo Jake.

—Por supuesto —le confirmó Kaspar con otra leve sonrisa.

¿El chofer de dos metros de estatura con pinta de experto en artes marciales que nos había traído hasta aquí? En serio que aquello empezaba a superarme mucho.

Jeremy, como si también hubiera estado esperando la llamada, apareció al cabo de poco. Kaspar y él intercambiaron una mirada de inteligencia y Jeremy se acercó.

—Lleva este Lignum Crucis a casa —le dijo Kaspar entregándole el relicario—. Cuida de él.

—No te preocupes, Catón —replicó el gigante chino tomando el objeto en sus grandes manazas con un extraordinario gesto de respeto—. Llegará perfectamente. Señores Simonson, gracias por todo —les dijo, despidiéndose con una inclinación de cabeza—. Y muchas gracias también por esta sagrada reliquia.

Si yo hubiera sido Jake Simonson me habría golpeado la cabeza repetidamente contra la pared en ese mismo momento. De hecho, el anciano parecía dispuesto a hacerlo. En cambio, Becky estaba encantada.

—Cuídate, Jeremy —le dijo afectuosamente—. Gracias por lo bien que has trabajado para nosotros.

El gigante salió por la puerta envuelto en el silencio del salón, igual que había salido Geoffrey. ¡Dos staurofílakes infiltrados en la casa de los Simonson en Toronto! Y quién sabía cuántos más podía haber. Hubiera soltado unas cuantas carcajadas de no hallarnos en mitad de una situación tan violenta.

—Bueno, ya está —zanjó el ex Catón—. De nuevo, gracias.

—Todavía tenemos que pedirle ayuda —murmuró Jake, abatido. Desde luego, había pillado la idea. Sentí un poco de lástima por él. Además de filántropo, mecenas de las artes y fundador de universidades y museos por todo el mundo, Jake era un poderoso empresario del petróleo y la energía. Aquella humildad, tras toda una vida de aplastar testas coronadas, debía de resultarle dificilísima.

—Bien, pero antes deben saber que no vamos a firmar ninguna cláusula de confidencialidad ni, por supuesto, ningún contrato de ninguna clase. Ahora que hemos establecido una relación de confianza, vamos a trabajar sin papeles.

—Por supuesto, Catón —admitió Becky resueltamente mientras Jake tragaba otra dosis de orgullo diluido en solución ácida—. Disculpe nuestra suspicacia. Estamos acostumbrados a levantar muros a nuestro alrededor, no a quitarlos —apoyó ambas manos en el sofá y con un gesto elegantísimo, que memoricé para imitar, se puso en pie arreglándose su precioso vestido blanco—. Por favor, acompáñennos, tenemos mucho que enseñarles. Jake, vamos.

Ambos ancianos encabezaron el grupo y todos salimos del salón por una puerta diferente a la que habíamos entrado. Una figura inmóvil y silenciosa, inevitablemente uniformada de negro, esperaba contra la pared.

—Avise a Abby, por favor —le pidió Becky al criado—. Dígale que baje a la biblioteca pequeña.

Como si aquello hubiera sido una señal para movilizar a un ejército, el hombre que había recibido la petición hizo un leve gesto con la mano y otro sirviente, que hasta ese momento había permanecido fuera de nuestra vista, surgió de la nada y se alejó por un segundo corredor dispuesto a realizar el encargo, mientras que otro más salió también de dondequiera que fuese, para capitanear nuestro grupo y abrirnos la siguiente puerta dando inicio a una especie de carrera de relevos perfectamente sincronizada en la que aparecían y desaparecían criados por todas partes abriéndonos y cerrándonos puertas. Atravesamos un salón enorme, una sala de baile, varios corredores, bajamos una amplia escalera, cruzamos una especie de atrio cubierto por una cúpula de cristal que dejaba pasar un brillante torrente de luz desde el exterior y pasamos frente a una larga pared totalmente lisa de la que procedía el suave ruido de un motor de piscina. Por fin, dejando a un lado una sala de proyección de cine y un gimnasio, el último criado de la carrera de relevos nos abrió paso hasta una biblioteca que, efectivamente y para nuestra sorpresa, era pequeña; es decir, pequeña respecto a las dimensiones generales de aquella casa aunque enorme respecto a las de una casa normal.

El corazón me golpeó con fuerza en el pecho al ver no sólo una formidable cantidad de libros antiguos y códices sino también el precioso diseño de la propia biblioteca, sin duda de finales del siglo XIX. Metros y metros de estanterías hechas con paneles de caoba cubrían las paredes y no quedaba un hueco vacío sin un libro. Por el material, el color y el tamaño de algunas encuadernaciones hubiera jurado que muchos de aquellos volúmenes tenían, incluso, más de mil años, de modo que debían de ser manuscritos medievales cuyo valor artístico y cultural resultaría incalculable, por no hablar de su valor económico. Todos los muebles de aquella impresionante biblioteca («la pequeña», como la había definido Becky Simonson) estaban hechos con la misma madera rojiza y lucían la misma vistosa y exuberante decoración de marquetería floral. A un lado, bajo una de las ventanas elevadas, había dos sillones tapizados en desgastado terciopelo negro, igual que todas las sillas que había cerca de los escritorios y los burós (dos de cada), y, en el centro, una colosal mesa de biblioteca mostraba en sus patas, taraceado en nácar y latón, el dibujo del mundo. En cada esquina destacaba, además, un precioso globo terráqueo sobre una peana alta, también de la misma madera de caoba.

Yo, que amaba las bibliotecas tanto o más que a Farag (es un decir), quedé prendada de inmediato de aquella maravilla para el resto de mi vida. Sabía que era un amor imposible, que nunca sería mía, pero no me importó. Le entregué mi devoción eterna y mi corazón para siempre. Inhalé el aire lenta y profundamente para que aquel aroma a libro antiguo, a papel viejo, a madera, a tela, a vitela y a cuero inundara todos los rincones de mi cuerpo y me impregnara como si fuera un óleo sagrado. Nunca, nunca jamás podría mi tablet proporcionarme, ni siquiera fugazmente, un momento tan intenso como aquél (por muy cómodo que fuera para leer que, sin duda, lo era). Pero mi éxtasis sensorial y emocional duró poco:

—Doctora —me llamó el viejo Jake, creo que a propósito—, ¿recuerda lo último que le dije el viernes por la noche, antes de salir de su casa?

¿Qué? ¿De qué hablaba aquel extraño y qué quería de mí en aquel momento de comunión espiritual con los libros y la belleza?

—Creo —repuso Farag, viendo que yo permanecía aturdida— que mencionó usted algún texto evangélico.

—Exacto —murmuró Jake complacido—. Mateo 9, 29-30: «Entonces les tocó los ojos diciendo: ‘Hágase en vosotros conforme a vuestra fe.’ Y se les abrieron los ojos.» ¿Lo recuerda, doctora Salina?

¡Qué manía, por Dios! ¿No podía aquel hombre dejarme en paz en mi éxtasis?

—Lo recuerdo perfectamente, señor Simonson.

—Bien, pues prepárese para abrir los ojos.

Se encaminó hacia un costado de la gran mesa central —la que tenía el mundo taraceado en nácar y latón— y sólo entonces me di cuenta de que, sobre ella, reposaban dos paños de seda gris ocultando…, bueno, lo que fuera que ocultaran. Jake, quitó el paño del primer objeto de la izquierda y descubrió un cristal grueso que cubría, sobre un atril, dos rectángulos verticales de papel oscuro llenos de caligrafía árabe.

Farag se acercó precipitadamente y Kaspar y yo le seguimos a cierta distancia.

—¿Qué es? —preguntó mi marido, curioso.

—¿No puede leer el texto, director Boswell? —se extrañó Jake.

—Desde luego que sí —declaró Farag, inclinándose más hacia el documento protegido por el cristal y ajustándose las gafitas redondas—. Este texto es del siglo XII o XIII. La caligrafía es nasjí común (la que se usa para escribir, no para decorar), muy fluida y rápida, elegante. Parece una carta.

—Es una carta —confirmó Becky, satisfecha—. Es la carta que el famoso historiador y cronista Ibn al-Athir[2] le escribió a su hermano menor Diya ad-Din en 1192, mientras estaba en el ejército del sultán Saladino.

—¡Becky! —la regañó Jake—. ¡Espera que llegue Abby!

—Ya estoy aquí, abuelo.

Una mujer rubia y alta, de unos treinta y cinco años aproximadamente, vestida con unos simples pantalones vaqueros y una blusa blanca, había entrado en la biblioteca pequeña sin que nos diéramos cuenta. Todavía se estaba cerrando la puerta a sus espaldas y ya su presencia, con más estilo y glamour del que pudieran tener cincuenta revistas de moda y decoración juntas, había llenado el espacio. Supuse de manera instintiva que había sido educada por niñeras inglesas y francesas hasta que la enviaron a algún exclusivo internado europeo para chicas aristócratas o de familias poderosas, probablemente en Suiza. Sólo así se explicaba esa delgadez perfecta, esas maneras de andar perfectas, ese porte y ese aplomo perfectos y esa elegancia natural perfecta. No había nada como nacer en la familia adecuada para salir perfecta (y, por lo tanto, ése no era mi caso, dado que mi familia era un desastre). Con todo, la malvada genética había tenido el ruin detalle de poner un punto destructor a tanta perfección: Abby Simonson era bastante fea y, por muy bien maquillada que estuviera, no podía disimular los ojos diminutos, los dientes cuadrados, la enorme nariz aguileña y esa ausencia de labios que sólo permitía ver una fina línea de carmín donde debería estar la boca.

Abby se inclinó para besar a sus abuelos y luego, conforme nos presentaban, nos fue estrechando la mano a cada uno de nosotros con un gesto perfecto. Bueno, en realidad, a mí, por ser mujer como ella, intentó besarme al estilo europeo pero mi rápido gesto hacia atrás la obligó a abortar el conato. Yo no me beso con nadie que no conozca al menos de unos meses y, aun entonces, me lo tengo que pensar. A Kaspar le lanzó una extraña mirada cargada de aguda curiosidad. Quedó claro que sabía quién era.

Becky, con un gesto de orgullo, se colgó del brazo de su altísima descendiente a la que, por desgracia para la descendiente, no le había transmitido nada de su belleza.

—Ésta es nuestra nieta Abby, la hija de Dan, nuestro hijo pequeño —nos explicó con una ancha sonrisa de felicidad—. Tenemos tres hijos varones y siete nietos, de los cuales Abby es la única niña.

Abby sonrió con resignación ante el comentario de su abuela y, por el mohín de su cara, deduje que debía de haberlo escuchado millones de veces.

—¡Pero si tienes seis biznietas! —rezongó Jake.

—No es lo mismo —objetó Becky—. Abby y yo fuimos las únicas mujeres de esta familia durante muchísimo tiempo.

—Abby, por favor —atajó su abuelo por lo sano—, haz tú la introducción o no acabaremos nunca. Por cierto, querida, hemos regalado la reliquia de la Vera Cruz al Catón Glauser-Röist y nos ha sorprendido mucho descubrir que tanto Geoffrey como Jeremy eran staurofílakes.

La fea cara de Abby se solidificó con el mayor gesto de sorpresa que debía de haber mostrado en toda su refinada vida. Miró alternativamente a su abuelo y a su abuela, que asintieron ligeramente con las cabezas, y, tras reflexionar un poco, optó, finalmente, por no decir nada. Se giró hacia la gran mesa y vio que ya nos habían mostrado la carta del historiador árabe de nombre imposible de recordar de modo que, encarándose de nuevo hacia nosotros, nos miró inquisitivamente con esos pequeños ojos azules y nos preguntó:

—¿Recuerdan el contenido de la carta del patriarca Dositheos I a Nicetas II, patriarca de Constantinopla?

¡Demasiado bien!, pensé recuperando mi vieja aprensión.

—Por supuesto que la recordamos —declaró Kaspar, que ni siquiera había visto las fotografías—. Dositheos era staurofílax y envió copia de la carta a la hermandad.