CAPÍTULO 11
El teléfono de la habitación estaba sonando pero seguí durmiendo. Luego reconocí la voz rota de Etta James cantando a todo pulmón en mitad de la noche «I just want to make love to you», que era la sintonía del móvil de Farag, pero me mantuve firme y seguí durmiendo. Y a esos dos molestos sonidos se unió, finalmente, el de mi propio móvil, con el timbre de un teléfono clásico de los de toda la vida. En ese momento ya no pude más y empecé a despertarme. Me sentía tan extenuada que no tenía ni idea de dónde me encontraba pero, fuera donde fuese, estaba, como siempre, en el mismo borde de la cama, ocupando sólo un tercio del colchón mientras que Farag invadía los otros dos. Y total para nada, me dije rabiosa, porque, como siempre, lo tenía medio derrumbado sobre mí.
Los tres timbres seguían sonando insistentemente pero, ahora, además, se oía también el de una puerta, que no era el de mi casa, eso seguro. Y golpes. Alguien golpeaba furiosamente una madera.
Aturdida, le propiné un empujón al amor de mi vida, que seguía roncando tan felizmente en mi oído y, haciendo fuerza con las piernas, lo separé de mí y me liberé de su abrazo para poder salir de la cama. Tenía que conseguir que dejaran de sonar todos aquellos ruidos aunque no sabía cómo. Aún no me funcionaba el cerebro.
Me senté sin abrir los ojos, metí los pies en las zapatillas, que tampoco eran las mías sino unas extrañas, de toalla, y me levanté para dirigirme hacia la puerta. Tropecé con la esquina de la mesilla de noche y solté una exclamación de dolor que, por supuesto, no despertó a mi héroe. Si hay algo que tengo absolutamente claro es que, si alguna noche me pasara algo, moriría sola, con Farag a mi lado sin enterarse.
Llegué hasta la puerta y la abrí a tientas. La luz del pasillo me deslumbró.
¡Mongolia!, recordé de pronto. ¡Estábamos en Mongolia! Y aquella horrorosa cara que me miraba angustiada era la de Abby, la heredera. Y las otras eran las de Kaspar, Isabella y Linus, que también estaban allí, despiertos, vestidos y mirándome.
—¿Qué pasa? —balbucí frotándome los ojos. Me di cuenta de que no me había puesto la bata y de que iba con mi pijama rojo de ositos navideños.
—¿Y Farag? —preguntó Kaspar echando un vistazo por encima de mí, hacia la oscuridad.
—Durmiendo —repuse aún atontada, pero la adrenalina me estaba despertando a bofetones. Ahí estaba pasando algo raro y no parecía bueno.
—Tenemos que marcharnos, tía —dijo Isabella, apartándome y entrando en la habitación—. Yo despierto a tío Farag. Tú, vístete.
—Pero ¿quiere alguien decirme qué demonios pasa? —me enfurecí.
—Acaban de llamar mis abuelos —me explicó Abby—. Un equipo de arqueólogos del Vaticano, a través del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, acaba de pedir licencia a las autoridades de Estambul para realizar excavaciones en la iglesia de Santa María de los Mongoles.
Farag y yo habíamos vivido ocho años en Estambul por el descubrimiento del mausoleo de Constantino y conocía perfectamente la pequeña iglesita ortodoxa de Santa María de los Mongoles, llamada Panagía Mujliótissa en griego bizantino. Estaba en el barrio del Fener, al lado del Colegio Ortodoxo Griego, muy cerca del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla y, pese a ser tan pequeñita e insignificante, tenía el gran honor de ser la única iglesia bizantina de todo Estambul que no había sido transformada en mezquita musulmana tras la ocupación turca de 1453.
Pero seguía sin comprender lo que me estaba diciendo Abby. ¿Que un equipo de arqueólogos del Vaticano quería escavar en Santa María de los Mongoles? ¿Y qué? ¿Qué tenía eso que ver con nosotros? Bueno, estaba la palabra mongoles de por medio, desde luego, pero…
—Santa María de los Mongoles fue construida por María Paleologina tras volver a Constantinopla. Se hizo monja y vivió allí, en su propio convento, hasta su muerte. Según dicen mis abuelos, se sospecha que también está enterrada allí, en alguna cripta subterránea que aún no ha sido descubierta.
Ni un golpe en la cabeza con un martillo me hubiera podido hacer más efecto. ¿Y cómo lo sabían en el Vaticano? ¿Qué buscaban? ¿Era casualidad o nos habían estado espiando? ¡Maldición! ¿De qué iba todo aquello? ¿El Vaticano? ¿Gottfried Spitteler? ¿Los osarios y el Vaticano?
Un súbito y agudo dolor de cabeza me obligó a llevarme la mano a la frente.
—Estaremos listos en seguida —prometí a Kaspar, Abby y Linus—. Esperadnos en algún sitio. Bueno, quizá… ¿Qué hora es?
—Las seis y veinte de la mañana —me respondió Kaspar.
—Las seis y veinte de la tarde de ayer en Toronto —añadió Abby, cogiendo de la mano a Linus, que parecía el más despejado y despierto de todos.
—Y, si no es mucha molestia —murmuré masajeándome las sienes—, ¿por qué tenemos que levantarnos tan temprano con el lío de sueño que llevamos?
—Porque nos vamos a Estambul, Ottavia —me respondió Kaspar con una voz impaciente y helada—. Los abuelos de Abby han puesto un avión a nuestra disposición para que salgamos ahora mismo hacia Turquía.
—Pero, exactamente, ¿para qué? —me desesperé—. Es que no entiendo qué podemos a hacer allí.
—Encontrar el cuerpo de María Paleologina —me explicó el ex Catón, molesto por mi ofuscación—. Y vosotros dos, Farag y tú, detener a los arqueólogos del Vaticano. Conocéis a todo el mundo en Estambul y podéis impedir que les den la licencia para excavar. Hay que pararles como sea.
—Necesito un café o dos —dije, dándoles la espalda para entrar de nuevo en mi habitación. No tenía muy claro que Farag y yo pudiéramos parar al Patriarcado ortodoxo y a la Iglesia Católica.
—Os esperamos abajo —me dijo Abby—. Desayunaremos en el avión.
Isabella pasó como una exhalación por mi lado, corriendo detrás de Kaspar, Abby y Linus.
—Tío Farag ya está despierto y sabe que nos vamos a Estambul —me informó a toda velocidad, cerrando descuidadamente la puerta al salir.
Además de un terrible dolor de cabeza tenía una fuerte sensación de déjà vu, de haber vivido todo aquello antes, ese saltar de un país a otro, de una ciudad a otra, con alguien persiguiéndonos o nosotros persiguiendo a alguien, todo contrarreloj, sin paradas ni descansos. Sí, no cabía duda: era un déjà vu muy, muy intenso. No podía creer que estuviera ocurriendo de nuevo, tantos años después.
Farag ya estaba en la ducha y la niña le había dejado preparada, encima de la cama, la ropa que debía ponerse. A mí, no, claro. A mí, que me zurcieran. Quizá Isabella también tenía un plan secreto de adiestramiento e instrucción para su tía como su tía (o sea, yo) lo tenía para ella. No me extrañaría nada, conociéndola. Bueno, conociéndome. Aunque, desde luego, yo fui una niña mucho más dulce, buena, responsable y obediente que ella. Con diferencia.
Necesitaba un café desesperadamente, me dije entrando en el cuarto de baño. En ese momento la puerta de cristal de la ducha se abrió y un Farag sonriente, encharcado y muy sexy asomó estirando el brazo para coger la toalla.
—Buenos días, cariño.
Qué lástima que tuviéramos que salir zumbando hacia Turquía, pensé mirándole detenidamente.
—No hay tiempo —objetó, poniendo cara de policía de la moralidad.
¡Por Dios, con el dolor de cabeza que tenía! Sólo estaba disfrutando de las vistas, nada más. Pero no quise quitarle la ilusión.
—Cuando lleguemos a Estambul, no te escaparás —le sonreí, sacando disimuladamente un analgésico de la bolsita de los medicamentos.
Mientras él hacía montones de planes en voz alta para cuando llegáramos a la ciudad en la que habíamos vivido tantos años (llamar a Enver y Beste, y también a Vahit, por supuesto; comprar nuestros panes favoritos…), yo me duché y me vestí a toda prisa, notando ya el suave alivio del analgésico. Pero seguía necesitando un café.
Cerramos las maletas, se las entregamos al botones que nos había enviado Abby para que nos diéramos prisa y, tras repasar los cajones de las mesillas de noche y el cuarto de baño por si nos habíamos dejado algo, salimos hacia el ascensor.
En menos de media hora estábamos de nuevo en el Aeropuerto Internacional Chinggis Khaan de Ulán Bator, pero no tuvimos que facturar el equipaje ni conseguir tarjetas de embarque ni pasar controles de seguridad. Entramos directamente a la zona VIP, donde ya nos esperaban el comandante del vuelo y una azafata para darnos la bienvenida y acompañarnos hasta un microbús con asientos laterales como los de una limusina que nos dejó delante mismo de la escalerilla de un precioso Falcon blanco pintado con tres líneas azules desde el morro hasta las turbinas. Hacía un frío espantoso aquella mañana y, aunque el cielo estaba cubierto, no llovía. Quizá por eso me dolía la cabeza, pensé.
Sin embargo, dentro del Falcon la temperatura estaba muchos grados por encima del exterior, así que todos empezamos a quitarnos capas de ropa hasta quedar en blusas o camisas. Los adultos nos sentamos en los cuatro asientos de la mesa principal, pegada al costado derecho de la nave y los niños en los dos asientos de la mesa pequeña, a la izquierda. La puerta del avión se cerró y, al poco, los motores aceleraron y nos movimos por la pista. Eran las ocho y diez de la mañana. Teníamos seis horas por delante hasta Moscú, donde haríamos una escala para repostar.
—Necesito un café —insistí sin esperanza. Sin embargo, en esta ocasión obtuve respuesta a mi súplica. La azafata se acercó hasta nosotros y nos preguntó qué deseábamos para desayunar. A la pobre la hicimos trabajar bastante porque estábamos hambrientos y la falta de sueño aún nos provocaba más hambre. Despegamos de Mongolia en silencio, asomados a las ventanillas mirando cómo nos alejábamos del suelo y cruzábamos la espesa zona de nubes negras donde, por desgracia para Isabella, hubo algunas turbulencias. A mi sobrina no le hacía demasiada gracia volar, así que lo pasó un poco mal con el avión sacudiéndose arriba y abajo. Pero pronto todo terminó y el sol inundó la cabina. Parecía que habíamos cambiado de universo. En ese momento, nos sirvieron el desayuno y empezamos a sentirnos mucho más contentos y parlanchines.
—¿Cómo se han enterado tus abuelos de lo de los arqueólogos del Vaticano? —le pregunté a Abby.
Ella me miró y me di cuenta de lo cansada que estaba. Tenía unos horribles cercos negros alrededor de sus diminutos ojos azules. No sé, quizá me estaba acostumbrando a ella o quizá, en realidad, no era tan fea como yo la veía, el caso fue que, de repente, no la encontré tan horrorosa como de costumbre. Sí, era verdad que tenía la nariz un poco aguileña, pero tampoco tanto. Lo peor eran los dientes cuadrados y la ausencia de labios, que ella conseguía disimular bastante con el carmín, de manera que, siendo generosa, podía decir que lo único que tenía realmente feo eran los dientes. ¿Y cómo era posible, me pregunté, que una heredera que disponía de millones de dólares no hubiera ido a un buen dentista para que le arreglara este pequeño defecto? Quizá su madre había pasado de ella y no se había preocupado de llevarla a reparar, pero ¿y su abuela? Becky no parecía una mujer que desatendiera ni a sus hijos ni a sus nietos y, desde luego, siendo ella tan sumamente hermosa, era extraño que no hubiera obligado a la madre de Abby o a la propia Abby a ponerle solución a aquello. En fin, el caso era que, aquella mañana, a la pobre heredera se la veía agotada.
—Mis abuelos —dijo con una media sonrisa de cansancio— siempre saben todo lo que les interesa saber. Bueno, salvo en lo relativo a la hermandad —y miró a Kaspar, que sonrió con orgullo—. Pero, creedme, excepto en eso, pocas cosas se les escapan. ¿No veis que siempre hay alguien interesado en quedar bien con ellos o que trabaja para ellos?
—He estado dándole vueltas —comentó Kaspar jugando con su taza vacía de café con leche— y no creo que sea casualidad que el Vaticano pidiera excavar en Santa María de los Mongoles precisamente ayer.
—Hoy —le corrigió Abby—. Ahora estamos volviendo hacia atrás en el tiempo volando en la misma dirección que el sol. Nos vamos ajustando al horario europeo.
—Cierto —admitió Kaspar—. Pero insisto en lo que he dicho: no es casualidad. Hace muchos años que dejé el Vaticano pero sé cómo trabajan y me imagino perfectamente todo lo que pueden hacer ahora, con las nuevas tecnologías.
De manera instintiva, sin pensar, dudé mucho de que en el Vaticano hubieran oído hablar de las nuevas tecnologías.
—No pongas esa cara, Ottavia —me reprochó Kaspar—. ¿Ya no recuerdas cómo entraban en vuestros ordenadores desde el Vaticano cuando todavía los teléfonos móviles tenían el tamaño de un ladrillo? Aún vivíais en Alejandría y ya, desde Roma, controlaban todo lo que hacíais en internet, correo incluido.
Era totalmente cierto. De repente, acepté la idea de que, en estos últimos años, la Iglesia debía de haberse modernizado muchísimo y, con seguridad, disponía de algún departamento dentro del Vaticano en el que jóvenes sacerdotes expertos en informática (y esperaba que jóvenes monjas también, aunque no lo creía demasiado), trabajarían todos los días tanto para proteger los ordenadores de la Iglesia como para llevar a cabo trabajos no demasiado legales. A fin de cuentas, era una organización humana aunque el Espíritu de Dios estuviera detrás y no se podía negar que, en su jerarquía, había testosterona en abundancia.
—Creo que están espiando nuestras comunicaciones —sentenció Kaspar, dejando la taza sobre el platillo—. Creo que saben que estoy aquí.
Farag se enderezó en el asiento al tiempo que a mí se me encogía el estómago.
—Puedo ayudaros con eso —afirmó mi sobrina.
Isabella nos miraba tranquilamente desde el otro lado del pasillo mientras le quitaba de las manos a Linus el último cruasán con chocolate del cestillo. El niño tenía la boca rodeada por una perilla oscura.
—¿Cómo? —le preguntó Abby.
—Hay programas que te dicen si están entrando en tu ordenador y quién lo está haciendo. También pueden cerrar los puertos por donde se cuelan los intrusos.
—¿Y puedes saber si ya nos han espiado? —quiso saber la heredera abriendo la bolsa de su portátil.
—Sí, claro —dijo mi sobrina.
—Pues toma —y Abby le entregó su ordenador—. Compruébalo, por favor.
—¿Podéis haceros cargo de Linus? Se ha comido ya todo lo que nos han puesto para desayunar. Lo suyo y lo mío.
—¡Linus! —el vozarrón de Kaspar no asustó a su hijo, que le miró sonriendo.
—Ven aquí, Linus —le dijo Abby, tendiéndole la mano al niño—. Deja trabajar a Isabella.
Mi sobrina apartó los restos del desayuno, colocó el portátil, lo encendió y se puso a trastear en él.
—¿Sabíais que tengo veinticinco sobrinos? —pregunté con humor.
Farag y Kaspar sonrieron, asintiendo. Abby puso cara de horror.
—Pues, de los veinticinco, catorce han estudiado informática. ¿A que es raro?
—Lo raro, Basíleia, es que tú seas la tía de esos catorce —se rió Farag.
—¡Ajá! ¡Eso es! —la exclamación de triunfo de Isabella nos sobresaltó a todos—. Sí, mirad aquí —nos pidió mi sobrina señalando con el dedo una lista de algo que no se veía desde nuestros asientos—. Este ordenador está hackeado. No sólo ha sufrido varios accesos no permitidos por el sistema sino que, además, tiene instalado un software que envía al Vaticano todo lo que se teclea y se ve en la pantalla.
—¿Estás segura que es del Vaticano? —le preguntó Kaspar.
—Totalmente segura —afirmó ella volviéndose hacia nosotras—. La IP es de allí. Clarísimo.
—¿La IP? —me arrepentí inmediatamente de haber preguntado.
—Ottavia, cariño, hasta yo sé lo que es la IP.
—¡Pues yo no! —le solté, enfadada. En cuanto había algo de ordenadores que resultaba que sabía, a Farag le encantaba presumir.
—Como las matrículas de los coches, tía —me aclaró Isabella—. Cada ordenador, impresora, tablet o smartphone tiene su propia IP que le identifica y le localiza en cualquier lugar del planeta. Y esta IP es del estado del Vaticano. Y hay otra.
—¿Otra IP? —dije con tono experto.
—Sí, otra IP que no hace más que colarse dentro de este ordenador. Ahora mismo lo está haciendo. Desde Londres.
—¿Sabes quién es? —preguntó Abby.
—Puedo hacer un «Whois» —respondió mi sobrina.
—No preguntes —me advirtió Farag.
—Bueno, no es que sirva de mucho lo que veo —comentó Isabella—. ¿Alguien sabe qué o quién es AKDN? AKDN está hackeando desde Kensington Court, Londres.
—Isabella, por favor —dijo Abby visiblemente afectada—, bloquea totalmente mi ordenador. No dejes que entre nadie.
No me cupo la menor duda de que la heredera conocía al tal AKDN.
—No te preocupes, Abby —le aseguró Isabella con firmeza—. Pero, con la obsesión por la seguridad que tienen tus abuelos, espero que vigilen mejor sus sistemas informáticos, porque si no…
—Es mi ordenador personal y nunca pensé que me pudieran pasar estas cosas. Siempre intento mantener mi propio espacio al margen de mi familia. Veo que, en este caso, no ha sido buena idea.
—¡Isabella, espera! —exclamé de pronto movida por una súbita inspiración.
Isabella se paró en seco y me miró. Todos lo hicieron, un poco sorprendidos.
—Abby —dije—, envía un mail a tus abuelos con alguna información falsa. Vamos a engañar al Vaticano.
Farag y Kaspar soltaron, a la vez, fuertes risotadas masculinas.
—¿Y qué les digo? —me preguntó Abby, aguantándose la risa.
—No sé, lo que se te ocurra. Algo que los aleje de Estambul.
—Eso ya no es posible —sentenció mi marido.
—Pues otra cosa. ¡Diles que te hemos pedido doscientos millones de dólares canadienses por hacer este trabajo!
—¡Ottavia! —me regañó Farag. Los demás rieron más fuerte.
—Pongamos trescientos —bromeó Abby mientras tecleaba en su portátil—. Mis abuelos se lo van a tomar en serio. Voy a añadir algo que les haga entender que es una trampa para espías. Ya sé —rió—, les diré que se acuerden de pintar la mesa de la biblioteca pequeña.
—¡Dios mío! —solté, horrorizada. Aquello estaba yendo demasiado lejos.
—Toma, Isabella —dijo la heredera devolviéndole el portátil a mi sobrina—. Ya puedes cerrarlo todo.
Pero había algo que habíamos dejado en el tintero, algo que yo quería saber y que casi pasamos por alto.
—Conoces a ese hacker de Londres, ¿verdad, Abby? A ese tal AKDN.
Ella me miró con gesto preocupado.
—AKDN no es una persona —explicó—. AKDN es una entidad, la Aga Khan Development Network. Es del príncipe Karim, el amigo de mis abuelos. La AKDN lleva a cabo un montón de actividades buenas e importantes en todo el mundo, fundando hospitales, universidades, museos… Pero Karim no me espiaría ni espiaría a mis abuelos. Son amigos. Se ven con frecuencia. Y la AKDN trabaja con la Fundación Simonson. Además, Karim no está en Londres ahora mismo.
—¿Quieres decir que hay uno o varios ismailitas nizaríes que saben lo que estamos haciendo y que quieren saber aún más? —pregunté.
—Sí.
Había dicho lo de ismailitas nizaríes por no decir directamente Asesinos, que sonaba peor.