EL PECADO

A Pedro Lorenzo

CUANDO TE DESENTIERRAS EN EL SUEÑO TODO ESTÁ SIENDO LO QUE ES,

y al despertar todo se hace impreciso,

pues ya sabes

que el recuerdo es un tacto,

y el tacto tiene a veces una forma adivinatoria

que permite palpar la oscuridad

como las manos se adelantan cuando caminas en la sombra.

Esta mañana al despertarme

la penumbra del cuarto formaba una pantalla,

y

alumbrando lo oscuro igual que brilla una luciérnaga,

vi en ella un solo ojo,

un ojo solo muy castaño y muy tuyo,

que no sabía mirar,

que no podía mirar,

y se movía, por dentro, como se aclara el agua con la luz;

y el ojo estaba sobre el aire,

y yo lo estaba viendo sobre mí

creciendo y arropándome

hasta llenar la habitación y tener la estatura del miedo.

Y recuerdo,

también,

que en aquel ojo recién naciendo que alumbraba la habitación

y parecía llenarla de agua incólume,

se hizo primero una tensión interna,

y luego una fisura,

y después un vacío que ocupaba el lugar que había tenido la pupila,

y aquel vacío llenaba el mundo y era el centro del ojo,

y en el centro del ojo, como se mueven unas cortinas,

fueron apareciendo unas figuras,

unas sombras que iban en busca de su cuerpo,

y

ponían

en mis ojos

como un sello,

el mundo de tu infancia,

el túnel de tu infancia triste y emborronada.

LO QUE PIENSAS, SUCEDE,

y

por eso,

cuando estoy a tu lado prefiero recordarte como se cuelga un cuadro a tientas,

un cuadro que se clava en las paredes del corazón,

para que no cambie de sitio,

ni haya en tu cuerpo o en tus ojos

alguna variante;

y no va a haberla,

amiga mía,

porque en tu rostro sólo ha quedado impreso al contraluz, algo que no se sabe bien si es una huella,

o una súplica,

o una perseverancia de procesión de pueblo en donde sólo habitan niños;

y recuerdo que el pueblo se llamaba Pilatos,

y los niños marchaban en hileras,

y cada hilera desfilaba por uno de tus ojos,

y los niños llevaban la inocencia en la mano

y andaban con los pies entristeciéndose en la arena,

y tenían en los ojos ese chisporroteo con que las lamparillas de aceite se consumen,

y el pueblo aquel,

¿no lo recuerdas?

tenía esa angustia de cal húmeda que hay en las casas donde han encarcelado a un inocente,

y había junto a la era un pozo seco

y una luz en el cielo de mirada acabándose,

y a las mujeres no les servía el acento circunflejo para nada o para casi nada,

y las calles se barrían únicamente con las olas,

y el pueblo por la noche se lavaba las manos en el mar.

¿NO RECUERDAS QUE A VECES ENCONTRAMOS UNA PERSONA

cuya infancia podemos reconstruir

por una sola huella que queda en su mejilla

igual que un esqueleto puede reconstruirse por sólo un hueso suyo?

Pues bien,

del mismo modo,

cuando estoy junto a ti recuerdo o adivino

que alguna vez te he visto en el paseo,

hace ya muchos años,

y andabas en la plaza igual que si bajaras una escalera,

porque mientras vivimos hay siempre una escalera en nuestra sangre,

y es preciso bajarla,

y algunas veces los escalones se terminan,

y a pesar de ello hay que seguir bajando.

Y luego te recuerdo cuando eras niña aún

y empiezo a comprender que ya entonces querías perseverar en algo,

en algo tan humilde como olvidar las letras de tu nombre,

los años de tu vida,

las campanas,

y olvidar,

sobre todo,

la incomunicación de aquellas casas sin paredes,

de aquellas casas hechas con papel de periódico,

de aquellas casas perentorias

que sucesivamente fuiste habitando en tu niñez.

Esto es lo que subsiste

en esa huella de perseveración arrinconada que tienes en los ojos

y me hace que al mirarte

te siga viendo aún en aquel pueblo,

desnudita y cubierta con un vestido huérfano

que se acortaba más con cada paso tuyo.

Y siempre te veo así

cuando vas a la playa y hay tapias que te siguen,

y se van levantando en torno tuyo para impedirte ver el mar,

y cada uno de tus pasos tiene su propia tapia,

su propia cesantía,

y tú estás esparcida lo mismo que una concha recién pisada,

y no te puedes reunir con nadie porque nadie te ve,

pero no puedes encerrarte,

no puedes enterrarte todavía,

y pretendes salir,

y quisieras jugar pero no hay niños,

y quisieras andar pero no hay calles,

no hay árboles mirándote,

no hay más que tapias, tapias que cada vez se hacen más altas

y más impeditivas,

en los ojos que a veces tienes que recoger del suelo,

y en tus piernas de humo,

y en tus manos de juncos apretándose,

que van sobreponiéndose

hasta que ya no pueden reducirse más,

hasta que ya no puedes reducirte más

como si el aire fuera una desilusión que hubieran hecho a tu medida.

LOS HOMBRES NECESITAN LA INOCENCIA PARA VIVIR A COSTA DE ELLA

y yo te sigo viendo

con una nube en cada hombro y una taza de caldo cada día,

y estabas desclavándote,

y las palabras que no podías decir,

que no podías decir a nadie en aquel pueblo te iban atando a una columna

y allí seguías atada al día siguiente,

una vez

y otra,

y otra

porque la infancia es una puerta que camina,

es una puerta abierta que camina y camina en la noche

hasta que llega ese momento en que hay que defenderse por sí mismo,

hasta que llega ese momento en que es preciso echar a andar,

¡sea como sea!

tienes que recordarlo,

amiga mía,

tienes que recordar que, al fin, dentro de ti se astilló algo

y deseaste ser culpable para no seguir sola,

ESTO ERA LO QUE EL MUNDO ESPERABA DE TI,

y apenas lo empezaste a desear,

apenas comenzaste a sentir ese cambio como si fuera una liberación,

tus manos fueron destrabándose,

y tu cuerpo reunió sus migajas,

y tus piernas corrieron ligerísimas comenzando a sentir la firmeza del suelo.

Entonces conseguiste llegar hasta la playa

y allí,

junto a lo libre,

para que todo acabara de una vez,

para no seguir siendo una niña distinta,

una niña lacrada,

te hincaste de rodillas en la linde de la marea,

y te bañaste poco a poco,

y te bañaste lustralmente,

para lavar entre las olas

ese pecado que es más viejo que el mundo,

ese pecado que nunca echa raíces,

ese pecado virgen que consiste en no ser culpable y nadie quiere perdonar.

15 y 16 de agosto de 1976