Capítulo 40
2016
Tengo todo el cuerpo en tensión, como un arco a punto de ser disparado. Todas las fibras de mi ser están en alerta, no solo tratando de pensar cuál será mi próximo movimiento, sino también pendiente de Henry, aterrada por la posibilidad de que se despierte y presencie una escena que nunca podrá olvidar. Ni siquiera puedo pensar en la otra posibilidad, aquella en la que nunca tendrá la oportunidad de recordar. Con Henry durmiendo en su habitación, Sam me tiene atrapada aquí, como si me hubiera sujetado a la silla con una cadena de hierro.
Sam desenreda los dedos de mi cabello y hago un esfuerzo por no estremecerme cuando me acaricia brevemente la mejilla con la mano.
—Recuerdo cuando empezamos a estar juntos —dice—. A veces solía despertarme en plena noche y te descubría mirándome, como si estuvieras intentando grabar permanentemente mi cara en tu cerebro. Fue muy fácil estar contigo, sobre todo después de los años que había vivido. Nunca se habían ocupado y cuidado de mí como tú lo hacías. Yo era el centro de tu universo. Y éramos felices, ¿verdad? Pero luego, cuando nació Henry, no podía fingir que las cosas no hubieran cambiado. Dejé de estar en el centro, fui sustituido, y me quedé flotando sobre las esquinas, observando. Quería a Henry, por supuesto que sí, pero no me gustó lo que te hizo a ti, lo que nos hizo a ambos.
Por primera vez en toda la noche se me caen las lágrimas. Sabía que las cosas cambiaron después de dar a luz a Henry. En cuanto hubieron transcurrido las seis semanas de rigor, Sam esperaba que, en la cama, las cosas volvieran a ser normales. Lo que ocurría es que lo que él quería hacer no era normal, ni siquiera entre nosotros. Era como si alguien hubiera pulsado un botón en su cerebro y los juegos a los que habíamos jugado hasta entonces ya no fueran suficientes para él. Era como si la ilusión de creer que me estaba haciendo daño ya no le bastara. Quería ver miedo de verdad en mis ojos.
—No culpes a Henry —susurro.
—No lo culpo —dice simplemente—. Te culpo a ti.
No puedo dejar de temblar. Me siento sobre las manos, incapaz de predecir lo que harían si no lo hago. No puedo gritar porque podría despertar a Henry, y aunque lo hiciera, ¿qué pasaría? ¿Me oiría alguien? ¿Acaso la silenciosa Marnie del apartamento de arriba llamaría a la policía? ¿O solo cogería el mando a distancia de la televisión y subiría el volumen?
Sam empuja su silla hacia atrás y las patas chirrían contra el suelo. Me estremezco, pendiente de cualquier ruido que pueda oír en la habitación de Henry. Pero no se oye nada, todo está en silencio mientras Sam observa la oscuridad a través de los ventanales franceses.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Por qué tuve que mencionar a Nathan?
Me asalta el recuerdo de otros tiempos, de un momento en que Sam fue demasiado lejos. Me hizo daño de verdad, y él lo sabía. Estaba de pie justo donde está ahora; compungido, suplicándome que lo perdonara. Por supuesto que lo perdoné. Entonces no sabía qué sería de mí sin él, en el caso de que yo fuera alguien.
—Finge que no lo hiciste —le espeto—. No diré nada. Pero vete, por favor. No se lo contaré a nadie, te lo juro. Por favor, Sam. ¿Qué será de Henry?
Se vuelve hacia mí, con lágrimas en los ojos.
—Yo cuidaré de Henry. Lo quiero tanto como tú. No pensarás que voy a hacerle daño, ¿verdad?
No quiero imaginármelo, pero no lo sé. En este momento no sé nada.
—Henry me necesita, Sam. —Saco las manos de debajo de la silla y me agarro al borde de la mesa—. Los niños necesitan a sus madres.
—Estará bien, igual que yo —dice.
Ahora, sin embargo, no detecto ninguna emoción en su voz. Sus ojos observan la oscuridad, donde no pueden ver nada, y sé que está a muchos kilómetros y años de distancia, en esa pequeña casucha con quemaduras de cigarrillo en la mesa de formica de la cocina.
Pienso en Henry despertándome todas las mañanas, acercando tanto su cara a la mía que, cuando me giro, lo único que veo son sus ojos, borrosos, y sus pestañas haciéndome cosquillas en las mías, mientras noto su aliento en el rostro. Pienso en cómo se mete en la cama conmigo, apretando su pequeño y cálido cuerpo contra el mío, acurrucándose contra mí como si quisiera regresar al lugar de donde vino, a mi vientre. Henry y yo solíamos ser uno, quiero decirle a Sam. Puede que parezcamos dos personas, pero en realidad somos solo una.
Sam se mueve despacio alrededor de la mesa y se sienta a mi lado, girando la silla para que nuestras rodillas se rocen. Cierra los ojos y extiende los brazos para acariciarme el pelo, primero con una mano y luego con la otra. Me pongo a temblar violentamente. Noto que mi boca se llena de saliva.
—Lo siento, lo siento —dice en voz baja, aún con los ojos cerrados.
Posa los labios en mi pelo y lo besa, aspirando. Me quedo muy quieta. Mi respiración se acelera; percibo la sangre fluyendo por todo mi cuerpo, hasta las yemas de los dedos. Me acaricia el pelo con las manos, alisándolo, como solía hacerlo cuando estábamos tumbados en la cama, por la noche, mientras yo me quedaba dormida disfrutando del relajante ritmo de sus caricias. Debería salir huyendo, defenderme, hacer algo, pero el miedo me ha dejado prácticamente en estado catatónico. La horrible conmoción que me produce lo que está ocurriendo, mezclada con la familiar sensación de sus manos acariciándome, suavemente pero con terroríficas intenciones, me ha dejado paralizada.
—Tienes que estar callada, Louise. Por favor, quédate callada —murmura a través de mi pelo, y puedo sentir cómo mira ansiosamente hacia la habitación donde nuestro hijo está durmiendo pacíficamente.
Ahora baja un poco las manos sin dejar de apretar los labios contra mi pelo, mientras me agarra suavemente el cuello con los dedos. El extraño sopor empieza a desvanecerse, pero ya es demasiado tarde. Estoy haciendo esfuerzos por respirar a medida que sus dedos aprietan cada vez con más fuerza. Mis breves y jadeantes respiraciones son lo único que rompe el silencio que guardamos por el amor que sentimos por Henry, por nuestro deseo de ahorrarle esta escena. Intento arañar inútilmente sus manos, tratando de interponerme entre ellas y mi cuello, pero no hay espacio, aprietan cada vez más.
—Chist —susurra a través de mi pelo—. Vas a despertar a Henry.
Tiro desesperadamente de sus dedos, pero es demasiado fuerte. Noto que me estoy desvaneciendo, rodeada por las sombras de otros tiempos en los que sentía sus manos alrededor de mi cuello en nuestros juegos. Sin embargo, nunca me apretaron como lo hacen ahora. Nunca estuve tan cerca de las tinieblas.
Siento la solidez de la silla debajo de mí, como la sentí esta mañana cuando desayuné aquí. Los cacharros siguen estando ahí, sucios: dos platos con migas de pan tostado; una taza con un poco de té frío; un vaso con unas gotas de zumo de manzana, lleno de huellas pegajosas… ¿Serán lo último que vea?
No puedo apartar sus manos de mi cuello, de modo que dejo de intentarlo. Trato frenéticamente de encontrar algo, cualquier cosa que pueda utilizar para apartarlo de mí. Me cuesta mucho llenar los pulmones de aire; cada vez que lo intento es peor. Las fuerzas me abandonan; puedo sentirlo. No me queda mucho. Mi visión empieza a ser borrosa y la cocina, donde paso con Henry todas las noches mientras él me cuenta cómo le ha ido el día, flota ante mis ojos, fundiéndose en una bruma de miedo y dolor. ¡Oh, Henry! Mi mano golpea la encimera y busco a tientas, sin ver, con la esperanza de encontrar algo con lo que pueda golpearlo, o al menos lo sorprenda y pueda soltarme, pero no hay nada. Mi mano solo es capaz de agarrar el aire.
—Chist —vuelve a susurrar Sam, ahora con los labios junto a mi oído, con los que lo roza suavemente.
Trato de decir «por favor» gesticulando con la boca, pero no lo consigo. De todas formas, él no me está mirando. Está perdido en un mundo donde lo que está haciendo está bien, es solo uno de nuestros juegos, su forma de demostrar su amor por mí.
—No pasa nada, Louise. Cállate, chist. Todo irá bien.
Sin embargo, he estado callada durante demasiado tiempo. He estado demasiado tiempo fingiendo que todo iba bien, repintando los últimos años de nuestro matrimonio con vivos colores. Al comprobar que las esquinas de los armarios de la cocina se funden con el techo y que todo empieza a oscurecerse, ya no me importa que Henry se despierte. Lo que importa es seguir con vida. Con las pocas fuerzas que me quedan, empiezo a patear, pero no hay nada. Estoy pateando inútilmente en el aire. Lo intento de nuevo y esta vez consigo atrapar con el pie la pata de una silla. Coloco el pie debajo del asiento y empujo la pierna hacia arriba con todas mis fuerzas. Se oye un estrépito cuando la silla se estrella contra el suelo.
La presión de las manos de Sam alrededor de mi cuello se afloja, y mientras su rostro vuelve a enfocarse lentamente, puedo ver el pánico en su mirada. Durante unos segundos, ambos nos quedamos suspendidos en el tiempo. Luego, se escucha una voz procedente de la habitación.
—¿Mamá?
Tratando de reunir todas las fuerzas que puedo, salto de la silla y aparto las manos de Sam. Creo ver sus brazos cayendo mecánicamente a ambos lados de su cuerpo mientras salgo corriendo hacia la habitación de Henry, cerrando la puerta detrás de mí y dejándome caer en el suelo. Apoyo la espalda en la puerta, con las rodillas contra el pecho.
—No pasa nada, H, vuélvete a dormir —susurro desde la otra punta de la habitación.
Sin embargo, vuelve a tener los ojos cerrados. El ruido de la silla solo lo ha despertado durante un momento.
Oigo los pasos de Sam en el pasillo. Cierro los ojos, consciente solo del contorno de la puerta contra mi espalda y el suave tejido de la alfombra azul bajo mis miedos. Aspiro el olor de la habitación de Henry: detergente en polvo, plastilina Play-Doh y el leve pero inconfundible aroma de Henry. He estado muchas veces a oscuras en esta habitación, como ahora, alejándome de la cuna o de la cama, tratando de no hacer ni el menor ruido que pudiera despertar a Henry y tener que empezar de nuevo todo el proceso para conseguir que se durmiera. Pienso en las horas que he pasado a su lado, con mi mano en su espalda, cada vez más fría, pensando aterrada que si quitaba la mano podría moverse y echarse a llorar. Ahora, todo eso me parece algo perteneciente a otra vida, una vida en la que una mujer a la que no reconozco calmaba a su hijo para que se quedara dormido y luego se metía en la cama para disfrutar de los cálidos abrazos de su amado esposo. En este momento deseo más que nunca acercarme a Henry y abrazarlo, pero no me atrevo a alejarme de la puerta y me quedo apoyada contra ella, lista para empujar con todas mis fuerzas.
Los pasos se detienen. Noto una presión en la espalda mientras Sam empuja suavemente la puerta. Me apuntalo, apoyando los pies en el suelo e inclinándome hacia atrás con los ojos cerrados. Las lágrimas que han rodado por mis mejillas sin que pudiera evitarlo me han dejado un sabor salado en la boca. La luz de la lamparilla no puede provocar la sombra de los pies del padre, que está fuera de la habitación ¿no?
—Por favor, Sam —le digo.
Mi voz es ronca, desconocida. La presión disminuye, pero la sombra sigue ahí.
—Por favor, no lo hagas. Quieres a Henry, lo sé.
Trato de hablar en voz baja. Tengo los ojos fijos en la pequeña figura dormida que hay en la cama, al otro lado de la habitación, alerta por si se despierta.
—Sé lo mucho que te cuesta estar lejos de él, incluso durante una semana. Y él te quiere. Te quiere por lo bueno que hay en ti, igual que yo. Piensa en lo que significó para ti crecer sin tu madre. —La desesperación me hace ser audaz. Sam nunca habla de los años en que no vio ni tuvo noticias de su madre—. No permitas que Henry pase por lo mismo. No dejes que crezca sin mí. Él confía en ti, Sam. Piensa en cómo te mira, en cómo desliza su mano en la tuya cuando vais juntos por la calle. En cómo te rodea no solo con los brazos sino también con las piernas cuando vienes a recogerlo.
Tengo que sacarle todo el provecho a esto.
—¿Y qué me dices de Daisy y de Catherine? Sé que también las quieres. No les hagas esto. No permitas que el padre de Daisy vaya a la cárcel. Por favor, Sam, por favor…
Mi voz se apaga, es solo un carraspeo. Siento que me quema la garganta.
Me quedo sentada aquí, mientras dejo pasar los segundos. Al cabo de un minuto, puede que dos, la sombra que se filtra por debajo de la puerta desaparece y oigo de nuevo sus pasos, aunque no soy capaz de decir hacia dónde se dirigen. ¿Hacia dónde habrá ido Sam? ¿Hacia la cocina o hacia la salida? No me atrevo a abrir la puerta de la habitación para mirar; no me atrevo a moverme del suelo, petrificada al pensar que en cualquier momento sentiré la leve presión de la puerta contra la espalda, y entonces no habrá nada que hacer. Así pues, decido quedarme aquí sentada, sin moverme, temblando mientras van pasando las horas, apoyada contra la puerta. Mi espalda palpita de dolor. De vez en cuando estiro una pierna para desentumecerla. En una ocasión, cuando Henry era un bebé, me quedé dormida en el suelo de su habitación. En aquella época nunca dormía más de dos horas seguidas, pero esa noche durmió desde la medianoche hasta las cinco de la madrugada. En ese momento me desperté, presa del pánico, helada y rígida, al ver que se había dado la vuelta solo por primera vez. Con la cara hacia un lado, todo lo que pude ver fue un amasijo de mantas en la oscuridad. Durante unos segundos estuve totalmente convencida de que había dejado de respirar y que había muerto asfixiado mientras yo dormía.
Esta noche, sin embargo, no me quedaré dormida. Mantengo mi silenciosa vigilia hasta que la grisácea luz de la mañana empieza a filtrarse por debajo de las cortinas con dibujos de tren de Henry y lo veo moverse. No podemos seguir encerrados aquí eternamente, de modo que me levanto y me acerco a la cama. Me tiendo al lado de Henry, sintiendo la firmeza y el calor de su cuerpo entre mis brazos.
—¿Ya es hora de desayunar? —pregunta, somnoliento, rodeándome el cuello con el brazo.
—Sí. Ya es hora de desayunar. ¿Tostadas con mermelada? —le pregunto, hablando en un tono lo más normal posible. Cada palabra que pronuncio me duele como si estuviera tragándome un cristal roto—. ¿Qué te parece si hoy hacemos una excepción y nos las comemos en la cama?
Me dedica una amplia sonrisa y me suelta, empezando a organizar sus peluches para el desayuno. Me levanto y me dirijo hacia la puerta. Mantengo la mano en el tirador, preguntándome qué me espera al otro lado, si este va a ser el momento en que la vida de Henry cambie para siempre, irrevocablemente arruinada. Empujo muy despacio la puerta en medio del silencio y miro a mi izquierda. El pasillo está sumido en la penumbra. La puerta de la cocina está entreabierta. Miro a la derecha, hacia la puerta de entrada. Está cerrada. Aunque el apartamento tiene el mismo aspecto de siempre, parece totalmente distinto. Ya no es seguro; ya no es mi hogar. No sé qué puede estar acechando en los rincones o escondido en las sombras.
Avanzo por el pasillo, vacilante, hasta que llego a la puerta de la sala de estar. Respirando profundamente, la abro y echo un vistazo. Está vacía, exactamente como la dejé. Hago lo mismo con mi habitación; la inmaculada cama, sin deshacer, es la prueba irrefutable de lo que sucedió anoche. Continúo con el baño: también está vacío. Desde la puerta veo el reflejo de mi rostro en el espejo del armario. Tengo la piel cetrina, ojeras y los ojos rojos. Noto que algo se mueve detrás de mí. Me doy la vuelta. El corazón me da un vuelco, pero no hay nada, solo es el parpadeo de la luz del sol filtrándose por la ventanilla del baño, que se refleja en la pared que hay detrás de mí.
Camino de puntillas por el pasillo hacia la cocina. Me cuesta respirar. Me pregunto por la gravedad de mi estado mientras intento inspirar y espirar lo más silenciosamente posible. Cuando me acerco para abrir la puerta de la cocina, un repentino ruido me hace jadear y saltar hacia atrás, aunque unos segundos después lo identifico: son las glicinas golpeando los ventanales franceses por un soplo de viento. Armándome de valor, abro la puerta. La botella de vino y las dos copas están sobre la mesa, y la silla que pateé aún está tirada en el suelo. A la luz del amanecer, la cocina está llena de sombras, pero Sam se ha ido.
Recojo la silla con manos temblorosas y vacío las dos copas de vino en el fregadero. Mientras lo hago, oigo un ruido procedente del pasillo. ¡Oh, Dios mío, no! Decido echar un vistazo, lista para enfrentarme a lo que sea, pero solo es Henry, que ha salido de su habitación para ir al baño. Respiro profundamente, ordenando mis pensamientos. Entonces, mientras Henry aún está en el baño, corro hacia la puerta de entrada, paso dos veces la llave y pongo la cadena para sentirme más segura.
De vuelta en la cocina, lleno la tetera, saco el pan de la panera y lo meto en la tostadora. Cojo la mantequilla, la mermelada, un plato y un cuchillo. Me quedo mirando mis manos, como si fueran las de otra persona.
Cuando la tostada de Henry está lista, me la llevo a su habitación junto con el móvil y una taza de té. Me siento en la cama junto a él, tratando de no molestar a los osos que están desayunando.
—Gracias, mamá —dice Henry con su acostumbrada seriedad.
—De nada —le contesto, sorbiendo el té y acercándolo un poco más a mí.
Agradezco infinitamente que no tenga ni idea de lo que ocurrió aquí anoche. Sin embargo, esta mañana, su inocencia, la fe ciega que tiene en su felicidad y en la mía, me rompe el corazón.
Pulso la pantalla del móvil, equivocándome con las teclas, mientras Henry rompe minuciosamente su tostada en trocitos, dándole uno a cada oso. Unos minutos después, el móvil emite un pitido, y aunque sé que Bridget no volverá a mandarme más mensajes, se me revuelve el estómago.
Veinte minutos después, cuando estoy en el fregadero limpiando las migas de unos diminutos platos de plástico, suena el timbre de la puerta. Avanzo lentamente por el pasillo, secándome las manos con un trapo.
—¿Quién es? —pregunto con dificultad, con voz ronca.
—Soy yo —responde una voz de mujer.
Me acerco dando un traspié hasta la puerta, buscando a tientas la cadena, deslizando los dedos por las cerraduras. Finalmente la abro. Es Polly. Lleva el pelo revuelto, sin cepillar. Aún va en pijama; se ha puesto encima su enorme abrigo de Puffa. Se fija en la palidez de mi piel, en mis ojos inyectados en sangre, en las leves marcas en mi cuello.
—¡Oh, Dios mío! —exclama, y me estrecha entre sus brazos.
Mis piernas no me sostienen y me dejo caer sobre ella, sollozando de alivio, capaz, finalmente, de respirar tranquila.