CAPÍTULO 27
«En ocasiones veo muertos», decía el niño protagonista de la película El Sexto Sentido. Pues bien, en ocasiones yo debería cortarme la lengua y coserme los labios, y no me estoy refiriendo a mis comentarios sobre Kaspar y Abby precisamente.
En cuanto mencioné lo de que no había ningún pectoral de oro y púrpura a la vista, una corriente eléctrica sacudió al grupo —a mí, no—, y les entró a todos como una especie de fiebre y de locura que les llevó a organizarse y a repartir por zonas la caverna en la que estábamos prisioneros. Todo debía ser comprobado, limpiado, raspado, palpado, empujado y frotado para descubrir el maldito pectoral.
Por más que protesté y apelé a la cordura y a la hora tardía, nadie me hizo el menor caso, así que, de pronto, y contra mi voluntad, me encontré de rodillas, a las doce de la noche, rascando y fregando el suelo del cuadrante sudeste de la caverna con una navaja multiusos, un rollo de papel higiénico y una de mis cantimploras de agua. Aquello era lo más idiota que habíamos hecho en mucho tiempo y si la adrenalina mantenía vigorosamente activos a los demás, yo estaba hecha una piltrafa de sueño y extenuación.
Pero como hay justicia en el cielo —aunque no en la tierra—, alrededor de las dos de la madrugada Sabira se rindió. Y, luego, Abby. Los siguientes fueron Farag y Gilad. Y, por último, un vencido Kaspar tiró la toalla y se metió en el saco de dormir que, en adelante, compartiría con la heredera (uniendo las cremalleras de sus dos sacos para formar uno grande). Yo fui la última en retirarme, ganando a todos los demás en resistencia y productividad. Me quité las botas y los calcetines antes de entrar en el saco en el que Farag ya roncaba suavemente, y me acurruqué junto a su cuerpo quedándome dormida en medio de una grata sensación de victoria. Mi cuadrante estaba como los chorros del oro y no había encontrado ningún pectoral. Los demás tendrían que acabar al día siguiente.
Me despertaron los susurros y los pequeños ruidos de movimientos humanos, pero lo que más me espabiló fue el olor a café caliente y la ausencia de Farag a mi lado. Nada había cambiado desde que cerré los ojos y me dormí: la misma luz de linterna, el mismo desorden de mochilas… Allí no había noche ni día, ni nada que marcara la diferencia.
—¡Arriba, perezosa! —me dijo mi marido acercándome una taza de café y dándome un beso rápido—. Ya son las nueve de la mañana y tenemos que terminar el trabajo.
—Yo, el mío, lo acabé anoche —respondí, dando un sorbo al café caliente. Le faltaba azúcar pero no debíamos gastar más de la necesaria por si las moscas. No terminaba yo de fiarme del rescate del ejército israelí y de la Fundación Simonson.
—¿Limpiaste toda tu zona? —se sorprendió Farag.
—Por supuesto —repuse—. Si me pongo, me pongo. No como otros.
—Te faltan las paredes —gruñó desde el hornillo el recién estrenado Romeo.
—Y a ti también —repliqué—. Además, tú sólo tienes una pared. A mí, como me tocó una esquina, tengo, además, la dichosa rueda de piedra.
—El que acabe primero te ayudará —resolvió el autonombrado Jefe Supremo de las Fuerzas de Exploración de Ortoedros Prismáticos Rectangulares (FEOPR, por su acrónimo, conforme a la tradición judía).
Tomamos el café y unas galletas energéticas de cereales y miel que encajaban bien con todas las peculiaridades culinarias del grupo y, luego, volvimos a ponernos manos a la obra. El primer problema del día se presentó cuando descubrimos que no alcanzábamos para limpiar los cuatro metros de altura de las paredes de la cueva. Se optó por dejarlo para el final y que cada uno limpiara, de momento, hasta donde llegara. El segundo problema fue el de la iluminación, porque como debíamos examinar los muros no podíamos dejar las linternas en el suelo como la noche anterior y no teníamos lámparas frontales. Fue Kaspar quien tuvo la idea de usar los cordones de las botas para sujetárnoslas a la cabeza. Al tener que anudarlos bajo la barbilla, parecíamos unos extraños monjes sintoístas japoneses intensamente brillantes.
Como rascar y fregar era una tarea aburrida y sucia, me distraje con los tres graves asuntos que había dejado aparcados en algún momento por falta de tiempo. A saber: reconstruir mi nueva relación con Dios, a quien no sabía ni siquiera cómo dirigirme, porque llamarle Dios me parecía frío, muy diferente a cuando podía llamarle Jesús, que era alguien cercano, una persona con una vida y un mensaje conocidos, pero, ¿qué sabía yo de Dios? Y, sin embargo, tenía la sensación de que Él sí me conocía a mí, pero que todavía nos quedaba un largo camino a ambos por recorrer en nuestra nueva relación. Los otros dos asuntos fueron igual de sencillos: rezar a mi madre y, por supuesto, angustiarme por la vida sexual de mi sobrina Isabella. Con todo eso tuve entretenimiento de sobra mientras limpiaba la pared de mi sector desde el suelo hasta donde me alcanzaba el brazo.
Pero, como no me cansaré de repetir, la fortuna siempre favorece a los audaces y, en cuanto empecé a rascar con la navaja la parte superior de la rueda de piedra que cegaba la salida, un pegote seco de barro saltó hacia mi cara golpeándome en la mejilla derecha y dejando a la vista una preciosa cavidad semiesférica del tamaño perfecto para introducir la mitad de una pelota de golf. O de una joya carísima.
—¡Lo encontré! —voceé, levantando los brazos y agitándolos en señal de triunfo—. ¡Encontré el pectoral!
Al punto me vi rodeada por los demás, que estallaban de excitación.
—¡Falta el resto! —profirió la Roca, rociando con el agua de su botella y rascando toda la zona de la rueda de piedra alrededor de la cavidad semiesférica. ¡Allí estaba! Era cuadrangular, contenía doce semiesferas huecas para las gemas y…
—Esto no es un Jóshen Mishpat —soltó de pronto Gilad, decepcionado.
—¿Cómo que no? —me enfadé.
—No, Ottavia, no lo es —confirmó Abby, pasando una mano por la superficie del grabado—. ¿No recuerdas lo que leímos ayer? El pectoral debía estar adornado con cuatro filas de tres piedras cada una. ¿Me vas a decir que esto —y le dio un golpecito con la palma— responde a esa descripción?
Bueno, no exactamente. No había cuatro filas de tres cavidades cada una al estilo de las cajas para las docenas de huevos. Lo que se veía era, en el centro, la talla cincelada de un rectángulo en vertical con otro rectángulo más pequeño dentro, en su extremo inferior, y, alrededor del rectángulo externo, tres cavidades semiesféricas a la derecha enmarcadas por cuadraditos, tres a la izquierda, tres arriba y tres abajo, formando un marco. Resultaba un dibujo muy extraño. De lo que no cabía ninguna duda era de que las cavidades estaban hechas a propósito para las doce joyas que permanecían en la bolsa de plástico, pero, ¿en qué orden? ¿O eso no tenía importancia?
—Volvamos sobre las piedras preciosas —ordeno el Jefe Supremo de las FEOPR con el peor de sus malos humores. Pobre Abby, pensé. Podía dirigir un montón de bancos financieros en todo el mundo, pero aguantar a la Roca seguramente terminaría con ella en dos días.
Nos sentamos pacientemente en las esterillas sobre las que habíamos puesto por la noche los sacos de dormir y contemplamos la bolsa de plástico abierta con las doce pelotas de golf de distintos materiales, colores y precios.
—Separémoslas por filas como dice la Biblia cristiana —propuso Gilad.
—Espera —le detuvo Sabira—. Usemos las cajitas de plástico de la cena de anoche. Necesitaremos cuatro, una para cada fila.
Rescatamos cuatro cajitas de la bolsa que usábamos para los desperdicios y las pusimos en el centro.
—A ver, Kaspar… —empezó a decir Farag.
—Llámale Romeo —murmuré.
La Roca inició el gesto de levantarse para embestirme mientras Abby, aguantándose la risa, le sujetaba por un brazo y le detenía, y Farag me propinaba un pellizco en el muslo que, pese a la tela del pantalón, me dolió un montón.
—¡Ottavia, ya está bien! —me regañó Farag—. ¡Deja en paz a Kaspar!
—Vale, no diré nada más —mentí.
—¡No necesito que me defiendas de tu mujer! —le soltó la Roca a Farag—. ¡Sé defenderme yo solo!
Farag se rió.
—¡Eso es lo que tú te crees! —repuso, y, luego, mirando a Abby, suspiró—. Vamos a tener muchísimo trabajo tú y yo conteniendo a estos dos.
—Lo sé —asintió Abby, aguantándose la risa, mientras sus dedos acariciaban, al tiempo que sujetaban, la manaza de la Roca—. Pero lograremos que no se maten, no te preocupes.
—Kaspar, por favor —pidió Sabira, tratando de calmar a la fiera—, ¿podrías volver a leer el texto del Éxodo?
Resollando como Sauron, el Señor Oscuro de Mordor, el ex Catón tomó su pequeña Biblia y buscó la página donde estaba el fragmento sobre el Pectoral del Juicio.
—«Lo adornarás de piedras engastadas —leyó, aparentando calma—, dispuestas en cuatro filas. Un rubí, un topacio y una esmeralda en la primera fila; una malaquita, un zafiro y un diamante en la segunda; un ópalo, un ágata y una amatista en la tercera; y un crisólito, un ónice y un jaspe en la cuarta.»
—Muy bien —repuso Sabira, inclinándose hacia la bolsa que contenía las gemas—. Aquí tenemos el rubí rojo —y lo dejó caer dentro de una de las cajitas de plástico que habían contenido las fabulosas hamburguesas kosher—, aquí el topacio amarillo y la esmeralda verde.
—«Una malaquita, un zafiro y un diamante en la segunda» —repitió Kaspar.
—Perfecto —asintió Sabira, cogiendo otra cajita—. Pues aquí ponemos la malaquita verde, el zafiro azul oscuro y este precioso diamante.
—«Un ópalo, un ágata y una amatista en la tercera».
Sabira cogió otra caja de plástico.
—Aquí colocamos el ópalo rojizo, el ágata color mostaza y la amatista violeta.
—«Y un crisólito, un ónice y un jaspe en la cuarta» —terminó Kaspar.
Sabira repitió la operación y cogió las tres piedras restantes a la vez.
—El crisólito es el berilo de color verdemar —explicó Abby, muy atenta a la tarea de Sabira.
—Y añadimos, para terminar, el ónice negro y el jaspe rojo.
Farag puso los cuatro envases en fila, de arriba abajo, siguiendo el orden dictado por Yahvé a Moisés en el desierto. Los cristales de sus gafas, reflejando el brillo de las piedras, producían centelleos de colores.
—Seguimos sin poder relacionar esto —indicó mi marido señalando las cajas— con el diseño de la rueda. Tiene que existir alguna conexión, algo que ponga cada una de estas piedras en su hueco correcto.
—A lo mejor eso no tiene importancia —conjeturé—. Pongámoslas como queramos, a ver qué pasa.
—¿Y por dónde empezamos? —ironizó Gilad—. ¿Por los agujeros de arriba, por los de abajo, por los de la derecha o por los de la izquierda de ese rectángulo central?
—Tú dijiste algo anoche que me llamó la atención —le respondí—. Comentaste, de pasada, que las doce piedras del Pectoral representaban a las doce tribus de Israel.
—Sí, es verdad —asintió—, pero hay un lío tremendo con este asunto. Si te diste cuenta, en el trozo del Shemot que hemos leído, no se menciona para nada qué piedra representa a cada tribu. Es más, si me haces el favor, Kaspar, y sigues leyendo donde lo dejamos, podréis entender todos a lo que me estoy refiriendo.
Kaspar bajó la vista de nuevo a las páginas abiertas de su Biblia y leyó:
—«Las piedras corresponderán a los nombres de los hijos de Israel. Serán, pues, doce, según sus nombres, y estarán grabadas como los sellos, cada una con el nombre de una de las doce tribus.»
—Exacto —le atajó Gilad—. Pues, bien, la cuestión es que nadie se pone de acuerdo en qué piedra va con qué tribu. Así de sencillo.
—Estas piedras no llevan nada grabado —añadió Sabira.
—Por eso creo —le dijo un renovado Gilad, más dispuesto, por fin, a las relaciones árabe-israelíes— que no tienen nada que ver con las doce tribus de Israel.
—Pero, ¿qué perdemos por intentarlo? —insistí—. No tenemos otra cosa.
—Créeme, Ottavia —replicó el obstinado arqueólogo—, no hay ninguna posibilidad de encontrar esa relación. No puedes ni imaginarte la cantidad de profundos y sabios tratados rabínicos que han abordado la cuestión desde hace siglos sin llegar a ninguna parte.
—Pero, a ver —me empeñé como buena Salina—, los hijos de Israel, es decir los doce hijos de Jacob que se convirtieron en los patriarcas de las doce tribus de Israel, tuvieron que nacer en un orden determinado.
—Sí, pero como eran de distintas madres —me explicó él, armado de paciencia—, algunos nacieron casi al mismo tiempo, otros pudieron ser gemelos o mellizos y luego tenemos el caso de Yosef, José, el penúltimo, al que sus hermanos vendieron como esclavo a los egipcios y que, en las doce tribus, está representado por dos de sus hijos, Efraím y Manasés. Y hay que sacar de la cuenta a la tribu de Leví, probablemente el tercero de los hijos de Jacob, porque esta tribu, los levitas, no entraron en el reparto de tierras ni pelearon contra otros pueblos durante los cuarenta años de travesía por el desierto hasta la Tierra Prometida. Los levitas eran los sacerdotes, los que cuidaban del…
Gilad enmudeció de golpe, sorprendiéndonos a todos.
—¿De qué cuidaban los levitas, Gilad? —le preguntó Sabira, aprovechando la reanudación de relaciones.
—Del Tabernáculo —respondió en su lugar Abby, a la que se veía muy conmovida—, el Templo en el que viajaba por el desierto el Arca de la Alianza, la Casa de Dios.
—El Kohen Gadol —agregó mi marido—, el Gran Sacerdote del Tabernáculo que llevaba el Jóshen Mishpat, el Pectoral del Juicio, siempre era un levita, un descendiente de Leví.
Pero Gilad se había levantado del suelo y caminaba como un zombi hacia la rueda de piedra. Sin comprender nada, pero movidos por la curiosidad, los demás le seguimos y, cuando llegó frente al grabado puso un dedo sobre el rectángulo central, el que tenía otro rectángulo dentro.
—El Mishkan —murmuró—. El Tabernáculo.
—¿Eso es el Tabernáculo? —pregunté.
Mi marido me pasó el brazo por los hombros. En realidad, y más que por amor, por apoyarse en mí.
—El Tabernáculo era un espacio rectangular —empezó a explicar de repente Abby—, delimitado por grandes y lujosos cortinajes, dentro del cual había una tienda cubierta con pieles exquisitas y, en esa tienda, estaban tanto el lugar santo, con los objetos sagrados[31], como, al fondo, el lugar santísimo, el sanctasanctórum, separado por un velo que lo mantenía siempre a oscuras porque era la Morada de Dios, de Adonay, donde se guardaba el Arca de la Alianza. Eso era el Mishkan, el Tabernáculo, y ésta era su forma —dijo señalando los dos rectángulos cincelados en la piedra de la rueda.
—Y, por lo tanto —le dijo Gilad a la heredera, impresionado y satisfecho por los conocimientos que ésta había demostrado—, ya sabemos qué representa el grabado y para qué son esas semiesferas huecas, ¿verdad, Abby?
Abby, sonriendo a Gilad con satisfacción, asintió.
—Bueno —dijo Kaspar, un poco molesto (o, quizá, celoso)—, los demás también sabemos para qué sirven los huecos. Ahí es donde debemos insertar las doce piedras preciosas.
—Sí, cariño, es cierto —admitió Abby aproximándose hasta él y cogiéndole de la mano—. Pero hay una peculiaridad más: este grabado representa, en realidad, el orden de acampada, avance y ataque de las doce tribus de Israel en torno al Tabernáculo durante los cuarenta años de travesía por el desierto. Así viajaba el pueblo de Israel hacia la Tierra Prometida, la tierra de Canaán. No se trataba de un grupo de ex esclavos desorganizados. Era una nación completa de cientos de miles de personas marchando ordenadamente, siempre con esta formación —y puso la mano sobre el grabado—, una formación dictada por Yahvé.
—Y sabemos el lugar que ocupaba cada tribu en esa formación —añadió Gilad—. Cualquier niño israelí lo sabe. Se estudia desde el colegio.
—Pero, aunque conozcamos dónde se situaba cada tribu —rebatió mi marido—, seguimos sin tener ni idea de qué piedra preciosa las representa. De modo que estamos igual.
—No, igual no, Farag —dijo Abby, muy satisfecha—. Hemos resuelto la mitad del problema. Nos queda resolver la otra mitad, que es la que tú mencionas. Pero será mucho más fácil probar variaciones con las piedras sobre una plantilla conocida que sobre una plantilla de la que no sabemos nada, que era lo que proponía Ottavia.
¡Vaya por Dios! Ya me había tocado a mí la peor parte. Suerte de mi gran memoria y de mis muchos años de monja en la orden de la Venturosa Virgen María.
—Te equivocas, Abby —salté rápidamente—. No era eso lo que yo proponía. Mi idea, en realidad, era utilizar ese fragmento del Génesis en el que Jacob, antes de morir, se despide de sus hijos. Si no recuerdo mal, creo que los menciona a todos en orden, empezando por el primogénito.
Farag me besó en el pelo con entusiasmo.
—¿Veis por qué tengo que quererla? —dijo de broma a los demás—. Siempre encuentra la forma de quedar bien y decir la última palabra.
—Las Bendiciones de Jacob están al final del primer libro de la Torá —comentó Gilad—, en el Bereshit.
—Significa «En el comienzo» —me tradujo Farag.
—Es el libro del Génesis —afirmé yo—, y también es el primer libro de nuestro Antiguo Testamento. Génesis es la palabra griega γέννησις, que significa «Nacimiento».
—Como el Bereshit termina con la muerte de Jacob —a Gilad no le interesaban en absoluto las modificaciones cristianas de los nombres de sus libros sagrados—, las Bendiciones deben de estar cerca del final.
—Voy a tomar fotografías del grabado antes de empezar a introducir las gemas —comentó Sabira, muy en su línea. Ella estaba allí por un motivo muy concreto y, salvo que Gilad la hiciera cambiar de opinión (cosa bastante improbable), el trabajo era lo único que le importaba.
Kaspar volvió a coger la Biblia y estuvo un rato pasando páginas hasta que, por fin, exclamó:
—Encontré esas Bendiciones.
—¿Podrías leérnoslas? —le pidió Abby.
—¡No, no, no! ¡De eso nada! —dejó escapar Farag, sobresaltándonos a todos—. Necesitamos organización.
—¿Qué tipo de organización? —me extrañé, preguntándome si se habría vuelto loco.
—Debemos coger las cajas con las piedras y la Biblia —explicó—, e ir leyendo el texto delante del grabado por si se nos ocurre algo. Mejor nos trasladamos junto a la puerta y nos instalamos allí.
De modo que, como el pueblo errante por el desierto —en este caso por la caverna—, recogimos nuestro campamento y nos lo llevamos frente a la enorme piedra redonda que clausuraba la salida. Esta vez, en lugar de un anillo formamos un semicírculo y, con las cosas ya dispuestas, todos, excepto Sabira y Farag, nos sentamos en el suelo mirando hacia la rueda; Sabira porque quería ir tomando fotografías y Farag porque deseaba poner las piedras preciosas en los huecos y dirigir el cotarro, es decir, autonombrarse también Jefe Supremo de las FEOPR.
—Empieza, Kaspar —dijo el nuevo Jefe, retirándose su precioso y suave pelo greñudo de la cara y adoptando una postura de espera bastante atractiva.
—Bendiciones de Jacob —comenzó a leer el jefe anterior—. «Jacob llamó a sus hijos y les dijo: Reuníos, y os anunciaré lo que sucederá en los tiempos venideros. Reuníos y escuchad, hijos de Jacob; escuchad a Israel, vuestro padre. Rubén, eres tú mi primogénito, mi fuerza y primicias de mi vigor, henchido de orgullo y pletórico de fuerza, desbordante como las aguas: no tendrás la primacía porque subiste al lecho de tu padre; y, al hacerlo, profanaste mi tálamo.»
—¿Se acostó con su madre? —salté, horrorizada, antes de darme cuenta de mi estupidez.
—Con una de las concubinas de su padre —me aclaró Gilad—. Eran polígamos y, además, tenían concubinas.
—Bueno, pues, Rubén, el primogénito —declaró mi marido, volviéndose hacia el grabado—, perdió la primacía por idiota, por no conformarse con su propio harén.
—Es lo que iba a contaros ahora mismo —añadió Gilad—. En esa disposición de las doce tribus en torno al Tabernáculo, la hilera principal no era la del campamento de Reuben. Cada una de las cuatro hileras de tres tribus formaba un campamento, que llevaba el nombre del hermano principal. Como la entrada del Tabernáculo estaba orientada hacia el este, como las sinagogas…
—Y como las iglesias cristianas —dije.
—… pues el campamento principal —continuó Gilad, sin inmutarse— era el que estaba al este, al Oriente, y ése era el de Judah, el cuarto hermano.
—Entonces, ¿dónde estaban las tres tribus del campamento de Rubén? —preguntó Abby.
—Al sur, que sería esta hilera de la derecha.
—¿Y qué piedra preciosa le iría bien a Rubén? —conjeturó Sabira—. Por lo que dice su padre, Rubén era fuerte y orgulloso, y desbordante como las aguas. ¿Quizá el zafiro azul, o la malaquita verde?
—La esmeralda y el crisólito también son verdes —le recordó Abby.
—Ya os avisé de que no había solución —rezongó Gilad—. Nadie lo sabe. Las reconstrucciones actuales de los pectorales siempre son especulativas y no coinciden unas con otras.
—Pues los ebionitas sí lo sabían —manifesté en voz bien alta para que todos recordaran dónde estábamos y por qué.
—Recapitulemos —dictaminó la Roca—. Por un lado tenemos a los doce hijos de Jacob que dieron lugar a las doce tribus de Israel. Por otro lado tenemos la distribución de las doce tribus en torno al Tabernáculo durante la travesía por el desierto. Y, por último, las doce piedras preciosas que, supuestamente, representan a esos doce hijos de Jacob. Y el punto débil está en que, aunque conocemos la distribución de las tribus en torno al Tabernáculo, desconocemos qué piedra preciosa representa a cada hijo. Pero nuestros anfitriones en esta montaña, los ebionitas, unos buenos judíos que también eran unos buenos cristianos, sí sabían qué piedra representaba a cada tribu. ¿Por qué?
Se hizo el silencio en la caverna. Todos le dábamos vueltas a las palabras del ex Catón.
Y, entonces, lo comprendí. De repente, la solución vino sola a mi cabeza. La pista eran ellos, los ebionitas. ¿Cómo no lo había visto antes?
—Por los doce Apóstoles, Kaspar —dije respondiendo a su pregunta—. La solución son los doce Apóstoles de Jesús.